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Capítulo VII 3 page

Estos tres esgrimían contra él sus espadas agilísimas. D'Artagnan tomó al principio aquellos aceros por floretes de esgrima, los creyó bo­tonados; pero pronto advirtió por ciertos rasguños que todas las armas estaban, por el contrario, afiladas y aguzadas a placer, y con cada uno de aquellos rasguños no sólo los espectadores sino incluso los actores reían como locos.

El que ocupaba el escalón en aquel momento mantenía a raya ma­ravillosamente a sus adversarios. Se hacía círculo en torno a ellos; la condición consistía en que a cada golpe el tocado abandonara la parti­da, perdiendo su turno de audiencia en beneficio del tocador. En cin­co minutos, tres fueron rozados, uno en el puño, otro en el mentón, otro en la oreja, por el defensor del escalón, que no fue tocado ‑des­treza que le valió, según las condiciones pactadas, tres turnos de favor.

Aunque no fuera difícil, dado que quería ser asombrado, este pa­satiempo asombró a nuestro joven viajero; en su provincia, esa tierra donde sin embargo se calientan tan rápidamente los cascos, había vis­to algunos preliminares de duelos, y la gasconada de aquellos cuatro jugadores le pareció la más rara de todas las que hasta entonces había oído, incluso en Gascuña. Se creyó transportado a ese país de gigan­tes al que Gulliver fue más tarde y donde pasó tanto miedo, y sin em­bargo no había llegado al final: quedaban el rellano y la antecámara.

En el rellano no se batían, contaban aventuras con mujeres, y en la antecámara historias de la corte. En el rellano, D'Artagnan se rubori­zó; en la antecámara, tembló. Su imaginación despierta y vagabunda, que en Gascuña le hacía temible a las criadas a incluso alguna vez a las dueñas, no había soñado nunca, ni siquiera en esos momentos de delirio, la mitad de aquellas maravillas amorosas ni la cuarta parte de aquellas proezas galantes, realzadas por los nombres más conocidos y los detalles menos velados. Pero si su amor por las buenas costum­bres fue sorprendido en el rellano, su respeto por el cardenal fue escandalizado en la antecámara. Allí, para gran sorpresa suya, D'Arta­gnan oía criticar en voz alta la política que hacía temblar a Europa, y la vida privada del cardenal, que a tantos altos y poderosos personajes había llevado al castigo por haber tratado de profundizar en ella: aquel gran hombre, reverenciado por el señor D'Artagnan padre, servía de hazmerreír a los mosqueteros del señor de Tréville, que se metían con sus piernas zambas y con su espalda encorvada; unos cantaban villan­cicos sobre la señora D'Aiguillon, su amante, y sobre la señora de Com­balet[L35] , su nieta, mientras otros preparaban partidas contra los pajes y los guardias del cardenal‑duque, cosas todas que parecían a D'Arta­gnan monstruosas imposibilidades.



Sin embargo, cuando el nombre del rey intervenía a veces de im­proviso en medio de todas aquellas rechiflas cardenalescas, una espe­cie de mordaza calafateaba por un momento todas aquellas bocas burlonas; miraban con vacilación en torno, y parecían temer la indis­creción del tabique del gabinete del señor de Tréville; pero pronto una alusión volvía a llevar la conversación a Su Eminencia, y entonces las risotadas iban en aumento, y no se escatimaba luz sobre todas sus ac­ciones.

‑Desde luego, éstas son gentes que van a ser encarceladas y col­gadas ‑pensó D'Artagnan con terror‑, y yo, sin ninguna duda, con ellos porque desde el momento en que los he escuchado y oído seré tenido por cómplice suyo. ¿Qué diría mi señor padre, que tanto me ha recomendado respetar al cardenal, si me supiera en compañía de semejantes paganos?

Por eso, como puede suponerse sin que yo lo diga, D'Artagnan no osaba entregarse a la conversación; sólo miraba con todos sus ojos, escuchando con todos sus oídos, tendiendo ávidamente sus cinco sen­tidos para no perderse nada, y, pese a su confianza en las recomenda­ciones paternas, se sentía llevado por sus gustos y arrastrado por sus instintos a celebrar más que a censurar las cosas inauditas que allí pa­saban.

Sin embargo, como era absolutamente extraño el montón de cor­tesanos del señor de Tréville, y era la primera vez que se le veía en aquel lugar, vinieron a preguntarle lo que deseaba. A esta pregunta, D'Artagnan se presentó con mucha humildad, se apoyó en el título de compatriota, y rogó al ayuda de cámara que había venido a hacerle aquella pregunta pedir por él al señor de Tréville un momento de audiencia, petición que éste prometió en tono protector transmitir en tiempo y lugar.

