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Capítulo XXII 13 page

‑Es un error, señor Porthos, y lo repararé bajo palabra de honor.

‑¿Y cómo? ‑preguntó el mosquetero.

‑Escuchad. Esta noche el señor Coquenard va a casa del señor duque de Chaulnes, que lo ha llamado. Es para una consulta que du­rará dos horas por los menos; venid, estaremos solos y haremos nues­tras cuentas.

‑¡En buena hora! Eso es lo que se dice hablar, querida mía.

‑¿Me perdonáis?

‑Veremos ‑dijo majestuosamente Porthos.

Y ambos se separaron diciéndose: Hasta esta noche.

«¡Diablos! ‑pensó Porthos al alejarse‑. Me parece que me estoy acercando por fin al baúl de maese Coquenard.»

 

Capítulo XXXV

De noche todos los gatos son pardos

 

Aquella noche, tan impacientemente esperada por Porthos y D'Ar­tagnan, llegó por fin.

D'Artagnan, como de costumbre, se presentó hacia las nueve en casa de Milady. La encontró de un humor encantador; jamás lo había recibido tan bien. Nuestro gascón vio a la primera ojeada que su billete había sido entregado, y ese billete producía su efecto.

Ketty entró para traer sorbetes. Su amante le puso una cara encan­tadora, le sonrió con una sonrisa más graciosa, mas, ¡ay!, la pobre chi­ca estaba tan triste que no se dio cuenta siquiera de la benevolencia de Milady.

D'Artagnan miraba juntas a aquellas dos mujeres y se veía forzado a confesar que la naturaleza se había equivocado al formarlas; a la gran dama le había dado un alma venal y vil, a la doncella le había dado un corazón de duquesa.

A las diez Milady comenzó a parecer inquieta. D'Artagnan compren­dió lo que aquello quería decir; miraba el péndulo, se levantaba, se volvía a sentar, sonreía a D'Artagnan con un aire que quería decir: Sois muy amable sin duda, pero seríais encantador si os fueseis.

D'Artagnan se levantó y cogió su sombrero; Milady le dio su mano a besar; el joven sintió que se la estrechaba y comprendió que era por un sentimiento no de coquetería, sino de gratitud por su marcha.

‑Lo ama endiabladamente ‑murmuró. Luego salió.

Aquella vez Ketty no lo esperaba, ni en la antecámara, ni en el co­rredor, ni en la puerta principal. Fue preciso que D'Artagnan encon­trase él solo la escalera y el cuarto.

Ketty estaba sentada con la cabeza oculta entre sus manos y llo­raba.

Oyó entrar a D'Artagnan pero no levantó la cabeza; el joven fue junto a ella y le cogió las manos; entonces ella estalló en sollozos.

Como D'Artagnan había presumido, Milady, al recibir la carta, le había dicho todo a su criada en el delirio de su alegría; luego, como recompensa por la forma de haber hecho el encargo esta vez, le había dado una bolsa. Ketty, al volver a su cuarto, había tirado la bolsa en un rincón donde había quedado completamente abierta, vomitando tres o cuatro piezas de oro sobre el tapiz.



A la voz de D'Artagnan la pobre muchacha alzó la cabeza. D'Ar­tagnan mismo quedó asustado por el transtorno de su rostro. Juntó las manos con aire suplicante, pero sin atreverse a decir una palabra.

Por poco sensible que fuera el corazón de D'Artagnan, se sintió en­ternecido por aquel dolor mudo; pero le importaban demasiado sus proyectos, y sobre todo aquél, para cambiar algo en el programa que se había trazado de antemano. No dejó, pues, a Ketty ninguna espe­ranza de ablandarlo, sólo que presentó su acción como simple venganza.

Por lo demás esta venganza se hacía tanto más fácil cuanto que Milady, sin duda para ocultar su rubor a su amante, había recomenda­do a Ketty apagar todas las luces del piso, a incluso de su habitación. Antes del alba el señor de Wardes debería salir, siempre en la oscu­ridad.

Al cabo de un instante se oyó a Milady que entraba en su habitación. D'Artagnan se abalanzó al punto a su armario. Apenas se había acurrucado en él cuando se dejó oír la campanilla.

Milady parecía ebria de alegría, se hacía repetir por Ketty los me­nores detalles de la pretendida entrevista de la doncella con de War­der, cómo había recibido él su carta, cómo había respondido, cuál era la expresión de su rostro, si parecía muy enamorado; y a todas estas preguntas la pobre Ketty, obligada a poner buena cara, respondía con una voz ahogada cuyo acento doloroso su ama ni siquiera notaba, ¡así de egoísta es la felicidad!

