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Capítulo XIV

El hombre de Meung

 

Aquella reunión era producida no por la espera de un hombre al que debían colgar, sino por la contemplación de un ahorcado.

El coche, detenido un instante, prosiguió, pues, su marcha, atra­vesó la multitud, continuó su camino, enfiló la calle Saint‑Honoré, vol­vió la calle des Bons‑Enfants y se detuvo ante una puerta baja.

La puerta se abrió, dos guardias recibieron en sus brazos a Bona­cieux, sostenido por el exento; lo metieron por una avenida, lo hicie­ron subir una escalera y lo depositaron en una antecámara.

Todos estos movimientos eran realizados por él de una forma ma­quinal.

Había andado como se anda en sueños; había entrevisto los obje­tos a través de una niebla; sus oídos habían percibido los sonidos sin comprenderlos; hubieran podido ejecutarlo en aquel momento sin que él hubiera hecho un gesto para emprender su defensa, sin que hu­biera lanzado un grito para implorar piedad.

Permaneció, pues, sentado de este modo en la banqueta, con la espalda apoyada en la pared y los brazos colgantes, en la misma pos­tura en que los guardias lo habían depositado.

Sin embargo, como al mirar en torno suyo no viese ningún objeto amenazador, como nada indicase que corría un peligro real, como la banqueta estaba convenientemente blanda, como la pared estaba re­cubierta de hermoso cuero de Córdoba, como grandes cortinas de da­masco rojo flotaban ante la ventana, retenidas por alzapaños de oro, comprendió poco a poco que su terror era exagerado, y comenzó a mover la cabeza de derecha a izquierda y de arriba abajo.

Con este movimiento, al que nadie se opuso, recuperó algo de va­lor y se arriesgó a encoger una pierna, luego la otra; por fin, ayudán­dose de sus dos manos, se levantó de la banqueta y se encontró sobre sus pies.

En aquel momento, un oficial de buen aspecto abrió una portezue­la, continuó cambiando aún algunas palabras con una persona que se encontraba en la habitación vecina y, volviéndose hacia el prisionero, dijo:

‑¿Sois vos quien se llama Bonacieux?

‑Sí, señor oficial ‑balbuceó el mercero, más muerto que vivo‑, para serviros.

‑Entrad ‑dijo el oficial.

Y se echó a un lado para que el mercero pudiera pasar. Aquel obe­deció sin réplica y entró en la habitación en la que parecía ser es­perado.

Era un gran gabinete, de paredes adornadas con armas ofensivas y defensivas, cerrado y sofocante, y en el que ya había fuego aunque todavía apenas fuera a finales del mes de septiembre. Una mesa cua­drada, cubierta de libros y papeles sobre los que había, desenrollado, un piano inmenso de la ciudad de La Rochelle, estaba en medio de la pieza.



De pie ante la chimenea estaba un hombre de mediana talla, de aspecto altivo y orgulloso, de ojos penetrantes, de frente amplia, de rostro enteco que alargaba más incluso una perilla coronada por un par de mostachos. Aunque aquel hombre tuviera de treinta y seis a treinta y siete años apenas, pelo, mostacho y perilla iban agrisándose. Aquel hombre, menos la espada, tenía todo el aspecto de un hombre de guerra, y sus botas de búfalo, aún ligeramente cubiertas de polvo, indicaban que había montado a caballo durante el día.

Aquel hombre era Armand‑Jean Duplessis, cardenal de Richelieu, no tal como nos lo representaran cascado como un viejo, sufriendo como un mártir, el cuerpo quebrado, la voz apagada, enterrado en un gran sillón como en una tumba anticipada que no viviera más que por la fuerza de un genio ni sostuviera la lucha con Europa más que con la eterna aplicación de su pensamiento sino tal cual era realmente en esa época, es decir, diestro y galante caballero débil de cuerpo ya, pe­ro sostenido por esa potencia moral que hizo de él uno de los hombres más extraordinarios que hayan existido; preparándose, en fin, tras ha­ber sostenido al duque de Nevers en su ducado de Mantua, tras haber tomado Nîmes, Castres y Uzes, a expulsar a los ingleses de la isla de Ré y a sitiar La Rochelle.

A primera vista, nada denotaba, pues, al cardenal y era imposible a quienes no conocían su rostro adivinar ante quién se encontraban.

El pobre mercero permaneció de pie a la puerta, mientras los ojos del personaje que acabamos de describir se fijaban en él y parecían penetrar hasta el fondo del pasado.

‑ Está ahí ese Bonacieux? ‑pregunto tras un momento de silencio.

‑Sí, monseñor ‑contestó el oficial.

‑Esta bien, dadme esos papeles y dejadnos.

El oficial cogió de la mesa los papeles señalados, los entregó a quien se los pedía, se inclinó hasta el suelo y salió.

Bonacieux reconoció en aquellos papeles sus interrogatorios de la Bastilla. De vez en cuando, el hombre de la chimenea alzaba los ojos por encima de la escritura y los hundía como dos puñales hasta el fon­do del corazón del pobre mercero.

