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Capítulo XXII 6 page

‑¡Ay, mi querido Aramis! ‑dijo D'Artagnan lanzando a su vez un profundo suspiro‑. Es mi propia historia la que aquí resumís.

‑¿Cómo?,

‑Sí, una mujer a la que amaba, a la que adoraba, acaba de serme raptada a la fuerza. Yo no sé dónde está, dónde la han llevado; quizá esté prisionera, quizá esté muerta.

‑Pero vos al menos tenéis el consuelo de deciros que no os ha abandonado voluntariamente; que si no tenéis noticias suyas es por­que toda comunicación con vos le está prohibida, mientras que...

‑Mientras que...

‑Nada ‑respondió Aramis‑, nada.

‑De modo que renunciáis al mundo; ¿es una decisión tomada, una resolución firme?

‑Para siempre. Vos sois mi amigo, mañana no seréis para mí más que una sombra; o mejor aún, no existiréis. En cuanto al mundo, es un sepulcro y nada más.

‑¡Diablos! Es muy triste lo que me decís.

‑¿Qué queréis? Mi vocación me atrae, ella me lleva.

D'Artagnan sonrió y no respondió nada. Aramis continuó:

‑Y sin embargo, mientras permanezco en la tierra, habría querido hablar de vos, de nuestros amigos.

‑Y yo ‑dijo D'Artagnan‑ habría querido hablaros de vos mis­mo, pero os veo tan separado de todo; los amores los habéis despe­chado; los amigos, son sombras; el mundo es un sepulcro.

‑¡Ay! Vos mismo podréis verlo ‑dijo Aramis con un suspiro.

‑No hablemos, pues, más ‑dijo D'Artagnan‑, y quememos es­ta carta que, sin duda, os anunciaba alguna nueva infelicidad de vues­tra costurerilla o de vuestra doncella.

‑¿Qué carta? ‑exclamó vivamente Aramis.

‑Una carta que había llegado a vuestra casa en vuestra ausencia y que me han entregado para vos.

‑¿Pero de quién es la carta?

‑¡Ah! De alguna doncella afligida, de alguna costurerilla desespe­rada; la doncella de la señora de Chevreuse quizá, que se habrá visto obligada a volver a Tours con su ama y que para dárselas de peripuesta habrá cogido papel perfumado y habrá sellado su carta con una corona de duquesa.

‑¿Qué decís?

‑¡Vaya, la habré perdido! ‑dijo hipócritamente el joven fingiendo buscarla‑. Afortunadamente el mundo es un sepulcro y por tanto las mujeres son sombras, y el amor un sentimiento al que decís ¡fuera!

‑¡Ah, D'Artagnan, D'Artagnan! ‑exclamó Aramis‑. Me haces morir.

‑Bueno, aquí está ‑dijo D'Artagnan.

Y sacó la carta de su bolsillo.

Aramis dio un salto, cogió la carta, la leyó o, mejor, la devoró; su rostro resplandecía.



‑Parece que la doncella tiene un hermoso estilo ‑dijo indolente­mente el mensajero.

‑Gracias, D'Artagnan ‑exclamó Aramis casi en delirio‑. Se ha visto obligada a volver a Tours; no me es infiel, me ama todavía. Ven, amigo mío, ven que te abrace; ¡la dicha me ahoga!

Y los dos amigos se pusieron a bailar en torno del venerable San Crisóstomo, pisoteando buenamente las hojas de la tesis que habían rodado sobre el suelo.

En aquel momento entró Bazin con las espinacas y la tortilla.

‑¡Huye, desgraciado! ‑exclamó Aramis arrojándole su gorra al rostro‑. Vuélvete al sitio de donde vienes, llévate esas horribles le­gumbres y esos horrorosos entremeses. Pide una liebre mechada, un capón gordo, una pierna de cordero al ajo y cuatro botellas de viejo borgoña.