D'Artagnan, algo recuperado de su primera sorpresa, tuvo enton­ces la oportunidad de estudiar un poco las costumbres y las fisonomías.

En el centro del grupo más animado había un mosquetero de gran estatura, de rostro altanero y una extravagancia de vestimenta que atraía sobre él la atención general. No llevaba, por de pronto, la casaca de uniforme, que, por lo demás, no era totalmente obligatoria en aquella época de libertad menor pero de mayor independencia, sino una casa­ca azul celeste, un tanto ajada y raída, y sobre ese vestido un tahalí mag­nífico, con bordados de oro, que relucía como las escamas de que el agua se cubre a plena luz del día. Una capa larga de terciopelo carmesí caía con gracia sobre sus hombros, descubriendo solamente por delan­te el espléndido tahalí, del que colgaba un gigantesco estoque.

Este mosquetero acababa de dejar la guardia en aquel mismo ins­tante, se quejaba de estar constipado y tosía de vez en cuando con afec­tación. Por eso se había puesto la capa, según decía a los que le rodea­ban, y mientras hablaba desde lo alto de su estatura retorciéndose des­deñosamente su mostacho, admiraban con entusiasmo el tahalí borda­do, y D'Artagnan más que ningún otro.

‑¿Qué queréis? ‑decía el mosquetero‑. La moda lo pide; es una locura, lo sé de sobra, pero es la moda. Por otro lado, en algo tiene que emplear uno el dinero de su legítima.

‑¡Ah, Porthos! ‑exclamó uno de los asistentes‑. No trates de hacernos creer que ese tahalí te viene de la generosidad paterna; te lo habrá dado la dama velada con la que te encontré el otro domingo en la puerta Saint‑Honoré.

‑No, por mi honor y fe de gentilhombre: lo he comprado yo mis­mo, y con mis propios dineros ‑respondió aquel al que acababan de designar con el nombre de Porthos.

‑Sí, como yo he comprado ‑dijo otro mosquetero‑ esta bolsa nueva con lo que mi amante puso en la vieja.

‑Es cierto ‑dijo Porthos‑, y la prueba es que he pagado por él doce pistolas.

La admiración acreció, aunque la duda continuaba existiendo.

‑¿No es así, Aramis? ‑dijo Porthos volviéndose hacia otro mos­quetero.

Este otro mosquetero hacía contraste perfecto con el que le inte­rrogaba y que acababa de designarle con el nombre de Aramis: era és­te un joven de veintidós o veintitrés años apenas, de rostro ingenuo y dulzarrón, de ojos negros y dulces y mejillas rosas y aterciopeladas como un melocotón en otoño; su mostacho fino dibujaba sobre su la­bio superior una línea perfectamente recta; sus manos parecían temer bajarse, por miedo a que sus venas se hinchasen, y de vez en cuando se pellizcaba el lóbulo de las orejas para mantenerlas de un encarnado tierno y transparente. Por hábito, hablaba poco y lentamente, saluda­ba mucho, reía sin estrépito mostrando sus dientes, que tenía hermosos y de los que, como del resto de su persona, parecía tener el mayor cuidado. Respondió con un gesto de cabeza afirmativo a la interpela­ción de su amigo.

Esta afirmación pareció haberle disipado todas las dudas respecto al tahalí; continuaron, pues, admirándolo, pero ya no volvieron a ha­blar de él; y por uno de esos virajes rápidos del pensamiento, la con­versación pasó de golpe a otro tema.

‑¿Qué pensáis de lo que cuenta el escudero de Chalais[L36] ? ‑pre­guntó otro mosquetero sin interpelar directamente a nadie y dirigién­dose por el contrario a todo el mundo.

‑¿Y qué es lo que cuenta? ‑preguntó Porthos en tono de sufi­ciencia.

‑Cuenta que ha encontrado en Bruselas a Rochefort[L37] , el instru­mento ciego del cardenal, disfrazado de capuchino; ese maldito Ro­chefort, gracias a ese disfraz, engañó al señor de Laigues [L38] como a ne­cio que es.

‑Como a un verdadero necio ‑dijo Porthos‑; pero ¿es seguro?

‑Lo sé por Aramis ‑respondió el mosquetero.

‑¿De veras?

