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Los mosqueteros por dentro 2 page

‑¡Ah ah! ¿No será por los amores de la señora de Bois‑Tracy? ‑dijo D Artagnan, que quiso aparentar ante su burgués que estaba al corriente de los asuntos de la corte.

‑Más importante, señor más importante.

‑¿De la señora D'Aiguillon?

‑Más importante todavía.

‑¿De la señora de Chevreuse?

‑¡Más alto, mucho más alto!

‑De la... ‑D'Artagnan se detuvo.

‑Sí, señor ‑respondió tan bajo que apenas se pudo oír al espan­tado burgués.

‑¿Y con quién?

‑¿Con quién puede ser si no es con el duque de...

‑El duque de...

‑¡Sí, señor! ‑respondió el burgués dando a su voz una entona­ción más sorda todavía.

‑Pero ¿cómo sabéis vos todo eso?

‑¡Ah! ¿Que cómo lo sé?

‑Sí, ¿cómo lo sabéis? Nada de confidencias a medias o... ¿Com­prendéis?

‑Lo sé por mi mujer, señor por mi propia mujer.

‑Que lo sabe..., ¿por quién?

‑Por el señor de La Porte. ¿No os he dicho que era la ahijada del señor de La Porte el hombre de confianza de la reina? Pues bien, el señor de La Porte la puso junto a Su Majestad para que nuestra pobre reina tuviera al menos alguien de quien fiarse, abandonada como está por el rey, espiada como está por el cardenal, traicionada como es por todos.

‑¡Ah, ah! Ya se van concretando las cosas ‑dijo D'Artagnan.

‑Mi mujer vino hace cuatro días, señor; una de sus condiciones era que vendría a verme dos veces por semana; porque, como tengo el honor de deciros, mi mujer me quiere mucho; mi mujer, pues vi­no y me confió que la reina, en aquel momento, tenía grandes temores.

‑¿De verdad?

‑Sí, el señor cardenal, a lo que parece, la persigue y acosa más que nunca. No puede perdonarle la historia de la zarabanda. ¿Sabéis vos la historia de la zarabanda?

‑Pardiez, claro que la sé ‑respondió D'Artagnan, que no sabía nada en absoluto, pero que quería aparentar estar al corriente.

‑De suerte que ahora ya no es odio; es venganza.

‑¿De veras?

‑Y la reina cree...

‑Y bien, ¿qué cree la reina?

‑Cree que han escrito al señor duque de Buckingham en su nombre.

‑¿En nombre de la reina?

‑Sí, para hacerle venir a Paris, y una vez venido a Paris, para atraerle a alguna trampa.

‑¡Diablo! Pero vuestra mujer, mi querido señor, ¿qué tiene que ver en todo esto?

‑Es conocida su adhesión a la reina, y se la quiere alejar de su ama, o intimidarla por estar al tanto de los secretos de Su Majestad, o seducirla para servirse de ella como espía.



‑Es probable ‑dijo D'Artagnan‑; pero al hombre que la ha rap­tado, ¿lo conocéis?

‑Os he dicho que creía conocerle.

‑¿Su nombre?

‑No lo sé; lo que únicamente sé es que es una criatura del carde­nal, su instrumento ciego.

‑Pero ¿lo habéis visto?

‑Sí, mi mujer me lo ha mostrado un día.

‑¿Tiene algunas señas por las que se le pueda reconocer?

‑Por supuesto, es un señor de gran estatura, pelo negro, tez mo­rena, mirada penetrante, dientes blancos y una cicatriz en la sien.

‑¡Una cicatriz en la sien! ‑exclamó D'Artagnan‑. Y además dien­tes blancos, mirada penetrante, tez morena, pelo negro y gran estatu­ra. ¡Es mi hombre de Meung!

‑¿Es vuestro hombre, decís?

