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Los mosqueteros por dentro 6 page

El señor Bonacieux

 

Como se ha podido observar, en todo esto había un personaje que, pese a su posición, no había parecido inquietarse más que a medias; este personaje era el señor Bonacieux, respetable mártir de las intrigas políticas y amorosas que tan bien se encadenaban unas a otras, en aque­lla época a la vez tan caballeresca y tan galante.

Afortunadamente ‑lo recuerde el lector o no lo recuerde‑, afor­tunadamente hemos prometido no perderlo de vista.

Los esbirros que lo habían detenido lo condujeron directamente a la Bastilla, donde, todo tembloroso, se le hizo pasar por delante de un pelotón de soldados que cargaban sus mosquetes.

Allí, introducido en una galería semisubtenánea, fue objeto, por par­te de quienes lo habían llevado, de las más groseras injurias y del más feroz trato. Los esbirros veían que no se las habían con un gentilhom­bre, y lo trataban como a verdadero patán.

Al cabo de media hora aproximadamente, un escribano vino a po­ner fin a sus torturas, pero no a sus inquietudes, dando la orden de conducir al señor Bonacieux a la cámara de interrogatorios. General­mente se interrogaba a los prisioneros en sus casas, pero con el señor Bonacieux no se guardaban tantas formas.

Dos guardias se apoderaron del mercero, le hicieron atravesar un patio, le hicieron adentrarse por un corredor en el que había tres centinelas, abrieron una puerta y lo empujaron en una habitación baja, donde por todo mueble no había más que una mesa, una silla y un comisario.

El comisario estaba sentado en la silla y se hallaba ocupado escri­biendo algo sobre la mesa. Los dos guardias condujeron al prisionero ante la mesa y, a una señal del comisario, se alejaron fuera del alcance de la voz.

El comisario, que hasta entonces había mantenido la cabeza in­clinada sobre sus papeles, la alzó para ver con quién tenía que habér­selas. Aquel comisario era un hombre de facha repelente, la nariz pun­tiaguda, las mejillas amarillas y salientes, los ojos pequeños pero in­vestigadores y vivos, y la fisonomía tenía al mismo tiempo algo de garduña y de zorro. Su cabeza sostenida por un cuello largo y móvil, salía de su amplio traje negro balanceándose con un movimiento casi parecido al de la tortuga cuando saca su cabeza fuera de su capa­razón.

Comenzó por preguntar al señor Bonacieux sus apellidos y su nom­bre, su edad, su estado y su domicilio.

El acusado respondió que se llamaba Jacques‑Michel Bonacieux, que tenía cincuenta y un años, mercero retirado, y que vivía en la calle des Fossoyeurs, número 11[L89] .

Entonces el comisario, en lugar de continuar interrogándole, le sol­tó un largo discurso sobre el peligro que corre un burgués oscuro mez­clándose en asuntos públicos.



Complicó este exordio con una exposición en la que contó el po­der y los actos del señor cardenal, aquel ministro incomparable, aquel triunfador de los ministros pasados, aquel ejemplo de los ministros fu­turos: actos y poder a los que nadie se oponía impunemente.

Después de esta segunda parte de su discurso, fijando su mirada de gavilán sobre el pobre Bonacieux, lo invitó a reflexionar sobre la gra­vedad de la situación.

Las reflexiones del mercero estaban ya hechas; lanzaba pestes contra el momento en que el señor de La Porte había tenido la idea de casar­lo con su ahijada, y sobre todo contra el momento en que esta ahijada había sido admitida como costurera de la reina.

El fondo del carácter de maese Bonacieux era un profundo egoís­mo mezclado a una avaricia sórdida todo ello sazonado con una co­bardía extrema. El amor que le había inspirado su joven mujer, por ser un sentimiento totalmente secundario, no podía luchar con los sen­timientos primitivos que acabamos de enumerar.

Bonacieux reflexionó, en efecto, sobre lo que acababan de decirle.

‑Pero, señor comisario ‑dijo tímidamente‑, estad seguro de que conozco y aprecio más que nadie el mérito de la incomparable Emi­nencia por la que tenemos el honor de ser gobernados.

‑¿De verdad? ‑preguntó el comisario con aire de duda‑. Si realmente fuera así, ¿cómo es que estáis en la Bastilla?

‑Cómo estoy, o mejor, por qué estoy ‑replicó el señor Bona­cieux‑, eso es lo que me es completamente imposible deciros, dado que yo mismo lo ignoro; pero a buen seguro no es por haber contraria­do, conscientemente al menos, al señor cardenal.

‑Sin embargo, es preciso que hayáis cometido un crimen, puesto que estáis aquí acusado de alta traición.

‑¡De alta traición! ‑exclamó Bonacieux‑. ¡De alta traición! ¿Y cómo queréis vos que un pobre mercero que detesta a los hugonotes y que aborrece a los españoles esté acusado de alta traición? Reflexio­nad, señor, es materialmente imposible.