Al cabo de diez minutos de lectura y de diez segundos de examen, el cardenal se había decidido.

‑Esa cabeza no ha conspirado nunca ‑murmuró‑; pero no im­porta, veamos de todas formas.

‑Estáis acusado de alta traición ‑dijo lentamente el cardenal.

‑Es lo que ya me han informado, monseñor ‑exclamó Bonacieux, dando a su interrogador el título que había oído al oficial darle‑; pero yo os juro que no sabía nada de ello.

El cardenal reprimió una sonrisa.

‑Habéis conspirado con vuestra mujer, con la señora de Chevreuse y con milord el duque de Buckingham.

‑En realidad, monseñor ‑respondió el mercero‑, he oído pro­nunciar todos esos nombres.

‑¿Y en qué ocasión?

‑Ella decía que el cardenal de Richelieu había atraído al duque de Buckingham a París para perderlo y para perder a la reina con él.

‑¿Ella decía eso? ‑exclamó el cardenal con violencia.

‑Sí, monseñor; pero yo le he dicho que se equivocaba por man­tener tales opiniones, y que Su Eminencia era incapaz...

‑Callaos, sois un imbécil ‑prosiguió el cardenal.

‑Es precisamente eso lo que mi mujer me respondió, monseñor.

‑¿Sabéis quién ha raptado a vuestra mujer?

‑No, monseñor.

‑Sin embargo, ¿tenéis sospechas?

‑Sí, monseñor, pero esas sospechas han parecido contrariar al se­ñor comisario y ya no las tengo.

‑Vuestra mujer se ha escapado, ¿lo sabíais?

‑No, monseñor, lo he sabido después de haber entrado en pri­sión, y siempre por la mediación del señor comisario, un hombre muy amable.

El cardenal reprimió una segunda sonrisa.

‑Entonces, ¿ignoráis lo que ha sido de vuestra mujer después de su fuga?

‑Completamente, monseñor; habrá debido volver al Louvre.

‑A la una de la mañana no había vuelto aún.

‑¡Ah D¡os mío! Pero entonces ¿qué habrá s¡do de ella?

‑Ya lo sabremos, estad tranquilo; nada se oculta al cardenal; el cardenal lo sabe todo.

‑En tal caso, monseñor, ¿creéis que el cardenal consent¡rá en de­c¡rme qué ha ocurr¡do con mi mujer?

‑Quizá; pero es preciso primero que confeséis todo lo que sepáis relativo a las relaciones de vuestra mujer con la señora de Chevreuse.

‑Pero, monseñor, yo no sé nada; no la he visto nunca.

‑Cuando ¡ba¡s a buscar a vuestra mujer al Louvre, ¿volvía ella d¡­rectamente a casa?

‑Cas¡ nunca: tenía que ver a vendedores de tela, a cuyas casas yo la llevaba.

‑¿Y cuántos vendedores de telas había?

‑Dos, monseñor.

‑¿Dónde viven?

‑Uno en la calle de Vaug¡rard; el otro en la calle de La Harpe.

‑¿Entrasteis en sus casas con ella?

‑Nunca, monseñor; la esperaba a la puerta.

‑¿Y qué pretexto os daba para entrar así completamente sola?

‑No me lo daba; me decía que esperase, y yo esperaba.

‑Sois un marido complaciente, mi querido señor Bonacieux ‑dijo el cardenal.

«¡Ella me llama su querido señor! ‑dijo para sí mismo el mercero‑. ¡Diablos, las cosas van bien!»

‑¿Reconoceríais esas puertas?

‑Sí.

‑ Sabéis los números[L91] ?

‑¿Cuáles son?

‑Número 25 en la calle de Vaugirard; número 75 en la calle de La Harpe.

‑Está bien ‑dijo el cardenal.

A estas palabras, cogió una campanilla de plata y llamó; el official volvió a entrar.

‑Idme a buscar a Rochefort ‑dijo a media voz‑, y que venga inmediatamente si ha vuelto.

‑El conde está ahí ‑dijo el official‑, pide hablar al instante con Vuestra Eminencia.

‑¡Con Vuestra Eminencia! ‑murmuró Bonacieux, que sabía que tal era el título que ordinariamente se daba al señor cardenal‑. ¡Con Vuestra Eminencia!

‑¡Que venga entonces, que venga! ‑dijo vivamente Richelieu.

El official se lanzó fuera de la habitación con esa rapidez que ponían de ordinario todos los servidores del cardenal en obedecerle.

‑¡Con Vuestra Eminencia! ‑murmuraba Bonacieux haciendo gi­rar los ojos extraviados.

No habían transcurrido cinco segundos desde la desaparición del official, cuando la puerta se abrió y un nuevo personaje entró.

‑¡Es él! ‑exclamó Bonacieux.

‑¿Quién es él? ‑preguntó el cardenal.

‑El que ha raptado a mi mujer.

El cardenal llamó por segunda vez. El official reapareció.

‑Devolved este hombre a manos de sus dos guardias, y que espe­re a que yo lo llame ante mí.

