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Los mosqueteros por dentro 1 page

 

Cuando D'Artagnan estuvo fuera del Louvre y hubo consultado a sus amigos sobre el empleo que debía hacer de su parte de las cuaren­ta pistolas, Athos le aconsejó que encargase una buena comida en la Pomme de Pin[L63] , Porthos que tomase un lacayo, y Aramis que se echase una amante conveniente.

La comida se celebró aquel mismo día, y el lacayo sirvió la mesa. La comida había sido encargada por Athos y el lacayo proporcionado por Porthos. Era un picardo al que el glorioso mosquetero había con­tratado aquel mismo día y para esta ocasión en el puente de la Tour­nelle, mientras hacía círculos al escupir en el agua.

Porthos había pretendido que tal ocupación era prueba de una or­ganización reflexiva y contemplativa, y lo había llevado sin más reco­mendación. La gran cara de aquel gentilhombre, a cuya cuenta se cre­yó contratado, había seducido a Planchet [L64] ‑tal era el nombre del picardo‑; hubo en él una ligera decepción cuando vio que el puesto estaba ya ocupado por un cofrade llamado Mosquetón y cuando Port­hos le hubo manifestado que la situación de su casa, aunque grande, no soportaba dos criados, y que tenía que entrar al servicio de D'Ar­tagnan. Sin embargo, cuando asistió a la comida que daba su amo y le vio sacar para pagar un puñado de oro de su bolsillo, creyó labrada su fortuna y agradeció al cielo haber caído en posesión de semejante Creso[L65] ; perseveró en esa opinion hasta después del festín, con cuyas sobras reparó largas abstinencias. Pero al hacer aquella noche la cama de su amo, las quimeras de Planchet se desvanecieron. La cama era lo único del alojamiento, que se componía de una antecámara y de un dormitorio. Planchet se acostó en la antecámara sobre una colcha sacada del lecho de D'Artagnan, de la que D'Artagnan prescindió en adelante.

Athos, por su parte, tenía un criado que había hecho ingresar a su servicio de una forma muy particular, y que se llamaba Grimaud. Era muy silencioso aquel digno señor. Hablamos de Athos, por supuesto. Desde hacía cinco o seis años vivía en la más profunda intimidad con sus compañeros Athos y Aramis, los cuales recordaban haberle visto sonreír a menudo, pero jamás le habían oído reír. Sus palabras eran breves y expresivas, diciendo siempre lo que querían decir, nada más: nada de adornos, nada de florituras, nada de arabescos. Su conversa­ción era un hecho sin ningún episodio.

Aunque Athos apenas tuviera treinta años y fuese de gran belleza de cuerpo y espíritu, nadie le conocía amantes. Jamás hablaba de mu­jeres. Sólo que no impedía que se hablase de ellas delante de él, aun­que fuera fácil ver que tal género de conversación, al que no se mez­claba más que con palabras amargas y observaciones misantrópicas, le era completamente desagradable. Su reserva, su hurañía y su mutis­mo hacían de él casi un viejo; para no ir contra sus costumbres había habituado a Grimaud a obedecerle a un simple gesto o a un simple movimiento de labios. No le hablaba más que en las circunstancias supremas.



A veces, Grimaud, que temía a su amo como al fuego, teniendo a la vez por su persona un gran apego y por su genio una gran venera­ción, creía haber entendido perfectamente lo que deseaba, se apresu­raba para ejecutar la orden recibida y hacía precisamente lo contrario. Entonces Athos se encogía de hombros y sin encolerizarse vapuleaba a Grimaud. Esos días hablaba un poco.

