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Los mosqueteros por dentro 5 page

‑Sí, señor.

‑Bueno, no te muevas de aquí; si vienen, avísales de lo que me ha pasado, que me esperen en la taberna de la Pomme du Pin; aquí habría peligro, la casa puede ser espiada. Corro a casa del señor de Tréville para anunciarle todo esto, y me reúno con ellos.

‑Está bien, señor ‑dijo Planchet.

‑Pero tú te quedas, tú no tengas miedo ‑dijo D'Artagnan vol­viendo sobre sus pasos para recomendar valor a su lacayo.

‑Estad tranquilo, señor ‑dijo Planchet‑; no me conocéis toda­vía: soy valiente cuando me pongo a ello; la cosa consiste en poner­me; además, soy picardo.

‑Entonces, de acuerdo ‑dijo D'Artagnan‑; te haces matar an­tes que abandonar tu puesto.

‑Sí, señor, y no hay nada que no haga para probar al señor que le soy adicto.

‑Bueno ‑se dijo a sí mismo D'Artagnan‑, parece que el méto­do que empleé con este muchacho es decididamente bueno; lo usaré en su momento.

Y con toda la rapidez de sus piernas, algo fatigadas ya sin embargo por las carreras de la jornada, D'Artagnan se dirigió hacia la calle du Vieux‑Colombier.

El señor de Tréville no estaba en su palacio; su compañía se halla­ba de guardia en el Louvre; él estaba en el Louvre con su compañía.

Había que llegar hasta el señor de Tréville; era importante que fue­ra prevenido de lo que pasaba. D'Artagnan decidió entrar en el Lou­vre. Su traje de guardia de la compañía del señor Des Essarts debía ser­virle de pasaporte.

Descendió, pues, la calle des Petits‑Augustins [L83] y subió el muelle para tomar el Pont‑Neuf. Por un instante tuvo la idea de pasar en la barca, pero al llegar a la orilla del agua había introducido maquinal­mente su mano en el bolsillo y se había dado cuenta de que no tenía con qué pagar al barquero.

Cuando llegaba a la altura de la calle Guénégaud[L84] , vio desembo­car de la calle Dauphine un grupo compuesto por dos personas cuyo aspecto le sorprendió.

Las dos personas que componían el grupo eran: la una, un hom­bre; la otra, una mujer.

La mujer tenía el aspecto de la señora Bonacieux, y el hombre se parecía a Aramis hasta el punto de ser tomado por él.

Además, la mujer tenía aquella capa negra que D'Artagnan veía aún recortarse sobre el postigo de la calle de Vaugirard y sobre la puer­ta de la calle de La Harpe.

Además, el hombre llevaba el uniforme de los mosqueteros.

El capuchón de la mujer estaba vuelto, el hombre tenía su pañuelo sobre su rostro; los dos, esa doble precaución lo indicaba, los dos te­nían, pues, interés en no ser reconocidos.



Ellos tomaron el puente; era el camino de D'Artagnan, puesto que D'Artagnan se dirigía al Louvre; D'Artagnan los siguió.

D'Artagnan no había dado veinte pasos cuando quedó convencido de que aquella mujer era la señora Bonacieux y de que aquel hombre era Aramis.

En el mismo instante sintió que todas las sospechas de los celos se agitaban en su corazón.

Era doblemente traicionado por su amigo y por aquella a la que amaba ya como a una amante. La señora Bonacieux le había jurado por todos los dioses que no conocía a Aramis, y un cuarto de hora des­pués de que ella le hubiera hecho este juramento la volvía a encontrar del brazo de Aramis.

D'Artagnan no reflexionó que conocía a la bonita mercera desde hacía tres horas, que no le debía a él nada más que un poco de grati­tud por haberla liberado de los hombres perversos que querían raptar­la, y que ella no le había prometido nada. Se miró como un amante ultrajado, traicionado, escarnecido; la sangre y la cólera le subieron al rostro, resolvió aclararlo todo.