‑Lo sabéis bien, Porthos ‑dijo Aramis‑; os lo conté a vos mis­mo ayer, no hablemos pues más.

‑No hablemos más, esa es vuestra opinión ‑prosiguió Porthos‑. ¡No hablemos más! ¡Maldita sea! ¡Qué rápido concluís! ¡Cómo! El car­denal hace espiar a un gentilhombre, hace robar su correspondencia por un traidor, un bergante, un granuja; con la ayuda de ese espía y gracias a esta correspondencia, hace cortar el cuello de Chalais, con el estúpido pretexto de que ha querido matar al rey y casar a Monsieur con la reina. Nadie sabía una palabra de este enigma, vos nos lo co­municasteis ayer, con gran satisfacción de todos, y cuando estamos aún todos pasmados por la noticia, venís hoy a decirnos: ¡No hablemos más!

‑Hablemos entonces, pues que lo deseáis ‑prosiguió Aramis con paciencia.

‑Ese Rochefort ‑dijo Porthos‑, si yo fuera el escudero del po­bre Chalais, pasaría conmigo un mal rato.

‑Y vos pasaríais un triste cuarto de hora con el duque Rojo [L39] ‑prosiguió Aramis.

‑¡Ah! ¡El duque Rojo! ¡Bravo bravo el duque Rojo! ‑respondió Porthos aplaudiendo y aprobando con la cabeza‑. El «duque Ro­jo» tiene gracia. Haré correr el mote, querido, estad tranquilo. ¡Tiene ingenio este Aramis! ¡Qué pena que no hayáis podido seguir vuestra vocación, querido, qué delicioso abad habríais hecho!

‑¡Bah!, no es más que un retraso momentáneo ‑prosiguió Aramis‑: un día lo seré. Sabéis bien, Porthos, que sigo estudiando teología para ello.

‑Hará lo que dice ‑prosiguió Porthos‑, lo hará tarde o temprano.

‑Temprano ‑dijo Aramis.

‑Sólo espera una cosa para decidirse del todo y volver a ponerse su sotana, que está colgada debajo del uniforme, prosiguió un mos­quetero.

‑¿Y a qué espera? ‑preguntó otro.

‑Espera a que la reina haya dado un heredero a la corona de Francia.

‑No bromeemos sobre esto, señores ‑dijo Porthos‑; gracias a Dios, la reina está todavía en edad de darlo.

‑Dicen que el señor de Buckingham está en Francia ‑prosiguió Aramis con una risa burlona que daba a aquella frase, tan simple en apariencia, una significación bastante escandalosa.

‑Aramis, amigo mío, por esta vez os equivocáis ‑interrumpió Porthos‑, y vuestra manía de ser ingenioso os lleva siempre más allá de los límites; si el señor de Tréville os oyese, os arrepentiríais de ha­blar así.

‑¿Vais a soltarme la lección, Porthos? ‑exclamó Aramis, con ojos dulces en los que se vio pasar como un relámpago.

‑Querido, sed mosquetero o abad. Sed lo uno o lo otro, pero no lo uno y lo otro ‑prosiguió Porthos‑. Mirad, Athos os lo acaba de decir el otro día: coméis en todos los pesebres. ¡Ah!, no nos enfade­mos, os lo suplico, sería inútil, sabéis de sobra lo que hemos conveni­do entre vos, Athos y yo. Vais a la casa de la señora D'Aiguillon, y le hacéis la corte; vais a la casa de la señora de Bois‑Tracy, la prima de la señora de Chevreuse, y se dice que vais muy adelantado en los favores de la dama. ¡Dios mío!, no confeséis vuestra felicidad, no se os pide vuestro secreto, es conocida vuestra discreción. Pero dado que poseéis esa virtud, ¡qué diablos!, usadla para con Su Majestad. Que se ocupe quien quiera y como se quiera del rey y del cardenal; pero la reina es sagrada, y si se habla de ella, que sea para bien.

Porthos, sois pretencioso como Narciso[L40] , os lo aviso ‑respondió Aramis‑, sabéis que odio la moral, salvo cuando la hace Athos. En cuanto a vos, querido, tenéis un tahalí demasiado magnífico para estar fuerte en la materia. Seré abad si me conviene; mientras tanto, soy mos­quetero: y en calidad de tal digo lo que me place, y en este momento me place deciros que me irritáis.

‑¡Aramis!

‑¡Porthos!

‑¡Eh, señores, señores! ‑gritaron a su alrededor.

