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Capítulo XXII 4 page

‑Lo reconozco perfectamente en eso ‑murmuró D'Artagnan.

‑Entonces ‑continuó el hostelero‑, le hice saber que, desde el momento en que parecíamos destinados a no entendernos en el asun­to del pago, esperaba que al menos tuviera la bondad de conceder el honor de su trato a mi colega el dueño del Aigle d'Or; pero el señor Porthos me respondió que mi hostal era el mejor y que deseaba que­darse en él. Tal respuesta era demasiado halagadora para que yo insis­tiese en su partida. Me limité, pues, a rogarle que me devolviera su habitación, que era la más hermosa del hotel, y se contentase con un precioso gabinetito en el tercer piso. Pero a esto el señor Porthos res­pondió que como esperaba de un momento a otro a su amante, que era una de las mayores damas de la corte yo debía comprender que la habitación que el me hacía el honor de habitar en mi casa era toda­vía mediocre para semejante persona. Sin embargo, reconociendo y todo la verdad de lo que decía, creí mi deber insistir; pero sin tomarse siquiera la molestia de entrar en discusión conmigo, cogió su pistola, la puso sobre su mesilla de noche y declaró que a la primera palabra que se le dijera de una mudanza cualquiera, fuera o dentro del hostal, abriría la tapa de los sesos a quien fuese lo bastante imprudente para meterse en una cosa que no le importaba más que él. Por eso, señor, desde ese momento nadie entra ya en su habitación, a no ser su do­méstico.

‑¿Mosquetón está, pues, aquí?

‑Sí, señor; cinco días después de su partida ha vuelto del peor humor posible; parece que él también ha tenido sinsabores durante su viaje. Por desgracia, es más ligero de piernas que su amo, lo cual hace que por su amo ponga todo patas arriba, dado que, pensando que po­dría nagársele lo que pide, coge cuanto necesita sin pedirlo.

‑El hecho es ‑respondió D'Artagnan‑ que siempre he observa­do en Mosquetón una adhesión y una inteligencia muy superiores.

‑Es posible, señor; pero suponed que tengo la oportunidad de po­nerme en contacto, sólo cuatro veces al año, con una inteligencia y una adhesión semejantes, y soy un hombre arruinado.

‑No, porque Porthos os pagará.

‑¡Hum! ‑dijo el hostelero en tono de duda.

‑Es el favorito de una gran dama que no lo dejará en el apuro por una miseria como la que os debe...

‑Si yo me atreviera a decir lo que creo sobre eso...

‑¿Qué creéis vos?

‑Yo diría incluso más: lo que sé.

‑¿Qué sabéis?

‑E incluso aquello de que estoy seguro.

‑Veamos, ¿y de qué estáis seguro?



‑Yo diría que conozco a esa gran dama.

‑¿Vos?

‑Sí, yo.

‑¿Y cómo la conocéis?

‑¡Oh, señor! Si yo creyera poder confiarme a vuestra discre­ción . . .

‑Hablad, y a fe de gentilhombre que no tendréis que arrepentiros de vuestra confianza.

‑Pues bien, señor, ya sabéis, la inquietud hace hacer muchas cosas.

‑¿Qué habéis hecho?

‑¡Oh! Nada que no esté en el derecho de un acreedor.

‑ Y...?

‑ El señor Porthos nos ha entregado un billete para esa duquesa, encargándonos echarlo al correo. Su doméstico no había llegado to­davía. Como no podía dejar su habitación, era preciso que nos hiciéra­mos cargo de sus recados.

‑¿Y después?

‑En lugar de echar la carta a la posta, cosa que nunca es segura, aproveché la ocasión de uno de mis mozos que iba a Paris y le ordené entregársela a la duquesa en persona. Era cumplir con las intenciones del señor Porthos, que nos había encomendado encarecidamente aque­lla carta, ¿no es así?

‑Más o menos.

‑Pues bien, señor, ¿sabéis lo que es esa gran dama?

‑No; yo he oído hablar a Porthos de ella, eso es todo.

‑¿Sabéis lo que es esa presunta duquesa?

‑Os repito, no la conozco.

‑Es una vieja procuradora del Châtelet, señor, llamada señora Co­quenard, la cual tiene por lo menos cincuenta años y se da incluso aires de estar celosa. Ya me parecía demasiado singular una princesa viviendo en la calle aux Ours[L124] .

‑¿Cómo sabéis eso?