‑¡No, monseñor! ¡No, no es él! ‑exclamó Bonacieux‑. No, me he equivocado, es otro que se le parece algo. El señor es un hombre honrado.

‑Llevaos a este imbécil ‑dijo el cardenal.

El official cogió a Bonacieux por debajo del brazo y volvió a llevarlo a la antecámara donde encontró a sus dos guardias.

El nuevo personaje al que se acababa de introducir siguió con ojos de impaciencia a Bonacieux hasta que éste hubo salido, y cuando 1a puerta fue cerrada tras él, dijo aproximándose rápidamente al car­denal.

‑Han sido vistos.

‑¿Quiénes? ‑preguntó Su Eminencia.

‑Ella y él.

‑¿La reina y el duque? ‑exclamó Richelieu.

‑Sí.

‑¿Y dónde?

‑En el Louvre.

‑¿Estáis seguro?

‑Completamente.

‑¿Quién os lo ha dicho?

‑La señora de Lannoy[L92] , que es completamente de Vuestra Emi­nencia, como sabéis.

‑¿Por qué no lo ha dicho antes?

‑Sea por casualidad o por desconfianza, la reina ha hecho acos­tarse a la señora de Fargis [L93] en su habitación, y la ha tenido allí toda la jornada.

‑Está bien, hemos perdido. Tratemos de tomar nuestra revancha.

‑Os ayudaré con toda mi alma, monseñor, estad tranquilo.

‑¿Cuándo ha sido?

‑Alas doce y media de la noche, la reina estaba con sus mujeres...

‑¿Dónde?

‑En su cuarto de costura...

‑Bien.

‑Cuando han venido a entregarle un pañuelo de parte de su costurera...

‑¿Después?

‑Al punto la reina ha manifestado una gran emoción, y pese al rouge con que tenía el rostro cubierto, ha palidecido.

‑¡Y después! ¡Después!

‑Sin embargo, se ha levantado, y con voz alterada, ha dicho: «Se­ñoras, esperadme diez minutos, luego vengo.» Y ha abierto la puerta de su alcoba, y luego ha salido.

‑¿Por qué la señora de Lannoy no ha venido a preveniros al instante?

‑Nada era seguro todavía; además, la reina había dicho: «Seño­ras, esperadme»; y no se atrevía a desobedecer a la reina.

‑¿Y cuánto tiempo ha estado la reina fuera de su cuarto?

‑Tres cuartos de hora.

‑¿La acompañaba alguna de sus mujeres?

‑Doña Estefanía solamente.

‑¿Y luego ha vuelto?

‑Sí, pero para coger un pequeño cofre de palo de rosa con sus iniciales y salir en seguida.

‑Y cuando ha vuelto más tarde, ¿traía el cofre?

‑No.

‑¿La señora de Lannoy sabía qué había en ese cofre?

‑Sí, los herretes de diamantes que Su Majestad ha dado a la reina.

‑¿Y ha vuelto sin ese cofre?

‑Sí.

‑¿La opinión de la señora de Lannoy es que se los ha entregado a Buckingham?

‑Está segura.

‑¿Y cómo?

‑Durante el día, la señora de Lannoy, en su calidad de azafata de atavío de la reina, ha buscado ese cofre, se ha mostrado inquieta al no encontrarlo y ha terminado por pedir noticias a la reina.

‑¿Y entonces, la reina?...

‑La reina se ha puesto muy roja y ha respondido que por haber roto la víspera uno de sus herretes lo había enviado a reparar a su orfebre.

‑Hay que pasar por él y asegurarse si la cosa es cierta o no.

‑Ya he pasado.

‑Y bien, ¿el orfebre?

‑El orfebre no ha oído hablar de nada.

‑¡Bien! ¡Bien! Rochefort, no todo está perdido, y quizá..., quizá todo sea para mejor.

‑El hecho es que no dudo de que el genio de Vuestra Eminencia...

‑Reparará las tonterías de mi guardia, ¿no es eso?

‑Es precisamente lo que iba a decir si Vuestra Eminencia me hu­biera dejado acabar mi frase.

‑Ahora, ¿sabéis dónde se ocultaban la duquesa de Chevreuse y el duque de Buckingham?

‑No, monseñor, mis gentes no han podido decirme nada positivo al respecto.

‑Yo sí lo sé.

‑¿Vos, monseñor?

‑Sí, o al menos lo creo. Estaban el uno en la calle de Vaugirard, número 25, y la otra en la calle de La Harpe, número 75.

‑¿Quiere Vuestra Eminencia que los haga arrestar a los dos?

‑Será demasiado tarde, habrán partido.

‑No importa, podemos asegurarnos.

‑Tomad diez hombres de mis guardias y registrad las dos casas.

‑Voy monseñor.

Y Rochefort se abalanzó fuera de la habitación.

El cardenal, ya solo, reflexionó un instante y llamó por tecera vez. Apareció el mismo oficial.

‑Haced entrar al prisionero ‑dijo el cardenal.

