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Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de

una vez la campana para tocarla como lo hacía antaño

 

Es imposible hacerse una idea de la impresión que estas pocas pa­labras produjeron en Luis XIII. Enrojeció y palideció sucesivamente; y el cardenal vio en seguida que acababa de conquistar de un solo gol­pe todo el terreno que había perdido.

‑¡El señor de Buckingham en Paris! ‑exclamó‑ ¿Y qué viene a hacer?

‑Sin duda, a conspirar con vuestros enemigos los hugonotes y los españoles.

‑¡No, pardiez, no! ¡A conspirar contra mi honor con la señora de Chevreuse, la señora de Longueville [L97] y los Condé[L98] !

‑¡Oh sire, qué idea! La reina es demasiado prudente y, sobre to­do, ama demasiado a Vuestra Majestad.

‑La mujer es débil, señor cardenal ‑dijo el rey‑; y en cuanto a amarme mucho, tengo hecha mi opinión sobre ese amor.

‑No por ello dejo de mantener ‑dijo el cardenal‑ que el duque de Buckingham ha venido a Paris por un plan completamente politico.

‑Y yo estoy seguro de que ha venido por otra cosa, señor carde­nal; pero si la reina es culpable, ¡que tiemble!

‑Por cierto ‑dijo el cardenal‑, por más que me repugne dete­ner mi espíritu en una traición semejante, Vuestra Majestad me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de Vuestra Majestad he interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche pasada Su Majestad había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado mucho y que durante todo el día había estado escribiendo.

‑A él indudablemente ‑dijo el rey‑. Cardenal, necesito los pa­peles de la reina.

‑Pero ¿cómo cogerlos, sire? Me parece que no es Vuestra Majes­tad ni yo quienes podemos encargarnos de una misión semejante.

‑¿Cómo se cogieron cuando la mariscala D'Ancre[L99] ? ‑exclamó el rey en el más alto grado de cólera‑. Se registraron sus armarios y por último se la registró a ella misma.

‑La mariscala D'Ancre no era más que la mariscala D'Ancre, una aventurera florentina, sire, eso es todo, mientras que la augusta espo­sa de Vuestra Majestad es Ana de Austria, reina de Francia, es decir, una de las mayores princesas del mundo.

‑Por eso es más culpable, señor duque. Cuanto más ha olvidado la alta posición en que estaba situada, tanto más bajo ha descendido. Además, hace tiempo que estoy decidido a terminar con todas sus pe­queñas intrigas de política y de amor. A su lado tiene también a un tal La Porte...

‑A quien yo creo la clave de todo esto, lo confieso ‑dijo el cardenal.

‑Entonces, ¿vos pensáis, como yo, que ella me engaña? ‑dijo el rey.



‑Yo creo, y lo repito a Vuestra Majestad, que la reina conspira contra el poder de su rey, pero nunca he dicho contra su honor.

‑Y yo os digo que contra los dos; yo os digo que la reina no me ama; yo os digo que ama a otro; ¡os digo que ama a ese infame duque de Buckingham! ¿Por qué no lo habéis hecho arrestar mientras estaba en París?

‑¡Arrestar al duque! ¡Arrestar al primer ministro del rey Carlos I! Pensad en ello, sire. ¡Qué escándalo! Y si las sospechas de Vuestra Ma­jestad, de las que yo sigo dudando, tuvieran alguna consistencia, ¡qué escándalo terrible! ¡Qué escándalo desesperante!

‑Pero puesto que se exponía como un vagabundo y un ladron­zuelo, había...

Luis XIII se detuvo por sí mismo espantado de lo que iba a decir, mientras que Richelieu, estirando el cuello, esperaba inútilmente la pa­labra que había quedado en los labios del rey.

‑¿Había?

‑Nada ‑dijo el rey‑, nada. Pero en todo el tiempo que ha esta­do en Paris, ¿le habéis perdido de vista?

‑No, sire.

‑ Dónde se alojaba?

‑In la calle de La Harpe, número 75.

‑¿Dónde está eso?

‑Junto al Luxemburgo.

‑¿Y estáis seguro de que la reina y él no se han visto?

‑Creo que la reina está demasiado vinculada a sus deberes, sire.

‑Pero se han escrito; es a él a quien la reina ha escrito durante todo el día; señor duque, ¡necesito esas cartas!

‑Pero, sire...

‑Señor duque, al precio que sea las quiero.

‑Haré observar, sin embargo, a Vuestra Majestad...

‑¿Me traicionáis vos también, señor cardenal, para oponeros siem­pre así a mis deseos? ¿Estáis de acuerdo con los españoles y con los ingleses, con la señora de Chevreuse y con la reina?

‑Sire ‑respondió suspirando el cardenal‑, creía estar al abrigo de semejante sospecha.

‑Señor cardenal, ya me habéis oído: quiero esas cartas.

‑No habría más que un medio.

‑ ¿Cuál?

‑Sería encargar de esta misión al señor guardasellos Séguier. La cosa entra por entero en los deberes de su cargo.

‑¡Que envíen a buscarlo ahora mismo!

‑Debe estar en mi casa, sire; hice que le rogasen pasarse por allí, y cuando he venido al Louvre he dejado la orden de hacerle esperar si se presentaba.

‑¡Que vayan a buscarlo ahora mismo!

‑Las órdenes de Vuestra Majestad serán cumplidas, pero...

‑¿Pero qué?

‑La reina se negará quizá a obedecer.

‑¿Mis órdenes?

‑Sí, si ignora que esas órdenes vienen del rey.

‑Pues bien para que no lo dude, voy a prevenirla yo mismo.

‑Vuestra Majestad no debe olvidar que he hecho todo cuanto he podido para prevenir una ruptura.

‑Sí duque, sé que vos sois muy indulgente con la reina, dema­siado indulgente quizá, y os prevengo que luego tendremos que ha­blar de esto.

‑Cuando le plazca a Vuestra Majestad; pero siempre estaré feliz y orgulloso, sire, de sacrificarme a la buena armonía que deseo ver rei­nar entre vos y la reina de Francia.

‑Bien, cardenal, bien; pero mientras tanto enviad en busca del se­ñor guardasellos; yo entro en los aposentos de la reina.

Y abriendo la puerta de comunicación, Luis XIII se adentró por el corredor que conducía de sus habitaciones a las de Ana de Austria.