‑Porque montó en gran cólera al recibir la carta, diciendo que el señor Porthos era un veleta y que además habría recibido la estocada por alguna mujer.

‑Pero entonces, ¿ha recibido una estocada?

‑¡Ah Dios mío! ¿Qué he dicho?

‑Habéis dicho que Porthos había recibido una estocada.

‑Sí, pero él me había prohibido terminantemente decirlo.

‑Y eso, ¿por qué?

‑¡Maldita sea! Señor, porque se había vanagloriado de perforar a aquel extraño con el que vos lo dejasteis peleando, y fue por el con­trario el extranjero el que, pese a todas sus baladronadas, le hizo mor­der el polvo. Pero como el señor Porthos es un hombre muy glorioso, excepto para la duquesa, a la que él había creído interesar haciéndole el relato de su aventura, no quiere confesar a nadie que es una estoca­da lo que ha recibido.

‑Entonces, ¿es una estocada lo que le retiene en su cama?

‑Y una estocada magistral, os lo aseguro. Es preciso que vuestro amigo tenga siete vidas como los gatos.

‑¿Estabais vos all'?

‑Señor, yo los seguí por curiosidad, de suerte que vi el combate sin que los combatientes me viesen.

‑¿Y cómo pasaron las cosas?

‑Oh la cosa no fue muy larga, os lo aseguro; se pusieron en guar­dia; el extranjero hizo una finta y se lanzó a fondo; todo esto tan rápi­damente que cuando el señor Porthos llegó a la parada, tenía ya tres pulgadas de hierro en el pecho. Cayó hacia atrás. El desconocido le puso al punto la punta de su espada en la garganta, y el señor Porthos, viéndose a merced de su adversario, se declaró vencido. A lo cual el desconocido le pidió su nombre, y al enterarse de que se llamaba Porthos y no señor D'Artagnan, le ofreció su brazo, le trajo al hostal, montó a caballo y desapareció.

‑¿Así que era al señor D'Artagnan al que quería ese desco­nocido?

‑Parece que sí.

‑¿Y sabéis vos qué ha sido de él?

‑No, no lo había visto hasta entonces y no lo hemos vuelto a ver después.

‑Muy bien; sé lo que quería saber. Ahora, ¿decís que la habita­ción de Porthos está en el primer piso, número uno?

‑Sí, señor, la habitación más hermosa del albergue, una habita­ción que ya habría tenido diez ocasiones de alquilar.

‑¡Bah! Tranquilizaos ‑dijo D'Artagnan riendo‑. Porthos os pa­gará con el dinero de la duquesa Coquenard.

‑¡Oh, señor! Procuradora o duquesa si soltara los cordones de su bolsa, nada importaría; pero ha respondido taxativamente que es­taba harta de las exigencias y de las infidelidades del señor Porthos, y que no le enviaría ni un denario.

‑¿Y vos habéis dado esa respuesta a vuestro huésped?

‑Nos hemos guardado mucho de ello: se habría dado cuenta de la forma en que habíamos hecho el encargo.

‑Es decir, que sigue esperando su dinero.

‑¡Oh, Dios mío, claro que sí! Ayer incluso escribió; pero esta vez ha sido su doméstico el que ha puesto la carta en la posta.

‑¿Y decís que la procuradora es vieja y fea?

‑Unos cincuenta años por lo menos, señor, no muy bella, según lo que ha dicho Pathaud.

‑En tal caso, estad tranquilo, se dejará enternecer; además Porthos no puede deberos gran cosa.

‑¡Cómo que no gran cosa! Una veintena de pistolas ya, sin contar el médico. No se priva de nada; se ve que está acostumbrado a vivir bien.

‑Bueno, si su amante le abandona, encontrará amigos, os lo ase­guro. Por eso, mi querido hostelero, no tengáis ninguna inquietud, y continuad teniendo con él todos los cuidados que exige su estado.

‑El señor me ha prometido no hablar de la procuradora y no de­cir una palabra de la herida.

‑Está convenido; tenéis mi palabra.

‑¡Oh, es que me mataría!

‑No tengáis miedo; no es tan malo como parece.

Al decir estas palabras, D'Artagnan subió la escalera, dejando a su huésped un poco más tranquilo respecto a dos cosas que parecían preo­cuparle: su deuda y su vida.

En lo alto de la escalera, sobre la puerta más aparente del corre­dor, había trazado, con tinta negra, un número uno gigantesco; D'Ar­tagnan llamó con un golpe y, tras la invitación a pasar adelante que le vino del interior, entró.