Maese Bonacieux fue introducido de nuevo y, a una seña del car­denal, el oficial se retiró.

‑Me habéis engañado ‑dijo severamente el cardenal.

‑¡Yo! ‑exclamó Bonacieux‑. ¡Yo engañar a Vuestra Eminencia!

‑Vuestra mujer, al ir a la calle de Vaugirard y a la calle de La Har­pe, no iba a casa de vendedores de telas.

‑¿Y adónde iba, santo cielo?

‑Iba a casa de la duquesa de Chevreuse y a casa del duque de Buckingham.

‑Sí ‑dijo Bonacieux echando mano de todos sus recursos‑, sí, eso es, Vuestra Eminencia tiene razón. Muchas veces le he dicho a mi mujer que era sorprendente que vendedores de telas vivan en casas semejantes, en casas que no tenían siquiera muestras, y las dos veces mi mujer se ha echado a reír. ¡Ah, monseñor! ‑continuó Bonacieux arrojándose a los pies de la Eminencia‑. ¡Ah! ¡Con cuánto motivo sois el cardenal, el gran cardenal, el hombre de genio al que todo el mun­do reverencia!

El cardenal, por mediocre que fuera el triunfo alcanzado sobre un ser tan vulgar como era Bonacieux, no dejó de gozarlo durante un ins­tante; luego, casi al punto, como si un nuevo pensamiento se presen­tara a su espíritu, una sonrisa frunció sus labios y, tendiendo la mano al mercero, le dijo:

‑Alzaos, amigo mío, sois un buen hombre.

‑¡El cardenal me ha tocado la mano! ¡Yo he tocado la mano del gran hombre! ‑exclamó Bonacieux‑. ¡El gran hombre me ha llama­do su amigo!

‑Sí, amigo mío, sí ‑dijo el cardenal con aquel tono paternal que sabía adoptar a veces, pero que sólo engañaba a quien no le conocía‑; y como se ha sospechado de vos injustamente, hay que daros una in­demnización. ¡Tomad! Coged esa bolsa de cien pistolas, y perdonadme.

‑¡Que yo os perdone, monseñor! ‑dijo Bonacieux dudando en tomar la bolsa, temiendo sin duda que aquel don no fuera más que una chanza‑. Pero vos sois libre de hacerme arrestar, sois bien libre de hacerme torturar, sois bien libre de hacerme prender; sois el amo, y yo no tendría la más minima palabra que decir. ¿Perdonaros, mon­señor? ¡Vamos, no penséis más en ello!

‑¡Ah, mi querido Bonacieux! Sois generoso ya lo veo, y os lo agra­dezco. Tomad, pues, esa bolsa. ¿Os vais sin estar demasiado descon­tento?

‑Me voy encantado, monseñor.

‑Adiós, entonces, o mejor, hasta la vista, porque espero que nos volvamos a ver.

‑Siempre que monseñor quiera, estoy a las órdenes de Su Eminencia.

‑Será a menudo, estad tranquilo, porque he hallado un gusto ex­tremo con vuestra conversación.

‑¡Oh, monseñor!

‑Hasta la vista, señor Bonacieux, hasta la vista.

Y el cardenal le hizo una señal con la mano, a la que Bonacieux respondió inclinándose hasta el suelo; luego salió a reculones, y cuan­do estuvo en la antecámara el cardenal le oyó que en su entusiasmo, se desgañitaba a grito pelado: «¡Viva monseñor! ¡Viva Su Eminencia! ¡Viva el gran cardenal!» El cardenal escuchó sonriendo aquella brillan­te manifestación de sentimientos entusiastas de maese Bonacieux; lue­go, cuando los gritos de Bonacieux se hubieron perdido en la lejanía:

‑Bien ‑dijo‑. De ahora en adelante será un hombre que se ha­ga matar por mí.

Y el cardenal se puso a examinar con la mayor atención el mapa de La Rochelle que, como hemos dicho, estaba extendido sobre su es­critorio, trazando con un lápiz la línea por donde debía pasar el famoso dique que dieciocho meses más tarde cerraba el puerto de la ciudad sitiada.

Cuando se hallaba en lo más profundo de sus meditaciones estra­tégicas, la puerta volvió a abrirse y Rochefort entró.

‑¿Y bien? ‑dijo vivamente el cardenal, levantándose con la presteza que probaba el grado de importancia que concedía a la comisión que había encargado al conde.

‑¡Y bien! ‑dijo éste‑. Una mujer de veintiséis a veintiocho años y un hombre de treinta y cinco a cuarenta años se han alojado, efecti­vamente, el uno cuatro días y la otra cinco, en las casas indicadas por Vuestra Eminencia; pero la mujer ha partido esta noche pasada y el hombre esta mañana.

‑¡Eran ellos! ‑exclamó el cardenal, que miraba el péndulo‑. Y ahora ‑continuó‑, es demasiado tarde para correr tras ellos: la du­quesa está en Tours [L94] y el duque en Boulogne[L95] . Es en Londres don­de hay que alcanzarlos.

