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Capítulo VII 4 page

Luego el señor de Tréville hizo un gesto con la mano y todos se retiraron excepto D'Artagnan, que no olvidaba que tenía audiencia y que, con su tenacidad de gascón, había permanecido en el mismo sitio.

Cuando todo el mundo hubo salidoy la puerta fue cerrada, el se­ñor de Tréville se volvió y se encontró solo con el joven. El suceso que acababa de ocurrir le había hecho perder algo el hilo de sus ideas. Se informó de lo que quería el obstinado solicitante. D'Artagnan entonces dio su nombre, y el señor de Tréville, trayendo a su memoria de golpe todos sus recuerdos del presente y del pasado, se puso al corriente de la situación.

‑Perdón ‑le dijo sonriente‑, perdón, querido compatriota, pe­ro os había olvidado por completo. ¡Qué queréis! Un capitán no es na­da más que un padre de familia cargado con una responsabilidad ma­yor que un padre de familia normal. Los soldados son niños grandes; pero como debo hacer que las órdenes del rey, y sobre todo las del señor cardenal, se cumplan...

D'Artagnan no pudo disimular una sonrisa. Ante ella, el señor de Tréville pensó que no se las había con un imbécil y, yendo derecho al grano, cambiando de conversación, dijo:

‑Quise mucho a vuestro señor padre. ¿Qué puedo hacer por su hijo? Daos prisa, mi tiempo no es mío.

‑Señor ‑dijo D'Artagnan‑, al dejar Tarbes y venir hacia aquí, me proponía pediros, en recuerdo de esa amistad cuya memoria no habéis perdido, una casaca de mosquetero; pero después de cuanto he visto desde hace dos horas, comprendo que un favor semejante se­ría enorme, y tiemblo de no merecerlo.

‑En efecto, joven, es un favor ‑respondió el señor de Tréville‑; pero quizá no esté tan por encima de vos como creéis o fingís creerlo. Sin embargo, una decisión de Su Majestad ha previsto este caso, y os anuncio con pesar que no se recibe a nadie como mosquetero antes de la prueba previa de algunas campañas, de ciertas acciones de brillo, o de un servicio de dos años en algún otro regimiento menos favoreci­do que el nuestro.

D'Artagnan se inclinó sin responder nada. Se sentía aún más de­seoso de endosarse el uniforme de mosquetero desde que había tan grandes dificultades en obtenerlo.

‑Pero ‑prosiguió Tréville fijando sobre su compatriota una mira­da tan penetrante que se hubiera dicho que quería leer hasta el fondo de su corazón‑, pero por vuestro padre, antiguo compañero mío co­mo os he dicho, quiero hacer algo por vos, joven. Nuestros cadetes de Béarn no son por regla general ricos, y dudo de que las cosas ha­yan cambiado mucho de cara desde mi salida de la provincia. No de­béis tener, para vivir, demasiado dinero que hayáis traído con vos.



D'Artagnan se irguió con un ademán orgulloso que quería decir que él no pedía limosna a nadie.

‑Está bien, joven, está bien ‑continuó Tréville‑ ya conozco esos ademanes; yo vine a Paris con cuatro escudos en mi bolsillo, y me hu­biera batido con cualquiera que me hubiera dicho que no me hallaba en situación de comprar el Louvre.

D'Artagnan se irguió más y más; gracias a la venta de su caballo, comenzaba su carrera con cuatro escudos más de los que el señor de Tréville había comenzado la suya.

‑Debéis, pues, decía yo, tener necesidad de conservar lo que tenéis, por fuerte que sea esa suma; pero debéis necesitar también per­feccionaros en los ejercicios que convienen a un gentilhombre. Escribiré hoy mismo una carta al director de la Academia Real y desde mañana os recibirá sin retribución alguna. No rechacéis este pequeño favor. Nuestros gentileshombres de mejor cuna y más ricos lo solicitan a veces sin poder obtenerlo. Aprenderéis el manejo del caballo, esgrima y danza; haréis buenos conocimientos, y de vez en cuando volveréis a verme para decirme cómo os encontráis y si puedo hacer algo por vos.

Por desconocedor que fuera D'Artagnan de las formas de la corte, se dio cuenta de la frialdad de aquel recibimiento.

‑¡Desgraciadamente, señor ‑dijo‑ veo la falta que hoy me ha­ce la carta de recomendación que mi padre me había entregado para vos!