Porthos, como se habrá podido ver, tenía un carácter completa­mente opuesto al de Athos: no sólo hablaba mucho, sino que hablaba a voz en grito; poco le importaba por otro lado, hay que hacerle justi­cia, que se le escuchase o no; hablaba por el placer de hablar y por el placer de oírse; hablaba de todo salvo de ciencias, alegando a este respecto el odio inveterado que desde su infancia tenía, segun decía, a los sabios. Tenía menos estilo que Athos, y el sentimiento de su infe­rioridad a este respecto a menudo le había hecho, desde el comienzo de su relación, injusto con ese gentilhombre, al que se había esforzado por superar con sus espléndidos trajes. Pero con una simple casaca de mosquetero y sólo por su forma de echar atrás la cabeza y dar un pa­so, Athos ocupaba en el mismo instante el sitio que le era debido y relegaba al fastuoso Porthos a segunda fila. Porthos se consolaba lle­nando la antecámara del señor de Tréville y los cuerpos de guardia del Louvre con el estruendo de sus aventuras galantes, de las que Athos no hablaba nunca; y por el momento, tras haber pasado de la nobleza de ropa a la nobleza de espada, de la fontanera a la baronesa, no ha­bía para Porthos otra cosa que una princesa extranjera que le quería una_ enormidad.

Un viejo proverbio dice: «A tal amo, tal criado.» Pasemos, pues, del criado de Athos al criado de Porthos, de Grimaud a Mosquetón.

Mosquetón era un normando a quien su amo había cambiado el pacífico nombre de Boniface por el infinitamente más sonoro y belico­so de Mosquetón. Había entrado al servicio de Porthos a condición de ser vestido y alojado solamente, pero de modo magnífico; no exigía más que dos horas diarias para consagrarlas a una industria que debía bastarle a satisfacer sus demás necesidades. Porthos había aceptado el trato: la cosa iba de maravilla. Hacía cortar para Mosquetón jubones de sus vestidos viejos y de sus capas de repuesto, y gracias a un sastre muy inteligente que le ponía sus pingajos como nuevos dándoles la vuel­ta, y de cuya mujer se sospechaba que quería hacer descender a Port­hos de sus costumbres aristocráticas, Mosquetón hacía muy buena fi­gura detrás de su amo.

En cuanto a Aramis, cuyo carácter creemos haber expuesto sufi­cientemente ‑carácter que, por lo demás, como el de sus compañe­ros, podremos seguir en su desarrollo‑, su lacayo se llamaba Bazin. Debido a la esperanza que su amo tenía de recibir un día las órdenes, iba vestido siempre de negro, como debe estarlo el servidor de un ecle­siástico. Era un hombre del Berry, de treinta y cinco a cuarenta años, dulce, apacible, regordete, que ocupaba los ocios que su amo le deja­ba leyendo obras pías, haciendo si acaso para dos una cena de pocos platos pero excelente. Por lo demás, era mudo, ciego, sordo y de una fidelidad a toda prueba.

Ahora que conocemos, aunque no sea más que superficialmente, a amos y criados, pasemos a las viviendas ocupadas por cada uno de ellos.

Athos vivía en la calle Férou, a dos pasos del Luxemburgo; su alo­jamiento se componía de dos pequeñas habitaciones, muy decente­mente amuebladas, en una casa adornada, cuya hospedera aún joven y realmente todavía bella le ponía inútilmente ojos de cordera. Algu­nos retazos de un gran esplendor pasado se manifestaba aquí y allá en las paredes de este modesto alojamiento: era, por ejemplo, una es­pada, ricamente damasquinada, que remontaba por la forma a los tiem­pos de Francisco I y cuya empuñadura solamente, incrustada de pie­dras preciosas, podía valer doscientas pistolas y que sin embargo, en sus momentos de mayor penuria, Athos no había consentido nunca en empeñar ni en vender. Aquella espada había sido durante mucho tiempo la ambición de Porthos. Porthos habría dado diez años de su vida por poseer aquella espada.