La joven mujer y el joven hombre se habían dado cuenta de que los seguían, y habían doblado el paso. D'Artagnan tomó carrera, los sobrepasó, luego volvió sobre ellos en el momento en que se encon­traban ante la Samaritaine, alumbrada por un reverbero que proyecta­ba su claridad sobre toda aquella parte del puente.

D'Artagnan se detuvo ante ellos, y ellos se detuvieron ante él.

‑¿Qué queréis, señor? ‑preguntó el mosquetero retrocediendo un paso y con un acento extranjero que probaba a D'Artagnan que se había equivocado en una parte de sus conjeturas.

‑¡No es Aramis! ‑exclamó.

‑No, señor, no soy Aramis, y por vuestra exclamación veo que me habéis tomado por otro, y os perdono.

‑¡Vos me perdonáis! ‑exclamó D'Artagnan.

‑Sí ‑respondió el desconocido ‑. Dejadme, pues, pasar, por­que nada tenéis conmigo.

‑Tenéis razón, señor ‑dijo D'Artagnan‑, nada tengo con vos, sí con la señora.

‑¡Con la señora! Vos no la conocéis ‑dijo el extranjero.

‑Os equivocáis, señor, la conozco.

‑¡Ah! ‑dijo la señora Bonacieux con un tono de reproche‑. ¡Ah, señor! Tenía yo vuestra palabra de militar y vuestra fe de gentilhom­bre; esperaba contar con ellas.

‑Y yo, señora ‑dijo D'Artagnan embarazado‑. Me habíais pro­metido. . .

‑Tomad mi brazo, señora ‑dijo el extranjero‑, y continuemos nuestro camino.

Sin embargo, D'Artagnan, aturdido, aterrado, anonadado por to­do lo que le pasaba, permanecía en pie y con los brazos cruzados ante el mosquetero y la señora Bonacieux.

El mosquetero dio dos pasos hacia adelante y apartó a D'Artagnan con la mano.

D'Artagnan dio un salto hacia atrás y sacó su espada.

Al mismo tiempo y con la rapidez de la centella, el desconocido sacó la suya.

‑¡En nombre del cielo, milord! ‑exclamó la señora Bonacieux arrojándose entre los combatientes y tomando las espadas con sus manos.

‑¡Milord! ‑exclamó D'Artagnan iluminado por una idea súbita‑. ¡Milord! Perdón señor, es que vois sois...

‑Milord el duque de Buckingham ‑dijo la señora Bonacieux a media voz‑; y ahora podéis perdernos a todos.

‑Milord, madame, perdón, cien veces perdón; pero yo la amaba, milord, y estaba celoso; vos sabéis lo que es amar, milord; perdonad­me y decidme cómo puedo hacerme matar por vuestra gracia.

‑Sois un joven valiente ‑dijo Buckingham tendiendo a D'Artag­nan una mano que éste apretó respetuosamente‑; me ofrecéis vues­tros servicios, los acepto; seguidnos a veinte pasos hasta el Louvre. ¡Y si alguien nos espía, matadlo!

D'Artagnan puso su espada desnuda bajo su brazo, dejó adelantar­se a la señora Bonacieux y al duque veinte pasos y los siguió, dispues­to a ejecutar a la letra las instrucciones del noble y elegante ministro de Carlos I.

Pero afortunadamente el joven secuaz no tuvo ninguna ocasión de dar al duque aquella prueba de su devoción; y la joven y el hermoso mosquetero entraron en el Louvre por el postigo de L'Echelle sin ha­ber sido inquietados.

En cuanto a D'Artagnan, se volvió al punto a la taberna de la Pom­me du Pin, donde encontró a Porthos y a Aramis que lo esperaban.

Pero sin darles otra explicación sobre la molestia que les había cau­sado, les dijo que había terminado solo el asunto para el que por un instante había creído necesitar su intervención.