‑En efecto ‑respondió el señor de Tréville‑, me sorprende que hayáis emprendido tan largo viaje sin ese viático obligado, único recur­so de nosotros los bearneses.

‑La tenía, señor, y, a Dios gracias, en buena forma ‑exclamó D'Artagnan‑; pero me fue robada pérfidamente.

Y contó toda la escena de Meung, describió al gentilhombre desco­nocido en sus menores detalles, todo ello con un calor y una verdad que encantaron al señor de Tréville.

‑Sí que es extraño ‑dijo este último pensando‑. ¿Habíais habla­do de mí en voz alta?

‑Sí, señor, sin duda cometí esa imprudencia; qué queréis, un nom­bre como el vuestro debía servirme de escudo en el camino. ¡Juzgad si me puse a cubierto a menudo!

La adulación estaba muy de moda entonces, y el señor de Tréville amaba el incienso como un rey o como un cardenal. No pudo impe­dirse por tanto sonreír con satisfacción visible, pero aquella sonrisa se borró muy pronto, volviendo por sí mismo a la aventura de Meung.

‑Decidme ‑repuso‑, ¿no tenía ese gentilhombre una ligera ci­catriz en la sien?

‑Sí, como lo haría la rozadura de una bala.

‑¿No era un hombre de buen aspecto?

‑Sí.

‑¿Y de gran estatura?

‑Sí.

‑¿Pálido de tez y moreno de pelo?

‑Sí, sí, eso es. ¿Cómo es, señor, que conocéis a ese hombre? ¡Ah, si alguna vez lo encuentro, y os juro que lo encontraré, aunque sea en el infierno...!

‑¿Esperaba a una mujer? ‑prosiguió Tréville.

‑Al menos se marchó tras haber hablado un instante con aquella a la que esperaba.

‑¿No sabéis cuál era el tema de su conversación?

‑El le entregaba una caja, le decía que aquella caja contenía sus instrucciones, y le recomendaba no abrirla hasta Londres.

‑¿Era inglesa esa mujer?

‑La llamaba Milady.

‑¡El es! ‑murmuró Tréville‑. ¡El es! Y yo le creía aún en Bruselas.

‑Señor, sabéis quién es ese hombre ‑exclamó D'Artagnan‑. In­dicadme quién es y dónde está, y os libero de todo, incluso de vuestra promesa de hacerme ingresar en los mosqueteros; porque antes que cualquier otra cosa quiero vengarme.

‑Guardaos de ello, joven ‑exclamó Tréville‑; antes bien, si lo veis venir por un lado de la calle, pasad al otro. No os enfrentéis a se­mejante roca: os rompería como a un vaso.

‑Eso no impide ‑dijo D'Artagnan‑ que si alguna vez lo en­cuentro...

‑Mientras tanto ‑prosiguió Tréville‑, no lo busquéis, si tengo algún consejo que daros.

De pronto Tréville se detuvo, impresionado por una sospecha sú­bita. Aquel gran odio que manifestaba tan altivamente el joven viajero por aquel hombre que, cosa bastante poco verosímil, le había robado la carta de su padre, aquel odio ¿no ocultaba alguna perfidia? ¿No le habría sido enviado aquel joven por Su Eminencia? ¿No vendría para tenderle alguna trampa? Ese presunto D'Artagnan ¿no sería un emisa­rio del cardenal que trataba de introducirse en su casa, y que le habían puesto al lado para sorprender su confianza y para perderlo más tarde, como mil veces se había hecho? Miró a D'Artagnan más fijamente aún que la vez primera. Sólo se tranquilizó a medias por el aspecto de aquellá fisonomía chispeante de ingenio astuto y de humildad afectada.

«Sé de sobra que es gascón ‑pensó‑. Pero puede serlo tanto para el cardenal como para mí. Veamos, probémosle.»

‑Amigo mío ‑le dijo lentamente‑ quiero, como a hijo de mi viejo amigo (porque tengo por verdadera la historia de esa carta perdi­da), quiero ‑dijo‑, para reparar la frialdad que habéis notado ante todo en mi recibimiento, descubriros los secretos de nuestra política. El rey y el cardenal son los mejores amigos del mundo: sus aparentes altercados no son más que para engañar a los imbéciles. No pretendo que un compatriota, un buen caballero, un muchacho valiente, hecho para avanzar, sea víctima de todos esos fingimientos y caiga como un necio en la trampa, al modo de tantos otros que se han perdido por ello. Pensad que yo soy adicto a estos dos amos todopoderosos, y que nunca mis diligencias serias tendrán otro fin que el servicio del rey y del señor cardenal, uno de los más ilustres genios que Francia ha pro­ducido. Ahora, joven, regulad vuestra conducta sobre esto, y si tenéis, bien por familia, bien por amigos, bien por propio instinto, alguna de esas enemistades contra el cardenal semejante a las que vemos manifes­tarse en los gentileshombres, decidme adiós y despidámonos. Os ayudaré en mil circunstancias, pero sin relacionaros con mi persona. Espero que mi franqueza, en cualquier caso, os hará amigo mío; porque sois, hasta el presente, el único joven al que he hablado como lo hago.

