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Los mosqueteros por dentro 3 page

Quizá el jefe de los esbirros hubiera dudado de la sinceridad de D'Ar­tagnan si el vino hubiera sido malo, pero al ser bueno el vino, se que­dó convencido.

‑Pero ¿qué diablo de villanía habéis hecho? ‑dijo Porthos cuan­do el aguacil en jefe se hubo reunido con sus compañeros y los cuatro amigos se encontraron solos‑. ¡Vaya! ¡Cuatro mosqueteros dejan arres­tar en medio de ellos a un desgraciado que pide ayuda! ¡Un gentilhom­bre brindar con un corchete!

‑Porthos ‑dijo Aramis‑, ya Athos lo ha prevenido que eras un necio, y yo soy de su opinión. D'Artagnan, eres un gran hombre, y para cuando estés en el puesto del señor de Tréville, pido tu protec­ción para conseguir tener una abadía.

‑¡Maldita sea! No lo entiendo ‑dijo Porthos‑. ¿Aprobáis lo que D'Artagnan acaba de hacer?

‑Claro que sí ‑dijo Athos‑; y no solamente apruebo lo que acaba de hacer, sino que incluso le felicito por ello.

‑Y ahora, señores ‑dijo D'Artagnan sin tomarse el trabajo de explicar su conducta a Porthos‑, todos para uno y uno para todos, esa es nuestra divisa, ¿no es as¡?

‑Pero... ‑dijo Porthos.

-¡Extiende la mano y jura! ‑gritaron a la vez Athos y Aramis.

Vencido por el ejemplo, rezongando por lo bajo, Porthos extendió la mano y los cuatro amigos repitieron a un solo grito la fórmula dicta­da por D'Artagnan:

 

 

«Todos para uno, uno para todos.»

‑Está bien, que cada cual se retire ahora a su casa ‑dijo D'Artag­nan como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida que ordenar‑, y atención, porque a partir de este momento, henos aquí enfrentados al cardenal.

 

Capítulo X

Una ratonera en el siglo XVII

 

La invención de la ratonera no data de nuestros días; cuando las sociedades, al formarse, inventaron un tipo de policía cualquiera, esta policía, a su vez, inventó las ratoneras.

Como quizá nuestros lectores no estén familiarizado aún con el ar­got de la calle de Jérusalem[L77] , y como desde que escribimos ‑y ha­ce ya unos quince años de esto‑ es ésta la primera vez que emplea­mos esa palabra aplicada a esa cosa, expliquémosles lo que es una ra­tonera.

Cuando, en una casa cualquiera, se ha detenido a un individuo sos­pechoso de un crimen cualquiera, se mantiene en secreto el arresto; se ponen cuatro o cinco hombres emboscados en la primera pieza, se abre la puerta a cuantos llaman, se la cierra tras ellos y se los detiene; de esta forma, al cabo de dos o tres días, se tiene a casi todos los habi­tuales del establecimiento.

He ahí lo que es una ratonera.

Se hizo, pues, una ratonera de la vivienda de maese Bonacieux, y todo aquel que apareció fue detenido a interrogado por las gentes del señor cardenal. Excusamos decir que, como un camino particular conducía al primer piso que habitaba D'Artagnan, los que venían a su casa eran exceptuados entre todas las visitas.



Además allí sólo venían los tres mosqueteros; se habían puesto a buscar cada uno por su lado, y nada habían encontrado ni descubier­to. Athos había llegado incluso a preguntar al señor de Tréville, cosa que, dado el mutismo habitual del digno mosquetero, había asombra­do a su capitán. Pero el señor de Tréville no sabía nada, salvo que la última vez que había visto al cardenal, al rey y a la reina, el cardenal tenía el gesto preocupado, el rey estaba inquieto y los ojos de la reina indicaban que había pasado la noche en vela o llorando. Pero esta últi­ma circunstancia le había sorprendido poco: la reina, desde su matri­monio, velaba y lloraba mucho.

El señor de Tréville recomendó en cualquier caso a Athos el servi­cio del rey y sobre todo de la reina, rogándole hacer la misma reco­mendación a sus compañeros.

En cuanto a D'Artagnan, no se movía de su casa. Había converti­do su habitación en observatorio. Desde las ventanas veía llegar a los que venían a hacerse prender; luego, como había quitado las baldosas del suelo como había horadado el esamblaje y sólo un simple techo le separaba de la habitación inferior, en la que se hacían los interroga­torios, oía todo cuanto pasaba entre los inquisidores y los acusados.