La reina estaba en medio de sus mujeres, la señora de Guitaut, la señora de Sablé, la señora de Montbazon y la señora de Guéménée[L100] . En un rincón estaba aquella camarista española, doña Estefanía, que la había seguido desde Madrid. La señora de Guéménée leía, y todo el mundo escuchaba con atención a la lectora, a excepción de la reina que, por el contrario, había provocado aquella lectura a fin de poder seguir el hilo de sus propios pensamientos mientras fingía escuchar.

Estos pensamientos, pese a lo dorados que estaban por un último reflejo de amor, no eran menos tristes. Ana de Austria, privada de la confianza de su marido, perseguida por el odio del cardenal, que no podía perdonarle haber rechazado un sentimiento más dulce, con los ojos puestos en el ejemplo de la reina madre, a quien aquel odio había atormentado toda su vida ‑aunque María de Médicis, si hay que creer las Memorias de la época, hubiera comenzado por conceder al carde­nal el sentimiento que Ana de Austria terminó siempre por negarle‑. Ana de Austria había visto caer a su alrededor a sus servidores más abnegados, sus confidentes más íntimos, sus favoritos más queridos. Como esos desgraciados dotados de un don funesto, llevaba la des­gracia a cuanto tocaba; su amistad era un signo fatal que apelaba a la persecución. La señora Chevreuse y la señora de Vernet estaban exi­liadas; finalmente, La Porte no ocultaba a su ama que esperaba ser arrestado de un momento a otro.

Fue el instante en que estaba sumida en la más profunda y sombría de estas reflexiones cuando la puerta de la habitación se abrio y entró el rey.

La lectora se calló al momento, todas las damas se levantaron y se hizo un profundo silencio.

En cuanto al rey, no hizo ninguna demostración de cortesía; sólo, deteniéndose ante la reina, dijo con voz alterada:

‑Señora, vais a recibir la visita del señor canciller, que os comuni­cará ciertos asuntos que le he encargado.

La desgraciada reina, a la que amenazaba constantemente con el divorcio, el exilio e incluso el juicio, palideció bajo el rouge y no pudo impedirse decir:

‑Pero ¿por qué esta visita, sire? ¿Qué va a decirme el señor canci­ller que Vuestra Majestad no pueda decirme por sí misma?

El rey giró sobre sus talones sin responder y casi en ese mismo ins­tante el capitán de los guardias, el señor de Guitaut, anunció la visita del señor canciller.

Cuando el canciller apareció, el rey había salido ya por otra puerta.

El canciller entró medio sonriendo, medio ruborizándose. Como pro­bablemente volveremos a encontrarlo en el curso de esta historia, no estaría mal que nuestros lectores traben desde ahora conocimiento con él.

El tal canciller era un hombre agradable. Fue Des Roches de Mas­le[L101] , canónigo de Notre‑Dame y que en otro tiempo había sido ayuda de cámara del cardenal, quien le propuso a Su Eminencia como un hombre totalmente adicto. El cardenal se fio y le fue bien.

Contaban de él algunas historias, entre otras ésta:

Tras una juventud tormentosa, se había retirado a un convento pa­ra expiar al menos durante algún tiempo las locuras de la adolescencia.

Pero, al entrar en aquel santo lugar, el pobre penitente no pudo cerrar la puerta con la rapidez suficiente para que las pasiones de que huía no entraran con él. Estaba obsesionado sin tregua, y el superior, a quien había confiado esa desgracia, queriendo ayudarlo en lo que pudiese, le había recomendado para conjurar al demonio tentador re­currir a la cuerda de la campana y echarla al vuelo. Al ruido delator, los monjes sabrían que la tentación asediaba a un hermano, y toda la comunidad se pondría a rezar.

El consejo pareció bueno al futuro canciller. Conjuró al espíritu ma­ligno con gran acompañamiento de plegarias hechas por los monjes; pero el diablo no se deja desposeer fácilmente de una plaza en la que ha sentado sus reales; a medida que redoblaban los exorcismos, redo­blaba él las tentaciones; de suerte que día y noche la campana repica­ba anunciando el extremo deseo de mortificación que experimentaba el penitente.

Los monjes no tenían ni un instante de reposo. Por el día no ha­cían más que subir y bajar las escaleras que conducían a la capilla; por la noche, además de completas y maitines, estaban obligados a saltar veinte veces fuera de sus camas y a prosternarse en las baldosas de sus celdas.

Se ignora si fue el diablo quien soltó la presa o fueron los monjes quienes se cansaron; pero al cabo de tres meses, el diablo reapareció en el mundo con la reputación del más terrible poseso que jamás haya existido.

Al salir del convento entró en la magistratura, se convirtió en presi­dente con birrete en el puesto de su tío, abrazó el partido del cardenal, cosa que no probaba poca sagacidad; se hizo canciller, sirvió a su emi­nencia con celo en su odio contra la reina madre y en su venganza contra Ana de Austria; estimuló a los jueces en el asunto de Chalais, alentó los ensayos del señor de Laffemas[L102] , gran ahorcador de Francia; finalmente, investido de toda la confianza del cardenal, confianza que tan bien se había ganado, vino a recibir la singular comisión para cuya eje­cución se presentaba en el aposento de la reina.

La reina estaba aún de pie cuando él entró, pero apenas lo hubo visto se volvió a sentar en su sillón a hizo seña a sus mujeres de volver­se a sentar en sus cojines y taburetes, y con un tono de suprema altivez preguntó:

‑ Qué deseáis, señor y con qué fin os presentáis aquí?

‑Para hacer en nombre del rey, señora, y salvo el respeto que tengo el honor de deber a Vuestra Majestad, una indagación completa en vuestros papeles.

‑¡Cómo, señor! Una indagación en mis papeles... ¡A mil ¡Qué co­sa más indigna!

‑Os ruego que me perdonéis, señora, pero en esta circunstancia no soy sino el instrumento de que el rey se sirve. ¿No acaba de salir de aquí Su Majestad y no os ha invitado ella misma a prepararos para esta visita?

‑Registrad, pues, señor; soy una criminal según parece: Estefa­nía, dadle las llaves de mis mesas y de mis secreteres.

El canciller hizo una visita por pura formalidad a los muebles, pero sabía de sobra que no era en un mueble donde la reina había debido guardar la importante carta que había escrito durante el día.

Cuando el canciller hubo abierto y cerrado veinte veces los cajones del secreter, tuvo, pese a los titubeos que experimentaba, tuvo, digo, que llegar a la conclusión del asunto, es decir, a registrar a la propia reina. El canciller avanzó, pues, hacia Ana de Austria, y con un tono muy perplejo y aire muy embarazado, dijo:

‑Y ahora sólo me queda por hacer la indagación principal.