Tréville se decía aparte para sí:

«Si el cardenal me ha despachado a este joven zorro, a buen se­guro, él, que sabe hasta qué punto lo execro, no habrá dejado de decir a su espía que el mejor medio de hacerme la corte es echar pestes de él; así, pese a mis protestas, el astuto compadre va a responderme con toda seguridad que siente horror por Su Eminencia.»

Ocurrió de muy otra forma a como esperaba Tréville; D'Artagnan respondió con la mayor simplicidad:

‑Señor, llego a París con intenciones completamente idénticas. Mi padre me ha recomendado no aguantar nada salvo del rey, del señor cardenal y de vos, a quienes tiene por los tres primeros de Francia.

D'Artagnan añadía el señor de Tréville a los otros dos, como pode­mos darnos cuenta; pero pensaba que este añadido no tenía por qué estropear nada.

‑Tengo, pues, la mayor veneración por el señor cardenal ‑conti­nuó‑, y el más profundo respeto por sus actos. Tanto mejor para mí, señor, si me habláis, como decís, con franqueza; porque entonces me haréis el honor de estimar este parecido de gustos; mas si habéis teni­do alguna desconfianza, muy natural por otra parte, siento que me pierdo diciendo la verdad; pero, tanto peor; así no dejaréis de estimar­me, y es lo que quiero más que cualquier otra cosa en el mundo.

El señor de Tréville quedó sorprendido hasta el extremo. Tanta pe­netración, tanta franqueza, en fin, le causaba admiración, pero no disi­paba enteramente sus dudas; cuanto más superior fuera este joven a los demás, tanto más era de temer si se engañaba. Sin embargo, apre­tó la mano de D'Artagnan, y le dijo:

‑Sois un joven honesto, pero en este momento no puedo hacer nada por vos más que lo que os he ofrecido hace un instante. Mi pala­cio estará siempre abierto para vos. Más tarde, al poder requerirme a todas horas y por tanto aprovechar todas las ocasiones, obtendréis pro­bablemente lo que deseáis obtener.

‑Eso quiere decir, señor ‑prosiguió D'Artagnan‑, que esperáis a que vuelva digno de ello. Pues bien, estad tranquilo, ‑añadió con la familiaridad del gascón‑, no esperaréis mucho tiempo.

Y saludó para retirarse como si el resto corriese en adelante de su cuenta.

‑Pero esperad ‑dijo el señor de Tréville deteniéndolo‑, os he prometido una carta para el director de la Academia. ¿Sois demasiado orgulloso para aceptarla, mi joven gentilhombre?

‑No, señor ‑dijo D'Artagnan‑; os respondo que no ocurrirá con esta como con la otra. La guardaré tan bien que os juro que llegará a su destino, y ¡ay de quien intente robármela!

El señor de Tréville sonrió ante esa fanfarronada y, dejando a su joven compatriota en el vano de la ventana, donde se encontraba y donde habían hablado juntos, fue a sentarse a una mesa y se puso a escribir la carta de recomendación prometida. Durante ese tiempo, D'Ar­tagnan, que no tenía nada mejor que hacer, se puso a batir una mar­cha contra los cristales, mirando a los mosqueteros que se iban uno tras otro, y siguiéndolos con la mirada hasta que desaparecían al vol­ver la calle.

El señor de Tréville, después de haber escrito la carta, la selló y, levantándose, se acercó al joven para dársela; pero en el momento mis­mo en que D'Artagnan extendía la mano para recibirla, el señor de Tré­ville quedó completamante estupefacto al ver a su protegido dar un salto, enrojecer de cólera y lanzarse fuera del gabinete gritando:

‑¡Ah, maldita sea! Esta vez no se me escapará.

‑¿Pero quién? ‑preguntó el señor de Tréville.

‑¡El, mi ladrón! ‑respondió D'Artagnan‑. ¡Ah, traidor!