Bazin, que miraba a su amo y que no comprendía nada de aquel cambio, dejó deslizarse melancólicamente la tortilla en las espinacas, y las espinacas en el suelo.

‑Este es el momento de consagrar vuestra existencia al Rey de Reyes ‑dijo D'Artagnan‑, si es que tenéis que hacerle una cortesía: Non inutile desiderium in oblatione.

‑¡Idos al diablo con vuestro latín! Mi querido D'Artagran, beba­mos, maldita sea, bebamos mucho, y contadme algo de lo que pasa por ahí.

 

Capítulo XXVII

La mujer de Athos

 

‑Ahora sólo queda saber nuevas de Athos ‑dijo D'Artagnan al fogoso Aramis, una vez que lo hubo puesto al corriente de lo que ha­bía pasado en la capital después de su partida, y mientras una excelen­te comida hacía olvidar a uno su tesis y al otro su fatiga.

‑¿Creéis, pues, que le habrá ocurrido alguna desgracia? –preguntó Aramis‑. Athos es tan frío, tan valiente y maneja tan hábilmente su espada...

‑Sí, sin duda, y nadie reconoce más que yo el valor y la habilidad de Athos; pero yo prefiero sobre mi espada el choque de las lanzas al de los bastones; temo que Athos haya sido zurrado por el hatajo de lacayos, los criados son gentes que golpean fuerte y que no terminan pronto. Por eso, os lo confieso, quisiera partir lo antes posible.

‑Yo trataré de acompañaros ‑dijo Aramis‑, aunque aún no me siento en condiciones de montar a caballo. Ayer ensayé la disciplina que veis sobre ese muro, y el dolor me impidió continuar ese piadoso ejercicio.

‑Es que, amigo mío, nunca se ha visto intentar curar un escope­tazo a golpes de disciplina; pero estabais enfermo, y la enfermedad de­bilita la cabeza, lo que hace que os excuse.

‑¿Y cuándo partís?

‑Mañana, al despuntar el alba; reposad lo mejor que podáis esta noche y mañana, si podéis, partiremos juntos.

‑Hasta mañana, pues ‑dijo Aramis‑; porque por muy de hie­rro que seáis, debéis tener necesidad de reposo.

Al día siguiente, cuando D'Artagnan entró en la habitación de Ara­mis, lo encontró en su ventana.

‑¿Qué miráis ahí? ‑preguntó D'Artagnan.

‑¡A fe mía! Admiro esos tres magníficos caballos que los mozos de cuadra tienen de la brida; es un placer de príncipe viajar en seme­jantes monturas.

‑Pues bien, mi querido Aramis, os daréis ese placer, porque uno de esos caballos es para vos.

‑¡Huy! ¿Cuál?

‑El que queráis de los tres, yo no tengo preferencia.

‑¿Y el rico caparazón que te cubre es mío también?

‑Claro.

‑¿Queréis reiros, D'Artagnan?

‑Yo no río desde que vos habláis francés.

‑¿Son para mí esas fundas doradas, esa gualdrapa de terciopelo, esa silla claveteada de plata?

‑Para vos, como el caballo que piafa es para mí, y como ese otro caballo que caracolea es para Athos.

‑¡Peste! Son tres animales soberbios.

‑Me halaga que sean de vuestro gusto.

‑¿Es el rey quien os ha hecho ese regalo?

‑A buen seguro que no ha sido el cardenal; pero no os preocu­péis de dónde vienen, y pensad sólo que uno de los tres es de vuestra propiedad.

‑Me quedo con el que lleva el mozo de cuadra pelirrojo.

‑¡De maravilla!

‑¡Vive Dios! ‑exclamó Aramis‑. Eso hace que se me pase lo que quedaba de mi dolor; me montaría en él con treinta balas en el cuerpo. ¡Ah, por mi alma, qué bellos estribos! ¡Hola! Bazin, ven acá ahora mismo.