Por fin, como la hora de su entrevista con el conde se acercaba, Milady hizo apagar todo en su cuarto, y ordenó a Ketty volver a su habitación a introducir a de Wardes tan pronto como se presentara.

La espera de Ketty no fue larga. Apenas D'Artagnan hubo visto por el agujero de la cerradura de su armario que todo el piso estaba en la oscuridad cuando se lanzó de su escondite en el momento mismo en que Ketty cerraba la puerta de comunicación.

‑¿Qué es ese ruido? ‑preguntó Milady.

‑Soy yo ‑dijo D'Artagnan a media voz‑, yo, el conde de Wardes.

‑¡Oh, Dios mío, Dios mío! ‑murmuró Ketty‑. No ha podido es­perar siquiera la hora que él mismo había fijado.

‑¡Y bien! ‑dijo Milady con una voz temblorosa‑. ¿Por qué no entra? Conde, conde ‑añadió‑, ¡sabéis de sobra que os espero!

A esta llamada, D'Artagnan alejó suavemente a Ketty y se precipi­tó en la habitación de Milady.

Si la rabia y el dolor deben torturar su alma, ésa es la del amante que recibe bajo un nombre que no es el suyo protestas de amor que se dirigen a su afortunado rival.

D'Artagnan estaba en una situación dolorosa que no había previs­to, los celos le mordían el corazón, y sufría casi tanto como la pobre Ketty, que en aquel mismo momento lloraba en la habitación vecina.

‑Sí, conde ‑decía Milady con su voz más dulce, apretando tier­namente su mano entre las suyas‑; sí, soy feliz por el amor que vues­tras miradas y vuestras palabras me han declarado cada vez que nos hemos encontrado. También yo os amo. ¡Oh, mañana, mañana, quiero alguna prenda de vos que demuestre que pensáis en mí, y, como po­dríais olvidarme, tomad!

Y ella pasó un anillo de su dedo al de D'Artagnan.

D'Artagnan se acordó de haber visto aquel anillo en la mano de Milady: era un magnífico zafiro rodeado de brillantes.

El primer movimiento de D'Artagnan fue devolvérselo, pero Milady añadió:

‑No, no, guardad este anillo por amor a mí. Además, aceptándo­lo ‑añadió con voz conmovida‑ me hacéis un servicio mayor de lo que podríais imaginar.

«Esta mujer está llena de misterios» ‑murmuró para sus adentros D'Artagnan.

En aquel momento se sintió dispuesto a revelarlo todo. Abrió la boca para decir a Milady quién era, y con qué objetivo de venganza había venido, pero ella añadió:

‑¡Pobre ángel, a quien ese monstruo de gascón ha estado a punto de matar!

El monstruo era él.

‑¡Oh! ‑continuó Milady‑. ¿Os hacen sufrir mucho todavía vues­tras heridas?

‑Sí, mucho ‑dijo D'Artagnan, que no sabía muy bien qué res­ponder.

‑Tranquilizaos ‑murmuró Milady , yo os vengaré, y cruelmente.

«¡Maldita sea! ‑se dijo D'Artagnan‑. El momento de las confiden­cias todavía no ha llegado.»

Necesitó D'Artagnan algún tiempo todavía para reponerse de este breve diálogo; pero todas las ideas de venganza que había traído se habían desvanecido por completo. Aquella mujer ejercía sobre él un increíble poder, la odiaba y la adoraba a la vez; jamás había creído que estos dos sentimientos tan contrarios pudieran habitar en el mismo co­razón y al reunirse formar un amor extraño y en cierta forma diabólico.

Sin embargo, acababa de sonar la una; hubo que separarse; D'Ar­tagnan, en el momento de dejar a Milady, no sintió más que un vivo pesar por alejarse, y en el adiós apasionado que ambos se dirigieron recíprocamente, convinieron una nueva entrevista para la semana si­guiente. La pobre Ketty esperaba poder dirigir algunas palabras a D'Ar­tagnan cuando pasara por su habitación, pero Milady lo guió ella mis­ma en la oscuridad y sólo lo dejó en la escalinata.

Al día siguiente por la mañana, D'Artagnan corrió a casa de Athos. Estaba empeñado en una aventura tan singular que quería pedirle con­sejo. Le contó todo. Athos frunció varias veces el ceño.