‑¿Cuál? ‑preguntó la reina, que no comprendía o que, mejor di­cho, no quería comprender.

‑Su Majestad está segura de que ha sido escrita por vos una carta durante el día; sabe que aún no ha sido enviada a su destinatario. Esa carta no se encuentra ni en vuestra mesa ni en vuestro secreter y, sin embargo, esa carta está en alguna parte.

‑¿Os atreveríais a poner la mano sobre vuestra reina? ‑dijo Ana de Austria, irguiéndose en toda su altivez y fijando sobre el canciller sus ojos, cuya expresión se había vuelto casi amenazadora.

‑Yo soy un súbdito fiel del rey, señora; y todo cuanto Su Majes­tad ordene lo haré.

‑Pues bien es cierto ‑dijo Ana de Austria‑, y los espías del se­ñor cardenal le han servido bien. Hoy he escrito una carta, esa carta no está en ninguna parte. La carta está aquí.

Y la reina llevó su bella mano a su blusa.

‑Entonces, dadme esa carta, señora ‑dijo el canciller.

‑No se la daré más que al rey, señor ‑dijo Ana.

‑Si el rey hubiera querido que esa carta le hubiera sido entrega­da, señora, os la hubiera pedido él mismo. Pero, os lo repito, es a mí a quien ha encargado reclamárosla, y si no la entregáis...

‑¿Y bien?

‑También me ha encargado cogérosla.

‑Cómo, ¿qué queréis decir?

‑Que mis órdenes van lejos, señora, y que estoy autorizado a bus­car el papel sospechoso en la persona misma de Vuestra Majestad[L103] .

‑¡Qué horror! ‑exclamó la reina.

‑¿Queréis pues, hacer las cosas fáciles?

‑Esa conducta es de una violencia infame, ¿lo sabíais, señor?

‑El rey manda, señora, perdonadme.

‑No lo soportaré; no, no, ¡antes morir! ‑exclamó la reina, en la que se revolvía la sangre imperiosa de la española y de la austríaca.

El canciller hizo una profunda reverencia, luego, con la intención bien patente de no retroceder un ápice en el cumplimiento de la comi­sión que se le había encargado y como hubiera podido hacerlo un ayu­dante de verdugo en la cámara de torturas, se acercó a Ana de Aus­tria, de cuyos ojos se vieron en el mismo instante brotar lágrimas de rabia.

Como hemos dicho, la reina era de una gran belleza.

El cometido podía, pues, pasar por delicado, y el rey había llega­do, a fuerza de celos contra Buckingham, a no estar celoso de nadie.

Sin duda el canciller Séguier buscó en ese momento con los ojos el cordón de la famosa campana; pero al no encontrarlo, tomó su de­cisión y tendió la mano hacia el lugar en que la reina había confesado que se encontraba el papel.

Ana de Austria dio un paso hacia atrás, tan pálida que se hubiera dicho que iba a morir; y apoyándose con la mano izquierda, para no caer, en una mesa que se encontraba tras ella, sacó con la derecha un papel de su pecho y lo tendió al guardasellos.

‑Tomad, señor, ahí está la carta ‑exclamó la reina, con voz en­trecortada y temblorosa‑. Cogedla y libradme de vuestra odiosa presencia.

El canciller, que por su parte tembiaba por una emoción fácil de concebir, cogió la carta, saludó hasta el suelo y se retiró.

Apenas se hubo cerrado la puerta tras él, cuando la reina cayó se­midesvanecida en brazos de sus mujeres.

El canciller fue a llevar la carta al rey sin haber leído una sola pala­bra. El rey la cogió con la mano temblorosa, buscó el destinatario, que faltaba; se puso muy pálido, la abrió lentamente; luego, al ver por las primeras letras que estaba dirigida al rey de España, leyó con rapidez.

Era todo un plan de ataque contra el cardenal. La reina invitaba a su hermano y al emperador de Austria a fingir, heridos como esta­ban por la política de Richelieu, cuya eterna preocupación fue el so­metimiento de la casa de Austria, que declaraban la guerra a Francia y que imponían como condición de la paz el despido del cardenal; pe­ro de amor no había una sola palabra en toda aquella carta.

El rey, todo contento, se informó de si el cardenal estaba aún en el Louvre. Se le dijo que Su Eminencia esperaba, en el gabinete de trabajo, las órdenes de Su Majestad.

El rey se dirigió al punto a su lado.

‑Tomad, duque ‑le dijo‑; teníais razón y era yo el que estaba equivocado; toda la intriga es política, y no había ningún asunto de amor en esta carta. En cambio se trata, y mucho, de vos.

El cardenal tomó la carta y la leyó con la mayor atención; luego, cuando hubo llegado al fin la releyó una segunda vez.

‑¡Bien! ‑dijo‑. Vuestra Majestad ya ve hasta dónde llegan mis enemigos: se os amenaza con dos guerras si no me echáis. En verdad, yo en vuestro lugar, sire, cedería a tan poderosas instancias y, por mi parte, yo me retiraría de los asuntos públicos con verdadera dicha.

‑¿Qué decís, duque?

‑Digo, sire, que mi salud se pierde en estas luchas excesivas y en estos trabajos eternos. Digo que lo más probable es que yo no pueda soportar las fatigas del asedio de La Rochelle, y que más valdría que nombrarais para él al señor de Condé, o al señor de Basompierre o a algún valiente que se halle en situación de dirigir la guerra, y no a mí, que soy un hombre de iglesia, al que se aleja constantemente de mi vocación para aplicarme a cosas para las que no tengo ninguna ap­titud. Seréis más feliz en el interior, sire, y no dudo que seréis más grande en el extranjero.

‑Señor duque ‑dijo el rey‑ comprendo, estad tranquilo; todos los que son nombrados en esa carta serán castigados como merecen, y la reina también.

‑¿Qué decís, sire? Dios me guarde de que, por mí, la reina sufra la menor contrariedad. Ella siempre me ha creído su enemigo, sire, aun­que Vuestra Majestad puede atestiguar que yo siempre la he apoyado calurosamente, incluso contra vos. ¡Oh, si ella traicionase a Vuestra Ma­jestad en su honor, sería otra cosa, y yo sería el primero en decir: «¡Na­da de gracia sire, nada de gracia para la culpable!» Afortunadamente no es nada de eso, y Vuestra Majestad acaba de adquirir una nueva prueba.