‑El señor de Tréville espera al señor D'Artagnan ‑interrumpió el lacayo abriendo la puerta del gabinete.

Ante este anuncio, durante el cual la puerta permanecía abierta, todos se callaron, y en medio del silencio general el joven gascón cru­zó la antecámara en una parte de su longitud y entró donde el capitán de los mosqueteros, felicitándose con toda su alma por escapar tan a punto al fin de aquella extravagante querella.

 

Capítulo III

La audiencia

 

El señor de Tréville estaba en aquel momento de muy mal humor; sin embargo, saludó cortésmente al joven, que se inclinó hasta el sue­lo, y sonrió al recibir su cumplido, cuyo acento bearnés le recordó a la vez su juventud y su región, doble recuerdo que hace sonreír al hom­bre en todas las edades. Pero acordándose casi al punto de la antecá­mara y haciendo a D'Artagnan un gesto con la mano, como para pe­dirle permiso para terminar con los otros antes de comenzar con él, llamó tres veces, aumentando la voz cada vez, de suerte que recorrió todos los tonos intermedios entre el acento imperativo y el acento irri­tado:

‑¡Athos! ¡Porthos! ¡Aramis[L41] !

Los dos mosqueteros con los que ya hemos trabado conocimiento, y que respondían a los dos últimos de estos tres nombres, dejaron en seguida los grupos de que formaban parte y avanzaron hacia el gabinete cuya puerta se cerró detrás de ellos una vez que hubieron fran­queado el umbral. Su continente, aunque no estuviera completamen­te tranquilo, excitó sin embargo, por su abandono lleno a la vez de dignidad y de sumisión, la admiración de D'Artagnan, que veía en aque­llos hombres semidioses, y en su jefe un Júpiter olímpico armado de todos sus rayos.

Cuando los dos mosqueteros hubieron entrado, cuando la puerta fue cerrada tras ellos, cuando el murmullo zumbante de la antecáma­ra, al que la llamada que acababa de hacerles había dado sin duda nuevo alimento, hubo empezado de nuevo, cuando, al fin, el señor de Trévi­lle hubo recorrido tres o cuatro veces, silencioso y fruncido el ceño, toda la longitud de su gabinete pasando cada vez entre Porthos y Ara­mis, rígidos y mudos como en desfile se detuvo de pronto frente a ellos, y abarcándolos de los pies a la cabeza con una mirada irritada:

‑¿Sabéis lo que me ha dicho el rey ‑exclamó‑, y no más tarde que ayer noche? ¿Lo sabéis, señores?

‑No ‑respondieron tras un instante de silencio los dos mosque­teros‑; no, señor, lo ignoramos.

‑Pero espero que haréis el honor de decírnoslo ‑añadió Aramis en su tono más cortés y con la más graciosa reverencia.

‑Me ha dicho que de ahora en adelante reclutará sus mosquete­ros entre los guardias del señor cardenal.

‑¡Entre los guardias del señor cardenal! ¿Y eso por qué? ‑preguntó vivamente Porthos.

‑Porque ha comprendido que su vino peleón necesitaba ser re­mozado con una mezcla de buen vino.

Los dos mosqueteros se ruborizaron hasta el blanco de los ojos. D'Artagnan no sabía dónde estaba y hubiera querido estar a cien pies bajo tierra.

‑Sí, sí ‑continuó el señor de Tréville animándose‑, sí, y Su Ma­jestad tenía razón, porque, por mi honor, es cierto que los mosquete­ros juegan un triste papel en la corte. El señor cardenal contaba ayer, durante el juego del rey, con un aire de condolencia que me desagra­dó mucho que anteayer esos malditos mosqueteros, esos juerguistas (y reforzaba estas palabras con un acento irónico que me desagradó más todavía), esos matasietes (añadió mirándome con su ojo de oce­lote), se habían retrasado en la calle Férou[L42] , en una taberna, y que una ronda de sus guardias (creí que iba a reírse en mis narices) se había visto obligada a detener a los perturbadores. ¡Diablos!, debéis saber algo. ¡Arrestar mosqueteros! ¡Erais vosotros, vosotros, no lo ne­guéis, os han reconocido y el cardenal ha dado vuestros nombres! Es culpa mía, sí, culpa mía, porque soy yo quien elijo a mis hombres. Vea­mos vos, Aramis, ¿por qué diablos me habéis pedido la casaca cuando tan bien ibais a estar bajo la sotana? Y vos, Porthos, veamos, ¿tenéis un tahalí de oro tan bello sólo para colgar en él una espada de paja? ¡Y Athos! No veo a Athos. ¿Dónde está?