Cierto día que tenía una cita con una duquesa, trató incluso de pe­dirla en préstamo a Athos. Athos, sin decir nada, vació sus bolsillos, amontonó todas sus joyas: bolsas, cordones y cadenas de oro, y ofre­ció todo a Porthos; pero en cuanto a la espada, le dijo, estaba empo­trada en su sitio y sólo debía dejarlo cuando su amo abandonara su alojamiento. Además de su espada, había también un retrato que re­presentaba a un señor de los tiempos de Enrique III, vestido con la ma­yor elegancia, y que llevaba la encomienda del Santo Espíritu, y este retrato tenía con Athos ciertos parecidos de líneas, ciertas similitudes de familia que indicaban que aquel gran señor, caballero de órdenes del rey, era su antepasado.

Finalmente, un cofre de magnífica orfebrería, con las mismas ar­mas que la espada y el retrato, hacía un juego de chimenea que se daba de patadas espantosamente con el resto de los adornos. Athos llevaba siempre consigo la llave de aquel cofre. Pero cierto día lo había abierto delante de Porthos, y Porthos había podido asegurarse de que el cofre no contenía más que cartas y papeles: cartas de amor y pape­les de familia sin duda.

Porthos vivía en un piso muy amplio y de aparencia suntuosa, en la calle del Vieux‑Colombier. Cada vez que pasaba con un amigo por delante de sus ventanas, en una de las cuales Mosquetón estaba siem­pre vestido con gran librea, Porthos alzaba la cabeza y la mano y decía: ¡He ahí mi mansión! Pero jamás se le encontraba en casa, jamás invita­ba a nadie a subir, y nadie podía hacerse una idea de lo que aquella suntuosa apariencia encerraba de riquezas reales.

En cuanto a Aramis, habitaba un pequeño piso compuesto por un gabinete un comedor y un dormitorio, dormitorio que, situado como el resto del alojamiento en la planta baja, daba a un pequeño jardín lozano, verde, umbroso a impenetrable a los ojos del vecindario.

En cuanto a D'Artagnan, ya sabemos cómo se había alojado y ya hemos trabado conocimientos con su lacayo, maese Planchet.

D'Artagnan, que era muy curioso por naturaleza, como lo son por lo demás las personas que tienen el genio de la intriga, hizo cuantos esfuerzos pudo por saber lo que eran realmente Athos, Porthos y Ara­mis; porque bajo esos nombres de guerra, cada uno de los jóvenes ocul­taba sus nombres de gentilhombre, Athos sobre todo, que olía a gran señor a la legua. Se dirigió, pues, a Porthos para informarse sobre Athos y Aramis, y a Aramis para conocer a Porthos.

Por desgracia, el propio Porthos no sabía de la vida de su silencio­so camarada más de lo que había dejado traslucir. Se decía que había tenido grandes fracasos en sus aventuras amorosas, y que una horrible traición había envenenado para siempre la vida de aquel hombre ga­lante. ¿Cuál era esa traición? Todos lo ignoraban.

En cuanto a Porthos, a excepción de su verdadero nombre, que sólo el señor de Tréville sabía, así como el de sus dos camaradas, su vida era fácil de conocer. Vanidoso a indiscreto, se veía a su través co­mo a través de un cristal. Lo único que hubiera podido despistar al in­vestigador habría sido creerse todo lo bueno que él mismo decía de sí.

En cuanto a Aramis, pese a su aire de no tener ningún secreto, era ‑ muchacho todo adobado en misterios, que respondía poco a las preguntas que se le hacían sobre los otros, y eludía aquellas que se le hacían sobre él. Un día, D'Artagnan, después de haberle interrogado largo tiempo sobre Porthos y haberse enterado del rumor que corría sobre las aventuras galantes del mosquetero con una princesa, quiso saber a qué atenerse sobre las aventuras de su interlocutor.

‑Y vos, querido compañero ‑le dijo‑, ¿vos qué habláis de las baronesas, de las condesas y de las princesas de los demás?