Y ahora, arrastrados como estamos por nuestro relato, dejemos a nuestros tres amigos volver cada uno a su casa, y sigamos por el labe­rinto del Louvre al duque de Buckingham y a su guía.

 

Capítulo XII

Georges Villiers, duque de Buckingham

 

La señora Bonacieux y el duque entraron en el Louvre sin dificultad; la señora Bonacieux era conocida por pertenecer a la reina; el duque llevaba el uniforme de los mosqueteros del señor de Tréville que, como hemos dicho, estaba de guardia aquella noche. Además, Germain era adicto a los intereses de la reina, y si algo pasaba, la señora Bonacieux sería acusada de haber introducido a su amante en el Louvre, eso es todo; cargaba con el crimen: su reputación estaba perdida, cierto, pe­ro ¿qué valor tiene en el mundo la reputación de una simple mercera?

Un vez entrados en el interior del patio, el duque y la joven siguie­ron el pie de los muros durante un espacio de unos veinticinco pasos; recorrido ese espacio la señora Bonacieux empujó una pequeña puerta de servicio, abierta durante el día, pero cerrada generalmente por la noche; la puerta cedió; los dos entraron y se encontraron en la oscuri­dad, pero la señora Bonacieux conocía todas las vueltas y revueltas de aquella parte del Louvre, destinada a las personas de la servidum­bre. Cerró las puertas tras ella, tomó al duque por la mano, dio algu­nos pasos a tientas, asió una barandilla, tocó con el pie un escalón y comenzó a subir la escalera; el duque contó dos pisos. Entonces ella torció a la derecha, siguió un largo corredor, volvió a bajar un piso, dio algunos pasos más todavía, introdujo una llave en una cerradura, abrió una puerta y empujó al duque en una habitación iluminada sola­mente por una lámpara de noche diciendo: «Quedad aquí, milord du­que, vendrán». Luego salió por la misma puerta, que cerró con llave, de suerte que el duque se encontró literalmente prisionero.

Sin embargo, por más solo que se encontraba, hay que decirlo, el duque de Buckingham no experimentó por un instante siquiera temor; uno de los rasgos salientes de su carácter era la búsqueda de la aventu­ra y el amor por lo novelesco. Valiente, osado, emprendedor, no era la primera vez que arriesgaba su vida en semejantes tentativas; había sabido que aquel presunto mensaje de Ana de Austria, fiado en el cual había venido a París, era una trampa, y en lugar de regresar a Inglate­rra, abusando de la posición en que se le había puesto, había declara­do a la reina que no partiría sin haberla visto. La reina se había negado rotundamente al principio, luego había temido que el duque, exaspe­rado, cometiese alguna locura. Ya estaba decidida a recibirlo y a supli­carle que partiese al punto cuando, la tarde misma de aquella deci­sión, la señora Bonacieux, que estaba encargada de ir a buscar al du­que y conducirle al Louvre, fue raptada. Durante dos días se ignoró completamente lo que había sido de ella, y todo quedó en suspenso. Pero una vez libre, una vez puesta de nuevo en contacto con La Porte, las cosas habían recuperado su curso, y ella acababa de realizar la peli­grosa empresa que, sin su arresto, habría ejecutado tres días antes.

Buckingham, que se había quedado solo, se acercó a un espejo. Aquel vestido de mosquetero le iba de maravilla.

A los treinta y cinco años que entonces tenía, pasaba, y con razón, por el gentilhombre más hermoso y por el caballero más elegante de Francia y de Inglaterra.

Favorito de dos reyes, rico en millones, todopoderoso en el reino que agitaba según su fantasía y calmaba a su capricho, Georges Vi­lliers, duque de Buckingham, había emprendido una de esas existen­cias fabulosas que quedan en el curso de los siglos como asombro para la posteridad.