‑¿La señora Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su ma­rido o para alguna otra persona?

‑¿El señor Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su mujer o para alguna otra persona?

‑¿Alguno de los dos os ha hecho alguna confidencia de viva voz?

‑Si supieran algo, no preguntarían así ‑se dijo a sí mismo D'Artagnan‑. Ahora bien ¿qué tratan de saber? Si el duque de Buc­kingham se halla en Paris y si ha tenido o debe tener alguna entrevista con la reina.

D'Artagnan se detuvo ante esta idea que, después de todo lo que había oído, no carecía de verosimilitud.

Mientras tanto la ratonera estaba en servicio permanentemente, y la vigilancia de D'Artagnan también.

La noche del día siguiente al arresto del pobre Bonacieux cuando Athos acababa de dejar a D'Artagnan para ir a casa del señor de Trévi­lie cuando acababan de sonar las nueve, y cuando Planchet, que no había hecho todavía la cama, comenzaba su tarea, se oyó llamar a la puerta de la calle; al punto esa puerta se abrió y se volvió a cerrar: al­guien acababa de caer en la ratonera.

D'Artagnan se abalanzó hacia el sitio desenlosado, se acostó boca abajo y escuchó.

No tardaron en oírse gritos, luego gemidos que se trataban de aho­gar. En cuanto al interrogatorio, no se trataba de eso.

‑¡Diablos! ‑se dijo D'Artagnan‑. Me parece que es una mujer: la registran, ella resiste, la violentan, ¡miserables!

Y D'Artagnan, pese a su prudencia, se contenía para no mezclarse en la escena que ocurría debajo de él.

‑Pero si os digo que soy la dueña de la casa, señores; os digo que soy la señora Bonacieux; los digo que pertenezco a la reina! ‑gritaba la desgraciada mujer.

‑¡La señora Bonacieux! ‑murmuró D'Artagnan‑. ¿Seré lo bas­tante afortunado para haber encontrado lo que todo el mundo busca?

‑Precisamente a vos estábamos esperando ‑dijeron los interro­gadores.

La voz se volvió más y más ahogada: un movimiento tumultuoso hizo resonar el artesonado. La víctima se resistía tanto como una mu­jer puede resistir a cuatro hombres.

‑Perdón, señores, per... ‑murmuró la voz, que no hizo oír más que sonidos inarticulados.

‑La amordazan, van a llevársela ‑exclamó D'Artagnan irguién­dose como movido por un resorte‑. Mi espada; bueno, está a mi la­do. ¡Planchet!

‑¿Señor?

‑Corre a buscar a Athos, Porthos y Aramis. Uno de los tres estará probablemente en su casa, quizá ya hayan vuelto los tres. Que cojan las armas, que vengan, que acudan. ¡Ah!, ahora que me acuerdo, Athos está con el señor de Tréville.

‑Pero ¿dónde vais, señor, dónde vais?

‑Bajo por la ventana ‑exclamó D'Artagnan‑ para llegar antes; tú, vuelve a poner las baldosas, barre el suelo, sal por la puerta y corre donde te digo.

‑¡Oh, señor, señor, vais a mataros! ‑exclamó Planchet.

‑¡Cállate, imbécil! ‑dijo D'Artagnan.

Y aferrándose con la mano al reborde de su ventana, se dejó caer desde el primer piso, que afortunadamente no era elevado, sin hacer­se ningún rasguño.

Al punto se fue a llamar a la puerta murmurando:

‑Voy a dejarme coger yo también en la ratonera, y pobres de los gatos que ataquen a semejante ratón.

Apenas la aldaba hubo resonado bajo la mano del joven cuando el tumulto cesó, unos pasos se acercaron, se abrió la puerta y D'Artag­nan, con la espada desnuda, se abalanzó en la vivienda de maese Bo­nacieux, cuya puerta, movida sin duda por algún resorte, volvió a ce­rrarse tras él.

Entonces, quienes habitaban aún la desgraciada casa de Bonacieux y los vecinos más próximos oyeron grandes gritos pataleos, entrecho­car de espaldas y un ruido prolongado de muebles. Luego, un mo­mento después, aquellos que sorprendidos por aquel ruido habían sa­lido a las ventanas para conocer la causa, pudieron ver cómo la puerta se abría y no salir a cuatro hombres vestidos de negro, sino volar como cuervos espantados, dejando por tierra y en las esquinas de las mesas plumas de sus alas, es decir, jirones de sus vestidos y trozos de sus capas.