‑¿Cuáles son las órdenes de Vuestra Eminencia?

‑Ni una palabra de lo que ha pasado; que la reina permanezca totalmente segura; que ignore que sabemos su secreto, que crea que estamos a la busca de una conspiración cualquiera. Enviadme al guardasellos Séguier[L96] .

‑¿Y ese hombre, ¿qué ha hecho de él Vuestra Eminencia?

‑¿Qué hombre? ‑preguntó el cardenal.

‑El tal Bonacieux.

‑He hecho todo lo que se podía hacer con él. Lo he convertido en espía de su mujer.

El conde de Rochefort se inclinó como hombre que reconocía la gran superioridad del maestro, y se retiró.

Una vez que se quedó solo, el cardenal se sentó de nuevo, escribió una carta que selló con su sello particular, luego llamó. El oficial entró por cuarta vez.

‑Hacedme venir a Vitray ‑dijo‑ y decidle que se apreste para un viaje.

Un instante después, el hombre que había pedido estaba de pie ante él, calzado con botas y espuelas.

‑Vitray ‑dijo‑, vais a partir inmediatamente para Londres. No os detendréis un instante en el camino. Entregaréis esta carta a milady. Aquí tenéis un vale de doscientas pistolas, pasad por casa de mi teso­rero y haceos pagar. Hay otro tanto a recoger si estáis aquí de regreso dentro de seis días y si habéis hecho bien mi comisión.

El mensajero, sin responder una sola palabra se inclinó, cogió la carta, el vale de doscientas pistolas y salió.

He aquí lo que contenía la carta:

 

«Milady,

Asistid al primer baile a que asista el duque de Buckingham. Tendrá en su jubón doce herretes de diamantes, acercaos a él y quitadle dos.

Tan pronto como esos herretes estén en vuestro poder, avi­sadme.»

 

Capítulo XV

Gentes de toga y gentes de espada

 

Al día siguiente de aquel en que estos acontecimientos tuvieron lu­gar, no habiendo reaparecido Athos todavía, el señor de Tréville fue avisado por D'Artagnan y por Porthos de su desaparición.

En cuanto a Aramis, había solicitado un permiso de cinco días y estaba en Rouen, según decían, por asuntos de familia.

El señor de Tréville era el padre de sus soldados. El menor y más desconocido de ellos, desde el momento en que llevaba el uniforme de la compañía, estaba tan seguro de su ayuda y de su apoyo como habría podido estarlo de su propio hermano.

Se presentó, pues, al momento ante el teniente de lo criminal. Se hizo venir al oficial que mandaba el puesto de la Croix‑Rouge, y los informes sucesivos mostraron que Athos se hallaba alojado momentá­neamente en Fort‑l'Évêque.

Athos había pasado por todas las pruebas que hemos visto sufrir a Bonacieux.

Hemos asistido a la escena de careo entre los dos cautivos. Athos, que nada había dicho hasta entonces por miedo a que D'Artagnan, inquieto a su vez no hubiera tenido el tiempo que necesitaba, Athos declaró a partir de ese momento que se llamaba Athos y no D'Ar­tagan .

Añadió que no conocía ni al señor ni a la señora Bonacieux, que jamás había hablado con el uno ni con la otra; que hacia las diez de la noche había ido a hacer una visita al señor D'Artagnan, su amigo, pero que hasta esa hora había estado en casa del señor de Tréville donde había cenado: veinte testigos ‑añadió‑ podían atestiguar el hecho y nombró a varios gentileshombres distinguidos, entre otros al señor duque de La Trémouille.

El segundo comisario quedó tan aturdido como el primero por la declaración simple y firme de aquel mosquetero, sobre el cual de bue­na gana habrían querido tomar la revancha que las gentes de toga tan­to gustan de obtener sobre las gentes de espada; pero el nombre del señor de Tréville y el del señor duque de La Trémouille merecían reflexión.

También Athos fue enviado al cardenal, pero desgraciadamente el cardenal estaba en el Louvre con el rey.

Era precisamente el momento en que el señor de Tréville, al salir de casa del teniente de lo criminal y de la del gobernador del Fort‑l'Evê­que, sin haber podido encontrar a Athos, llegó al palacio de Su Ma­jestad.

Como capitán de los mosqueteros, el señor de Tréville tenía a toda hora acceso al rey.

Ya se sabe cuáles eran las prevenciones del rey contra la reina, pre­venciones hábilmente mantenidas por el cardenal que, en cuestión de intrigas, desconfiaba infinitamente más de las mujeres que de los hom­bres. Una de las grandes causas de esa prevención era sobre todo la amistad de Ana de Austria con la señora de Chevreuse. Estas dos mu­jeres le inquietaban más que las guerras con España, las complicacio­nes con Inglaterra y la penuria de las finanzas. A sus ojos y en su pen­samiento, la señora de Chevreuse servía a la reina no sólo en sus intri­gas políticas, sino, cosa que le atormentaba más aún, en sus intrigas amorosas.