Por eso, seguro de sí mismo, convencido de su poder, cierto de que las leyes que rigen a los demás hombres no podían alcanzarlo, iba erecho al fin que se había fijado, por más que ese fin fuera tan eleva­do y tan deslumbrante que para cualquier otro sólo mirarlo habría sido locura. Así es como había conseguido acercarse varias veces a la bella y orgullosa Ana de Austria y hacerse amar a fuerza de deslumbramiento.

Georges Villiers se situó, pues, ante un espejo, como hemos di­cho, devolvió a su bella cabellera rubia las ondulaciones que el peso del sombrero le había hecho perder, se atusó su mostacho, y con el corazón todo henchido de alegría, feliz y orgulloso de alcanzar el mo­mento que durante tanto tiempo había deseado, se sonrió a sí mismo de orgullo y de esperanza.

En aquel momento, un puerta oculta en la tapicería se abrió y apa­reció una mujer. Buckingham vio aquella aparición en el cristal; lanzó un grito, ¡era la reina!

Ana de Austria tenía entonces veintiséis o veintisiete años, es de­cir, se encontraba en todo el esplendor de su belleza.

Su caminar era el de una reina o de una diosa; sus ojos, que despedían reflejos de esmeralda, eran perfectamente bellos, y al mismo tiempo llenos de dulzura y de majestad.

Su boca era pequeña y bermeja y aunque su labio inferior, como el de los príncipes de la Casa de Austria, sobresalía ligeramente del otro, era eminentemente graciosa en la sonrisa, pero también profundamente desdeñosa en el desprecio.

Su piel era citada por su suavidad y su aterciopelado, su mano y sus brazos eran de una belleza sorprendente y todos los poetas de la época los cantaban como incomparables.

Finalmente, sus cabellos, que de rubios que eran en su juventud se habían vuelto castaños, y que llevaba rizados, muy claros y con mu­cho polvo, enmarcaban admirablemente su rostro, en el que el censor más rígido no hubiera podido desear más que un poco menos de rou­ge, y el escultor más exigente sólo un poco más de finura en la nariz.

Buckingham permaneció un instante deslumbrado; jamás Ana de Austria le había parecido tan bella en medio de los bailes, de las fiestas, de los carruseles como le pareció en aquel momento, vestida con un simple vestido de satén blanco y acompañada de doña Estefanía[L85] , la única de sus mujeres españolas que no había sido expulsada por los celos del rey y por las persecuciones de Richelieu.

Ana de Austria dio dos pasos hacia adelante; Buckingham se pre­cipitó a sus rodillas y, antes de que la reina hubiera podido impedírse­lo, besó los bajos de su vestido.

‑Duque, ya sabéis que no he sido yo quien os ha hecho escribir.

‑¡Oh! Sí, señora, sí, vuestra majestad ‑exclamó el duque‑, sé que he sido un loco, un insensato por creer que la nieve se animaría, que el mármol se calentaría; mas, ¿qué queréis? Cuando se ama se cree fácilmente en el amor; además, no he perdido todo en este viaje, puesto que os veo.

‑Sí ‑respondió Ana‑, pero debéis saber por qué y cómo os veo, milord. Os veo por piedad hacia vos mismo; os veo porque, insensible a todas mis penas, os habéis obstinado en permanecer en una ciudad en la que, permaneciendo, corréis riesgo de la vida y me hacéis a mí correr el riesgo de mi honor; os veo para deciros que todo nos separa, las profundidades del mar, la enemistad de los reinos, la santidad de los juramentos. Es sacrilegio luchar contra tantas cosas, milord. Os veo, en fin para deciros que no tenemos que vernos más.

‑Hablad, señora; hablad, reina ‑dijo Buckingham‑; la dulzura de vuestra voz cubre la dureza de vuestras palabras. ¡Vos habláis de sacrilegio! Pero el sacrilegio está en la separación de corazones que Dios había formado el uno para el otro.