D'Artagnan fue vencedor sin mucho trabajo, hay que decirlo, por­que sólo uno de los aguaciles estaba armado y aún se defendió por guardar las formas. Es cierto que los otros tres habían tratado de matar al joven con las sillas, los taburetes y las vasijas; pero dos o tres rasgu­ños hechos por la tizona del gascón les habían asustado. Diez minutos habían bastado a su derrota, y D'Artagnan se había hecho dueño del campo de batalla.

Los vecinos, que habían abierto las ventanas con la sagre fría pecu­liar de los habitantes de Paris en aquellos tiempos de tumultos y de ri­ñas perpetuas, las volvieron a cenrar cuando hubieron visto huir a los cuatro hombres negros: su instinto les decía que por el momento todo estaba acabado.

Además se hacía tarde, y entonces, como hoy, se acostaban tem­prano en el barrio de Luxemburgo.

D'Artagnan, solo con la señora Bonacieux, se volvió hacia ella: la pobre mujer estaba derribada sobre un butacón y semidesvestida. D'Ar­tagnan la examinó de una ojeada rápida.

Era una encantadora mujer de veinticinco a veintiséis años, more­na con ojos azules, con una nariz ligeramente respingona, dientes ad­mirables, un tinte marmóreo de rosa y de ópalo. Hasta ahí llegaban los signos que podían hacerla confundir con una gran dama. Las ma­nos eran blancas, pero sin finura: los pies no anunciaban a la mujer de calidad. Afortunadamente, D'Artagnan no se hallaba preocupado todavía por estos detalles.

Mientras D'Artagnan examinaba a la señora Bonacieux y estaba a sus pies, como hemos dicho, vio en el suelo un fino pañuelo de batis­ta, que recogió según su costumbre, y en una de cuyas esquinas reco­noció la misma inicial que había visto en el pañuelo que le había obli­gado a batirse con Aramis.

Desde aquel momento, D'Artagnan desconfiaba de los pañuelos blasonados; por eso, sin decir nada, volvió a poner el que había reco­gido en el bolsillo de la señora Bonacieux.

En aquel instante, la señora Bonacieux recobraba el sentido. Abrió los ojos, miró con terror en torno suyo, vio que la habitación estaba vacía y que estaba sola con su liberador. Le tendió al punto las manos sonriendo. La señora Bonacieux tenía la sonrisa más encantadora del mundo.

‑¡Ah, señor! ‑dijo ella‑. Sois vos quien me habéis salvado; per­mitidme que os dé las gracias.

‑Señora ‑dijo D'Artagnan‑, no he hecho más que lo que todo gentilhombre hubiera hecho en mi lugar; no me debéis, pues, ningún agradecimiento.

‑Claro que sí, señor, claro que sí, y espero probaros que no ha­béis prestado un servicio a una ingrata. Pero ¿qué querían de mí esos hombres, a los que al principio he tomado por ladrones, y por qué el señor Bonacieux no está aquí?

‑Señora, esos hombres eran mucho más peligrosos de lo que pu­diera serlo los ladrones, porque son agentes del señor cardenal, y en cuánto a vuestro marido, el señor Bónacieux no está aquí porque ayer vinieron a prenderlo para conducirlo a la Bastilla.

‑¡Mi marido en la Bastilla! ‑exclamó la señora Bonacieux‑. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha hecho? ¡Pobre querido mío, él, la inocencia misma!

Y alguna cosa como una sonrisa apuntaba sobre el rostro aún todo asustado de la joven.

‑¿Qué ha hecho, señora? ‑dijo D'Artagnan‑. Creo que su úni­co crimen es tener a la vez la dicha y la desgracia de ser vuestro marido.

‑Pero, señor, sabéis entonces...

‑Sé que habéis sido raptada, señora.

‑¿Y por quién? ¿Lo sabéis? ¡Oh, si lo sabéis, decídmelo!

‑Por un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de pelo ne­gro, de tez morena, con una cicatriz en la sien izquierda.

‑¡Eso es, eso es! Pero ¿y su nombre?

‑¡Ah, su nombre! Es lo que yo ignoro.

‑ ¿Y‑ mi marido sabía que había sido raptada?

‑Había sido advertido por una carta que le había escrito el raptor mismo.

‑¿Y sospecha ‑preguntó la señora Bonacieux con apuro‑ la cau­sa de este suceso?

‑Lo atribuía, según creo, a una causa política.

‑Yo al principio dudé, y ahora pienso como él. ¿Así es que mi querido Bonacieux no ha sospechado ni un solo instante de mí...?