Y desapareció.

‑¡Diablo de loco! ‑murmuró el señor de Tréville‑. A menos ‑añadió‑ que no sea una manera astuta de zafarse, al ver que ha marrado su golpe.

 

Capítulo IV

El hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramis

 

D'Artagnan, furioso, había atravesado la antecámara de tres saltos y se abalanzaba a la escalera cuyos escalones contaba con descender de cuatro en cuatro cuando, arrastrado por su camera, fue a dar de cabeza en un mosquetero que salía del gabinete del señor de Tréville por una puerta de excusado; y al golpearle con la frente en el hombro, le hizo lanzar un grito o mejor un aullido.

‑Perdonadme ‑dijo D'Artagnan tratando de reemprender su carrera‑, perdonadme, pero tengo prisa.

Apenas había descendido el primer escalón cuando un puño de hie­rro le cogió por su bandolera y lo detuvo.

‑¡Tenéis prisa! ‑exclamó el mosquetero, pálido como un lienzo‑. Con ese pretexto golpeáis, decís: «Perdonadme», y creéis que eso basta. De ningún modo, amiguito. ¿Creéis que porque habéis oído al señor de Tréville hablarnos un poco bruscamente hoy, se nos puede tratar como él nos habla? Desengañaos, compañero; vos no sois el señor de Tréville.

‑A fe mía ‑replicó D'Artagnan al reconocer a Athos, el cual, tras el vendaje realizado por el doctor, volvía a su alojamiento‑, a fe mía que no lo he hecho a propósito, ya he dicho «Perdonadme». Me pare­ce, pues, que es bastante. Sin embargo, os lo repito, y esta vez es qui­zá demasiado, palabra de honor, tengo prisa, mucha prisa. Soltadme, pues, osto suplico y dejadme ir a donde tengo que hacer.

‑Señor ‑dijo Áthos soltándole‑, no sois cortés. Se ve que venís de lejos.

D'Artagnan había ya salvado tres o cuatro escalones, pero a la observación de Athos se detuvo en seco.

‑¡Por todos los diablos, señor! ‑dijo‑. Por lejos que venga no sois vos quien me dará una lección de Buenos modales, os lo advierto.

‑Puede ser ‑dijo Athos.

‑Ah, si no tuviera tanta prisa ‑exclamó D'Artagnan‑, y si no corriese detrás de uno...

‑Señor apresurado, a mí me encontraréis sin comer, ¿me oís?

‑¿Y dónde, si os place?

‑Junto a los Carmelitas Descalzos[L44] .

‑¿A qué hora?

‑A las doce.

‑A las doce, de acuerdo, allí estaré.

‑Tratad de no hacerme esperar, porque a las doce y cuarto os prevengo que seré yo quien coma tras vos y quien os corte las orejas a la camera.

‑¡Bueno! ‑le gritó D'Artagnan‑. Que sea a las doce menos diez.

Y se puso a comer como si lo llevara el diablo, esperando encontrar todavía a su desconocido, a quien su paso tranquilo no debía haber llevado muy lejos.

Pero a la puerta de la calle hablaba Porthos con un soldado de guar­dia. Entre los dos que hablaban, había el espacio justo de un hombre. D'Artagnan creyó que aquel espacio le bastaría, y se lanzó para pasar como una flecha entre ellos dos. Pero D'Artagnan no había contado con el viento. Cuando iba a pasar, el viento sacudió en la amplia capa de Porthos, y D'Artagnan vino a dar precisamente en la capa. Sin du­da, Porthos tenía razones para no abandonar aquella parte esencial de su vestimenta, porque en lugar de dejar ir el faldón que sostenía, tiró de él, de tal suerte que D'Artagnan se enrolló en el terciopelo con un movimiento de rotación que explica la resistencia del obstinado Porthos.

D'Artagnan, al oír jurar al mosquetero, quiso salir de debajo de la capa que lo cegaba, y buscó su camino por el doblez. Temía sobre to­do haber perjudicado el lustre del magnífico tahalí que conocemos; pero, al abrir tímidamente los ojos, se encontró con la nariz pegada entre los dos hombros de Porthos, es decir, encima precisamente del tahalí.

¡Ay!, como la mayoría de las cosas de este mundo que sólo tienen apariencia el tahalí era de oro por delante y de simple búfalo por de­trás. Porthos, como verdadero fanfarrón que era, al no poder tener un tahalí de oro, completamente de oro, tenía por lo menos la mitad; se comprende así la necesidad del resfriado y la urgencia de la capa.