‑Señor ‑respondió tristemente Aramis‑, está enfermo, muy en­fermo.

‑¿Enfermo, muy enfermo, decís? ¿Y de qué enfermedad?

‑Temen que sea la viruela, señor ‑respondió Porthos, querien­do terciar con una frase en la conversación‑, y sería molesto porque a buen seguro le estropearía el rostro.

‑¡Viruela! ¡Vaya gloriosa historia la que me contáis, Porthos!... ¿En­fermo de viruela a su edad?... ¡No!... sino herido sin duda, muerto qui­zá... ¡Ah!, si ya lo sabía yo... ¡Maldita sea! Señores mosqueteros, sólo oigo una cosa, que se frecuentan los malos lugares, que se busca que­rella en la calle y que se saca la espada en las encrucijadas. No quiero, en fin, que se dé motivos de risa a los guardias del señor cardenal, que son gentes valientes, tranquilas, diestras, que nunca se ponen en si­tuación de ser arrestadas, y que, por otro lado, no se dejarían dete­ner..., estoy seguro. Preferirían morir allí mismo antes que dar un paso atrás... Largarse, salir pitando, huir, ¡bonita cosa para los mosqueteros del rey!

Porthos y Aramis temblaron de rabia. De buena gana habrían es­trangulado al señor de Tréville, si en el fondo de todo aquello no hu­bieran sentido que era el gran amor que les tenía lo que le hacía hablar así. Golpeaban el suelo con el pie, se mordían los labios hasta hacerse sangre y apretaban con toda su fuerza la guarnición de su espada. Fuera se había oído llamar, como ya hemos dicho, a Athos, Porthos y Ara­mis, y se había adivinado, por el tono de la voz del señor de Tréville, que estaba completamente encolerizado. Diez cabezas curiosas se ha­bían apoyado en los tapices y palidecían de furia, porque sus orejas pegadas a la puerta no perdían sílaba de cuanto se decía, mientras que sus bocas iban repitiendo las palabras insultantes del capitán a toda la población de la antecámara. En un instante, desde la puerta del gabi­nete a la puerta de la calle, todo el palacio estuvo en ebullición.

‑¡Los mosqueteros del rey se hacen arrestar por los guardias del señor cardenal! ‑continuó el señor de Tréville, tan furioso por dentro como sus soldados, pero cortando sus palabras y hundiéndolas una a una, por así decir, y como otras tantas puñaladas en el pecho de sus oyentes‑. ¡Ay, seis guardias de Su Eminencia arrestan a seis mosque­teros de Su Majestad! ¡Por todos los diablos! Yo he tomado mi deci­sión. Ahora mismo voy al Louvre; presento mi dimisión de capitán de los mosqueteros del rey para pedir un tenientazgo entre los guardias del cardenal, y si me rechaza, por todos los diablos, ¡me hago abad!'

A estas palabras el murmullo del exterior se convirtió en una explo­sión; por todas partes no se oían más que juramentos y blasfemias. Los ¡maldición!, los ¡maldita sea!, los ¡por todos los diablos! se cruzaban, en el aire. D'Artagnan buscaba una tapicería tras la cual esconderse, y sentía un deseo desmesurado de meterse debajo de la mesa.

‑Bueno, mi capitán ‑dijo Porthos, fuera de sí‑, la verdad es que éramos seis contra seis, pero fuimos cogidos traicioneramente, y antes de que hubiéramos tenido tiempo de sacar nuestras espadas, dos de nosotros habían caído muertos, y Athos, herido gravemente, no valía mucho más. Ya conocéis vos a Athos; pues bien, capitán, trató de le­vantarse dos veces, y volvió a caer las dos veces. Sin embargo, no nos hemos rendido, ¡no!, nos han llevado a la fuerza. En camino, nos he­mos escapado. En cuanto a Athos, lo creyeron muerto, y lo dejaron tranquilamente en el campo de batalla, pensando que no valía la pena llevarlo. Esa es la historia. ¡Qué diablos, capitán, no se ganan todas las batallas! El gran Pompeyo perdió la de Farsalia, y el rey Francis­co I, que según lo que he oído decir valía tanto como él, perdió sin embargo la de Pavía[L43] .

‑Y tengo el honor de aseguraros que yo maté a uno con su pro­pia espada ‑dijo Aramis‑ porque la mía se rompió en el primer en­cuentro... Matado o apuñalado, señor, como más os plazca.