‑Sí, sí; pero esto no importa. No, me equivoco, esto simplifica mucho las cosas por el contrario; si vuestro hombre es el mío, ejecuta­ré dos venganzas de un golpe; eso es todo; pero ¿dónde coger a ese hombre?

‑No lo sé.

‑¿No tenéis ninguna información sobre su domicilio?

‑Ninguna; un día que yo llevaba a mi mujer al Louvre, él salía al tiempo que ella iba a entrar, y me lo señaló.

‑¡Diablo! ¡Diablo! ‑murmuró D'Artagnan‑. Todo esto es muy va­go. ¿Por quién habéis sabido el rapto de vuestra mujer?

‑Por el señor de La Porte.

‑¿Os ha dado algún detalle?

‑El no tenía ninguno.

‑¿Y vos no habéis sabido nada por otro lado?

‑Sí, he recibido...

‑¿Qué?

‑Pero no sé si no cometo una gran imprudencia.

‑¿Volvéis otra vez a las andadas? Sin embargo, os haré observar que esta vez es algo tarde para retrocedes.

‑Yo no retrocedo, voto a bríos ‑exclamó el burgués jurando pa­ra hacerse ilusiones‑. Además, palabra de Bonacieux...

‑Os llamáis Bonacieux? ‑le interrumpió D'Artagnan.

‑Sí, ése es mi nombre.

‑Decíais, pues, ¡palabra de Bonacieux! Perdón si os he interrum­pido; pero me parecía que ese nombre no me era desconocido.

‑Es posible, señor. Yo soy vuestro casero.

‑¡Ah, ah! ‑dijo D'Artagnan semincorporándose y saludando‑. ¿Sois mi casero?

‑Sí, señor, sí. Y como desde hace tres meses estáis en mi casa, y como, distraído sin duda por vuestras importantes ocupaciones, os habéis olvidado de pagar mi alquiler, como, digo yo, no os he ator­mentado un solo instante, he pensado que tendríais en cuenta mi deli­cadeza.

‑¡Cómo no, mi querido señor Bonacieux! ‑prosiguió D'Arta­gnan‑. Creed que estoy plenamente agradecido por semejante pro­ceder y que, como os he dicho, si puedo serviros en algo...

‑Os creo, señor, os creo, y como iba diciéndoos, palabra de Bo­nacieux, tengo confianza en vos.

‑Acabad, pues, lo que habéis comenzado a decirme.

El burgués sacó un papel de su bolsillo y lo presentó a D'Artagnan.

‑¡Una carta! ‑dijo el joven.

‑Que he recibido esta mañana.

D'Artagnan la abrió, y como el día empezaba a declinar, se acercó a la ventana. El burgués le siguió.

«No busquéis a vuestra mujer ‑leyó D'Artagnan‑; os será devuelta cuando ya no haya necesidad de ella. Si dais un solo paso para encon­trarla estáis perdido.»

‑Desde luego es positivo ‑continuó D'Artagnan‑; pero, después de todo, no es más que una amenaza.

‑Sí, peso esa amenaza me espanta; yo, señor, no soy un hombre de espada en absoluto; y le tengo miedo a la Bastilla.

‑¡Hum! ‑hizo D'Artagnan‑. Pero es que yo temo la Bastilla tan­to como vos. Si no se tratase más que de una estocada, pase to­davía.

‑Sin embargo, señor, había contado con vos para esta ocasión.

¿Sí?

‑Al veros rodeado sin cesar de mosqueteros de aspecto magnífi­co y reconocer que esos mosqueteros eran los del señor de Tréville, y por consiguiente enemigos del cardenal, había pensado que vos y vuestros amigos, además de hacer justicia a nuestra pobre reina, esta­ríais encantados de jugarle una mala pasada a Su Eminencia.

‑Sin duda.

‑Y además había pensado que, debiéndome tres meses de alqui­ler de los que nunca os he hablado...

‑Sí, sí, ya me habéis dado ese motivo, y lo encuentro excelente.