‑¡Lejos de ello, señora, estaba muy orgulloso de vuestra sabiduría y sobre todo de vuestro amor!

Una segunda sonrisa casi imperceptible afloró a los labios rosados de la hermosa joven.

‑Pero ‑prosiguió D'Artagnan‑ ¿cómo habéis huido?

‑He aprovechado un momento en que me han dejado sola, y co­mo desde esta mañana sabía a qué atenerme sobre mi rapto, con la ayuda de mis sábanas he bajado por la ventana; entonces, como creía aquí a mi marido, he acudido corriendo.

‑¿Para poneros bajo su protección?

‑¡Oh! No, pobre hombre, yo sabía de sobra que él era incapaz de defenderme; pero como podía servirnos para otra cosa, quería preve­nirle.

‑¿De qué?

‑¡Oh! Ese no es mi secreto, no puedo por tanto decíroslo.

‑Y además ‑dijo D'Artagnan‑ (perdón, señora, si, como guar­dia que soy, os llamo a la prudencia), además creo que no estamos aquí en lugar oportuno para hacer confidencias. Los hombres que he puesto en fuga van a volver con ayuda; si nos encuentran aquí, esta­mos perdidos. Yo he hecho avisar a tres de mis amigos, pero ¡quién sabe si los habrán encontrado en sus casas!

‑Sí, sí, tenéis razón ‑exclamó la señora Bonacieux asustada‑; huyamos, corramos.

Tras estas palabras, pasó su brazo bajo el de D'Artagnan y lo apre­tó vivamente.

‑Pero ¿adónde huir? ‑dijo D'Artagnan‑. ¿Adónde correr?

‑Lo primero, alejémonos de esta casa, después ya veremos.

Y la joven y el joven, sin molestarse en cerrar la puerta, descendie­ron rápidamente por la calle des Fossoyeurs, se adentraron por la calle des Fossés‑Monsieur‑le‑Prince y no se detuvieron hasta la plaza Saint-­Sulpice.

‑¿Y ahora qué vamos a hacer ‑preguntó D'Artagnan‑ y adón­de queréis que os conduzca?

‑Me resulta muy difícil responderos, os lo confieso ‑dijo la seño­ra Bonacieux‑; mi intención era hacer avisar al señor de La Porte por medio de mi marido, a fin de que el señor de La Porte pudiera decir­nos precisamente lo que había pasado en el Louvre desde hacía tres días, y si había peligro para mí en presentarme.

‑Pero yo ‑dijo D'Artagnan‑ puedo avisar al señor de La Porte.

‑Sin duda; sólo que hay un obstáculo, y es que al señor Bona­cieux lo conocen en el Louvre y le dejarían pasar, mientras que a vos no os conocen y os cerrarán la puerta.

‑¡Ah, bah! ‑dijo D'Artagnan‑. Vos tenéis en algún postigo del Louvre un conserje que os es adicto, y que gracias a una contraseña...

La señora Bonacieux miró fijamente al joven.

‑¿Y si os diera esa contraseña ‑dijo ella‑ la olvidaríais tan pron­to como la hubierais utilizado?

‑¡Palabra de honor, a fe de gentilhombre! ‑dijo D'Artagnan con un acento en cuya verdad nadie podía equivocarse.

‑Bueno, os creo: tenéis aspecto de joven valiente y por otra parte vuestra fortuna está quizá al cabo de vuestra dedicación.

‑Haré sin promesa y por conciencia todo cuanto pueda para ser­vir al rey y ser agradable a la reina ‑dijo D'Artagnan‑; disponed, pues, de mí como de un amigo.

‑¿Y a mí dónde me meteréis durante ese tiempo?

‑¿No tenéis una persona a cuya casa pueda el señor de La Porte venir a buscaros?

‑No, no quiero fiarme de nadie.

‑Esperad ‑dijo D'Artagnan‑, estamos a la puerta de Athos. Sí, ésta es.

‑¿Quién es Athos?

‑Uno de mis amigos.

‑¿Y si está en casa y me ve?

‑No está, y me llevaré la llave después de haberos hecho entrar en su habitación.

‑¿Y si vuelve?

‑No volverá; además se le dirá que he traído una mujer, y que esa mujer está en su casa.

‑Pero eso me comprometerá mucho, ¿no lo sabéis?

‑¡Qué os importa! Nadie os conoce; además, nos hallamos en una situación de pasar por alto algunas conveniencias.