Bazin apareció, sombrío y lánguido, en el umbral de la puerta.

‑¡Bruñid mi espada enderezad mi sombrero de fieltro, cepillad mi capa y cargad mis pistolas! ‑dijo Aramis.

‑Esta última recomendación es inútil ‑interrumpió D'Artagnan‑; hay pistolas cargadas en vuestras fundas.

Bazin suspiró.

‑Vamos, maese Bazin, tranquilizaos ‑dijo D'Artagnan‑; se ga­na el reino de los cielos en todos los estados.

‑¡El señor era ya tan buen teólogo! ‑dijo Bazin casi llorando‑. Hubiera llegado a obispo y quizá a cardenal.

‑Y bien, mi pobre Bazin, veamos, reflexiona un poco: ¿para qué sirve ser hombre de iglesia, por favor? No se evita con ello ir a hacer la guerra; como puedes ver, el cardenal va a hacer la primera campa­ña con el casco en la cabeza y la partesana al puño; y el señor de Na­gret de La Valette[L141] , ¿qué me dices? También es cardenal; pregúntale a su lacayo cuántas veces tiene que vendarle.

‑¡Ay! ‑suspiró Bazin‑. Ya lo sé, señor, todo está revuelto en este mundo de hoy.

Durante este tiempo, los dos jóvenes y el pobre lacayo habían des­cendido.

‑Tenme el estribo, Bazin ‑dijo Aramis.

Y Aramis se lanzó a la silla con su gracia y su ligereza ordinarias; pero tras algunas vueltas y algunas corvetas del noble animal, su caba­llero se resintió de dolores tan insoportables que palideció y se tamba­leó. D'Artagnan, que en previsión de este accidente no lo había perdi­do de vista, se lanzó hacia él, lo retuvo en sus brazos y lo condujo a su habitación.

‑Está bien, mi querido Aramis, cuidaos ‑dijo‑, iré sólo en bus­ca de Athos.

‑Sois un hombre de bronce ‑le dijo Aramis.

‑No, tengo suerte, eso es todo; pero ¿cómo vais a vivir mientras me esperáis? Nada de tesis, nada de glosas sobre los dedos y las bendi­ciones, ¿eh?

Aramis sonrió.

‑Haré versos ‑dijo.

‑Sí, versos perfumados al olor del billete de la doncella de la se­ñora de Chevreuse. Enseñad, pues, prosodia a Bazin, eso le consolará. En cuanto al caballo, montadlo todos los días un poco, y eso os habituará a las maniobras.

‑¡Oh, por eso estad tranquilo! ‑dijo Aramis‑. Me encontraréis dispuesto a seguiros.

Se dijeron adiós y, diez minutos después, D'Artagnan, tras haber recomendado su amigo a Bazin y a la hostelera, trotaba en dirección de Amiens.

¿Cómo iba a encontrar a Athos? ¿Lo encontraría acaso?

La posición en la que lo había dejado era crítica; bien podía haber sucumbido. Aquella idea, ensombreciendo su frente, le arrancó algu­nos suspiros y le hizo formular en voz baja algunos juramentos de ven­ganza. De todos sus amigos, Athos era el mayor y por tanto el menos cercano en apariencia en cuanto a gustos y simpatías.

Sin embargo, tenía por aquel gentilhombre una preferencia nota­ble. El aire noble y distinguido de Athos, aquellos destellos de grande­za que brotaban de vez en cuando de la sómbra en que se encerraba voluntariamente, aquella inalterable igualdad de humor que le hacía el compañero más fácil de la tierra, aquella alegría forzada y mordaz, aquel valor que se hubiera llamado ciego si no fuera resultado de la más rara sangre fría, tantas cualidades cautivaban más que la estima, más que la amistad de D'Artagnan, cautivaban su admiración.