‑Milord ‑exclamó la reina‑, olvidáis que nunca os he dicho que os amaba.

‑Pero jamás me habéis dicho que no me amarais; y, realmente, decirme semejantes palabras, sería por parte de vuestra majestad una ingratitud demasiado grande. Porque, decidme, ¿dónde encontráis un amor semejante al mío, un amor que ni el tiempo, ni la ausencia, ni la desesperación pueden apagar, un amor que se contenta con una cinta extraviada, con una mirada perdida, con una palabra escapada? Hace tres años, señora, que os vi por primera vez, y desde hace tres años os amo así. ¿Queréis que os diga cómo estabais vestida la prime­ra vez que os vi? ¿Queréis que detalle cada uno de los adornos de vues­tro tocado? Mirad, aún lo veo; estabais sentada en un cojín cuadrado, a la moda de España; teníais un vestido de satén verde con brocados de oro y de plata; las mangas colgantes y anudadas sobre vuestros he­llos brazos, sobre esos brazos admirables, con gruesos diamantes; te­níais una gorguera cerrada, un pequeño bonete sobre vuestra cabeza del color de vuestro vestido, y sobre ese bonete una pluma de garza. ¡Oh! Mirad, mirad, cierro los ojos y os veo tal cual erais entonces; los abro y os veo cual sois ahora, es decir, ¡cien veces más bella aún!

‑¡Qué locura! ‑murmuró Ana de Austria, que no tenía el valor de admitirle al duque haber conservado tan bien su retrato en su corazón‑. ¡Qué locura alimentar una pasión inútil con semejantes re­cuerdos!

‑¿Y con qué queréis entonces que yo viva? Yo no tengo más que recuerdos. Es mi felicidad, es mi tesoro, es mi esperanza. Cada vez que os veo, es un diamante más que guardo en el escriño de mi cora­zón. Este es el cuarto que vos dejáis caer y que yo recojo; porque en tres años, señora, no os he visto más que cuatro veces: esa prime­ra de que acabo de hablaros, la segunda en casa de la señora de Chevreuse, la tercera en los jardines de Amiens.

‑Duque ‑dijo la reina ruborizándose‑ no habléis de esa noche.

‑¡Oh! Al contrario, hablemos, señora, hablemos de ella; es la no­che feliz y resplandeciente de mi vida. ¿Os acordáis de la bella noche que hacía? ¡Cuán dulce y perfumado era el aire, cuán azul el cielo todo esmaltado de estrellas! ¡Ah! Aquella vez, señora, pude estar un instan­te a solas con vos; aquella vez vos estabais dispuesta a decirme todo: el aislamiento de vuestra vida, las penas de vuestro corazón. Vos esta­bais apoyada en mi brazo, mirad, en éste. Al inclinar mi cabeza a vues­tro lado, yo sentía vuestros hermosos cabellos rozar mi rostro, y cada vez que me rozaban yo temblaba de la cabeza a los pies. ¡Oh, reina, reina! ¡Oh! No sabéis cuánta felicidad del cielo, cuánta alegría del pa­raíso hay encerradas en un momento semejante. Mirad, mis bienes, mi fortuna, mi gloria, ¡todos los días que me quedan por vivir a cambio de un momento semejante y de una noche parecida! Porque esa no­che, señora, esa noche vos me amabais, os lo juro.

‑Milord, es posible, sí, que la influencia del lugar, que el encanto de aquella hermosa noche, que la fascinación de vuestra mirada, que esas mil circunstancias, en fin, que se juntan a veces para perder a una mujer, se hayan agrupado en torno mío en aquella noche fatal; pero ya lo visteis, milord; la reina vino en ayuda de la mujer que flaqueaba: a la primera palabra que osasteis decir, a la primera osadía a la que tuve que responder, pedí ayuda.