‑Es cierto, señor cardenal ‑dijo el rey‑, y teníais razón, como siempre; pero no por ello deja la reina de merecer toda mi cólera.

‑Sois vos, sire, quien habéis incurrido en la suya; y si realmente ella hiciera ascos seriamente a Vuestra Majestad, yo lo comprendería; Vuestra Majestad la ha tratado con una severidad...

‑Así es como trataré siempre a mis enemigos y a los vuestros, du­que, por alto que estén colocados y sea cual sea el peligro que yo co­ma por actuar severamente con ellos.

‑La reina es mi enemiga, pero no la vuestra, sire; al contrario, es una esposa abnegada, sumisa a irreprochable; dejadme, pues, sire, interceder por ello junto a Vuestra Majestad.

‑¡Entonces que se humille, y que venga a mí la primera!

‑Al contrario, sire, dad ejemplo: vos habéis cometido el primer error, puesto que sois vos quien habéis sospechado de la reina.

‑ ¿Que yo vaya el primero? ‑dijo el rey‑. ¡Jamás!

‑Sire, os lo suplico.

‑Además, ¿cómo iría yo el primero?

‑Haciendo una cosa que sabéis que le gustaría.

‑¿Cuál?

‑Dad un baile; ya sabéis cuánto le gusta a la reina la danza; os prometo que su rencor no resistirá ante semejante tentación.

‑Señor cardenal, vos sabéis que no me gustan todos esos place­res mundanos.

‑Por eso la reina os quedará más agradecida, puesto que sabe vuestra antipatía por ese placer; además, será una ocasión para ella de ponerse esos bellos herretes de diamantes que acabáis de darle por su cumpleaños el otro día, y que aún no ha tenido tiempo de ponerse.

‑Ya veremos, señor cardenal, ya veremos ‑dijo el rey, que en su alegría por hallar a la reina culpable de un crimen que le importaba poco a inocente de una falta que temía mucho, estaba dispuesto a re­conciliarse con ella‑. Ya veremos; pero, por mi honor, sois demasia­do indulgente.

‑Sire ‑dijo el cardenal‑ dejad la severidad a los ministros, la indulgencia es la virtud real; usadla y veréis cómo os encontraréis bien.

Tras esto, el cardenal, oyendo dar en el péndulo las once, se incli­nó profundamente pidiendo permiso al rey para retirarse y suplicándo­le que se reconciliase con la reina.

Ana de Austria, que a consecuencia de la confiscación de su carta esperaba algún reproche, quedó muy sorprendida al ver al día siguien­to al rey hacer tentativas de acercamiento hacia ella. Su primer movi­miento fue de repulsa, su orgullo de mujer y su dignidad de reina ha­bían sido, los dos, tan cruelmente ofendidos que no podía reconciliar­se así, a la primera; pero, vencida por el consejo de sus mujeres, tuvo finalmente aspecto de comenzar a olvidar. El rey aprovechó aquel pri­mer momento de retorno para decirle que contaba con dar de un mo­mento a otro una fiesta.

Era una cosa tan rara una fiesta para la pobre Ana de Austria que, como había pensado el cardenal, ante este anuncio la última huella de sus resentimientos desapareció, si no de su corazón, al menos de su rostro. Ella preguntó qué día debía tener lugar aquella fiesta, pero el rey respondió que tenía que entenderse sobre este punto con el cardenal.

En efecto, todos los días el rey preguntaba al cardenal en qué épo­ca tendría lugar aquella fiesta, y todos los días, el cardenal, con un pre­texto cualquiera, difería fijarla.

Así pasaron diez días.

El octavo día después de la escena que hemos contado, el carde­nal recibió una carta, con sello de Londres, que contenía solamente estas pocas líneas:

 

«Los tengo; pero no puedo abandonar Londres, dado que me falta dinero; enviadme quinientas pistolas, y, cuatro o cinco días después de haberlas recibido, estaré en Paris.»

 

El mismo día en que el cardenal hubo recibido esta carta, el rey le dirigió su pregunta habitual.

Richelieu contó con los dedos y se dijo en voz baja:

‑Ella llegará, según dice, cuatro o cinco días después de haber re­cibido el dinero; se necesitan cuatro o cinco días para que el dinero llegue, cuatro o cinco para que ella vuelva, lo cual hacen diez días; ahora demos su parte a los vientos contrarios, a la mala suerte, a las debilida­des de mujer y pongamos doce días.

‑¡Y bien, señor duque! ‑dijo el rey‑. ¿Habéis calculado?

‑Sí, siré; hoy estamos a 20 de septiembre; los regidores de la ciu­dad dan una fiesta el 3 de octubre. Resultará todo de maravilla, por­que así no parecerá que volvéis a la reina.

Luego el cardenal añadió:

‑A propósito, sire, no olvidéis decir a Su Majestad, la víspera de esa fiesta, que deseáis ver cómo le sientan sus herretes de diamantes.

 

Capítulo XVII

El matrimonio Bonacieux

 

Era la segunda vez que el cardenal insistía en ese punto de los he­rretes de diamantes con el rey. Luis XIII quedó sorprendido, pues, por aquella insistencia, y pensó que tal recomendación ocultaba algún misterio.

Más de una vez el rey había sido humillado porque el cardenal ‑cuya policía, sin haber alcanzado la perfección de la policía moderna, era excelente‑ estuviese mejor informado que él mismo de lo que pasaba en su propio matrimonio. Esperó, pues, sacar, de un encuen­tro con Ana de Austria, alguna luz de aquella conversación y volver luego junto a Su Eminencia con algún secreto que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto en un caso como en otro, le realzaba infini­tamente a los ojos de su ministro.

Fue, pues, en busca de la reina y, según su costumbre, la abordó con nuevas amenazas contra quienes la rodeaban. Ana de Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin responder, esperando que terminaría por detenerse; pero no era eso lo que quería Luis XIII; Luis XIII quería una discusión de la que saliese alguna luz nueva, con­vencido como estaba de que el cardenal tenía alguna segunda inten­ción y maquinaba una sorpresa terrible como sabía hacer Su Eminen­cia. Y llegó a esa meta con su persistencia en acusar.

‑Pero ‑exclamó Ana de Austria, cansada de aquellos vagos ataques‑, pero sire, no me decís todo lo que tenéis en el corazón. ¿Qué he hecho yo? Veamos, ¿qué nuevo crimen he cometido? Es po­sible que Vuestra Majestad haga todo este escándalo por una carta es­crita a mi hermano.