‑Entonces vamos a casa de vuestro amigo. ¿Dónde vive?

‑En la calle Férou, a dos pasos de aquí.

‑Vamos.

Y los dos reemprendieron su camera. Como había previsto D'Ar­tagnan, Athos no estaba en su casa; tomó la llave, que tenían la cos­tumbre de darle como a un amigo de la casa, subió la escalera a intro­dujo a la señora Bonacieux en la pequeña habitación cuya descripción ya hemos hecho.

‑Estáis en vuestra casa ‑dijo él‑, tened cuidado, cerrad las ven­tanas por dentro y no abráis a nadie, a menos que oigáis dar tres gol­pes así, mirad ‑y golpeó tres veces: dos golpes cercanos uno al otro y bastante fuerte, y un golpe más distante y más ligero.

‑Está bien ‑dijo la señora Bonacieux‑; ahora me toca a mí da­ros mis instrucciones.

‑Escucho.

‑Presentaros en el portillo del Louvre por el lado de la calle de l'Echelle y preguntad por Germain.

‑Está bien. ¿Y después?

‑Os preguntará qué queréis, y entonces vos le responderéis con estas dos palabras: Tours y Bruxelles. Al punto se pondrá a vuestras órdenes.

‑¿Y qué le ordenaré yo?

‑Ir a buscar al señor de La Porte, el ayuda de cámara de la reina.

‑¿Y cuando haya ido a buscarle y el señor de La Porte haya venido?

‑Me lo enviaréis.

‑Está bien, pero ¿cómo os volveré a ver?

‑¿Os importa mucho volverme a ver?

‑Por supuesto.

‑Pues bien, dejadme a mí ese cuidado, y estad tranquilo.

‑Cuento con vuestra palabra.

‑Contad con ella.

D'Artagnan saludó a la señora Bonacieux lanzándole la mirada más amorosa que le fue posible concentrar sobre su encantadora personita, y. mientras bajaba la escalera, oyó la puerta cerrarse tras él con doble vuelta de llave. En dos saltos estuvo en el Louvre; cuando entraba en el postigo de l'Echelle sonaban las diez. Todos los acontecimientos que acabamos de contar habían sucedido en media hora.

Todo se cumplió como lo había anunciado la señora Bonacieux. A la consigna convenida, Germain se inclinó; diez minutos después, La Porte estaba en la portería; en dos palabras, D'Artagnan le puso al corriente y le indicó dónde estaba la señora Bonacieux. La Porte se aseguró por dos veces la exactitud de las señas, y partió corriendo. Sin embargo, apenas hubo dado diez pasos cuando volvió.

‑Joven ‑le dijo a D'Artagnan‑, un consejo.

‑¿Cuál?

‑Podríais ser molestado por lo que acaba de pasar.

‑¿Lo creéis?

‑Sí.

‑¿Tenéis algún amigo cuya péndola se retrase?

‑¿Para...?

‑Id a verle para que pueda testimoniar que estabais en su casa a las nueve y media. En justicia, esto se llama una coartada.

D'Artagnan encontró prudente el consejo; puso pies en polvorosa, llegó a casa del señor de Tréville; pero en lugar de pasar al salón con todo el mundo, pidió entrar en el gabinete. Como D'Artagnan era uno de los habituales del palacio, no hubo ninguna dificultad para acceder a su demanda; y fueron a avisar al señor de Tréville que su joven com­patriota, teniendo algo importante que decide, solicitaba una audien­cia particular. Cinco minutos después, el señor de Tréville preguntaba a D'Artagnan qué podía hacer por él y cuál era el motivo de su visita a una hora tan avanzada.

‑¡Perdón, señor! ‑dijo D'Artagnan, que había aprovechado el mo­mento en que se había quedado solo para retrasar el reloj tres cuartos de hora‑. He pensado que como no eran más que las nueve y veinti­cinco minutos, aún había tiempo para presentarme en vuestra casa.

‑¡Las nueve y veinticinco minutos! ‑exclamó el señor de Tréville mirando su péndola‑. ¡Pero es imposible!

‑Ya lo veis, señor ‑dijo D'Artagnan‑, eso lo testimonia.

‑Es exacto ‑dijo el señor de Tréville‑, habría creído que era más tarde. Pero veamos, ¿qué queréis?

Entonces D'Artagnan le hizo al señor de Tréville una larga historia sobre la reina. Le expuso los temores que había concebido respecto a Su Majestad; le contó que había oído decir los proyectos del carde­nal respecto a Buckingham, y todo ello con una tranquilidad y un aplo­mo del que el señor de Tréville fue tanto mejor la víctima cuanto que, como ya hemos dicho, él mismo había notado algo nuevo entre el car­denal, el rey y la reina.