‑Contando además con que, mientras me hagáis el honor de per­manecer en mi casa, no os hablaré nunca de vuestro alquiler futuro...

‑Muy bien.

‑Y añadid a eso, si fuera necesario, que cuento con ofreceros una cincuentena de pistolas si, contra toda probabilidad, os hallarais en apu­ros en este momento.

‑De maravilla; pero entonces, ¿sois rico, mi querido señor Bona­cieux?

‑Vivo con desahogo, señor, esa es la palabra; he amontonado al­go así como dos o tres mil escudos de renta en el comercio de la mer­cería, y sobre todo colocado al unos fondos en el último viaje del céle­bre navegante Jean Mocquet [L72] de suerte que, como comprenderéis, señor... ¡Ah! Pero... ‑exclamó el burgués.

‑¿Qué? ‑preguntó D'Artagnan.

‑¿Qué veo ahî?

‑¿Dónde?

‑En la calle, frente a vuestras ventanas, en el hueco de aquella puerta: un hombre embozado en una capa.

‑¡Es él! ‑gritaron a la vez D'Artagnan y el burgués, reconociendo los dos al mismo tiempo a su hombre.

‑¡Ah! Esta vez ‑exclamó D'Artagnan saltando sobre su espada‑, esta vez no se me escapará.

Y sacando su espada de la vaina, se precipitó fuera del aloja­miento.

En la escalera encontró a Athos y Porthos que venían a verle. Se apartaron. D'Artagnan pasó entre ellos como una saeta.

‑¡Vaya! ¿Adónde comes de ese modo? ‑le gritaron al mismo tiem­po los dos mosqueteros.

‑¡El hombre de Meung! ‑respondió D'Artagnan, y desapareció.

D'Artagnan había contado más de una vez a sus amigos su aventu­ra con el desconocido, así como la aparición de la bella viajera a la que aquel hombre había parecido confiar una misiva tan importante.

La opinión de Athos había sido que D'Artagnan había perdido su carta en la pelea. Un gentilhombre, según él ‑y, por la descripción que D'Artagnan había hecho del desconocido, no podía ser más que un gentilhombre‑, un gentilhombre debía ser incapaz de aquella baje­za, de robar una carta.

Porthos no había visto en todo aquello más que una cita amorosa dada por una dama a un caballero o por un caballero a una dama, y que había venido a turbar la presencia de D'Artagnan y de su caballo amarillo.

Aramis había dicho que esta clase de cosas, por ser misteriosas, más valía no profundizarlas.

Comprendieron, pues por algunas palabras escapadas a D'Artag­nan, de qué asunto se trataba, y como pensaron que después de ha­ber cogido a su hombre o haberlo perdido de vista, D'Artagnan termi­naría por volver a subir a su casa, prosiguieron su camino.

Cuando entraron en la habitación de D'Artagnan, la habitación es­taba vacía: el casero, temiendo las secuelas del encuentro que sin du­da iba a tener lugar entre el joven y el desconocido, había juzgado, de­bido a la exposición que él mismo había hecho de su carácter, que era prudente poner pies en polvorosa.

 

Capítulo IX

D'Artagnan se perfila

 

Como habían previsto Athos y Porthos, al cabo de una media hora D'Artagnan regresó. También esta vez había perdido a su hombre, que había desaparecido como por encanto. D'Artagnan había corrido, es­pada en mano, por todas las calles de alrededor, pero no había encon­trado nada que se pareciese a aquel a quien buscaba; luego, por fin, había vuelto a aquello por lo que habría debido empezar quizá, y que era llamar a la puerta contra la que el desconocido se había apoyado; pero fue inútil que hubiera hecho sonar diez o doce veces seguidas la aldaba, nadie había respondido, y los vecinos que, atraídos por el ruido, habían acudido al umbral de su puerta o habían puesto las narices en sus ventanas, le habían asegurado que aquella casa, cuyos vanos por otra parte estaban cerrados, estaba desde hace seis meses comple­tamente deshabitada.