‑Señor Bonacieux ‑dijo el comisario mirando al acusado como si sus pequeños ojos tuvieran la facultad de leer hasta lo más profundo de los corazones‑, señor Bonacieux, ¿tenéis mujer?

‑Sí, señor ‑respondió el mercero todo temblando, sintiendo que ahí era donde el asunto iba a embrollarse‑; es decir, la tenía.

‑¿Cómo? ¡La teníais! ¿Pues qué habéis hecho de ella, si ya no la tenéis?

‑Me la han raptado, señor.

‑¿Os la han raptado? ‑prosiguió el comisario‑. ¿Y sabéis quién es el hombre que ha cometido ese rapto?

‑Creo conocerlo.

‑¿Quién es?

‑Pensad que yo no afirmo nada, señor comisario, y que yo sólo sospecho.

‑¿De quién sospecháis? Veamos, responded con franqueza.

El señor Bonacieux se hallaba en la mayor perplejidad: ¿debía negar todo o decir todo? Negando todo, podría creerse que sabía demasiado para confesar; diciendo todo, daba prueba de buena vo­luntad. Se decidió por tanto a decirlo todo.

‑Sospecho ‑dijo‑ de un hombre alto, moreno, de buen aspec­to, que tiene todo el aire de un gran señor; nos ha seguido varias ve­ces, según me ha parecido, cuando iba a esperar a mi mujer al postigo del Louvre para llevarla a casa.

El comisario pareció experimentar cierta inquietud.

‑¿Y su nombre? ‑dijo.

‑¡Oh! En cuanto a su nombre, no sé nada, pero si alguna vez lo vuelvo a encontrar lo reconoceré al instante, os respondo de ello, aun­que fuera entre mil personas.

La frente del comisario se ensombreció.

‑¿Lo reconoceríais entre mil, decís? ‑continuo.

‑Es decir ‑prosiguió Bonacieux, que vio que había ido desca­minado‑, es decir...

‑Habéis respondido que lo reconoceríais ‑dijo el comsario‑; está bien, basta por hoy; antes de que sigamos adelante es preciso que al­guien sea prevenido de que conocéis al raptor de vuestra mujer.

‑Pero yo no os he dicho que le conociese ‑exclamó Bonacieux desesperado‑. Os he dicho, por el contrario...

‑Llevaos al prisionero ‑dijo el comisario a los dos guardias.

‑¿Y dónde hay que conducirlo? ‑preguntó el escribano.

‑A un calabozo.

‑¿A cuál?

‑¡Oh, Dios mío! Al primero que sea, con tal que cierre bien ‑res­pondió el comisario con una indiferencia que llenó de horror al pobre Bonacieux.

‑¡Ay! ¡Ay! ‑se dijo‑. La desgracia ha caído sobre mi cabeza; mi mujer habrá cometido algún crimen espantoso; me creen su cómplice, y me castigarán con ella; ella habrá hablado, habrá confesado que me había dicho todo; una mujer, ¡es tan débil! ¡Un calabozo, el primero que sea! ¡Eso es! Una noche pasa pronto; y mañana a la rueda, a la horca. ¡Oh, Dios mío! ¡Tened piedad de mí!

Sin escuchar para nada las lamentaciones de maese Bonacieux, lamentaciones a las que por otra parte debían estar acostumbrados, los dos guardias cogieron al prisionero por un brazo y se lo llevaron, mientras el comisario escribía deprisa una carta que su escribano es­peraba.

Bonacieux no pegó ojo, y no porque su calabozo fuera demasiado desagradable, sino porque sus inquietudes eran demasiado grandes. Permaneció toda la noche sobre su taburete, temblando al menor rui­do; y cuando los primeros rayos del día se deslizaron en la habitacion, la aurora le pareció haber tornado tintes fúnebres.

De golpe oyó correr los cerrojos, y tuvo un sobresalto terrible. Creía que venían a buscarlo para conducirlo al cadalso; así, cuando vio pura y simplemente aparecer, en lugar del verdugo que esperaba, a su co­misario y su escribano de la víspera, estuvo a punto de saltarles al cuello.

‑Vuestro asunto se ha complicado desde ayer por la noche, buen hombre ‑le dijo el comisario‑, y os aconsejo decir toda la verdad; porque solo vuestro arrepentimiento puede aplacar la cólera del car­denal.

‑Pero si yo estoy dispuesto a decir todo ‑exclamó Bonacieux‑, al menos todo lo que sé. Interrogad, os lo suplico.

‑Primero, ¿dónde está vuestra mujer?

‑Pero si ya os he dicho que me la habían raptado.

‑Sí, pero desde ayer a las cinco de la tarde, gracias a vos, se ha escapado.