El rey, atacado a su vez de una manera tan directa, no supo qué responder; pensó que aquel era el momento de colocar la recomenda­ción que no debía hacer más que la víspera de la fiesta.

‑Señora ‑dijo con majestad‑, habrá dentro de poco un baile en el Ayuntamiento; espero que para honrar a nuestros valientes regi­dores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre todo adornada con los herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños. Esa es mi respuesta.

La respuesta era terrible. Ana de Austria creyó que Luis XIII lo sa­bía todo, y que el cardenal había conseguido de él ese largo disimulo de siete a ocho días, que cuadraba por lo demas con su carácter. Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de ad­mirable belleza y que parecía en ese momento una mano de cera y, mirando al rey con los ojos espantados, no respondió ni una sola sílaba.

‑¿Habéis oído, señora? ‑dijo el rey, que gozaba con aquel em­barazo en toda su extensión, pero sin adivinar la causa‑. ¿Habéis oído?

‑Sí, sire, he oído ‑balbuceó la reina.

‑¿Iréis a ese baile?

‑Sí.

‑Con vuestros herretes?

La palidez de la reina aumentó aún más, si es que era posible; el rey se percató de ello, y lo disfrutó con esa fría crueldad que era una de las partes malas de su carácter.

‑Entonces, convenido ‑dijo el rey‑. Eso era todo lo que tenía que deciros.

‑Pero ¿qué día tendrá lugar el baile? ‑preguntó Ana de Austria. Luis XIII sintió instintivamente que no debía responder a aquella pregunta, pues la reina la había hecho con una voz casi moribunda.

‑Muy pronto, señora ‑dijo‑; pero no me acuerdo con precisión de la fecha del día, se la preguntaré al cardenal.

‑¿Ha sido el cardenal quien os ha anunciado esa fiesta? ‑exclamó la reina.

‑Sí, señora ‑respondió el rey asombrado‑. Pero ¿por qué?

‑¿Ha sido él quien os ha dicho que me invitéis a aparecer con los herretes?

‑Es decir, señora...

‑¡Ha sido él, sire, ha sido él!

‑¡Y bien! ¿Qué importa que haya sido él o yo? ¿Hay algún crimen en esa invitación?

‑No, sire.

‑Entonces, ¿os presentaréis?

‑Sí, sire.

‑Está bien ‑dijo el rey, retirándose‑. Está bien, cuento con ello.

La reina hizo una reverencia, menos por etiqueta que porque sus rodillas flaqueaban bajo ella.

El rey partió encantado.

‑Estoy perdida ‑murmuró la reina‑. Perdida porque el carde­nal lo sabe todo, y es él quien empuja al rey, que todavía no sabe na­da, pero que sabrá todo muy pronto. ¡Estoy perdida! ¡Dios mío, Dios mío Dios mío!

Se arrodilló sobre un cojín y rezó con la cabeza hundida entre sus brazos palpitantes.

En efecto, la posición era terrible. Buckingham había vuelto a Lon­dres, la señora de Chevreuse estaba en Tours. Más vigilada que nun­ca, la reina sentía sordamente que una de sus mujeres la traicionaba, sin saber decir cuál. La Porte no podía abandonar el Louvre. No tenía a nadie en el mundo en quien fiarse.

Por eso, en presencia de la desgracia que la amenazaba y del aban­dono que era el suyo, estalló en sollozos.

‑¿No puedo yo servir para nada a Vuestra Majestad? ‑dijo de pronto una voz llena de dulzura y de piedad.

La reina se volvió vivamente, porque no había motivo para equi­vocarse en la expresión de aquella voz: era una amiga quien así hablaba.

En efecto, en una de las puertas que daban a la habitación de la reina apareció la bonita señora Bonacieux; estaba ocupada en colocar los vestidos y la ropa en un gabinete cuando el rey había entrado; no había podido salir, y había oído todo.

La reina lanzó un grito agudo al verse sorprendida, porque en su turbación no reconoció al principio a la joven que le había sido dada por La Porte.

‑¡Oh, no temáis nada, señora! ‑dijo la joven juntando las manos y llorando ella misma las angustias de la reina‑. Pertenezco a Vuestra Majestad en cuerpo y alma, y por lejos que esté de ella, por inferior que sea mi posición, creo que he encontrado un medio para librar a Vuestra Majestad de preocupaciones.

‑¡Vos! ¡Oh, cielos! ¡Vos! ‑exclamó la reina‑. Pero veamos, miradme a la cara. Me traicionan por todas partes, ¿puedo fiarme de vos?

‑¡Oh, señora! ‑exclamó la joven cayendo de rodillas‑. Por mi alma, ¡estoy dispuesta a morir por Vuestra Majestad!

Esta exclamación había salido del fondo del corazón y, como el pri­mero, no podía engañar.

‑Sí ‑continuó la señora Bonacieux‑. Sí, aquí hay traidores; pe­ro por el santo nombre de la Virgen, os juro que nadie es más adicta que yo a Vuestra Majestad. Esos herretes que el rey pide de nuevo se los habéis dado al duque de Buckingham, ¿no es así? ¿Esos herretes estaban guardados en una cajita de palo de rosa que él llevaba bajo el brazo? ¿Me equivoco acaso? ¿No es as?

‑¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ‑murmuró la reina cuyos dientes cas­tañeaban de terror.

‑Pues bien, esos herretes ‑prosiguió la señora Bonacieux‑ hay que recuperarlos.

‑Sí, sin duda, hay que hacerlo ‑exclamó la reina‑. Pero ¿có­mo, cómo conseguirlo?

‑Hay que enviar a alguien al duque.

‑Pero ¿quién...? ¿Quién...? ¿De quién fiarme?

‑Tened confianza en mí, señora; hacedme ese honor, mi reina, y yo encontraré el mensajero.

‑¡Pero será preciso escribir!

‑¡Oh, sí! Es indispensable. Dos palabras de mano de Vuestra Ma­jestady vuestro sello particular.

‑Pero esas dos palabras, ¡son mi condena, son el divorcio, el exilio!

‑¡Sí, si caen en manos infames! Pero yo respondo de que esas dos palabras sean remitidas a su destinatario.

‑¡Oh, Dios mío! ¡Es preciso, pues, que yo ponga mi vida, mi ho­nor, mi reputación en vuestras manos!

‑¡Sí, sí, señora, lo es, y yo salvaré todo esto!

‑Pero ¿cómo? Decídmelo al menos.