Mientras D'Artagnan corría por calles y llamaba a las puertas, Ara­mis se había reunido con sus dos compañeros, de suerte que, al volver a su casa, D'Artagnan encontró la reunión al completo.

‑¿Y bien? ‑dijeron a una los tres mosqueteros al ver entrar a D'Ar­tagnan con el sudor en la frente y el rostro alterado por la cólera

‑¡Y bien! ‑exclamó éste arrojando la espada sobre la cama‑. Ese hombre tiene que ser el diablo en persona; ha desaparecido como un fantasma, como una sombra, como un espectro.

‑¿Creéis en las apariciones? ‑le preguntó Athos a Porthos.

‑Yo no creo más que en lo que he visto, y como nunca he visto apariciones, no creo en ellas.

‑La Biblia ‑dijo Aramis‑ hace ley el creer en ellas; la sombra de Samuel se apareció a Saúl [L73] y es un artículo de fe que me moles­taría ver puesto en duda, Porthos.

‑En cualquier caso, hombre o diablo, cuerpo o sombra, ilusión o realidad, ese hombre ha nacido para mi condenación, porque su fu­ga nos hace fallar un asunto soberbio, señores, un asunto en el que había cien pistolas y quizá más para ganar.

‑¿Cómo? ‑dijeron a la vez Porthos y Aramis.

En cuanto a Athos, fiel a su sistema de mutismo, se contentó con interrogar a D'Artagnan con la mirada.

‑Planchet ‑dijo D'Artagnan a su criado, que pasaba en aquel mo­mento la cabeza por la puerta entreabierta para tratar de sorprender algunas migajas de la conversación‑, bajad a casa de mi casero, el señor Bonacieux, y decidle que nos envíe media docena de botellas de vino de Beaugency: es el que prefiero.

‑¡Vaya! ¿Es que tenéis crédito con vuestro casero? ‑preguntó Porthos.

‑Sí ‑respondió D'Artagnan‑, desde hoy. Y estad tranquilos, que, si su vino es malo, le enviaremos a buscar otro.

‑Hay que usar y no abusar ‑dijo silenciosamente Aramis.

‑Siempre he dicho que D'Artagnan era la cabeza fuerte de noso­tros cuatro ‑dijo Athos, quien, despues de haber emitido esta opinión, a la que D'Artagnan respondió con un saludo, cayó al punto en su si­lencio acostumbrado.

‑Pero, en fin, veamos, ¿qué pasa? ‑preguntó Porthos.

‑Sí ‑dijo Aramis‑‑, confiádnoslo, mi querido amigo, a no ser que el honor de alguna dama se halle interesado por esa confidencia, en cuyo caso haríais mejor guardándola para vos.

‑Tranquilizaos ‑respondió D'Artagnan‑, ningún honor tendrá que quejarse de lo que tengo que deciros.

Y entonces contó a sus amigos palabra por palabra lo que acababa de ocurrir entre él y su huésped, y cómo el hombre que había raptado a la mujer del digno casero era el mismo con el que había tenido que disputar en la hostería del Franc Meunier.

‑Vuestro asunto no es malo ‑dijo Athos después de haber de­gustado el vino como experto a indicado con un signo de cabeza que lo encontraba bueno‑, y se podrá sacar de ese buen hombre de cin­cuenta a sesenta pistolas. Ahora queda por saber si cincuenta o sesen­ta pistolas valen la pena de arriesgar cuatro cabezas.

‑Pero prestad atención ‑exclamó D'Artagnan‑, hay una mujer en este asunto, una mujer raptada, una mujer a la que sin duda se ame­naza, a la que quizá se tortura, y todo ello porque es fiel a su ama.