A la primera frase que le había dicho el señor cardenal, que la señora de Chevreuse, exiliada en Tours y a la que se creía en esa ciu­dad, había venido a Paris y que durante los cinco días que había per­manecido en ella había despistado a la policía, el rey se había encoleri­zado con furia. Caprichoso a infiel, el rey quería ser llamado Luis el Justo y Luis el Casto. La posteridad comprenderá difícilmente este carácter que la historia sólo explica por hechos y nunca por razona­mientos.

Pero cuando el cardenal añadió que no solamente la señora de Chevreuse había venido a París, sino que además la reina se había relacionado con ella con ayuda de una de esas correspondencias mis­teriosas que en aquella época se denominaba una cábala, cuando afir­mó que él, el cardenal, estaba a punto de desenredar los hilos más os­curos de aquella intriga, cuando, en el momento de arrestar con las manos en la masa, en flagrante delito, provisto de todas las pruebas, al emisario de la reina junto a la exiliada, un mosquetero había osado interrumpir violentamente el curso de la justicia cayendo, espada en mano, sobre honradas gentes de ley encargadas de examinar con im­parcialidad todo el asunto para ponerlo ante los ojos del rey, Luis XIII no se contuvo más y dio un paso hacia las habitaciones de la reina con esa pálida y muda indignación que, cuando estallaba, llevaba a ese prín­cipe hasta la más fría crueldad.

Y, sin embargo, en todo aquello el cardenal no había dicho aún una palabra del duque de Buckingham.

Fue entonces cuando el señor de Tréville entró, frío, cortés y con una vestimenta irreprochable.

Advertido de lo que acababa de pasar por la presencia del cardenal y por la alteración del rostro del rey, el señor de Tréville se sintió fuerte como Sansón ante los Filisteos.

Luis XIII ponía ya la mano sobre el pomo de la puerta; al ruido que hizo el señor de Tréville al entrar, se volvió.

‑Llegáis en el momento justo, señor ‑dijo el rey que, cuando sus pasiones habían subido a cierto punto, no sabía disimular‑, y me en­tero de cosas muy bonitas a cuenta de vuestros mosqueteros.

‑Y yo ‑respondió fríamente el señor de Tréville‑ tengo muy bo­nitas cosas de que informarle sobre sus gentes de toga.

‑¿De verdad? ‑dijo el rey con altivez.

‑Tengo el honor de informar a Vuestra Majestad ‑continuó el señor de Tréville en el mismo tono‑ de que una partida de procura­dores, de comisarios y de gentes de policía, gentes todas muy estima­bles pero muy encarnizadas, según parece, contra el uniforme, se ha permitido arrestar en una casa, llevar en plena calle y arrojar en el Fort­-l'Evêque, y todo con una orden que se han negado a presentar, a uno de mis mosqueteros, o mejor dicho, de los vuestros, sire, de conducta irreprochable, de reputación casi ilustre y a quien Vuestra Majestad co­noce favorablemente: el señor Athos.

‑Athos ‑dijo el rey maquinalmente‑. Sí, por cierto, conozco ese nombre.

‑Que Vuestra Majestad lo recuerde ‑dijo el señor de Tréville‑. El señor Athos es ese mosquetero que en el importuno duelo que sa­béis tuvo la desgracia de herir gravemente al señor de Cahusac. A pro­pósito, monseñor ‑continuó Tréville, dirigiéndose al cardenal‑, el se­ñor de Cahusac está completamente restablecido, ¿no es así?

‑¡Gracias! ‑dijo el cardenal mordiéndose los labios de cólera.

‑El señor Athos había ido a hacer una visita a uno de sus amigos entonces ausente ‑prosiguió el señor de Tréville‑. A un joven bear­nés, cadete en los guardias de Su Majestad en la compañía de Des Essarts; pero apenas acababa de instalarse en casa de su amigo y de coger un libro para esperarlo, cuando una nube de corchetes y de sol­dados, todos juntos, sitiaron la casa, hundieron varias puertas...

El cardenal hizo una seña al rey que significaba: «Es por el asunto de que os he hablado.»

‑Ya sabemos todo eso ‑replicó el rey‑ porque todo eso se ha hecho a nuestro servicio.

‑Entonces ‑dijo Tréville‑, es también por servicio de Vuestra Majestad por lo que se coge a uno de mis mosqueteros inocentes, por lo que se le pone entre dos guardias como a un malhechor, y por lo que pasea en medio de una población insolente a ese hombre ga­lantes que ha vertido diez veces su sangre al servicio de Vuestra Majes­tad y que está dispuesto a verterla todavía.

‑¡Bah! ‑dijo el rey, vacilando‑. ¿Han pasado así las cosas?

‑El señor de Tréville no dice ‑dijo el cardenal con la mayor flema- que ese mosquetero inocente, ese hombre galante una hora antes, acababa de herir a estocadas a cuatro comisarios instructores de­legados por mí para instruir un asunto de la más alta importancia.