‑Mi marido ha sido puesto en libertad hace tres días; aún no he tenido tiempo de volverlo a ver. Es un hombre bueno y honesto que no tiene odio ni amor por nadie. Hará lo que yo quiera; partirá a una orden mía, sin saber lo que lleva, y entregará la carta de Vuestra Ma­jestad, sin saber siquiera que es de Vuestra Majestad, al destinatario que se le indique.

La reina tomó las dos manos de la joven en un arrebato apasionado, la miró como para leer en el fondo de su corazón, y al no ver más que sinceridad en sus bellos ojos la abrazó tiernamente.

‑¡Haz eso ‑exclamó‑, y me habrás salvado la vida, habrás sal­vado mi honor!

‑¡Oh! No exageréis el servicio que yo tengo la dicha de haceros; yo no tengo que salvar de nada a Vuestra Majestad, que es solamente víctima de pérfidas conspiraciones.

‑Es cierto, es cierto, hija mía ‑dijo la reina‑. Y tienes razón.

‑Dadme, pues, esa carta, señora, el tiempo apremia.

La reina corrió a una pequeña mesa sobre la que había tinta, papel y plumas; escribió dos líneas, selló la carta con su sello y la entregó a la señora Bonacieux.

‑Y ahora ‑dijo la reina‑, nos olvidamos de una cosa muy necesaria. . .

‑¿Cuál?

‑El dinero.

La señora Bonacieux se ruborizó.

‑Sí, es cierto ‑dijo‑. Confesaré a Vuestra Majestad que mi marido. . .

‑Tu marido no lo tiene, es eso lo que quieres decir.

‑Claro que sí, lo tiene pero es muy avaro, es su defecto. Sin em­bargo que Vuestra Majestad no se inquiete, encontraremos el medio...

‑Es que yo tampoco tengo ‑dijo la reina (quienes lean las Me­morias de la señora de Motteville [L104] no se extrañarán de esta respues­ta)‑. Pero espera.

Ana de Austria corrió a su escriño.

‑Toma ‑dijo‑. Ahí tienes un anillo de gran precio, según ase­guran; procede de mi hermano el rey de España, es mío y puedo dis­poner de él. Toma ese anillo y hazlo dinero, y que tu marido parta.

‑Dentro de una hora seréis obedecida.

‑Ya ves el destinatario ‑añadió la reina hablando tan bajo que apenas podía oírse lo que decía: A Milord el duque de Buckingham, en Londres.

‑La carta le será entregada personalmente.

‑¡Muchacha generosa! ‑exclamó Ana de Austria.

La señora Bonacieux besó las manos de la reina, ocultó el papel en su blusa y desapareció con la ligereza de un pájaro.

Diez minutos más tarde estaba en su casa; como le había dicho a la reina no había vuelto a ver a su marido desde su puesta en libertad; por tanto ignoraba el cambio que se había operado en él respecto del cardenal, cambio que habían logrado la lisonja y el dinero de Su Eminencia y que habían corroborado, luego, dos o tres visitas del conde de Rochefort, convertido en el mejor amigo de Bonacieux, al que ha­bía hecho creer sin mucho esfuerzo que ningún sentimiento culpable le había llevado al rapto de su mujer, sino que era solamente una pre­caución política.

Encontró al señor Bonacieux solo; el pobre hombre ponía a duras penas orden en la casa, cuyos muebles había encontrado casi rotos y cuyos armarios casi vacíos, pues no es la justicia ninguna de las tres cosas que el rey Salomón indica que no dejan huellas de su paso. En cuanto a la criada, había huido cuando el arresto de su amo. El terror había ganado a la pobre muchacha hasta el punto de que no había de­jado de andar desde Paris hasta Bourgogne, su país natal.

El digno mercero había participado a su mujer, tan pronto como estuvo de vuelta en casa, su feliz retorno, y su mujer le había respondi­do para felicitarle y para decirle que el primer momento que pudiera escamotear a sus deberes sería consagrado por entero a visitarle.

Aquel primer momento se había hecho esperar cinco días, lo cual en cualquier otra circunstancia hubiera parecido algo largo a maese Bo­nacieux; pero en la visita que había hecho al cardenal y en las visitas que le hacía Rochefort, había amplio tema de reflexión, y como se sa­be, nada hace pasar el tiempo como reflexionar.

Tanto más cuanto que las reflexiones de Bonacieux eran todas co­lor de rosa. Rochefort le llamaba su amigo, su querido Bonacieux, y no cesaba de decirle que el cardenal le hacía el mayor caso. El merce­ro se veía ya en el camino de los honores y de la fortuna.

Por su parte, la señora Bonacieux había reflexionado, pero hay que decirlo, por otro motivo muy distinto que la ambición; a pesar suyo, sus pensamientos habían tenido por móvil constante aquel hermoso joven tan valiente y que parecía tan amoroso. Casada a los dieciocho años con el señor Bonacieux, habiendo vivido siempre en medio de los amigos de su marido, poco susceptibles de inspirar un sentimiento cualquiera a una joven cuyo corazón era más elevado que su posición, la señora Bonacieux había permanecido insensible a las seducciones vulgares; pero, en esa época sobre todo, el título de gentilhombre te­nía gran influencia sobre la burguesía y D'Artagnan era geltihombre; además, llevaba el uniforme de los guardias que después del uniforme de los mosqueteros era el más apreciado de las damas. Era, lo repeti­mos, hermoso, joven, aventurero; hablaba de amor como hombre que ama y que tiene sed de ser amado; tenía más de lo que es preciso para enloquecer a una cabeza de veintitrés años [L105] y la señora Bonacieux había llegado precisamente a esa dichosa edad de la vida.

Aunque los dos esposos no se hubieran visto desde hacía más de ocho días, y aunque graves acontecimientos habían pasado entre ellos, se abordaron, pues, con cierta preocupación; sin embargo, el señor Bo­nacieux manifestó una alegría real y avanzó hacia su mujer con los bra­zos abiertos.

La señora Bonacieux le presentó la frente.

‑Hablemos un poco ‑dijo ella.

‑¿Cómo? ‑dijo Bonacieux, extrañado.

‑Sí, tengo una cosa de la mayor importancia que deciros.

‑Por cierto, que yo también tengo que haceros algunas preguntas bastante serias. Explicadme un poco vuestro rapto, por favor.

‑Por el momento no se trata de eso ‑dijo la señora Bonacieux.

‑¿Y de qué se trata entonces? ¿De mi cautividad?