‑Tened cuidado, D'Artagnan, tened cuidado ‑dijo Aramis‑, os acaloráis demasiado, en mi opinión, por la suerte de la señora Bona­cieux. La mujer ha sido creada para nuestra perdición, y de ella es de donde nos vienen todas nuestras miserias.

A esta sentencia de Aramis, Athos frunció el ceño y se mordió los labios.

‑No me inquieto por la señora Bonacieux [L74] ‑exclamó D'Arta­gnan‑, sino por la reina, a quien el rey abandona, a quien el cardenal persigue y que ve caer, una tras otra, las cabezas de todos sus amigos.

‑¿Por qué ella ama lo que más detestamos del mundo, a los es­pañoles y a los ingleses?

‑España es su patria ‑respondió D'Artagnan‑, y es muy lógico que ame a los españoles, que son hijos de la misma tierra que ella. En cuanto al segundo reproche que le hacéis, he oído decir que no amaba a los ingleses, sino a un inglés.

‑¡Y a fe mía ‑dijo Athos‑ hay que confesar que ese inglés es bien digno de ser amado! Jamás he visto mayor estilo que el suyo.

‑Sin contar con que se viste como nadie ‑dijo Porthos‑. Estaba yo en el Louvre el día en que esparció sus perlas, y, ipardiez!, yo cogí dos que vendí por diez pistolas la pieza. Y tú, Aramis, ¿le conoces?

‑Tan bien como vosotros, señores, porque yo era uno de aque­llos a los que se detuvo en el jardín de Amiens[L75] , donde me había in­troducido el señor de Putange[L76] , el caballerizo de la reina. En aquella época yo estaba en el seminario, y la aventura me pareció cruel para el rey.

‑Lo cual no me impediría ‑dijo D'Artagnan‑, si supiera dónde está el duque de Buckingham, cogerle por la mano y conducirle junto a la reina, aunque no fuera más que para hacer rabiar al señor carde­nal; porque nuestro verdadero, nuestro único, nuestro eterno enemi­go, señores, es el cardenal, y si pudiéramos encontrar un medio de jugarle alguna pasada cruel, confieso que comprometería de buen gra­do micabeza.

‑Y el mercero, D'Artagnan ‑prosiguió Athos‑, ¿os ha dicho que la reina pensaba que se había hecho venir a Buckingham con un falso aviso?

‑Eso teme ella.

‑Esperad ‑dijo Aramis.

‑¿Qué? ‑preguntó Porthos.

‑Seguid, seguid, trato de acordarme de las circunstancias.

‑Y ahora estoy convencido ‑dijo D'Artagnan‑, de que el rapto de esa mujer de la reina está relacionado con los acontecimientos de que hablamos, y quizá con la presencia de Buckingham en Paris.

‑El gascón está lleno de ideas ‑dijo Porthos con admiración.

‑Me gusta mucho oírle hablar ‑dijo Athos‑, su patois me divierte.

‑Señores ‑prosiguió Aramis‑, escuchad esto.

‑Escuchemos a Aramis ‑dijeron los tres amigos.

‑Ayer me encontraba yo en casa de un sabio doctor en teología al que consulto a veces por mis estudios...

Athos sonrió.

‑Vive en un barrio desierto ‑continuó Aramis‑, sus gustos, su profesión lo exigen. Y en el momento en que yo salía de su casa...

‑¿Y bien? ‑preguntaron sus oyentes‑. ¿En el momento en que salíais de su casa?

Aramis pareció hacer un esfuerzo sobre sí mismo, como un hom­bre que, en plena corriente de mentira, se ve detener por un obstáculo imprevisto; pero los ojos de sus tres compañeros estaban fijos en él, sus orejas esperaban abiertas, no había medio de retroceder.

‑Ese doctor tiene una nieta ‑continuó Aramis.

‑¡Ah! ¡Tiene una nieta! ‑interrumpió Porthos.

‑Dama muy respetable ‑dijo Aramis.

Los tres amigos se pusieron a reír.