‑¡Por mil diablos! ‑gritó Porthos haciendo todo lo posible por de­sembarazarse de D'Artagnan que le hormigueaba en la espalda‑. ¿Te­néis acaso la rabia para lanzaros de ese modo sobre las personas?

‑Perdonadme ‑dijo D'Artagnan reapareciendo bajo el hombro del gigante‑, pero tengo mucha prisa, como detrás de uno, y...

‑¿Es que acaso olvidáis vuestros ojos cuando corréis? ‑preguntó Porthos.

‑No ‑respondió D'Artagnan picado‑, no, y gracias a mis ojos veo incluso lo que no ven los demás.

Porthos comprendió o no comprendió; lo cierto es que dejándose llevar por su cólera dijo:

‑Señor, os desollaréis, os lo aviso, si os restregáis así en los mos­queteros.

‑¿Desollar, señor? ‑dijo D'Artagnan‑. La palabra es dura.

‑Es la que conviene a un hombre acostumbrado a mirar de frente a sus enemigos.

‑¡Pardiez! De sobra sé que no enseñáis la espalda a los vuestros.

Y el joven, encantado de su travesura, se alejó riendo a mandíbula batiente.

Porthos echó espuma de rabia a hizo un movimiento para precipi­tarse sobre D'Artagnan.

‑Más tarde, más tarde ‑le gritó éste‑, cuando no tengáis vues­tra capa.

‑A la una, pues, detrás del Luxemburgo.

‑Muy bien, a la una ‑respondió D'Artagnan volviendo la esqui­na de la calle.

Pero ni en la calle que acababa de recorrer, ni en la que abarcaba ahora con la vista vio a nadie. Por despacio que hubiera andado el des­conocido, había hecho camino; quizá también había entrado en algu­na casa. D'Artagnan preguntó por él a todos los que encontró, bajó luego hasta la barcaza[L45] , subió por la calle de Seine y la Croix Rouge; pero nada, absolutamente nada. Sin embargo, aquella carrera le resul­tó beneficiosa en el sentido de que a medida que el sudor inundaba su frente su corazón se enfriaba.

Se puso entonces a reflexionar sobre los acontecimientos que aca­baban de ocurrir; eran abundantes y nefastos: eran las once de la ma­ñana apenas, y la mañana le había traído ya el disfavor del señor de Tréville, que no podría dejar de encontrar algo brusca la forma en que D’Artagnan lo había abandonado.

Además, había pescado dos buenos duelos con dos hombres ca­paces de matar, cada uno, tres D'Artagnan; en fin, con dos mosque­teros, es decir, con dos de esos seres que él estimaba tanto que los ponía, en su pensamiento y en su corazón, por encima de todos los demás hombres.

La coyuntura era triste. Seguro de ser matado por Athos, se com­prende que el joven no se inquietara mucho de Porthos. Sin embargo, como la esperanza es lo último que se apaga en el corazón del hom­bre, llegó a esperar que podría sobrevivir, con heridas terribles, por supuesto, a aquellos dos duelos, y, en caso de supervivencia, se hizo para el futuro las reprimendas siguientes:

‑¡Qué atolondrado y ganso soy! Ese valiente y desgraciado Athos estaba herido justamente en el hombro contra el que yo voy a dar con la cabeza como si fuera un morueco. Lo único que me extraña es que no me haya matado en el sitio; estaba en su derecho y el dolor que le he causado ha debido de ser atroz. En cuanto a Porthos..., ¡oh, en cuanto a Porthos, a fe que es más divertido!

Y a pesar suyo, el joven se echó a reír, mirando no obstante si aque­lla risa aislada, y sin motivo a ojos de quienes le viesen reír, iba a herir a algún viandante.

‑En cuanto a Porthos, es más divertido; pero no por ello dejo de ser un miserable atolondrado. No se lanza uno así sobre las personas sin decir cuidado, no, y no se va a mirarlos debajo de la capa para ver lo que no hay. Me habría perdonado de buena gana, seguro; me ha­bría perdonado si no le hubiera hablado de ese maldito tahalí, con palabras encubiertas, cierto; sí, bellamente encubiertas. ¡Ah, soy un mal­dito gascón, sería ingenioso hasta en la sartén de freír! ¡Vamos, D'Ar­tagnan, amigo mío ‑continuó, hablándole a sí mismo con toda la con­fianza que creía deberse‑ si escapas a ésta, cosa que no es probable, se trata de ser en el futuro de una cortesía perfecta. En adelante es pre­ciso que te admiren, que te citen como modelo. Ser atento y cortés no es ser cobarde. Mira mejor a Aramis: Aramis es la dulzura, es la gracia en persona. ¡Y bien!, ¿a quién se le ha ocurrido alguna vez decir que Aramis era un cobarde? No desde luego que a nadie y de ahora en adelante quiero tomarle en todo por modelo. ¡Ah, precisamente ahí está!