‑Desafío a Vuestra Eminencia a probarlo ‑exclamó el señor de Tréville con su franqueza completamente gascona y su rudeza militar‑. Porque una hora antes, el señor Athos, quien debo confiar a Vuestra Majestad que es un hombre de la mayor calidad, me hacía el honor, después de haber cenado conmigo, de charlar en el salón de mi pala­cio con el señor duque de La Trémouille y el señor conde de Chalus, que se encontraban allí.

El rey miró al cardenal.

‑Un atestado da fe de ello ‑dijo el cardenal, respondiendo en voz alta a la interrogación muda de Su Majestad‑ y las gentes maltra­tadas han redactado el siguiente, que tengo el honor de presentar a Vuestra Majestad.

‑¿Atestado de gentes de toga vale tanto como la palabra de ho­nor de un hombre de espada? ‑respondió orgullosamente Tréville.

‑Vamos, vamos, Tréville, callaos ‑dijo el rey.

‑Si su Eminencia tiene alguna sospecha contra uno de mis mosqueteros ‑dijo Tréville‑, la justicia del señor cardenal es bastante co­nocida como para que yo mismo pida una investigación.

‑En la casa en que se ha hecho esa inspección judicial ‑continuó el cardenal, impasible‑ se aloja, según creo, un bearnés amigo del mosquetero.

‑¿Vuestra Eminencia se refiere al señor D'Artagnan?

‑Me refiero a un joven al que vos protegéis, señor de Tréville.

‑Sí, Eminencia, es ese mismo.

‑No sospecháis que ese joven haya dado malos consejos...

‑¿A Athos, a un hombre que le dobla en edad? ‑interrumpió el señor de Tréville‑. No, monseñor. Además, el señor D'Artagnan ha pasado la noche conmigo.

‑¡Vaya! ‑dijo el cardenal‑. Todo el mundo ha pasado la noche con usted.

‑¿Dudaría Su Eminencia de mi palabra? ‑dijo Tréville, con el ru­bor de la cólera en la frente.

‑¡No, Dios me guarde de ello! ‑dijo el cardenal‑. Sólo que... ¿a qué hora estaba él con vos?

‑¡Puedo decirlo a sabiendas a Vuestra Eminencia porque cuando él entraba me fijé que eran las nueve y media en el péndulo, aunque yo hubiera creído que era más tarde!

‑¿Y a qué hora ha salido de vuestro palacio?

‑A las diez y media, una hora después del suceso.

‑En fin ‑respondió el cardenal, que no sospechaba ni por un mo­mento de la lealtad de Tréville, y que sentía que la victoria se le es­capaba‑, en fin, Athos ha sido detenido en esa casa de la calle des Fossoyeurs.

‑¿Le está prohibido a un amigo visitar a otro amigo? ¿A un mos­quetero de mi compañía confraternizar con un guardia de la compañía del señor Des Essarts?

‑Sí, cuando la casa en la que confraterniza con ese amigo es sos­pechosa.

‑Es que esa casa es sospechosa, Tréville ‑dijo el rey‑. Quizá no lo sabíais.

‑En efecto, sire, lo ignoraba. En cualquier caso, puede ser sospe­chosa en cualquier parte; pero niego que lo sea en la parte que habita el señor D'Artagnan; porque puedo afirmaros, sire, que de creer en lo que ha dicho, no existe ni un servidor más fiel de Su Majestad, ni un admirador más profundo del señor cardenal.

‑¿No es ese D'Artagnan el que hirió un día a Jussac en ese desa­fortunado encuentro que tuvo lugar junto al convento de los Carmeli­tas Descalzos? ‑preguntó el rey mirando al cardenal, que enrojeció de despecho.

‑Y al día siguiente a Bernajoux. Sí, sire; sí, ése es, y Vuestra Ma­jestad tiene buena memoria.

‑Entonces, ¿qué decidimos? ‑dijo el rey.

‑Eso atañe a Vuestra Majestad más que a mí ‑dijo el cardenal‑. Yo afirmaría la culpabilidad.

‑Y yo la niego ‑dijo Tréville‑. Pero Su Majestad tiene jueces y sus jueces decidirán.

‑Eso es ‑dijo el rey‑. Remitamos la causa a los jueces; su mi­sión es juzgar, y juzgarán.

‑Sólo que ‑prosiguió Tréville‑ es muy triste que, en estos tiem­pos desgraciados que vivimos la vida más pura, la virtud más irrefuta­ble no eximan a un hombre de la infamia y de la persecución. Y el ejército no estará demasiado contento, puedo responder de ello, de estar expuesto a tratos rigurosos por asuntos de policía.

La frase era imprudente, pero el señor de Tréville la había lanzado con conocimiento de causa. Quería una explosión, por eso de que la mina hace fuego, y el fuego ilumina.

‑¡Asuntos de policía! ‑exclamó el rey, repitiendo las palabras del señor de Tréville‑. ¡Asuntos de policía! ¿Y qué sabéis vos de eso, se­ñor? Mezclaos con vuestros mosqueteros y no me rompáis la cabeza. En vuestra opinión parece que si por desgracia se detiene a un mos­quetero, Francia está en peligro. ¡Cuánto escándalo por un mosquete­ro! ¡Vive el cielo que haré detener a diez! ¡Cien, incluso; toda la com­pañía! Y no quiero que se oiga ni una palabra.