‑¡Ah, si os reís o si dudáis ‑prosiguió Aramis‑, no sabréis nada!

‑Somos creyentes como mahometanos y mudos como catafalcos . ‑dijo Athos.

‑Entonces continúo ‑prosiguió Aramis‑. Esa nieta viene a veces a ver a su tío; y ayer ella, por casualidad, se encontraba allí al mismo tiempo que yo, y tuve que ofrecerme para conducirla a su carroza.

‑¡Ah! ¿Tiene una carroza la nieta del doctor? ‑interrumpió Por­thos, uno de cuyos defectos era una gran incontinencia de lengua‑. Buen conocimiento, amigo mío.

‑Porthos ‑prosiguió Aramis‑, ya os he hecho notar más de una vez que sois muy indiscreto, y que eso os perjudica con las mujeres.

‑Señores, señores ‑exclamó D'Artagnan, que entreveía el fon­do de la aventura‑, la cosa es seria; tratemos, pues, de no bromear si podemos. Seguid, Aramis, seguid.

‑De pronto, un hombre alto, moreno, con ademanes de gentil­hombre..., vaya, de la clase del vuestro, D'Artagnan.

‑El mismo quizá ‑dijo éste.

‑Es posible... ‑continuó Aramis‑ se acercó a mí, acompañado por cinco o seis hombres que le seguían diez pasos atrás, y con el tono más cortés me dijo: «Señor duque, y vos madame», continuó dirigién­dose a la dama a la que yo llevaba del brazo...

‑¿A la nieta del doctor?

‑¡Silencio, Porthos! ‑dijo Athos‑. Sois insoportable.

‑«Haced el favor de subir en esa carroza, y eso sin tratar de poner la menor resistencia, sin hacer el menor ruido.»

‑ Os había tomado por Buckingham! ‑exclamó D'Artagnan.

‑Eso creo ‑respondió Aramis.

‑Pero ¿y la dama? ‑preguntó Porthos.

‑¡La había tomado por la reina! ‑dijo D'Artagnan.

‑Exactamente ‑respondió Aramis.

‑¡El gascón es el diablo! ‑exclamó Athos‑. Nada se le escapa.

‑El hecho es ‑dijo Porthos‑ que Aramis es de la estatura y tie­ne algo de porte del hermoso duque; pero, sin embargo, me parece que el traje de mosquetero...

‑Yo tenía una capa enorme ‑dijo Aramis.

‑En el mes de julio, ¡diablos! ‑dijo Porthos‑. ¿Es que el doctor teme que seas reconocido?

‑Me cabe en la cabeza incluso ‑dijo Athos‑ que el espía se ha­ya dejado engañar por el porte; pero el rostro...

‑Yo llevaba un gran sombrero ‑dijo Aramis.

‑¡Dios mío, cuántas precauciones para estudiar teología!

‑Señores, señores ‑dijo D'Artagnan‑, no perdamos nuestro tiempo bromeando; dividámonos y busquemos a la mujer del merce­ro, es la llave de la intriga.

‑¡Una mujer de condición tan inferior! ¿Lo creéis, D'Artagnan? ‑‑preguntó Porthos estirando los labios con desprecio.

‑Es la ahijada de La Porte, el ayuda de cámara de confianza de la reina. ¿No os lo he dicho, señores.Y además, quizá sea un cálculo de Su Majestad haber ido, en esta ocasión, a buscar sus apoyos tan bajo. Las altas cabezas se ven de lejos, y el cardenal tiene buena vista.

‑¡Y bien! ‑dijo Porthos‑. Arreglad primero precio con el merce­ro, y buen precio.

‑Es inútil ‑dijo D'Artagnan‑ porque creo que, si no nos paga, quedaremos suficientemente pagados por otro lado.

En aquel momento, un ruido precipitado resonó en la escalera, la puerta se abrió con estrépito y el malhadado mercero se abalanzó en la habitación donde se celebraba el consejo.