‑Perdón ‑interrumpió Aramis‑, he hablado porque el propio Porthos habla de ellas, porque ha gritado todas esas hermosas cosas delante de mí. Pero, mi querido señor D'Artagnan, creed que, si las hu­biera recibido de otra fuente, o si me hubieran sido confiadas, no ha­bría habido confesor más discreto que yo.

‑No lo dudo ‑prosiguió D'Artagnan‑; pero, en fin, me parece que vos mismo tenéis bastante familiaridad con los escudos de armas: testigo, cierto pañuelo bordado al que debo el honor de vuestro cono­cimiento.

Aramis aquella vez no se enfadó, sino que adoptó su aire más mo­desto y respondió afectuosamente:

‑Querido, no olvidéis que quiero ser de iglesia [L66] y que huyo de todas las ocasiones mundanas. Aquel pañuelo que visteis en modo al­guno me había sido confiado; había sido olvidado en mi casa por uno de mis amigos. Tuve que recogerlo para no comprometerlos, a él y a la dama a la que ama. En cuanto a mí, no tengo ni quiero tener aman­tes, siguiendo en esto el ejemplo muy juicioso de Athos, que no las tiene más que yo.

‑Pero, ¡qué diablos!, no sois abad, dado que sois mosquetero.

‑Mosquetero por ínterin, querido, como dice el cardenal, mos­quetero contra mi gusto, pero hombre de iglesia en el corazón, creed­me. Athos y Porthos me metieron ahí para entretenerme: tuve, en el momento de ser ordenado, una pequeña dificultad con... Pero esto apenas os interesa, y os robo un tiempo precioso.

‑Nada de eso, me interesa mucho ‑exclamó D'Artagnan‑, y por ahora no tengo absolutamente nada que hacer.

‑Sí, pero yo tengo que rezar mi breviario ‑respondió Aramis‑, después de componer algunos versos que me ha pedido la señora D'Aiguillon; luego debo pasar por la calle Saint‑Honoré, para comprar carmín para la señora de Chevreuse[L67] . Como veis, querido amigo, si nada os apremia, yo estoy muy apremiado.

Y Aramis tendió afectuosamente la mano a su joven compañero, y se despidió de él.

Por más esfuerzos que hizo, D'Artagnan no pudo saber más sobre sus tres nuevos amigos. Tomó, pues, la decisión de creer para el presente todo cuanto se decía de su pasado, esperando revelaciones más serias y más amplias del porvenir. Mientras tanto, consideró a Athos como a un Aquiles, a Porthos como a un Ayax, y a Aramis como a un José.

Por lo demás, la vida de los cuatro jóvenes era alegre. Athos juga­ba, y siempre con mala fortuna. Sin embargo, jamás pedía prestado un céntimo a sus amigos, aunque su bolsa estuviera sin cesar a su ser­vicio; y cuando había apostado sobre su palabra, siempre hacía des­pertar a su acreedor a la seis de la mañana para pagarle su deuda de la víspera.

Porthos tenía rachas: esos días, si ganaba, se le veía insolente y es­pléndido; si perdía, desaparecía por completo durante algunos días, al cabo de los cuales reaparecía con el rostro descolorido y mal gesto, pero con dinero en sus bolsillos.

En cuanto a Aramis, no jugaba jamás. Pero era el peor mosquete­ro y el invitado más desagradable que se pudiese ver. Tenía siempre que trabajar. A veces, en medio de una comida, cuando todos con la incitación del vino y el calor de la conversación, creían que había aún para dos o tres horas de permanencia en la mesa, Aramis miraba a su reloj, se levantaba con una graciosa sonrisa y se despedía de la compañía para ir, decía él, a consultar a un casuista con el que tenía cita. Otras veces regresaba a su alojamiento para escribir una tesis y rogaba a sus amigos no distraerle.

Entonces Athos sonreía con aquella encantadora sonrisa melancó­lica que tan bien sentaba a su noble figura, y Porthos bebía jurando que Aramis no sería nunca más que un cura de aldea.