‑¡Mi mujer se ha escapado! ‑exclamó Bonacieux‑. ¡Oh, la des­graciada! Señor si se ha escapado, no es culpa mía os lo juro.

‑¿Qué fuisteis, pues, a hacer a casa del señor D'Artagnan, vues­tro vecino, con el que tuvisteis una larga conferencia durante el día?

‑¡Ah! Sí, señor comisario, sí, eso es cierto, y confieso que me equi­voqué. Estuve en casa del señor D'Artagnan.

‑¿Cuál era el objeto de esa visita?

‑Pedirle que me ayudara a encontrar a mi mujer. Creía que tenía derecho a reclamarla; me equivocaba, según parece, y por eso os pido perdón .

‑¿Y qué respondió el señor D'Artagnan?

‑El señor D'Artagnan me prometió su ayuda; pero pronto me di cuenta de que me traicionaba.

‑¡Os burláis de la justicia! El señor D'Artagnan ha hecho un pacto con vos y, en virtud de ese pacto, él ha puesto en fuga a los hombres de policía que habían detenido a vuestra mujer, y la ha sustraído a to­das las investigaciones.

‑¡El señor D'Artagnan ha raptado a mi mujer! ¡Vaya! Pero ¿qué me decís?

‑Por suerte, D'Artagnan está en nuestras manos, y vais a ser ca­reado con él.

‑¡Ah? A fe que no pido otra cosa ‑exclamó Bonacieux‑, no me molestará ver un rostro conocido.

‑Haced entrar al señor D'Artagnan ‑dijo el comisario a los dos guardias.

Los dos guardias hicieron entrar a Athos.

‑Señor D'Artagnan ‑dijo el comisario dirigiéndose a Athos‑, de­clarad lo que ha pasado entre vos y el señor.

‑¡Pero ‑exclamó Bonacieux‑ si no es el señor D'Artagnan ése que me mostráis!

‑¡Cómo! ¿No es el señor D'Artagnan? ‑exclamó el comisario.

‑En modo alguno ‑respondió Bonacieux.

‑¿Cómo se llama el señor? ‑preguntó el comisario.

‑No puedo decíroslo, no lo conozco.

‑¡Cómo! ¿No lo conocéis?

‑No.

‑¿No lo habéis visto jamás?

‑Sí, lo he visto, pero no sé cómo se llama.

‑¿Vuestro nombre? ‑preguntó el comisario.

‑Athos ‑respondió el mosquetero.

‑Pero eso no es un nombre de hombre, ¡eso es un nombre de mon­taña! ‑exclamó el pobre interrogador, que comenzaba a perder la cabeza.

‑Es mi nombre ‑dijo tranquilamente Athos.

‑Pero vos habéis dicho que os llamabais D'Artagnan.

‑¿Yo?

‑Sí, vos.

‑Veamos, cuando me han dicho: «Vos sois el señor D'Artagnan», yo he respondido: «¿Lo creéis así?» Mis guardias han exclamado que estaban seguros. Yo no he querido contrariarlos. Además, yo podía equivocarme.

‑Señor, insultáis a la majestad de la justicia.

‑De ningún modo ‑dijo tranquilamente Athos.

‑Vos sois el señor D'Artagnan.

‑Como veis, sois vos el que aún me lo decís.

‑Pero ‑exclamó a su vez el señor Bonacieux‑ os digo, señor comisario, que no tengo la más minima duda. El señor D'Artagnan es mi huésped, y en consecuencia, aunque no me pague mis alquileres, y precisamente por eso, debo conocerlo. El señor D'Artagnan es un joven de diecinueve a veinte años apenas, y este señor tiene trein­ta por lo menos. El señor D'Artagnan está en los guardias del señor Des Essarts, y este señor está en la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville: mirad el uniforme, señor comisario, mirad el uniforme.

‑Es cierto ‑murmuró el comisario‑; es malditamente cierto.

En aquel momento la puerta se abrió de golpe, y un mensajero, introducido por uno de los carceleros de la Bastilla, entregó una carta al comisario.

‑¡Oh, la desgraciada! ‑exclamó el comisario.

‑¿Cómo? ¿Qué decís? ¿De quién habláis? ¡Espero que no sea de mi mujer!

‑Al contrario, es de ella. Bonito asunto el vuestro.

‑¡Vaya! ‑exclamó el mercero exasperado‑. Haced el favor de decirme, señor, cómo ha podido empeorar por lo que mi mujer haya hecho mientras yo estoy en prisión.

‑Porque lo que ha hecho es la consecuencia de un plan tramado entre vosotros, un plan infernal.

‑Os juro, señor comisario, que estáis en el más profundo error; que yo no sé nada de nada de lo que debía hacer mi mujer, que soy completamente extraño a lo que ella ha hecho y, que si ella ha hecho tonterías, reniego de ella, la desmiento, la maldigo.