Porthos estaba acostado y jugaba una partida de sacanete con Mos­quetón para entretener la mano, mientras un asador cargado con per­dices giraba ante el fuego y en cada rincón de una gran chimenea her­vían sobre dos hornillos dos cacerolas de las que salía doble olor a es­tofado de conejo y a caldereta de pescado que alegraba el olfato. Ade­más, lo alto de un secreter y el mármol de una cómoda estaban cubier­tos de botellas vacías.

A la vista de su amigo Porthos lanzó un gran grito de alegría y Mos­quetón, levantándose respetuosamente, le cedió el sitio y fue a echar una ojeada a las cacerolas de las que parecía encargase particular­mente.

‑¡Ah! Pardiez sois vos ‑dijo Porthos a D'Artagnan‑; sed bien­venidos, y excusadme si no voy hasta vos. Pero ‑añadió mirando a D'Artagnan con cierta inquietud‑ vos sabéis lo que me ha pasado.

‑No.

‑¿El hostelero no os ha dicho nada?

‑Le he preguntado por vos y he subido inmediatamente.

Porthos pareció respirar con mayor libertad.

‑¿Y qué os ha pasado, mi querido Porthos? ‑continuó D'Ar­tagnan.

‑Lo que me ha pasado fue que al lanzarme a fondo sobre mi ad­versario, a quien ya había dado tres estocadas, y con el que quería aca­bar de una cuarta, mi pie fue a chocar con una piedra y me torcí una rodilla.

‑¿De verdad?

‑¡Palabra de honor! Afortunadamente para el tunante, porque no lo habría dejado sino muerto en el sitio, os lo garantizo.

‑¿Y qué fue de él?

‑¡Oh, no sé nada! Ya tenía bastante, y se marchó sin pedir lo que faltaba; pero a vos, mi querido D'Artagnan, ¿qué os ha pasado?

‑¿De modo, mi querido Porthos ‑continuó D'Artagnan‑, que ese esguince os retiene en el lecho?

‑¡Ah, Dios mío, sí, eso es todo! Por lo demás, dentro de pocos días ya estaré en pie.

‑Entonces, ¿por qué no habéis hecho que os lleven a París? De­béis aburriros cruelmente aquí.

‑Era mi intención, pero, querido amigo, es preciso que os confie­se una cosa.

‑ Cuál?

‑ Es que, como me aburría cruelmente, como vos decís, y tenía en mi bolsillo las sesenta y cinco pistolas que vos me habéis dado, para distraerme hice subir a mi cuarto a un gentilhombre que estaba de pa­so y al cual propuse jugar una partidita de dados. El aceptó y, por mi honor, mis sesenta y cinco pistolas pasaron de mi bolso al suyo, ade­más de mi caballo, que encima se llevó por añadidura. Pero ¿y vos, mi querido D'Artagnan?

‑¿Qué queréis, mi querido Porthos? No se puede ser afortunado en todo ‑dijo D'Artagnan‑; ya sabéis el proverbio: «Desgraciado en el juego, afortunado en amores.» Sois demasiado afortunado en amo­res para que el juego no se vengue; pero ¡qué os importan a vos los reveses de la fortuna! ¿No tenéis, maldito pillo que sois, no tenéis a vuestra duquesa, que no puede dejar de venir en vuestra ayuda?

‑Pues bien, mi querido D'Artagnan, para que veáis mi mala suer­te ‑respondió Porthos con el aire más desenvuelto del mundo‑, le escribí que me enviase cincuenta luises, de los que estaba absolutamente necesitado dada la posición en que me hallaba...

‑¿Y?

‑Y... no debe estar en sus tierras, porque no me ha contestado.

‑¿De veras?

‑Sí. Ayer incluso le dirigí una segunda epístola, más apremiante aún que la primera. Pero estáis vos aquí, querido amigo, hablemos de vos. Os confieso que comenzaba a tener cierta inquietud por culpa vuestra.

‑Pero vuestro hostelero se ha comportado bien con vos, según parece, mi querido Porthos ‑dijo D'Artagnan señalando al enfermo las cacerolas llenas y las botellas vacías.

‑iAsí, así! ‑respondió Porthos‑. Hace tres o cuatro días que el impertinente me ha subido su cuenta, y yo les he puesto en la puerta, a su cuenta y a él, de suerte que estoy aquí como una especie de ven­cedor, como una especie de conquistador. Por eso, como veis, temien­do a cada momento ser violentado en mi posición, estoy armado hasta los dientes.