Planchet, el criado de D'Artagnan, soportó noblemente la buena fortuna; recibía treinta sous [L68] diarios, y durante un mes venía al aloja­miento alegre como un pinzón y afable con su amo. Cuando el viento de la adversidad comenzó a soplar sobre la pareja de la calle des Fos­sayeurs, es decir, cuándo las cuarenta pistolas del rey Luis XIII fueron comidas o casi, comenzó con quejas que Athos encontró nauseabun­das Porthos indecentes y Aramis ridículas. Athos aconsejó, pues, a D'Ártágnan despedir al bribón; Porthos quería que antes lo apaleara, y Aramis pretendió que un amo no debía oír más que los cumplidos que se hacen de él.

‑Es muy fácil para vos decir eso ‑dijo D'Artagnan‑; a vos, Athos, que vivís mudo con Grimaud, que le prohibís hablar y que, por tanto, no tenéis nunca malas palabras con él; a vos, Porthos, que lle­váis un tren magnífico y que sois un dios para vuestro criado Mosque­tón, y a vos finalmente, Aramis, que siempre distraído por vuestros estudios teológicos, inspiráis un profundo respeto a vuestro servidor Bazin, hombre dulce y religioso; pero yo, que no tengo ni consistencia ni recursos, yo, que no soy mosquetero ni siquiera guardia, yo, ¿qué haré yo para inspirar cariño, temor o respeto a Planchet?

‑La cosa es grave ‑respondieron los tres amigos‑; es un asunto interno; con los criados ocurre como con las mujeres, hay que poner­los en seguida en el sitio que uno desea que permanezcan. Reflexio­nad, pues.

D'Artagnan reflexionó y se decidió por vapulear a Planchet provi­sionalmente, cosa que fue ejecutada con la conciencia que D’Artag­nan ponía en todo; luego, después de haberlo vapuleado bien, le pro­hibió abandonar su servicio sin su permiso. Porque, añadió, el porve­nir no me puede fallar; espero inevitablemente tiempos mejores. Tu fortuna está, pues, hecha si te quedas a mi lado, y yo soy demasiado buen amo para privarte de tu fortuna concediéndote el despido que me pides.

Esta manera de actuar infundió en los mosqueteros mucho respeto hacia la política de D'Artagnan, Planchet quedó igualmente admirado y no habló más de irse.

La vida de los cuatro jóvenes se había hecho común; D'Artagnan, que no tenía ningún hábito, puesto que llegaba de su provincia y caía en medio de un mundo totalmente nuevo para él, tomó por eso los hábitos de sus amigos.

Se levantaban hacia las ocho en invierno, hacia las seis en verano, y se iban a recibir órdenes y a ver cómo iban los asuntos del señor de Tréville. D'Artagnan, aunque no fuese mosquetero, hacía el servicio con una puntualidad conmovedora: estaba siempre de guardia, por­que siempre hacía compañía a aquel de sus tres amigos que montaba la suya. Se le conocía en el palacio [L69] de los mosqueteros y todos le te­nían por un buen camarada; el señor de Tréville, que le había aprecia­do a la primera ojeada y que le tenía verdadero afecto, no cesaba de recomendarlo al rey.

Por su parte, los tres mosqueteros querían mucho a su joven ca­marada. La amistad que unía a aquellos cuatro hombres, y la necesi­dad de verse tres o cuatro veces por día, bien para un duelo, bien para asuntos, bien por placer, les hacían correr sin cesar a unos tras otros como sombras; y se encontraba siempre a los inseparables buscándose del Luxemburgo a la plaza Saint‑Sulpice, o de la calle del Vieux-­Colombier al Luxemburgo.