‑¡Oh! Sí, sí, eso es cierto, y cualquier otro amor distinto al mío habría sucumbido a esa prueba; pero mi amor, en mi caso, ha salido de ella ardiente y más eterno. Creisteis huir de mí volviendo a París, creisteis que no osaría abandonar el tesoro que mi amo me había en­cargado vigilar. ¡Ah, qué me importan a mí todos los tesoros del mun­do ni todos los reyes de la tierra! Ocho días después, yo estaba de re­greso, señora. Y esa vez, nada tuvisteis que decirme: yo había arries­gado mi favor, mi vida, por veros un segundo, no toqué siquiera vues­tra mano, y vos me perdonasteis al verme tan sometido y arrepentido.

‑Sí, pero la calumnia se ha apoderado de todas esas locuras en las que yo no contaba para nada, y vos lo sabéis bien, milord. El rey, excitado por el señor cardenal, organizó un escándalo terrible: la seño­ra de Vernet [L86] ha sido echada, Putange exiliado, la señora de Che­vreuse ha caído en desgracia, y cuando vos quisisteis volver como em­bajador de Francia, recordad, milord, que el rey mismo se opuso.

‑Sí, y Francia va a pagar con una guerra el rechazo de su rey. Yo no puedo veros, señora; pues bien, quiero que cada día oigáis ha­blar de mí. ¿Qué otro objetivo pensáis que han tenido esa expedición de Ré y esa liga con los protestantes de la Rochelle que proyecto? ¡El placer de veros[L87] !. No tengo la esperanza de penetrar a mano armada hasta Paris, lo sé de sobra; pero esta guerra podrá llevar a una paz, esa paz necesitará un negociador, ese negociador seré yo. Entonces no se atreverán a rechazarme, y volveré a Paris, y os veré, y seré feliz un instante. Cierto que miles de hombres habrán pagado mi dicha con su vida; pero ¿qué me importaría a mí, dado que os vuelvo a ver? To­do esto es quizá muy loco, quizá muy insensato; pero decidme, ¿qué mujer tiene un amante más enamorado? ¿Qué reina ha tenido un ser­vidor más ardiente?

‑Milord, milord, invocáis para vuestra defensa cosas que os acu­san incluso; milord, todas esas pruebas de amor que queréis darme son casi crímenes.

‑Porque vos no me amáis, señora; si me amaseis, todo esto lo veríais de otro modo; si me amaseis, ¡oh!, si vos me amaseis sería demasiada felicidad y me volvería loco. ¡Ah! La señora de Che­vreuse, de la que hace un momento hablabais, la señora de Chevreu­se ha sido menos cruel que vos; Holland [L88] la amó y ella respondió a su amor.

‑La señora de Chevreuse no era reina ‑murmuró Ana de Aus­tria, vencida a pesar suyo por la expresión de un amor tan profundo.

‑¿Me amaríais entonces si no lo fuerais, señora, decid, me ama­ríais entonces? ¿Puedo, pues, creer que es la dignidad sola de vuestro rango la que os hace cruel para mí? ¿Puedo, pues, creer que si vos hubierais sido la señora de Chevreuse, el pobre Buckingham habría po­dido esperar? Gracias por esas dulces palabras, mi bella Majestad, cien veces gracias.

‑¡Ah! Milord, habéis entendido mal, habéis interpretado mal; yo no he querido decir...

‑¡Silencio! ¡Silencio! ‑dijo el duque‑. Si yo soy feliz por un error, no tengáis la crueldad de quitármelo. Lo habéis dicho vos misma, se me ha atraído a una trampa, tal vez deje mi vida en ella porque, mi­rad, es extraño, pero desde hace algún tiempo tengo presentimientos de que voy a morir ‑y el duque sonrió con una sonrisa triste y encan­tadora a la vez.

‑¡Oh, Dios mío! ‑exclamó Ana de Austria con un acento de te­rror que probaba que sentía por el duque un interés mayor del que que­ría confesar.