‑¡Ah, señores! ‑exclamó‑ ¡Salvadme, en nombre del cielo, sal­vadme! Hay cuatro hombres que vienen para detenerme! ¡Salvadme, salvadme!

Porthos y Aramis se levantaron.

‑Un momento ‑exclamó D'Artagnan haciéndoles señas de que devolviesen a la vaina sus espadas medio sacadas‑; un momento, no es valor lo que aquí se necesita, es prudencia.

‑Sin embargo ‑exclamó Porthos‑, no dejaremos...

‑Vos dejaréis hacer a D'Artagnan ‑dijo Athos‑; es, lo repito, la cabeza fuerte de todos nosotros, y por lo que a mí se refiere, declaro que yo le obedezco. Haz lo que quieras, D'Artagnan.

En aquel momento, los cuatro guardias aparecieron a la puerta de la antecámara, y al ver a cuatro mosqueteros en pie y con la espada en el costado, dudaron seguir adelante.

‑Entrad, señores, entrad ‑gritó D'Artagnan‑, aquí estáis en mi casa, y todos nosotros somos fieles servidores del rey y del señor car­denal.

‑¿Entonces, señores, no os opondréis a que ejecutemos las órde­nes que hemos recibido? ‑preguntó aquel que parecía el jefe de la cuadrilla.

‑Al contrario, señores, y os echaríamos una mano si fuera nece­sario.

‑Pero ¿qué dice? ‑masculló Porthos.

‑Eres un necio ‑dijo Athos‑. ¡Silencio!

‑Pero me habéis prometido... ‑dijo en voz baja el pobre mercero.

‑No podemos salvaros más que estando libres ‑respondió rápi­damente y en voz baja D'Artagnan‑, y si hiciéramos ademán de de­fenderos, se nos detendría con vos.

‑Me parece, sin embargo...

‑Adelante, señores, adelante ‑dijo en voz alts D'Artagnan‑, no tengo ningún motivo para defender al señor. Le he visto hoy por pri­mera vez, y ¡en qué ocasión! El mismo os la dirá: para venir a recla­marme el precio de mi alquiler. ¿Es c¡erto, señor Bonacieux? ¡Respon­ded!

‑Es la verdad pura ‑exclamó el mercero-, pero el señor no os dice...

‑Silencio sobre mí, silencio sobre mis amigos, silencio sobre la rei­na sobre todo, o perderéis a todo el mundo sin salvaros. ¡Vamos, va­mos, señores, llevaos a este hombre!

Y D Artagnan empujó al mercero todo aturdido a las manos de los guardias, diciéndole:

‑Sois un tunante querido. ¡Venir a pedirme dinero a mí, a un mos­quetero! ¡A prisión, señores, una vez más, llevadle a prisión, y guar­dadle bajo llave el mayor tiempo posible, eso me dará tiempo para pagar!

Los esbirros se confundieron en agradecimientos y se llevaron su presa.

En el momento en que bajaban, D'Artagnan palmoteó sobre el hom­bro del jefe:

‑¿Y no beberé yo a vuestra salud y vos a la mía? ‑dijo llenando dos vasos de vino de Béaugency que tenía gracias a la liberalidad del señor Bonacieux.

‑Será para mí un gran honor ‑dijo el jefe de los esbirros‑, y acep­to con gratitud.

‑Entonces, a la vuestra, señor... ¿cómo os llamáis?

‑Boisrenad.

‑¡Señor Boisrenard!

‑¡A la vuestra, mi gentilhombre! ¿A vuestra vez, cómo os llamáis, si os place?

‑D Artagnan.

‑¡A la vuestra, señor D'Artagnan!

‑¡Y por encima de todas éstas ‑exclamó D'Artagnan como arre­batado por su entusiasmo‑, a la del rey y del cardenal!


Date: 2015-12-17; view: 499


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