Mientras tanto, las promesas del señor de Tréville seguían su cur­so. Un buen día, el rey ordenó al señor caballero Des Essarts tomar a D'Artagnan como cadete en su compáñía de guardias. D'Artagnan endosó suspirando aquel uniforme que hubiera querido trocar, al pre­cio de diez años de su existencia, por la casaca de mosquetero. Pero el señor de Tréville prometió aquel favor tras un noviciado de dos años, noviciado que podía ser abreviado por otra parte si se le presentaba a D'Artagnan ocasión de hacer algún servicio al rey o de acometer al­guna acción brillante. D'Artagnan se retiró con esta promesa y desde el día siguiente comenzó su servicio.

Entonces fue cuando les llegó a Athos, Porthos y Aramis el turno de montar guardia con D'Artagnan cuando estaba de guardia. La com­pañía del señor caballero Des Essarts tomó así cuatro hombres en lugar de uno el día en que tomó a D'Artagnan.

 

 

Capítulo VIII

Una intriga de corte

 

Sin embargo, las cuarenta pistolas del rey Luis XIII, como todas las cosas de este mundo, después de haber tenido un comienzo habían tenido un fin, y a partir de ese fin nuestros cuatro compañeros habían caído en apuros. Al principio Athos sostuvo durante algún tiempo a la asociación con sus propios dineros. Le había sucedido Porthos. y gracias a una de esas desapariciones a las que estaban habituados. du­rante casi quince días había subvenido aún a las necesidades de todos; por fin había llegado la vez de Aramis, que había cumplido de buena gana, y que, según decía, vendiendo sus libros de teología había logra­do procurarse algunas pistolas.

Entonces, como de costumbre, recurrieron al señor de Tréville, que dio algunos adelantos sobre el sueldo; pero aquellos adelantos no po­dían llevar muy lejos a tres mosqueteros que tenían muchas cuentas atrasadas, y a un guardia que no las tenía siquiera.

Finalmente, cuando se vio que iba a faltar de todo, se reunieron en un último esfuerzo ocho o diez pistolas que Porthos jugó. Desgra­ciadamente, estaba en mala vena: perdió todo, además de veinticinco pistolas sobre palabra.

Entonces los apuros se convirtieron en penuria: se vio a los ham­brientos seguidos de sus lacayos correr las calles y los cuerpos de guar­dia, trincando de sus amigos de fuera todas las cenas que pudieron encontrar; porque, siguiendo la opinión de Aramis, en la prosperidad había que sembrar comidas a diestro y siniestro para recoger algunas en la desgracia.

Athos fue invitado cuatro veces y llevó cada vez a sus amigos con sus criados. Porthos tuvo seis ocasiones a hizo lo propio con sus cama­radas; Aramis tuvo ocho. Era un hombre que, como se habrá podido comprender, hacía poco ruido y mucha tarea.

En cuanto a D'Artagnan, que no conocía aún a nadie en la capital, no halló más que un desayuno de chocolate en casa de un cura de su región, y una cena en casa de un corneta de los guardias. Llevó su ejército a casa del cura, a quien devoraron sus provisiones de dos meses, y a casa del corneta, que hizo maravillas; pero, como decía Plan­chet, sólo se come una vez, aunque se coma mucho.

D'Artagnan se encontró, pues, bastante humillado por no tener mas que una comida y media ‑porque el desayuno en casa del cura no podía contar más que por media comida‑ que ofrecer a sus compa­ñeros a cambio de los festines que se habían procurado Athos, Porthos y Aramis. Se creía en deuda con la sociedad, olvidando, en su buena fe completamente juvenil, que él había alimentado a aquella compañía durante un mes, y su espíritu inquieto se puso a trabajar activamente. Reflexionó que aquella coalición de cuatro hombres jóvenes, valien­tes, emprendedores y activos debía tener otra meta que paseos conto­neándose, lecciones de esgrima y bromas más o menos ingeniosas.