‑Me enteré de ella el mismo día; pero como no erais culpable de ningún crimen, como no erais cómplice de ninguna intriga, como no sabíais nada, en fin, que pudiera comprometeros, ni a vos ni a nadie, no he dado a ese suceso más importancia de la que merecía.

‑¡Habláis muy a vuestro gusto señora! ‑prosiguió Bonacieux, he­rido por el poco interés que le testimoniaba su mujer‑. ¿Sabéis que he estado metido un día y una noche en un calabozo de la Bastilla?

‑Un día y una noche que pasan muy pronto; dejemos, pues, vues­tra cautividad, y volvamos a lo que me ha traído a vuestro lado.

‑¿Cómo? ¡Lo que os trae a mi lado! ¿No es, pues, el deseo de volver a ver a un marido del que estáis separada desde hace ocho días? ‑pregunto el mercero picado en lo más vivo.

‑Es eso en primer lugar, y además otra cosa.

‑¡Hablad!

‑Una cosa del mayor interés y de la que depende nuestra fortuna futura quizá.

‑Nuestra fortuna ha cambiado mucho de cara desde que os vi, señora Bonacieux, y no me extrañaría que de aquí a algunos meses causara la envidia de mucha gente.

‑Sí, sobre todo si queréis seguir las instrucciones que voy a daros.

‑ ¿A mî?

‑Sí, a vos. Hay una buena y santa acción que hacer, señor, y mu­cho dinero que ganar al mismo tiempo.

La señora Bonacieux sabía que hablando de dinero a su marido le cogía por el lado débil.

Pero aunque un hombre sea mercero, cuando ha hablado diez mi­nutos con el cardenal Richelieu, no es el mismo hombre.

‑¡Mucho dinero que ganar! ‑dijo Bonacieux estirando los labios.

‑Sí, mucho.

‑¿Cuánto, más o menos?

‑Quizá mil pistolas.

‑¿Lo que vais a pedirme es, pues, muy grave?

‑Sí.

‑¿Qué hay que hacer?

‑Saldréis inmediatamente, yo os entregaré un papel del que no os desprenderéis bajo ningún pretexto, y que pondréis en propia ma­no de alguien.

‑¿Y adónde tengo que ir?

‑A Londres.

‑¡Yo a Londres! Vamos, estáis de broma, yo no tengo nada que hacer en Londres.

‑Pero otros necesitan que vos vayáis.

‑¿Quiénes son esos otros? Os lo advierto, no voy a hacer nada más a ciegas, y quiero saber no sólo a qué me expongo, sino también por quién me expongo.

‑Una persona ilustre os envía, una persona ilustre os, espera; la recompensa superará vuestros deseos, he ahí cuanto puedo prometeros.

‑¡Intrigas otra vez, siempre intrigas! Gracias, yo ahora no me fío, y el cardenal me ha instruido sobre eso.

‑¡El cardenal! ‑exclamó la señora Bonacieux‑. ¡Habéis visto al cardenal!

‑El me hizo llamar ‑respondió orgullosamente el mercero.

‑Y vos aceptasteis su invitación, ¡qué imprudente!

‑Debo decir que no estaba en mi mano aceptar o no aceptar, por­que yo estaba entre dos guardias. Es cierto además que, como enton­ces yo no conocía a Su Eminencia, si hubiera podido dispensarme de esa visita, hubiera estado muy encantado.

‑¿Os ha maltratado entonces? ¿Os ha amenazado acaso?

‑Me ha tendido la mano y me ha llamado su amigo, ¡su amigo! ¿Oís, señora? ¡Yo soy el amigo del gran cardenal!

‑¡Del gran cardenal!

‑¿Le negaríais, por casualidad ese título, señora?

‑Yo no le niego nada, pero os digo que el favor de un ministro es efímero, y que hay que estar loco para vincularse a un ministro; hay poderes que están por encima del suyo, que no descansan en el capri­cho de un hombre o en el resultado de un acontecimiento; de esos po­deres es de los que hay que burlarse.

‑Lo siento, señora, pero no conozco otro poder que el del gran hombre a quien tengo el honor de servir.

‑¿Vos servís al cardenal?

‑Sí, señora, y como su servidor no permitiré que os dediquéis a conspiraciones contra el Estado, y que vos misma sirváis a las intrigas de una mujer que no es francesa y que tiene el corazón español. Afor­tunadamente el cardenal está ahí, su mirada alerta vigila y penetra hasta el fondo del corazón.

Bonacieux repetía palabra por palabra una frase que había oído decir al conde de Rochefort; pero la pobre mujer, que había contado con su marido y que, en aquella esperanza, había respondido por él a la reina, no tembló menos, tanto por el peligro en el que ella había esta­do a punto de arrojarse, como por la impotencia en que se encontra­ba. Sin embargo, conociendo la debilidad y sobre todo la codicia de su marido, no desesperaba de atraerle a sus fines.

‑¡Ah! Sois cardenalista, señor ‑exclamó‑. ¡Conque servís al par­tido de los que maltratan a vuestra mujer a insultan a vuestra reina!

‑Los intereses particulares no son nada ante los intereses de to­dos. Yo estoy de parte de quienes salvan al Estado ‑dijo con énfasis Bonacieux.

Era otra frase del conde de Rochefort, que él había retenido y que hallaba ocasión de meter.

‑¿Y sabéis lo que es el Estado de que habláis? ‑dijo la señora Bonacieux, encogiéndose de hombros‑. Contentaos con ser un bur­gués sin fineza ninguna, y dad la espalda a quien os ofrece muchas ventajas.

‑¡Eh eh! ‑dijo Bonacieux, golpeando sobre una bolsa de panza redondeada y que devolvió un sonido argentino‑. ¿Qué decís vos de esto, señora predicadora?

‑¿De dónde viene ese dinero?

‑¿No lo adivináis?

‑¿Del cardenal?

‑De él y de mi amigo el conde de Rochefort.

‑¡El conde de Rochefort! ¡Pero si ha sido él quien me ha raptado!

‑Puede ser, señora.

‑¿Y vos recibís dinero de ese hombre?

‑¿No me habéis dicho vos que ese rapto era completamente politico?

‑Sí; pero ese rapto tenía por objeto hacerme traicionar a mi ama, arrancarme mediante torturas confesiones que pudieran comprometer el honor y quizá la vida de mi augusta ama.

‑Señora ‑prosiguió Bonacieux‑ vuestra augusta ama es una pérfida española, y lo que el cardenal hace está bien hecho.

‑Señor ‑dijo la joven‑, os sabía cobarde, avaro a imbécil, ¡pero no os sabía infame!