‑¡Bueno! ‑dijo Athos al comisario‑. Si ya no tenéis necesidad de mí aquí, enviadme a alguna parte; vuestro señor Bonacieux es irritante.

‑Volved a llevar a los prisioneros a sus calabozos ‑dijo el comi­sario señalando con el mismo gesto a Athos y a Bonacieux‑, que sean guardados con mayor severidad que nunca.

‑Sin embargo ‑dijo Athos con su calma habitual‑, si vos estáis buscando al señor D'Artagnan, no veo demasiado bien en qué puedo yo reemplazarlo.

‑¡Haced lo que he dicho! ‑exclamó el comisario‑. Y en el se­creto más absoluto. ¡Ya habéis oído!

Athos siguió a sus guardias encogiéndose de hombros, y el señor Bonacieux lanzando lamentaciones capaces de ablandar el corazón de un tigre.

Llevaron al mercero al mismo calabozo en que había pasado la no­che, y lo dejaron solo toda la jornada. Durante toda la jornada el señor Bonacieux lloró como un verdadero mercero, dado que no era un hom­bre de espada, tal como él mismo nos ha dicho.

Por la noche, hacia las ocho, en el momento en que iba a deci­dirse a meterse en la cama, oyó pasos en su corredor. Aquellos pa­sos se acercaron a su calabozo, su puerta se abrió y aparecieron los guardias.

‑Seguidme ‑dijo un exento que venía tras los guardias.

‑¡Que os siga! ‑exclamó Bonacieux‑. ¿Que os siga a esta hora? ¿Y adónde, Dios mío?

‑Adonde tenemos orden de llevaros.

‑Pero eso no es una respuesta.

‑Sin embargo, es la única que podemos daros.

-¡Ay, Dios mío, Dios mío! ‑murmuró el pobre mercero‑. Esta vez sí que estoy perdido.

Y siguió maquinalmente y sin resistencia a los guardias que venían a buscarlo.

Tomó el mismo corredor que ya había tomado, atravesó un primer patio, luego un segundo cuerpo de edificios; finalmente, a la puerta del patio de entrada, encontró un coche rodeado de cuatro guardias a caballo. Lo hicieron subir en aquel coche, el exento se colocó tras él, cerraron la portezuela con llave, y los dos se encontraron en una prisión rodante.

El coche se puso en movimiento, lento como un carromato fúne­bre. A través de la reja cerrada con candado, el prisionero veía las ca­sas y el camino, eso era todo; pero, como auténtico parisiense que era, Bonacieux reconocía cada calle por los guardacantones, por las mues­tras, por los reverberos. En el momento de llegar a Saint‑Paul, lugar donde se ejecutaba a los condenados de la Bastilla, estuvo a punto de desvanecerse y se persignó dos veces. Había creído que el coche debía detenerse allí. Sin embargo, el coche siguió.

Más lejos, un gran terror lo invadió otra vez. Fue al bordear el ce­menterio de Saint‑Jean, donde se enterraba a los criminales de Esta­do. Sólo una cosa lo tranquilizó algo, y es que antes de enterrarlos se les cortaba por regla general la cabeza, y su cabeza estaba aún sobre sus hombros. Pero cuando vio que el coche tomaba la ruta de la Grè­ve, cuando vio los techos picudos del Ayuntamiento, cuando el coche se adentró bajo la arcada, creyó que todo había terminado para él, quiso confesarse con el exento, y, tras su negativa, lanzó gritos tan lastime­ros que el exento le anunció que, si seguía ensordeciéndole así, le pon­dría una mordaza.

Aquella amenaza tranquilizó algo a Bonacieux: si hubieran te­nido que ejecutarlo en Grève, no merecía la pena amordazarlo, por­que estaban a punto de llegar al lugar de la ejecución. En efecto, el coche cruzó la plaza fatal sin detenerse. Ya sólo quedaba que temer la Croix‑du‑Trahoir[L90] : precisamente el coche tomó el camino de ella.

Esta vez no había duda, era la Croix‑du-Trahoir, donde se eje­cutaba a los criminales subalternos. Bonacieux se había jactado creyén­dose digno de Saint‑Paul o de la plaza de Grève: ¡era en la Croix‑du­Trahoir donde iban a terminar su viaje y su destino! No podía ver todavía aquella maldita cruz, pero la sentía en cierto modo venir a su encuen­tro. Cuando no estuvo más que a una veintena de pasos, oyó un ru­mor y el coche se detuvo. Era más de lo que podía soportar el pobre Bonacieux, ya derrumbado por las sucesivas emociones que había ex­perimentado; lanzó un débil gemido, que hubiera podido tomarse por el último suspiro de un moribundo, y se desvaneció.

 

 


Date: 2015-12-17; view: 488


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