En efecto, cuatro hombres como ellos, cuatro hombres consagra­dos unos a otros desde la bolsa hasta la vida, cuatro hombres apoyán­dose siempre, sin retroceder nunca, ejecutando aisladamente o juntos las resoluciones adoptadas en común: cuatro brazos amenazando los cuatro puntos cardinales o volviéndose hacia un solo punto debían in­evitablemente, bien de modo subterráneo, bien a la luz, bien a cara descubierta, bien mediante labor de zapa, bien por la astucia, bien por la fuerza, abrirse camino hacia la meta que quisieran alcanzar, por más prohibida o alejada que estuviese. Lo único que asombraba a D'Ar­tagnan es que sus compañeros no hubieran pensado esto.

El sí, él lo pensaba, y seriamente incluso, estrujándose el cerebro para encontrar dirección a aquella fuerza única multiplicada por cua­tro, con la que no dudaba que, como con la palanca que buscaba Ar­químedes[L70] , se podía levantar el mundo, cuando llamaron suavemente a la puerta. D'Artagnan despertó a Planchet y le ordenó ir a abrir.

Que de la frase, «D'Artagnan despertó a Planchet», el lector no va­ya a suponer que era de noche o que aún no había llegado el día. ¡No! Acababan de sonar las cuatro. Planchet, dos horas antes, había venido a pedir de cenar a su amo, que le respondió con el refrán: «Quien duer­me come». Y Planchet comía durmiendo.

Fue introducido un hombre de cara bastante simple y que tenía as­pecto de burgués.

De buena gana hubiera querido Planchet, para postre, oír la con­versación; pero el burgués declaró a D'Artagnan que por ser importan­te y confidencial lo que tenía que decirle deseaba permanecer a solas con él.

D'Artagnan despidió a Planchet e hizo sentarse a su visitante.

Hubo un momento de silencio durante el cual los dos hombres se miraron para establecer un conocimiento previo, tras lo cual D'Ar­tagnan se inclinó en señal de que escuchaba.

‑He oído hablar del señor D'Artagnan como de un joven muy va­liente ‑dijo el burgués‑, y esa reputación de que goza con motivo me ha decidido a confiarle un secreto.

‑Hablad, señor, hablad ‑dijo D'Artagnan, que por instinto olfa­teó algo ventajoso.

El burgués hizo una nueva pausa y continuó:

‑Mi mujer es costurera de la reina, señor, y no carece ni de pru­dencia ni de belleza. Hace casi tres años que me hicieron desposarla, aunque no tenía más que una pequeña dote, porque el señor de La Porte [L71] el portamantas de la reina, es su padrino y la protege...

‑¿Y bien, señor? ‑preguntó D'Artagnan.

‑¡Pues bien! ‑prosiguió el burgués‑. Pues bien señor, mi mujer ha sido raptada ayer por la mañana cuando salía de su cuarto de trabajo.

‑¿Y quién ha raptado a vuestra mujer?

‑Con seguridad no sé nada, señor, pero sospecho de alguien.

‑¿Y quién es esa persona de la que sospecháis?

‑Un hombre que la perseguía desde hace tiempo.

‑¡Diablos!

‑Pero permitid que os diga, señor ‑prosiguió el burgués‑, que estoy convencido de que en todo esto hay menos amor que política.

‑Menos amor que política ‑dijo D'Artagnan con un gesto pensa­tivo‑. ¿Y qué sospecháis?

‑No sé si debería deciros lo que sospecho...

‑Señor, os haré observar que yo no os pido absolutamente nada. Sois vos quien habéis venido. Sois vos quien me habéis dicho que te­néis un secreto que confiarme. Obrad, pues, a vuestro gusto, aún es­táis a tiempo de retiraros.

‑No, señor, no; me parecéis un joven honesto, y tendré confian­za en vos. Creo, pues, que mi mujer no ha sido detenida por sus amo­res, sino por los de una dama más importante que ella.


Date: 2015-12-17; view: 511


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