‑Señora ‑dijo Bonacieux, que no había visto nunca a su mujer encolerizada y que se echaba atrás ante la ira conyugal‑. Señora, ¿qué decís?

‑¡Digo que sois un miserable! ‑continuó la señora Bonacieux, que vio que recuperaba alguna influencia sobre su marido‑. ¡Ah, hacéis política vos! ¡Y encima política cardenalista! ¡Ah, os venderíais en cuer­po y alma al demonio por dinero!

‑No, pero al cardenal sí.

‑¡Es la misma cosa! ‑exclamó la joven‑. Quien dice Richelieu dice Satán.

‑Callaos, señora, callaos, podrían oírnos.

‑Sí, tenéis razón, y sería vergonzoso para vos vuestra propia cobardía.

‑Pero ¿qué exigís entonces de mí? Veamos.

‑Ya os lo he dicho: que partáis al instante, señor, que cumpláis lealmente la comisión que yo me digno encargaros y, con esta condi­ción, olvido todo, perdono; y hay más ‑ella le tendió la mano‑: os devuelvo mi amistad.

Bonacieux era cobarde y avaro; pero amaba a su mujer: se enter­neció. Un hombre de cincuenta años no guarda durante mucho tiem­po rencor a una mujer de veintitrés. La señora Bonacieux vio que dudaba.

‑Entonces, ¿estáis decidido? ‑dijo ella.

‑Pero, querida amiga, reflexionad un poco en lo que exigís de mí; Londres está lejos de Paris, muy lejos, y quizá la comisión que me en­carguéis no esté exenta de peligro.

‑¡Qué importa si los evitáis!

‑Mirad, señora Bonacieux ‑dijo el mercero‑. Mirad, decidida­mente, me niego: las intrigas me dan miedo. He visto la Bastilla. ¡Brrrr! ¡La Bastilla es horrible! Nada más pensar en ella se me pone la carne de gallina. Me han amenazado con la tortura. ¿Sabéis vos lo que es la tortura? Cuñas de madera que os meten entre las piernas hasta que los huesos estallan! No, decididamente, no iré. Y ¡pardiez!, ¿por qué no vais vos misma? Porque en verdad creo que hasta ahora he estado engañado sobre vos: ¡creo que sois un hombre, y de los más rabiosos incluso!

‑Y vos, vos sois una mujer, una miserable mujer, estúpida y ton­ta. ¡Ah, tenéis miedo! Pues bien, si no partís ahora mismo, os hago detener por orden de la reina, y os hago meter en la Bastilla que tanto teméis.

Bonacieux cayó en una reflexión profunda; pesó detenidamente las dos cóleras en su cerebro, la del cardenal y la de la reina; la del cardenal prevaleció con mucha diferencia.

‑Hacedme detener de parte de la reina ‑dijo‑ y yo apelaré a Su Eminencia.

Por vez primera, la señora Bonacieux vio que había ido demasiado lejos, y quedó asustada por haber avanzado tanto. Contempló un ins­tante con horror aquel rostro estúpido, de una resolución invencible, como el de esos tontos que tienen miedo.

‑¡Pues entonces, sea! ‑dijo‑. Quizá, a fin de cuentas, tengáis razón: un hombre sabe mucho más que las mujeres de política, y vos sobre todo, señor Bonacieux, que habéis hablado con el cardenal. Y sin embargo, es muy duro ‑añadió‑ que mi marido, que un hombre con cuyo afecto yo creía poder contar me trate tan descortésmente y no satisfaga en nada mi fantasía.

‑Es que vuestras fantasías pueden llevar muy lejos ‑respondió Bonacieux, triunfante‑ y desconfío de ellas.

‑Renunciaré, pues, a ellas ‑dijo la joven suspirando‑. Está bien, no hablemos más.

‑Si al menos me dijerais qué tenía que hacer en Londres ‑pro­siguió Bonacieux, que recordaba un poco tarde que Rochefort le había encomendado tratar de sorprender los secretos de su mujer.

‑Es inútil que lo sepáis ‑dijo la joven, a quien una desconfianza instintiva impulsaba ahora hacia trás‑: era una bagatela de las que gus­tan a las mujeres, una compra con la que había mucho que ganar.

Pero cuanto más se resistía la joven, tanto más pensaba Bonacieux que el secreto que ella se negaba a confiarle era importante. Por eso decidió correr inmediatamente a casa del conde de Rochefort y decirle que la reina buscaba un mensajero para enviarlo a Londres.

‑Perdonadme si os dejo, querida señora Bonacieux ‑dijo él‑; pero por no saber que vendríais hoy he quedado citado con uno de mis amigos; vuelvo ahora mismo, y si queréis esperarme, aunque sólo sea medio minuto, tan pronto como haya terminado con ese amigo, vuelvo para recogeros y, como comienza a hacerse tarde, acompaña­ros al Louvre.

‑Gracias, señor ‑respondió la señora Bonacieux‑; no sois lo suficientemente valiente para serme de ninguna utilidad, y volveré al Louvre perfectamente sola.

‑Como os plazca, señora Bonacieux ‑respondió el exmercero‑. ¿Os veré pronto?

‑Claro que sí; espero que la próxima semana mi servicio me deje alguna libertad, y la aprovecharé para venir a ordenar nuestras cosas, que deben estar algo desordenadas.

‑Está bien; os esperaré. ¿No me guardáis rencor?

‑¡Yo! Por nada del mundo.

‑¿Hasta pronto entonces?

‑Hasta pronto.

Bonacieux besó la mano de su mujer y se alejó rápidamente.

‑¡Vaya! ‑dijo la señora Bonacieux cuando su marido hubo ce­rrado la puerta de la calle y ella se encontró sola‑. ¡Sólo le faltaba a este imbécil ser cardenalista! Y yo que había asegurado a la reina, yo que había prometido a mi pobre ama... ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Me va a tomar por una de esas miserables que pupulan por palacio y que han puesto junto a ella para espiarla. ¡Ay, señor Bonacieux! Nunca os he amado mucho, pero ahora es mucho peor: os odio, y ¡palabra que me la pagaréis!

En el momento en que decía estas palabras, un golpe en el techo la hizo alzar la cabeza, y una voz, que vino a ella a través del piso, gritó:

-Querida señora Bonacieux, abridme la puerta pequeña de la ave­nida y bajo junto a vos.

 

 

Capítulo XVlll


Date: 2015-12-17; view: 605


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Capítulo XIV | El amante y el marido
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