‑Desde el momento en que son sospechosos a Vuestra Majestad ‑dijo Tréville‑, los mosqueteros son culpables; por eso me veis, sire, dispuesto a devolveros mi espada; porque, después de haber acusado a mis soldados, no dudo que el señor cardenal terminará por acusar­me a mí mismo; así, pues, es mejor que me constituya prisionero con el señor Athos, que ya está detenido, y con el señor d'Artagnan, a quien se arrestará sin duda.

‑Cabezota gascón ¿terminaréis? ‑dijo el rey.

‑Sire ‑respondió Tréville sin bajar ni por asomo la voz‑, orde­nad que se me devuelva mi mosquetero o que sea juzgado.

‑Se le juzgará ‑dijo el cardenal.

‑¡Pues bien tanto mejor! Porque en tal caso pediré a Su Majestad permiso para abogar por él.

El rey temió un estallido.

‑Si Su Eminencia ‑dijo‑ no tiene personalmente motivos...

El cardenal vio venir al rey y se le adelantó.

‑Perdón ‑dijo‑, pero desde el momento en que Vuestra Ma­jestad ve en mí un juez predispuesto, me retiro.

‑Veamos ‑dijo el rey‑. ¿Me juráis vos, por mi padre, que el se­ñor Athos estaba con vos durante el suceso y que no ha tomado parte en él?

‑Por vuestro glorioso padre y por vos mismo, que sois lo que yo amo y venero más en el mundo, ¡lo juro!

‑¿Queréis reflexionar, sire? ‑dijo el cardenal‑. Si soltamos de este modo al prisionero, no podremos conocer nunca la verdad.

‑El señor Athos seguirá estando ahí ‑prosigió el señor de Tré­ville‑, dispuesto a responder cuando plazca a las gentes de toga inte­rrogarlo. No escapará, señor cardenal, estad tranquilo, yo mismo res­pondo de él.

‑Claro que no desertará ‑dijo el rey‑. Se le encontrará siem­pre, como dice el señor de Tréville. Además ‑añadió, bajando la voz y mirando con aire suplicante a Su Eminencia‑, démosle seguridad: eso es política.

Esta política de Luis XIII hizo sonreír a Richelieu.

‑Ordenad, sire ‑dijo‑. Tenéis el derecho de gracia.

‑El derecho de gracia no se aplica más que a los culpables ‑dijo Tréville, que quería tener la última palabra‑ y mi mosquetero es ino­cente. No es, pues, gracia lo que vais a conceder, sire, es justicia.

‑¿Y está en Fort‑l'Evêque? ‑dijo el rey.

‑Sí, sire, y en secreto, en un calabozo, como el último de los criminales.

‑¡Diablos! ¡Diablos! ‑murmuró el rey‑. ¿Qué hay que hacer?

‑Firmar la orden de puesta en libertad y todo estará dicho ‑añadió el cardenal‑. Yo creo, como Vuestra Majestad, que la garantía del señor de Tréville es más que suficiente.

Tréville se inclinó respetuosamente con una alegría que no estaba exenta de temor; hubiera preferido una resistencia porfiada del carde­nal a aquella repentina facilidad.

El rey firmó la orden de excarcelación y Tréville se la llevó sin demora.

En el momento en que iba a salir, el cardenal le dirigió una sonrisa amistosa y dijo al rey:

‑Una buena armonía reina entre los jefes y los soldados de vues­tros mosqueteros, sire; eso es muy beneficioso para el servicio y muy honorable para todos.

‑Me jugará alguna mala pasada de un momento a otro ‑decía Tréville‑. Nunca se tiene la última palabra con un hombre semejante. Pero démonos prisa porque el rey puede cambiar de opinión en seguridad, y á fin de cuentas es más difícil volver a meter en la Bastilla o en Fort‑l'Evêque a un hombre que ha salido de ahí que guardar un prisionero que ya se tiene.

El señor de Tréville hizo triunfalmente su entrada en el Fort‑l'Évêque, donde liberó al mosquetero, a quien su apacible indiferencia no había abandonado.

Luego, la primera vez que volvió a ver a D'Artagnan, le dijo:

‑Escapáis de una buena, vuestra estocada a Jussac está pagada. Queda todavía la de Bernajoux, y no debéis fiaros demasiado.

Por lo demás, el señor de Tréville tenía razón en desconfiar del cardenal y en pensar que no todo estaba terminado, porque apenas hubo cerrado el capitán de los mosqueteros la puerta tras él cuando Su Emi­nencia dijo al rey:

‑Ahora que no estamos más que nosotros dos, vamos a hablar seriamente, si place a Vuestra Majestad. Sire, el señor de Buckingham estaba en París desde hace cinco días y hasta esta mañana no ha partido.

 

Capítulo XVI


Date: 2015-12-17; view: 544


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