En efecto, considerado incluso al lado del señor de Tréville, el ele­gante cortesano Athos, en sus días de buen humor podía sostener con ventaja la comparación; era de talla mediana, pero esa talla estaba tan admirablemente cuajada y tan bien proporcionada que más de una vez, en sus luchas con Porthos, había hecho doblar la rodilla al gigante cu­ya fuerza física se había vuelto proverbial entre los mosqueteros; su ca­beza, de ojos penetrantes, de nariz recta, de mentón dibujado como el de Bruto, tenía un carácter indefinible de grandeza y de gracia; sus manos, de las que no tenía cuidado alguno, causaban la desespera­ción de Aramis, que cultivaba las suyas con gran cantidad de pastas de almendras y de aceite perfumado; el sonido de su voz era pe­netrante y melodioso a la vez, y además, lo que había de indefinible en Athos, que se hacía siempre oscuro y pequeño, era esa ciencia de­licada del mundo y de los usos de la más brillante sociedad, esos hábi­tos de buena casa que apuntaba como sin querer en sus menores acciones.

Si se trataba de una comida, Athos la ordenaba mejor que nadie en el mundo, colocando a cada invitado en el sitio y en el rango que le habían conseguido sus antepasados o que se había conseguido él mismo. Si se trataba de la ciencia heráldica, Athos conocía todas las familias nobles del reino, su genealogía, sus alianzas, sus armas y el origen de sus armas. La etiqueta no tenía minucias que le fuesen ex­trañas, sabía cuáles eran los derechos de los grandes propietarios, co­nocía a fondo la montería y la halconería y cierto día, hablando de ese gran arte, había asombrado al rey Luis XIII mismo, que, sin embargo, pasaba por maestro de la materia.

Como todos los grandes señores de esa época, montaba a caballo y practicaba la esgrima a la perfección. Hay más: su educación había sido tan poco descuidada, incluso desde el punto de vista de los estu­dios escolásticos, tan raros en aquella época entre los gentileshombres, que sonreía a los fragmentos de latín que soltaba Aramis y que Porthos fingía comprender; dos o tres veces incluso, para gran asombro de sus amigos, le había ocurrido, cuando Aramis dejaba escapar algún error de rudimento, volver a poner un verbo en su tiempo o un nombre en su caso. Además, su probidad era inatacable en ese siglo en que los hombres de guerra transigían tan fácilmente con su religión o su con­ciencia, los amantes con la delicadeza rigurosa de nuestros días y los pobres con el séptimo mandamiento de Dios. Era, pues, Athos un hom­bre muy extraordinario.

Y sin embargo, se veía a esta naturaleza tan distinguida, a esta cria­tura tan bella, a esta esencia tan fina, volverse insensiblemente hacia la vida material, como los viejos se vuelven hacia la imbecilidad física y moral. Athos, en sus horas de privación, y esas horas eran frecuen­tes, se apagaba en toda su parte luminosa, y su lado brillante desapa­recía como en una profunda noche.

Entonces, desvanecido el semidiós, se convertía apenas en un hom­bre. Con la cabeza baja, los ojos sin brillo, la palabra pesada y penosa, Athos miraba durante largas horas bien su botella y su vaso, bien a Gri­maud que, habituado a obedecerle por señas, leía en la mirada átona de su señor hasta el menor deseo, que satisfacía al punto. La reunión de los cuatro amigos había tenido lugar en uno de estos momentos: un palabra, escapada con un violento esfuerzo, era todo el contingen­te que Athos proporcionaba a la conversación. A cambio, Athos solo bebía por cuatro, y esto sin que se notase salvo por un fruncido del ceño más acusado y por una tristeza más profunda.

D'Artagnan, de quien conocemos el espíritu investigador y pene­trante, por interés que tuviese en satisfacer su curiosidad sobre el te­ma, no había podido aún asignar ninguna causa a aquel marasmo, ni anotar las ocasiones. Jamás Athos recibía cartas, jamás Athos daba un paso que no fuera conocido por todos sus amigos.