‑Vuestra Milady ‑le dijo‑ me parece una criatura infame, pero no por ello habéis dejado de equivocaros al engañarla; de una forma o de otra, tenéis un terrible enemigo encima.

Y al hablarle, Athos miraba con atención el zafiro rodeado de dia­mantes que había ocupado en el dedo de D'Artagnan el lugar del ani­llo de la reina, cuidadosamente puesto en un escriño.

‑¿Veis este anillo? ‑dijo el gascón glorioso por exponer a las mi­radas de sus amigos un presente tan rico.

‑Sí ‑dijo Athos‑, me recuerda una joya de familia.

‑Es hermoso, ¿no es cierto? ‑dijo D'Artagnan.

‑¡Magnífico! ‑respondió Athos‑. No creía que éxistieran dos za­firos de unas aguas tan bellas. ¿Lo habéis cambiado por vuestro dia­mante?

‑No ‑dijo D'Artagnan‑: es un regalo de mi hermosa inglesa, o mejor, de mi hermosa francesa, porque, aunque no se lo he pregun­tado, estoy convencido de que ha nacido en Francia.

‑¿Este anillo os viene de Milady? ‑exclamó Athos con una voz en la que era fácil distinguir una gran emoción.

‑De ella misma; me lo ha dado esta noche.

‑Enseñadme ese anillo ‑dijo Athos.

‑Aquí está ‑respondió D'Artagnan sacándolo de su dedo.

Athos lo examinó y padileció, luego probó en el anular de su mano izquierda; le iba a aquel dedo como si estuviera hecho para él. Una nube de cólera y de venganza pasó por la frente ordinariamente tran­quila del gentilhombre.

‑Es imposible que sea el mismo ‑dijo‑. ¿Cómo iba a encontrar­se este anillo en las manos de milady Clarick? Y sin embargo, es muy difícil que haya entre dos joyas un parecido semejante.

‑¿Conocéis este anillo? ‑preguntó D'Artagnan.

‑Había creído reconocerlo ‑dijo Athos‑, pero sin duda me equi­vocaba.

Y lo devolvió a D'Artagnan sin cesar, sin embargo, de mirarlo.

‑Mirad ‑dijo al cabo de un instante‑, D'Artagnan, quitaos ese anillo de vuestro dedo o volved el engaste para dentro; me trae tan crueles recuerdos que no estaría tranquilo para hablar con vos. ¿No venís a pedirme consejos, no me decíais que estabais en apuros sobre lo que debíais hacer?... Esperad... Dejadme ese zafiro: ese al que yo me refiero debe tener una de sus caras rozada a consecuencia de un accidente.

D'Artagnan sacó de nuevo el anillo de su dedo y se lo entregó a Athos.

Athos se estremeció.

‑Mirad ‑dijo‑, ved, ¿no es extraño?

Y mostraba a D'Artagnan aquel rasguño que recordaba debía existir.

‑Pero ¿de quién os venía este zafiro, Athos?

‑De mi madre, que lo tenía de su madre. Como os digo, es una antigua joya... que jamás debió salir de la familia,.

‑Y vos, ¿lo... vendisteis? ‑preguntó dudando D'Artagnan.

‑No ‑contestó Athos con una sonrisa singular‑; lo di durante una noche de amor, como os lo han dado a vos.

D'Artagnan permaneció pensativo a su vez; le parecía ver en el al­ma de Milady abismos cuyas profundidades eran sombrías y descono­cidas.

Metió el anillo no en su dedo sino en su bolsillo.

‑Oíd ‑le dijo Athos cogiéndole la mano‑, ya sabéis cuánto os amo, D'Artagnan; si tuviera un hijo no lo querría tanto como a vos. Pues bien, creedme, renunciad a esa mujer. No la conozco, pero una especie de intuición me dice que es una criatura perdida, y que hay algo de fatal en ella.

‑Y tenéis razón ‑dijo D'Artagnan‑. También yo me aparto de ella; os confieso que esa mujer me asusta a mí incluso.

‑¿Tendréis ese valor? ‑dijo Athos.

‑Lo tendré ‑respondió D'Artagnan‑, y desde ahora mismo.

‑Pues bien, de verdad, hijo mío, tenéis razón ‑dijo el gentilhom­bre apretando la mano del gascón con un cariño casi paterno‑; ojalá quiera Dios que esa mujer, que apenas ha entrado en vuestra vida, no deje en ella una huella funesta.

Y Athos saludó a D'Artagnan con la cabeza, como hombre que quie­re hacer comprender que no le molesta quedarse a solas con sus pen­samientos.