‑Yo no sabía eso ‑prosiguió el señor de Tréville en un tono algo sosegado‑. Por lo que veo, el señor cardenal exageró.

‑Pero, por favor, señor ‑continuó Aramis, que, al ver a su cap¡­tán aplacarse, se atrevía a aventurar un ruego‑, por favor, señor, no digáis que el propio Athos está herido, sería para desesperarse que lle­gara a oídos del rey, y como la herida es de las más graves, dado que después de haber atravesado el hombro ha penetrado en el pecho, se­ría de temer...

En el mismo instante, la cortina se alzó y una cabeza noble y her­mosa, pero horriblemente pálida, apareció bajo los flecos:

‑¡Athos! ‑exclamaron los dos mosqueteros.

‑¡Athos! ‑repitió el mismo señor de Tréville.

‑Me habéis mandado llamar, señor ‑dijo Athos al señor de Tré­ville con una voz debilitada pero perfectamente calma‑, me habéis lla­mado por lo que me han dicho mis compañeros, y me apresuro a po­nerme a vuestras órdenes; aquí estoy, señor, ¿qué me queréis?

Y con estas palabras, el mosquetero, con firmeza irreprochable, ce­ñido como de costumbre, entró con paso firme en el gabinete. El señor de Tréville, emocionado hasta el fondo de su corazón por aquella prueba de valor, se precipitó hacia él.

‑Estaba diciéndoles a estos señores ‑añadió‑, que prohíbo a mis mosqueteros exponer su vida sin necesidad, porque las personas va­lientes son muy caras al rey, y el rey sabe que sus mosqueteros son las personas más valientes de la tierra. Vuestra mano, Athos.

Y sin esperar a que el recién venido respondiese por sí mismo a aquella prueba de afecto, al señor de Tréville cogía su mano derecha y se la apretaba con todas sus fuerzas sin darse cuenta de que Athos, cualquiera que fuese su dominio sobre sí mismo, dejaba escapar un gesto de dolor y palidecía aún más, cosa que habría podido creerse imposible.

La puerta había quedado entrearbierta, tanta sensación había cau­sado la llegada de Athos, cuya herida, pese al secreto guardado, era conocida de todos. Un murmullo de satisfacción acogió las últimas pa­labras del capitán, y dos o tres cabezas, arrastradas por el entusiasmo, aparecieron por las aberturas de la tapicería. Iba sin duda el señor de Tréville a reprimir con vivas palabras aquella infracción a las leyes de la etiqueta, cuando de pronto sintió la mano de Athos crisparse en la suya, y dirigiendo los ojos hacia él se dio cuenta de que iba a desvane­cerse. En el mismo instante, Athos, que había reunido todas sus fuer­zas para luchar contra el dolor, vencido al fin por él, cayó al suelo co­mo si estuviese muerto.

‑¡Un cirujano! ‑gritó el señor de Tréville‑. ¡El mío, el del rey, el mejor! ¡Un cirujano! Si no, maldita sea, mi valiente Athos va a morir.

A los gritos del señor de Tréville todo el mundo se precipitó en su gabinete sin que él pensara en cerrar la puerta a nadie, afanándose to­dos en torno del herido. Pero todo aquel afán hubiera sido inútil si el doctor exigido no hubiera sido hallado en el palacio mismo; atravesó la multitud, se acercó a Athos, que continuaba desvanecido y como todo aquel ruido y todo aquel movimiento le molestaba mucho, pidio como primera medida y como la más urgente que el mosquetero fuera llevado a una habitación vecina. Por eso el señor de Tréville abrió una puerta y mostró el camino a Porthos y a Aramis, que llevaron a su com­pañero en brazos. Detrás de este grupo iba el cirujano, y detrás del ci­rujano la puerta se cerró.

Entonces el gabinete del señor de Tréville, aquel lugar ordinaria­mente tan respetado, se convirtió por un momento en una sucursal de la antecámara. Todos disertaban, peroraban, hablaban en voz alta, ju­rando, blasfemando, enviando al cardenal y a sus guardias a todos los diablos.

Un instante después, Porthos y Aramis volvieron; sólo el cirujano y el señor de Tréville se habían quedado junto al herido.

Por fin, el señor de Tréville regresó también. El herido había recu­perado el conocimiento; el cirujano declaraba que el estado del mos­quetero nada tenía que pudiese inquietar a sus amigos, habiendo sido ocasionada su debilidad pura y simplemente por la pérdida de sangre.


Date: 2015-12-17; view: 537


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