No se podía decir que fuera el vino lo que le daba aquella tristeza, porque, al contrario, sólo bebía para olvidar esta tristeza, que este remedio, como hemos dicho, volvía más sombría aún. No se podía atri­buir aquel exceso de humor negro al juego, porque al contrario de Porthos, quien acompañaba con sus cantos o con sus juramentos to­das las variaciones de la suerte, Athos, cuando había ganado, perma­necía tan impasible como cuando había perdido. Se le había visto, en el círculo de los mosqueteros, ganar una tarde tres mil pistolas y perder hasta el cinturón brocado de oro de los días de gala; volver a ganar todo esto adernás de cien luises más, sin que su hermosa ceja negra se hubiese levantado o bajado media línea, sin que sus manos perdie­sen su matiz nacarado, sin que su conversación, que era agradable aque­lla tarde, cesase de ser tranquila y agradable.

No era tampoco, como en nuestros vecinos los ingleses, una in­fluencia atmosférica la que ensombrecía su rostro, porque esa tristeza se hacía más intensa por regla general en los días calurosos del año; junio y julio eran los meses terribles de Athos.

Al presente no tenía penas, y se encogía de hombros cuando le hablaban del porvenir; su secreto estaba, pues, en el pasado, co­mo le había dicho vagamente a D'Artagnan.

Aquel tinte misterioso esparcido por toda su persona volvía aún más interesante al hombre cuyos ojos y cuya boca, en la embriaguez más completa, jamás habían revelado nada, sea cual fuere la astucia de las preguntas dirigidas a él.

‑¡Y bien! ‑pensaba D'Artagnan‑. El pobre Athos está quizá muerto en este momento, y muerto por culpa mía, porque soy yo quien lo metió en este asunto, cuyo origen él ignoraba, y cuyo resultado ig­norará y del que ningún provecho debía sacar.

‑Sin contar, señor ‑respondió Panchet‑, que probablemente le debemos la vida. Acordaos cuando gritó: «¡Largaos, D'Artagnan! Me han cogido»

Y después de haber descargado sus dos pistolas, ¡qué ruido terrible hacía con su espada! Se hubiera dicho que eran veinte hom­bres, o mejor, veinte diablos rabiosos.

Y estas palabras redoblaban el ardor de D'Artagnan, que aguijo­neaba a su caballo, el cual sin necesidad de ser aguijoneado llevaba a su caballero al galope.

Hacia las once de la mañana divisaron Amiens; a las once y media estaban a la puerta del albergue maldito.

D'Artagnan había meditado contra el hostelero pérfido en una de esas buenas venganzas que consuelan, aunque no sea más que a la esperanza. Entró, pues, en la hostería, con el sombrero sobre los ojos, la mano izquierda en el puño de la espada y haciendo silbar la fusta con la mano derecha.

‑¿Me conocéis? ‑dijo al hostelero, que avanzaba para saludarle.

‑No tengo ese honor, monseñor ‑respondió aquél con los ojos todavía deslumbrados por el brillante equipo con que D'Artagnan se presentaba.

‑¡Ah, conque no me conocéis!

‑No, monseñor.

‑Bueno, dos palabras os devolverán la memoria. ¿Qué habéis he­cho del gentilhombre al que tuvisteis la audacia, hace quince días poco más o menos, de intentar acusarlo de moneda falsa?

El hostelero palideció, porque D'Artagnan había adoptado la acti­tud más amenazadora, y Panchet hacía lo mismo que su dueño.

‑¡Ah, monseñor, no me habléis de ello! ‑exclamó el hostelero con su tono de voz más lacrimoso‑. Ah, señor, cómo he pagado esa falta. ¡Desgraciado de mí!

‑Y el gentilhombre, os digo, ¿qué ha sido de él?

‑Dignaos escucharme, monseñor, y sed clemente. Veamos, sen­taos, por favor.