Al sonar las diez, D'Artagnan abandonó al señor de Tréville, que le agradeció sus informes, le recomendó tener siempre en el corazón el servicio del rey y de la reina, y se volvió al salón. Pero al pie de la escalera, D'Artagnan se acordó de que había olvidado su bastón; por lo tanto subió precipitadamente, volvió a entrar en el gabinete, con una vuelta de dedo puso de nuevo el péndulo en su hora para que no se pudiese percibir al día siguiente que había sido movido, y seguro des­de entonces de que tenía un testigo para probar su coartada, bajó la escalera y pronto se encontró en la calle.

 

 

Capítulo XI

La intriga se anuda

 

Una vez hecha la visita al señor de Tréville, D'Artagnan tomó, todo pensativo, el camino más largo para regresar a su casa.

¿En qué pensaba D'Artagnan, que se apartaba así de su ruta, mi­rando las estrellas del cielo, tan pronto suspirando como sonriendo?

Pensaba en la señora Bonacieux. Para un aprendiz de mosquete­ro, la joven era casi una idealidad amorosa. Bonita, misteriosa, inicia­da en casi todos los secretos de la corte, que reflejaban tanta encanta­dora gravedad sobre sus trazos graciosos, era sospechosa de no ser in­sensible, lo cual es un atractivo irresistible para los amantes novicios; además, D'Artagnan la había liberado de manos de aquellos demonios que querían registrarla y maltratarla, y este importante servicio había establecido entre ella y él uno de esos sentimientos de gratitud que fá­cilmente adoptan un carácter más tierno.

D'Artagnan se veía ya, ¡tan deprisa caminan los sueños en alas de la imaginación!, abordado por un mensajero de la joven que le daba algún billete de cita, una cadena de oro o un diamante. Ya hemos di­cho que los jóvenes caballeros recibían sin vergüenza de su rey: aña­damos que, en aquel tiempo de moral fácil, no tenían tampoco ver­güenza con sus amantes, ni de que éstas les dejaran casi siempre pre­ciosos y duraderos recuerdos, como si ellas hubieran tratado de con­quistar la fragilidad de sus sentimientos con la solidez de sus dones.

Se hacía entonces carrera por medio de las mujeres, sin ruborizar­se. Las que no eran más que bellas, daban su belleza, y de ahí viene sin duda el proverbio según el cual la joven más bella del mundo no puede dar más que lo que tiene. Las que eran ricas daban además una parte de su dinero, y se podría citar un buen número de héroes de esa galante época que no hubieran ganado ni sus espuelas primero, ni sus batallas luego, sin la bolsa más o menos provista que su amante ataba al arzón de su silla.

D'Artagnan no poseía nada: la indecisión del provinciano, barniz ligero, flor efímera, vello de melocotón, se había evaporado al viento de los consejos poco ortodoxos que los tres mosqueteros daban a su amigo. D'Artagnan, siguiendo la extraña costumbre de la época, mira­ba a Paris como en campaña, y esto ni más ni menos que en Flandes: el español allá lejos, la mujer aquí. Por todas partes había un enemigo que combatir contribuciones que alcanzar.

Pero, digámoslo, por ahora D'Artagnan estaba movido por un sen­timiento más noble y más desinteresado. El mercero le había dicho que era rico: el joven había podido adivinar que, con un necio como lo era el señor Bonacieux, debía ser la mujer quien tenía la llave de la bolsa. Pero todo esto no había influido para nada en el sentimiento produci­do por la visita de la señora Bonacieux, y el interés había permanecido casi extraño a este comienzo de amor que había sido la continuación. Decimos casi, porque la idea de que una mujer joven, bella, graciosa, espiritual, es rica al mismo tiempo, nada quita a ese comienzo de amor, todo lo contrario, lo corrobora.

Hay en la holgura una multitud de cuidados y de caprichos aristo­cráticos que le van bien a la belleza. Unas medias finas y blancas, un vestido de seda, un bordado de encaje, una bonita zapatilla en el pie, una cinta nueva en la cabeza, no hacen bonita a una mujer fea, pero hacen bella a una mujer bonita, sin contar que las manos ganan con todo esto; las manos, sobre todo en las mujeres, necesitan permane­cer ociosas para permanecer bellas.


Date: 2015-12-17; view: 593


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