Al volver a su casa, D'Artagnan encontró a Ketty que lo esperaba. Un mes de fiebre no habría cambiado a la pobre niña más de lo que lo estaba por aquella noche de insomnio y de dolor.

Era enviada por su ama al falso de Wardes. Su ama estaba loca de amor, ebria de alegría; quería saber cuándo le daría el conde una segunda entrevista.

Y la pobre Ketty, pálida y temblorosa, esperaba la respuesta de D'Ar­tagnan.

Athos tenía un gran influjo sobre el joven; los consejos de su ami­go unidos a los gritos de su propio corazón le habían decidido, ahora que su orgullo estaba a salvo y su venganza satisfecha, a no volver a ver a Milady. Por toda respuesta tomó una pluma y escribió la carta siguiente:

 

«No contéis conmigo, señora, para la próxima cita; desde mi convalecencia tengo tantas ocupaciones de ese género que he tenido que poner cierto orden. Cuando llegue vuestra vez, ten­dré el honor de participároslo.

Os beso las manos.

 

Conde de Wardes.»

 

Del zafiro ni una palabra: ¿quería el gascón guardar un arma con­tra Milady? O bien, seamos francos, ¿no conservaba aquel zafiro como último recurso para el equipo?

Nos equivocaríamos por lo demás si juzgáramos las acciones de una época desde el punto de vista de otra época. Lo que hoy sería mirado como una vergüenza por un hombre galante era en ese tiempo algo sencillo y completamente natural, y los segundones de las mejores fa­milias se hacían mantener por regla general por sus amantes.

D'Artagnan pasó su carta abierta a Ketty, que la leyó primero sin comprenderla y que estuvo a punto de enloquecer de alegría al releer­la por segunda vez.

Ketty no podía creer en tal felicidad. D'Artagnan se vio obligado a renovarle de viva voz las seguridades que la carta le daba por escrito; y cualquiera que fuese, dado el carácter arrebatado de Milady, el peligro que corría la pobre niña al entregar aquel billete a su ama, no dejo de volver a la Place Royale a toda velocidad de sus piernas.

El corazón de la mejor mujer es despiadado para los dolores de un¡ rival.

Milady abrió la carta con una prisa igual a la que Ketty había puesto en traerla; pero a la primera palabra que leyó, se puso lívida; luego arrugó el papel; luego se volvió con un centelleo en los ojos hacia Ketty

‑¿Qué significa esta carta? ‑dijo.

‑Es la respuesta a la de la señora ‑respondió Ketty toda temblorosa.

‑¡Imposible! ‑exclamó Milady‑. Imposible que un gentilhombre haya escrito a una mujer semejante carta.

Luego, de pronto, temblando:

‑¡Dios mío! ‑dijo ella‑. Sabrá... ‑y se detuvo.

Sus dientes rechinaban, estaba color ceniza; quiso dar un paso hacia la ventana para ir en busca de aire, pero no pudo más que tende los brazos, le fallaron las piernas y cayó sobre un sillón.

Ketty creyó que se mareaba y se precipitó para abrir su corsé. Pero Milady se levantó con presteza.

‑¿Qué queréis? ‑dijo‑. ¿Y por qué me ponéis las manos encima?

‑He pensado que la señora se mareaba y he querido ayudarla ‑respondió la sirvienta, completamente asustada por la expresión terrible que había tomado el rostro de su ama.

‑¿Marearme yo? ¿Yo? ¿Yo? ¿Me tomáis por una mujerzuela Cuando se me insulta no me mareo, me vengo, ¿entendéis?

Y con la mano hizo a Ketty señal de que saliese.

 

Capítulo XXXVI

Sueño de venganza

 

Por la noche, Milady ordenó introducir al señor D'Artagnan tai pronto como viniese, según su costumbre. Pero no vino.

Al día siguiente Ketty vino a ver de nuevo al joven y le contó todo lo que había pasado la víspera; D'Artagnan sonrió; aquella celosa cólera de Milady era su venganza.

Por la noche, Milady estuvo más impaciente aún que la víspera renovó la orden relativa al gascón, mas, como la víspera, lo esperó en vano.

Al día siguiente Ketty se presentó en casa de D'Artagnan, no ale­gre y viva como los dos días anteriores, sino por el contrario triste has­ta morir.

D'Artagnan preguntó a la pobre niña lo que tenía; mas por toda respuesta ella sacó una carta de su bolso y se la entregó.

Aquella carta era de la escritura de Milady, sólo que esta vez estaba dirigida a D'Artagnan y no al señor de Wardes.