‑Sin embargo ‑dijo riendo D'Artagnan‑, me parece que de vez en cuando hacéis salidas.

Y señalaba con el dedo las botellas y las cacerolas.

‑¡No yo, por desgracia! ‑dijo Porthos‑. Este miserable esguince me retiene en el lecho; es Mosquetón quien bate el campo y trae víve­res. Mosquetón, amigo mío ‑continuó Porthos‑, ya veis que nos han llegado refuerzos, necesitaremos un suplemento de vituallas.

‑Mosquetón ‑dijo D'Artagnan‑, tendréis que hacerme un favor.

‑¿Cuál, señor?

‑Dad vuestra receta a Planchet; yo también podría encontrarme sitiado, y no me molestaría que me hicieran gozar de las mismas ven­tajas con que vos gratificáis a vuestro amo.

‑¡Ay, Dios mío, señor! ‑dijo Mosquetón con aire modesto‑. Na­da más fácil. Se trata de ser diestro, eso es todo. He sido educado en el campo, y mi padre, en sus momentos de apuro, era algo furtivo.

‑Y el resto del tiempo, ¿qué hacía?

‑Señor, practicaba una industria que a mí siempre me ha pareci­do bastante afortunada.

‑¿Cuál?

‑Como era en los tiempos de las guerras de los católicos y de los hugonotes, y como él veía a los católicos exterminar a los hugonotes, y a los hugonotes exterminar a los católicos, y todo en nombre de la religión, se había hecho una creencia mixta, lo que le permitía ser tan pronto católico como hugonote. Se paseaba habitualmente, con la escopeta al hombro, detrás de los setos que bordean los caminos, y cuando veía venir a un católico solo, la religión protestante dominaba en su espíritu al punto. Bajaba su escopeta en dirección del viajero; luego, cuando estaba a diez pasos de él, entablaba un diálogo que terminaba casi siempre por al abandono que el viajero hacía de su bolsa para salvar la vida. Por supuesto, cuando veía venir a un hu­gonote, se sentía arrebatado por un celo católico tan ardiente que no comprendía cómo un cuarto de hora antes había podido tener dudas sobre la superioridad de nuestra santa religión. Porque yo, señor, soy católico; mi padre, fiel a sus principios, hizo a mi hermano mayor hu­gonote.

‑¿Y cómo acabó ese digno hombre? ‑preguntó D'Artagnan.

‑¡Oh! De la forma más desgraciada, señor. Un día se encontró co­gido en una encrucijada entre un hugonote y un católico con quienes ya había tenido que vérselas y le reconocieron los dos, de suerte que se unieron contra él y lo colgaron de un árbol; luego vinieron a vana­gloriarse del hermoso desatino que habían hecho en la taberna de la primera aldea, donde estábamos bebiendo nosotros, mi hermano y yo.

‑¿Y qué hicisteis? ‑dijo D'Artagnan.

‑Les dejamos decir ‑prosiguió Mosquetón‑. Luego, como al salir de la taberna cada uno tomó un camino opuesto, mi hermano fue a emboscarse en el camino del católico, y yo en el del protestante. Dos horas después todo había acabado, nosotros les habíamos arreglado el asunto a cada uno, admirándonos al mismo tiempo de la previsión de nuestro pobre padre, que había tomado la precaución de educar­nos a cada uno en una religión diferente.

‑En efecto, como decís, Mosquetón, vuestro padre me parece que fue un mozo muy inteligente. ¿Y decís que, en sus ratos perdidos, el buen hombre era furtivo?

‑Sí, señor, y fue él quien me enseñó a anudar un lazo y a colocar una caña. Por eso, cuando yo vi que nuestro bribón de hostelero nos alimentaba con un montón de viandas bastas, buenas sólo para pata­nes, y que no le iban a dos estómagos tan debilitados como los nues­tros, me puse a recordar algo mi antiguo oficio. Al pasearme por los bosques del señor Principe[L125] , he tendido lazos en las pasadas; y si me tumbaba junto a los estanques de Su Alteza, he dejado deslizar sedas en sus aguas. De suerte que ahora, gracias a Dios, no nos faltan, como el señor puede asegurarse, perdices y conejos, carpas y anguilas, ali­mentos todos ligeros y sanos, adecuados para los enfermos.