D'Artagnan, mudo de cólera y de inquietud, se sentó amenazador como un juez. Planchet se pegó orgullosamente a su butaca.

‑Esta es la historia, Monseñor ‑prosiguió el hostelero todo tembloroso‑, porque os he reconocido ahora: fuisteis vos el que par­tió cuando yo tuve aquella desgraciada pelea con ese gentilhombre de que vos habláis.

‑Sí, fui yo; así que, como veis, no tenéis gracias que esperar si no decís toda la verdad.

‑Hacedme el favor de escucharme y la sabréis toda entera.

‑Escucho.

‑Yo había sido prevenido por las autoridades de que un falso mo­nedero célebre llegaría a mi albergue con varios de sus compañeros, todos disfrazados con el traje de guardia o de mosqueteros. Vuestros caballos, vuestros lacayos, vuestra figura, señores, todo me lo habían pintado.

‑¿Después, después? ‑dijo D'Artagnan, que reconoció en segui­da de dónde procedían aquellas señas tan exactamente dadas.

‑Tomé entonces, según las órdenes de la autoridad que me envió un refuerzo de seis hombres, las medidas que creí urgentes a fin de detener a los presuntos monederos falsos.

‑¡Todavía! ‑dijo D'Artagnan a quien esta palabra de monedero falso calentaba terriblemente las orejas.

‑Perdonadme, monseñor, por decir tales cosas, pero precisamente son mi excusa. La autoridad me había metido miedo, y vos sabéis que un alberguista debe tener cuidado con la autoridad.

‑Pero una vez más, ese gentilhombre ¿dónde está? ¿Qué ha sido de él? ¿Está muerto? ¿Está vivo?

‑Paciencia, monseñor, que ya llegamos. Sucedió, pues, lo que vos sabéis, y vuestra precipitada marcha ‑añadió el hostelero con una fineza que no escapó a D'Artagnan‑ parecía autorizar el desenlace. Ese gentilhombre amigo vuestro se defendió a la desesperada. Su cria­do, que por una desgracia imprevista había buscado pelea a los agen­tes de la autoridad, disfrazados de mozos de cuadra...

‑¡Ah, miserable! ‑exclamó D'Artagnan‑. Estabais todos de acuer­do, y no sé cómo me contengo y no os mato a todos.

‑¡Ay! No, monseñor, no todos estábamos de acuerdo, y vais a verlo en seguida. El señor vuestro amigo (perdón por no llamarlo por el nombre honorable que sin duda lleva, pero nosotros ignoramos ese nombre), el señor vuestro amigo, después de haber puesto de combate a dos hombres de dos pistoletazos, se batió en retirada de­fendiéndose con su espada, con la que lisió incluso a uno de mis hom­bres, y con un cintarazo que me dejó aturdido.

‑Pero, verdugo, ¿acabarás? ‑dijo D'Artagnan‑. Athos, ¿qué ha sido de Athos?

‑Al batirse en retirada, como he dicho, señor, encontró tras él la escalera de la bodega, y como la puerta estaba abierta, sacó la llave y se encerró dentro. Como estaban seguros de encontrarlo allí, lo de­jaron en paz.

‑Sí ‑dijo D'Artagnan‑, no se trataba de matarlo, sólo querían hacerlo prisionero.

‑¡Santo Dios! ¿Hacerlo prisionero, monseñor? El mismo se apri­sionó, os lo juro. En primer lugar, había trabajado rudamente: un hom­bre estaba muerto de un golpe y otros dos heridos de gravedad. El muer­to y los dos heridos fueron llevados por sus camaradas, y no he oído hablar nunca más de ellos, ni de unos ni de otros. Yo mismo, cuando recuperé el conocimiento, fui a buscar al señor gobernador, al que conté todo lo que había pasado, y al que pregunté qué debía hacer con el prisionero. Pero el señor gobernador fingió caer de las nubes; me dijo que ignoraba por completo a qué me refería, que las órdenes que ha­bían llegado no procedían de él, y que si tenía la desgracia de decir a quienquiera que fuese que él estaba metido en toda aquella escara­muza, me haría prender. Parece que yo me había equivocado, señor, que había arrestado a uno por otro, y que al que debía arrestar estaba a salvo.