D'Artagnan, mientras caminaba monologando, había llegado a unos pocos pasos del palacio D'Aiguillon y ante este palacio había visto a Aramis hablando alegremente con tres gentileshombres de la guardia del rey. Por su parte, Aramis vio a D'Artagnan; pero como no olvida­ba que había sido delante de aquel joven ante el que el señor de Trévi­lle se había irritado tanto por la mañana, y como un testigo de los re­proches que los mosqueteros habían recibido no le resultaba en modo alguno agradable, fingía no verlo. D'Artagnan, entregado por entero a sus planes de conciliación y de cortesía, se acercó a los cuatro jóve­nes haciéndoles un gran saludo acompañado de la más graciosa sonri­sa. Aramis inclinó ligeramente la cabeza, pero no sonrió. Por lo de­más, los cuatro interrumpieron en aquel mismo instante su conversa­ción.

D'Artagnan no era tan necio como para no darse cuenta de que estaba de más; pero no era todavía lo suficiente ducho en las formas de la alta sociedad para salir gentilmente de una situación falsa como lo es, por regla general, la de un hombre que ha venido a mezclarse con personas que apenas conoce y en una conversación que no le afec­ta. Buscaba por tanto en su interior un medio de retirarse lo menos torpemente posible, cuando notó que Aramis había dejado caer su pa­ñuelo y, por descuido sin duda, había puesto el pie encima; le pareció llegado el momento de reparar su inconveniencia: se agachó, y con el gesto más gracioso que pudo encontrar, sacó el pañuelo de debajo del pie del mosquetero, por más esfuerzos que hizo éste por retenerlo, y le dijo devolviéndoselo:

‑Señor, aquí tenéis un pañuelo que en mi opinión os molestaría mucho perder.

En efecto, el pañuelo estaba ricamente bordado y llevaba una co­rona y armas en una de sus esquinas. Aramis se ruborizó excesivamente y arrancó más que cogió el pañuelo de manos del gascón.

‑¡Ah, ah! ‑exclamó uno de los guardias‑. Encima dirás, discre­to Aramis, que estás a mal con la señora de Bois‑Tracy, cuando esa graciosa dama tiene la cortesía de prestarte sus pañuelos.

Aramis lanzó a D'Artagnan una de esas miradas que hacen com­prender a un hombre que acaba de ganarse un enemigo mortal; lue­go, volviendo a tomar su tono dulzarrón, dijo:

‑Os equivocáis, señores, este pañuelo no es mío, y no sé por qué el señor ha tenido la fantasía de devolvérmelo a mí en vez de a uno de vosotros, y prueba de lo que digo es que aquí está el mío, en mi bolsillo.

A estas palabras, sacó su propio pañuelo, pañuelo muy elegante también, y de fina batista, aunque la batista fuera cara en aquella épo­ca, pero pañuelo bordado, sin armas, y adornado con una sola inicial, la de su propietario.

Esta vez, D'Artagnan no dijo ni pío, había reconocido su error, pe­ro los amigos de Aramis no se dejaron convencer por sus negativas, y uno de ellos, dirigiéndose al joven mosquetero con seriedad afecta­da, dijo:

‑Si fuera como pretendes, me vería obligado, mi querido Aramis, a pedírtelo; porque, como sabes, Bois‑Tracy es uno de mis íntimos, y no quiero que se haga trofeo de las prendas de su mujer.

‑Lo pides mal ‑respondió Aramis‑; y aun reconociendo la jus­teza de tu reclamación en cuanto al fondo, me negaré debido a la forma.

‑El hecho es ‑aventuró tímidamente D'Artagnan‑, que yo no he visto salir el pañuelo del bolsillo del señor Aramis. Tenía el pie enci­ma, eso es todo, y he pensado que, dado que tenía el pie, el pañuelo era suyo.

‑Y os habéis equivocado, querido señor ‑respondió fríamente Aramis, poco sensible a la reparación.


Date: 2015-12-17; view: 478


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