‑Pero ¿y el vino? ‑dijo D'Artagnan‑. ¿Quién proporciona el vi­no? ¿Vuestro hostelero?

‑Es decir, sí y no.

‑¿Cómo sí y no?

‑Lo proporciona él, es cierto, pero ignora que tiene ese honor.

‑Explicaos, Mosquetón, vuestra conversación está llena de cosas instructivas.

‑Mirad, señor. El azar hizo que yo encontrara en mis peregrina­ciones a un español que había visto muchos países, y entre otros el Nuevo Mundo.

‑¿Qué relación puede tener el Nuevo Mundo con las botellas que están sobre el secreter y sobre esa cómoda?

‑Paciencia, señor, cada cosa a su tiempo.

‑Es justo, Mosquetón; a vos me remito y escucho.

‑Ese español tenía a su servicio un lacayo que le había acompa­ñado en su viaje a México. El tal lacayo era compatriota mío, de suerte que pronto nos hicimos amigos, tanto más rápidamente cuanto que entre nosotros había grandes semejanzas de carácter. Los dos amamos la caza por encima de todo, de suerte que me contaba cómo, en las llanuras de las pampas, los naturales del país cazan al tigre y los toros con simples nudos corredizos que lanzan al cuello de esos terribles ani­males. Al principio yo no podía creer que se llegase a tal grado de des­treza, de lanzar a veinte o treinta pasos el extremo de una cuerda don­de se quiere; pero ante las pruebas había que admitir la verdad del re­lato. Mi amigo colocaba una botella a treinta pasos, y a cada golpe, cogía el gollete en un nudo corredizo. Yo me dediqué a este ejercicio, y coo la naturaleza me ha dotado de algunas facultades, hoy lanzo el lazo tan bien como cualquier hombre del mundo. ¿Comprendéis aho­ra? Nuestro hostelero tiene una cava muy bien surtida, pero no deja un momento la llave; sólo que esa cava tiene un tragaluz. Y por ese tragaluz yo lanzo el lazo, y como ahora ya sé dónde está el buen rin­cón, lo voy sacando. Así es, señor, como el Nuevo Mundo se encuen­tra en relación con las botellas que hay sobre esa cómoda y sobre ese secreter. Ahora, gustad nuestro vino y sin prevención decidnos lo que pensáis de él.

‑Gracias, amigo mío, gracias; desgraciadamente acabo de des­ayunar.

‑¡Y bien! ‑dijo Porthos‑. Ponte a la mesa, Mosquetón, y mientras nosotros desayunamos, D'Artagnan nos contará lo que ha sido de él desde hace ocho días que nos dejó.

‑De buena gana ‑dijo D'Artagnan.

Mientras Porthos y Mosquetón desayunaban con apetito de conva­lecientes y con esa cordialidad de hermanos que acerca a los hombres en la desgracia, D'Artagnan contó cómo Aramis, herido, había sido obli­gado a detenerse en Crèvecceur, cómo había dejado a Athos debatirse en Amiens entre las manos de cuatro hombres que lo acusaban de mo­nedero falso,y cómo él, D'Artagnan, se había visto obligado a pasar por encima del vientre del conde de Wardes para llegar a Inglaterra.

Pero ahí se detuvo la confidencia de D'Artagnan; anunció solamente que a su regreso de Gran Bretaña había traído cuatro caballos magnífi­cos, uno para él y otro para cada uno de sus tres compañeros; luego terminó anunciando a Porthos que el que le estaba destinado se halla­ba instalado en las cuadras del hostal.

En aquel momento entró Planchet; avisaba a su amo de que los caballos habían descansado suficientemente y que sería posible ir a dor­mir a Clermont.

Como D'Artagnan se hallaba más o menos tranquilo respecto a Porthos, y como esperaba con impaciencia tener noticias de sus otros dos amigos, tendió la mano al enfermo y le previno de que se pusiera en ruta para continuar sus búsquedas. Por lo demás, como contaba con volver por el mismo camino, si en siete a ocho días Porthos estaba aún en el hostal del Grand Saint Martin, lo recogería al pasar.

Porthos respondió que con toda probabilidad su esguince no le per­mitiría alejarse de allí. Además, tenía que quedarse en Chantilly para esperar una respuesta de su duquesa.

D'Artagnan le deseó una recuperación pronta y buena; y después de haber recomendado de nuevo Porthos a Mosquetón, y pagado su gasto al hostelero se puso en ruta con Planchet, ya desembarazado de uno de los caballos de mano.