La abrió y leyó lo que sigue:

 

«Querido señor D'Artagnan, está mal descuidar así a sus ami­gos, sobre todo en el momento en que se los va a dejar por tanto tiempo. Mi cuñado y yo os hemos esperado ayer y anteayer inú­tilmente. ¿Pasará lo mismo esta tarde?

Vuestra muy agradecida,

 

Lady Clarick. »

 

‑Es muy sencillo ‑dijo D'Artagnan‑, y esperaba esta carta. Mi crédito está en alza por la baja del conde de Wardes.

‑¿Es que iréis? ‑preguntó Ketty.

‑Escucha, querida niña ‑dijo el gascón, que trataba de excusar­se a sus propios ojos de faltar a la promesa que le había hecho a Athos‑, comprende que sería descortés no responder a una invita­ción tan positiva. Milady, al ver que no volvía, no comprendería nada de la interrupción de mis visitas, podría sospechar algo, y ¿quién pue­de decir hasta dónde iría la venganza de una mujer de ese temple?

‑¡Dios mío! ‑dijo Ketty‑. Sabéis presentar las cosas de forma que siempre tenéis razón. Pero vais a seguir haciéndole la torte, y si esta vez vais a agradarle bajo vuestro verdadero nombre y vuestro ver­dadero rostro, será mucho peor que la primera vez.

El instinto hacía adivinar a la pobre niña una parte de lo que iba a pasar.

D'Artagnan la tranquilizó lo mejor que pudo y le prometió perma­necer insensible a las seduciones de Milady.

Le hizo responder que era imposible estar más agradecido a sus bondades y que se ponía a sus órdenes; pero no se atrevió a escribirle por miedo a no poder disimular suficientemente su escritura a unos ojos tan ejercitados como los de Milady.

Al sonar las nueve, D'Artagnan estaba en la Place Royale. Era evi­dente que los criados que esperaban en la antecámara estaban avisa­dos, porque tan pronto como D'Artagnan apareció, antes incluso de que hubiera preguntado si Milady estaba visible, uno de ellos corrió a anunciarlo.

‑Hacedle entrar ‑dijo Milady con voz seca, pero tan penetrante que D'Attagnan la oyó desde la antecámara.

Fue introducido.

‑No estoy para nadie ‑dijo Milady‑. ¿Entendéis? Para nadie El lacayo salió.

D'Artagnan lanzó una mirada curiosa sobre Milady; estaba pálid y tenía los ojos fatigados, bien por las lágrimas, bien por el insomnio Se había disminuido adrede el número habitual de luces, y sin embargo, la joven no podía llegar a ocultar las marcas de la fiebre que la había devorado desde hacía dos días.

D'Artagnan se acercó a ella con su galantería de costumbre; ella hizo entonces un esfuerzo supremo para recibirlo, pero jamás fisonomía más turbada desmintió sonrisa más amable.

A las preguntas que D'Artagnan le hizo sobre su salud:

‑Mala ‑respondió ella‑ muy mala.

‑Pero entonces ‑dijo D'Artagnan‑, soy indiscreto, tenéis sin duda necesidad de reposo y voy a retirarme.

‑No ‑dijo Milady‑; al contrario, quedaos, señor D'Artagnar vuestra amable compañía me distraerá.

«¡Oh, oh! ‑pensó D'Artagnan‑. Nunca ha estado tan encantadora, desconfiemos. »

Milady adoptó el aire más afectuoso que pudo adoptar, y dio toda la brillantez posible a su conversación. Al mismo tiempo aquella fiebre que la había abandonado hacía un instante volvía a dar brillo a sus ojos, color a sus mejillas, carmín a sus labios. D'Artagnan volvió a encontrar a la Circe [L155] que ya le había envuelto en sus encantos. Su amor, qu él creía apagado y que sólo estaba adormecido, se despertó en su corazón. Milady sonreía y D'Artagnan sentía que se condenaría por aquell sonrisa.

Hubo un momento en que sintió algo como un remordimiento por lo que había hecho contra ella.

Poco a poco Milady se volvió más comunicativa. Preguntó a D'Artagnan si tenía un amante.

‑¡Ay! ‑dijo D'Artagnan con el aire más sentimental que pudo adoptar‑. ¿Sois tan cruel para hacerme una pregunta semejante a mi que desde que os he visto no respiro ni suspiro más que por vos y para vos?

Milady sonrió con una sonrisa extraña.

‑¿O sea que me amáis? ‑dijo ella.