‑Pero ¿Athos? ‑exclamó D'Artagnan, cuya impaciencia aumen­taba por el abandono en que la autoridad dejaba el asunto‑. ¿Qué ha sido de Athos?

‑Como yo tenía prisa por reparar mis errores hacia el prisionero ‑prosiguió el alberguista‑, me encaminé hacia la bodega a fin de de­volverle la libertad. ¡Ay, señor, aquello no era un hombre, era un dia­blo! A la proposición de libertad, declaró que era una trampa que se le tendía y que antes de salir debía imponer sus condiciones. Le dije muy humildemente, porque ante sí mismo yo no disimulaba la mala situación en que me había colocado poniéndole la mano encima a un mosquetero de Su Majestad, le dije que yo estaba dispuesto a some­terme a sus condiciones. «En primer lugar ‑dijo‑, quiero que se me devuelva a mi criado completamente armado.» Nos dimos prisa por obedecer aquella orden porque, como comprenderá el señor, nosotros estábamos dispuesto a hacer todo lo que quisiera vuestro ami­go. El señor Grimaud (él sí ha dicho su nombre, aunque no habla mu­cho), el señor Grimaud fue, pues, bajado a la bodega, herido como estaba; entonces su amo, tras haberlo recibido, volvió a atrancar la puer­ta y nos ordenó quedarnos en nuestra tienda.

‑Pero ¿dónde está? ‑exclamó D'Artagnan‑. ¿Dónde está Athos?

‑En la bodega, señor.

‑¿Cómo desgraciado, lo retenéis en la bodega desde entonces?

‑¡Bondad divina! No señor. ¡Nosotros retenerlo en la bodega! ¡No sabéis lo que está haciendo en la bodega! ¡Ay si pudieseis hacerlo sa­lir, señor, os quedaría agradecido toda mi vida, os adoraría como a un amo!

‑Entonces, ¿está allí, allí lo encontraré?

‑Sin duda, señor, se ha obstinado en quedarse. Todos los días se le pasa por el tragaluz pan en la punta de un horcón y carne cuando la pide, pero ¡ay!, no es de pan y de carne de lo que hace el mayor consumo. Una vez he tratado de bajar con dos de mis mozos, pero se ha encolerizado de forma terrible. He oído el ruido de sus pistolas, que cargaba, y de su mosquetón, que cargaba su criado. Luego, cuan­do le hemos preguntado cuáles eran sus intenciones, el amo ha res­pondido que tenía cuarenta disparos para disparar él y su criado, y que dispararían hasta el último antes de permitir que uno solo de nosotros pusiera el pie en la bodega. Entonces, señor, yo fui a quejarme al go­bernador, el cual me respondió que no tenía sino lo que me merecía, y que esto me enseñaría a no insultar a los honorables señores que to­maban albergue en mi casa.

‑¿De suerte que desde entonces?... ‑prosiguió D'Artagnan no pudiendo impedirse reír de la cara lamentable de su hostelero.

‑De suerte que desde entonces, señor ‑continuó éste‑, lle­vamos la vida más triste que se pueda ver; porque, señor, es preciso que sepáis que nuestras provisiones están en la bodega; allí está nues­tro vino embotellado y nuestro vino en cubas, la cerveza, el aceite y las especias, el tocino y las salchichas; y como nos han prohibido ba­jar, nos hemos visto obligados a negar comida y bebida a los viajeros que nos llegan, de suerte que todos los días nuestra hostería se pierde. Una semana más con vuestro amigo en la bodega y estaremos arrui­nados.


Date: 2015-12-17; view: 426


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