 

Capítulo XXVI

La tesis de Aramis

 

D'Artagnan no había dicho a Porthos nada de su herida ni de su procuradora. Era nuestro bearnés un muchacho muy prudente, aun­que fuera joven. En consecuencia, había fingido creer todo lo que le había contado el glorioso mosquetero, convencido de que no hay amis­tad que soporte un secreto sorprendido, sobre todo cuando este secreto afecta al orgullo; además, siempre se tiene cierta superioridad moral sobre aquellos cuya vida se sabe.

Y D'Artagnan, en sus proyectos de intriga futuros, y decidido co­mo estaba a hacer de sus tres compañeros los instrumentos de su for­tuna, D'Artagnan no estaba molesto por reunir de antemano en su mano los hilos invisibles con cuya ayuda contaba dirigirlos.

Sin embargo, a lo largo del camino, una profunda tristeza le opri­mía el corazón; pensaba en aquella joven y bonita señora Bonacieux, que debía pagarle el precio de su adhesión; pero, apresurémonos a decirlo, aquella tristeza en el joven provenía no tanto del pesar de su felicidad perdida cuanto de la inquietud que experimentaba porque le pasase algo a aquella pobre mujer. Para él no había ninguna duda: era víctima de una venganza del cardenal y, como se sabe, las venganzas de Su Eminencia eran terribles. Cómo había encontrado él gracia a los ojos del ministro, es lo que él mismo ignoraba y sin duda lo que le hu­biese revelado el señor de Cavois si el capitán de los guardias le hubie­ra encontrado en su casa.

Nada hace marchar al tiempo ni abrevia el camino como un pensa­miento que absorbe en sí mismo todas las facultades del organismo de quien piensa. La existencia exterior parece entonces un sueño cuya en­soñación es ese pensamiento. Gracias a su influencia, el tiempo no tie­ne medida, el espacio no tiene distancia. Se parte de un lugar y se lle­ga a otro, eso es todo. Del intervalo recorrido nada queda presente a vuestro recuerdo más que una niebla vaga en la que se borran mil imágenes confusas de árboles, de montañas y de paisajes. Fue así, presa de una alucinación, como D'Artagnan franqueó, al trote que quiso tomar su caballo, las seis a ocho leguas que separan Chantilly de Crèvecceur, sin que al llegar a esta ciudad se acordase de nada de lo que había encontrado en su camino.

Sólo allí le volvió la memoria, movió la cabeza, divisó la taberna en que había dejado a Aramis y, poniendo su caballo al trote, se detu­vo en la puerta.

Aquella vez no fue un hostelero, sino una hostelera quien lo reci­bió; D'Artagnan era fisonomista, envolvió de una ojeada la gruesa ca­ra alegre del ama del lugar, y comprendió que no había necesidad de disimular con ella ni había nada que temer de parte de una fisonomía tan alegre.

‑Mi buena señora ‑le preguntó D'Artagnan‑, ¿podríais decir­me qué ha sido de uno de mis amigos, a quien nos vimos forzados a dejar aquí hace una docena de días?

‑¿Un guapo joven de veintitrés a veinticuatro años, dulce, ama­ble, bien hecho?

‑¿Y además herido en un hombro?

‑Eso es.

‑Precisamente.

‑Pues bien, señor sigue estando aquí.

‑¡Bien, mi querida señora! ‑dijo D'Artagnan poniendo pie en tierra y lanzando la brida de su caballo al brazo de Planchet‑. Me devolvéis la vida. ¿Dónde está mi querido Aramis, para que lo abrace? Porque, lo confieso, tengo prisa por volverlo a ver.

‑Perdón, señor, pero dudo de que pueda recibiros en este momento.

‑¿Y eso por qué? ¿Es que está con una mujer?

‑¡Jesús! ¡No digáis eso! ¡El pobre muchacho! No, señor, no está con una mujer.

‑Pues, ¿con quién entonces?

‑Con el cura de Montdidier y el superior de los jesuitas de Amiens.

‑¡Dios mío! ‑exclamó D'Artagnan‑. El pobre muchacho está peor.

‑No, señor, al contrario; pero a consecuencia de su enfermedad, la gracia le ha tocado y está decidido a entrar en religión.

‑Es justo ‑dijo D'Artagnan‑, había olvidado que no era mos­quetero más que por ínterin.

‑¿El señor insiste en verlo?

‑Más que nunca.


Date: 2015-12-17; view: 524


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