‑¿Necesito decíroslo? ¿No os habéis dado cuenta?

‑Claro, pero ya lo sabéis, cuanto más orgullosos son los corazones, más difíciles son de coger.

‑¡Oh, las dificultades no me asustan! ‑dijo D'Artagnan‑. Sólo las cosas imposibles me espantan.

‑Nada es imposible ‑dijo Milady‑ para un amor verdadero.

‑¿Nada, señora?

‑Nada ‑contestó Milady.

«¡Diablo! ‑prosiguió D'Artagnan para sus adentros‑. La nota ha cambiado. ¿Se habrá enamorado la caprichosa de mí por casualidad, y estaría dispuesta a darme a mí mismo algún otro zafiro igual al que me ha dado al tomarme por de Wardes?»

D'Artagnan acercó con presteza su silla a Milady.

‑Veamos ‑dijo ella‑, ¿qué haríais para probar ese amor de que habláis?

‑Todo cuanto se exigiera de mí. Que me manden, estoy dispuesto.

‑¿A todo?

‑¡A todo! ‑exclamó D'Artagnan, que sabía de antemano que no arriesgaba gran cosa arriesgándose así.

‑Pues bien, hablemos un poco ‑dijo a su vez Milady, acercando su sillón a la silla de D'Artagnan.

‑Os escucho, señora ‑dijo éste.

Milady permaneció un instante preocupada y como indecisa; lue­go, pareciendo adoptar una resolución, dijo:

-Tengo un enemigo.

‑¿Vos, señora? ‑exclamó D'Artagnan fingiendo sorpresa‑. ¿Es posible, Dios mío? ¿Hermosa y buena como sois?

‑¡Un enemigo mortal!

‑¿De verdad?

‑Un enemigo que me ha insultado tan cruelmente que entre él y yo hay una guerra a muerte. ¿Puedo contar con vos como auxiliar?

D'Artagnan comprendió inmediatamente adónde quería ir aquella vengativa criatura.

‑Podéis, señora ‑dijo con énfasis‑; mi brazo y mi vida os perte­necen como mi amor.

‑Entonces ‑dijo Milady‑, puesto que sois tan generoso como enamorado...

Se detuvo.

‑¿Y bien? ‑preguntó D'Artagnan.

‑Y bien ‑prosiguió Milady tras un momento de silencio‑, cesad desde hoy de hablar de imposibilidades.

‑No me agobiéis con mi dicha ‑exclamó D'Artagnan precipitán­dose de rodillas y cubriendo de besos las manos que le dejaban.

«Véngame de ese infame de Wardes ‑murmuró Milady entre dientes‑, y sabré desembarazarme de ti luego, ¡doble tonto, hoja de espada viviente!»

«Cae voluntariamente entre mis brazos después de haberme burla­do descaradamente, hipócrita y peligrosa mujer ‑pensaba D'Artagnan por su parte‑, y luego me reiré de ti con aquel a quien quieres matar por rni mano.»

D'Artagnan alzó la cabeza.

‑Estoy dispuesto ‑dijo.

‑¿Me habéis, pues, comprendido, querido señor D'Artagnan? ‑dijo Milady.

‑Adivinaré una de vuestras miradas.

‑¿O sea que emplearíais por mí vuestro brazo, que tanta fama ha conseguido ya?

‑Ahora mismo.

‑Pero y yo ‑dijo Milady‑, ¿cómo pagaré semejante servicio? Co­nozco a los enamorados, son personas que no hacen nada por nada.

‑Vos sabéis la única respuesta que yo deseo ‑dijo D'Artagnan‑, la única que sea digna de vos y de mí.

Y la atrajo dulcemente hacia él.

Ella resistió apenas.

‑¡Interesado! ‑dijo ella sonriendo.

‑¡Ah! ‑exclamó D'Artagnan verdaderamente arrastrado por la pa­sión que esta mujer tenía el don de encender en su corazón‑. ¡Ay, cuán inverosímil me parece esta dicha! Tras haber tenido siempre mie­do a verla desaparecer como un sueño, tengo prisa por hacerla rea­lidad.

‑Pues bien, mereced esa pretendida dicha.

‑Estoy a vuestras órdenes ‑dijo D'Artagnan.

‑¿Seguro? ‑preguntó Milady con una última duda.

‑Nombradme al infame que ha podido hacer llorar vuestros her­mosos ojos.

‑¿Quién os dice que he llorado? ‑dijo ella.


Date: 2015-12-17; view: 438


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