‑No os digo esto para asustaros, señora, no; es incluso ridículo lo que os digo, y creedme que no me preocupo nada por semejantes sueños. Pero esa palabra que acabáis de decirme, esa esperanza que casi me habéis dado, lo habrá pagado todo, incluso mi vida.

‑¡Y bien! ‑dijo Ana de Austria‑. Yo también, duque, tengo pre­sentimientos, también yo tengo sueños. He soñado que os veía tendi­do, sangrando, víctima de una herida.

‑¿En el lado izquierdo, no es verdad, con un cuchillo? ‑interrum­pió Buckingham.

‑Sí, eso es, milord, eso es, en el lado izquierdo, con un cuchillo. ¿Quién ha podido deciros que yo había tenido ese sueño? No lo he confiado más que a Dios, a incluso en mis plegarias.

‑No quiero más, y vos me amáis, señora, está claro.

‑¿Que yo os amo?

‑Sí, vos. ¿Os enviaría Dios los mismos sueños que a mí si no me amaseis? ¿Tendríamos los mismos presentimientos si nuestras dos existencias no estuvieran en contacto por el corazón? Vos me amáis, oh, reina, y ¿me lloraréis?

‑¡Oh, Dios mío, Dios mío! ‑exclamó Ana de Austria‑. Es más de lo que puedo soportar. Mirad, duque, en el nombre del cielo, par­tid, retiraos; no sé si os amo o si no os amo, pero lo que sé es que no seré perjura. Tened, pues, piedad de mí y partid. ¡Oh! Si fuerais herido en Francia, si murieseis en Francia, si pudiera suponer que vues­tro amor por mí fue causa de vuestra muerte, no me consolaría jamás, me volvería loca por ello. Partid, pues, partid, os lo suplico.

‑¡Oh, qué bella estáis así! ¡Cuánto os amo! ‑dijo Buckingham.

‑¡Partid, partid! Os lo suplico, y volved más tarde; volved como embajador, volved como ministro, volved rodeado de guardias que os defiendan, de servidores que vigilen por vos, y entonces no temeré más por vuestra vida y sentiré dicha en volveros a ver.

‑¡Oh! ¿Es cierto lo que me decís?

‑Sí...

‑Pues entonces, una prenda de vuestra indulgencia, un objeto que venga de vos y que me recuerde que no he tenido un sueño; algo que vos hayáis llevado y que yo pueda llevar a mi vez, un anillo, un collar, una cadena.

‑¿Y os iréis, os iréis si os doy lo que me pedís?

‑Sí.

‑¿En el mismo momento?

‑Sí.

‑¿Abandonaréis Francia, volveréis a Inglaterra?

‑Sí, os lo juro.

‑Esperad, entonces, esperad.

Y Ana de Austria regresó a sus habitaciones y salió casi al momen­to, llevando en la mano un pequeño cofre de palo de rosa con sus ini­ciales, incrustado de oro.

‑Tomad, milord duque ‑dijo‑, guardad esto en recuerdo mío.

Buckingham tomó el cofre y cayó por segunda vez de rodillas.

‑Me habíais prometido iros ‑dijo la reina.

‑Y mantengo mi palabra. Vuestra mano, vuestra mano, señora, y me voy.

Ana de Austria tendió su mano cerrando los ojos y apoyándose con la otra en Estefanía, porque sentía que las fuerzas iban a faltarle.

Buckingham apoyó con pasión sus labios sobre aquella bella ma­no; luego, al alzarse, dijo:

‑Si antes de seis meses no estoy muerto, os habré visto, señora, aunque tenga que desquiciar el mundo para ello.

Y, fiel a la promesa hecha, se lanzó fuera de la habitación.

En el corredor encontró a la señora Bonacieux que lo esperaba y que, con las mismas precauciones y la misma fortuna, volvió a condu­cirlo fuera del Louvre.

 

Capítulo XIII


Date: 2015-12-17; view: 499


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