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Capítulo VII 2 page

‑¿Y ha nombrado a alguien en medio de su cólera?

‑Lo ha hecho, golpeaba sobre su bolso y decía: «Ya veremos lo que el señor de Tréville piensa de este insulto a su protegido.»

‑¿El señor de Tréville? ‑dijo el desconocido prestando atención‑. ¿Golpeaba sobre su bolso pronunciando el nombre del señor de Trévi­lle?... Veamos, querido hostelero: mientras vuestro joven estaba des­vanecido estoy seguro de que no habréis dejado de mirar también ese bolso. ¿Qué había?

‑Una carta dirigida al señor de Tréville, capitán de los mosqueteros.

‑¿De verdad?

‑Como tengo el honor de decíroslo, excelencia.

El hostelero, que no estaba dotado de gran perspiscacia, no obser­vó la expresión que sus palabras habían dado a la fisonomía del desco­nocido. Este se apartó del reborde de la ventana sobre el que había permanecido apoyado con la punta del codo, y frunció el ceño como hombre inquieto.

‑¡Diablos! ‑murmuró entre dientes‑. ¿Me habrá enviado Trévi­lle a ese gascón? ¡Es muy joven! Pero una estocada es siempre una es­tocada, cualquiera que sea la edad de quien la da, y no hay por qué desconfiar menos de un niño que de cualquier otro; basta a veces un débil obstáculo para contrariar un gran designio.

Y el desconocido se sumió en una reflexión que duró algunos mi­nutos.

‑Veamos, huésped ‑dijo‑, ¿es que no me vais a librar de ese frenético? En conciencia, no puedo matarlo, y sin embargo ‑añadió con una expresión fríamente amenazadora‑, sin embargo, me moles­ta. ¿Dónde está?

‑En la habitación de mi mujer, donde se le cura, en el primer piso.

‑¿Sus harapos y su bolsa están con él? ¿No se ha quitado el jubón?

‑Al contrario, todo está abajo, en la cocina. Pero dado que ese joven loco os molesta...

‑Por supuesto. Provoca en vuestra hostería un escándalo que las gentes honradas no podrían aguantar. Subid a vuestro cuarto, haced mi cuenta y avisad a mi lacayo.

‑¿Cómo? ¿El señor nos deja ya?

‑Lo sabéis de sobra, puesto que os he dado orden de ensillar mi caballo. ¿No se me ha obedecido?

‑Claro que sí, y como vuestra excelencia ha podido ver, su caba­llo está en la entrada principal, completamente aparejado para partir.

‑Está bien, haced entonces lo que os he pedido.

‑¡Vaya! ‑se dijo el hostelero‑. ¿Tendrá miedo del muchacho?

Pero una mirada imperativa del desconocido vino a detenerle en seco. Saludó humildemente y salió.



‑No es preciso advertir a milady [L19] sobre este bribón ‑continuó el extraño‑. No debe tardar en pasar; viene incluso con retraso. Decidi­damente es mejor que monte a caballo y que vaya a su encuentro... ¡Sólo que si pudiera saber lo que contiene esa carta dirigida a Tréville!...

Y el desconocido, siempre mascullando, se dirigió hacia la cocina.

Durante este tiempo, el huésped, que no dudaba de que era la presencia del muchacho lo que echaba al desconocido de su hostería, había subido a la habitación de su mujer y había encontrado a D'Arta­gnan dueño por fin de sus sentidos. Entonces, tratando de hacerle com­prender que la policía podría jugarle una mala pasada por haber ido a buscar querella a un gran señor ‑porque, en opinión del huésped, el desconocido no podía ser más que un gran señor‑, le convenció para que, pese a su debilidad, se levantase y prosiguiese su camino. D'Artagnan, medio aturdido, sin jubón y con la cabeza toda envuelta en vendas, se levantó y, empujado por el hostelero, comenzó a bajar; pero al llegar a la cocina, lo primero que vio fue a su provocador que hablaba tranquilamente al estribo de una pesada carroza tirada por dos gruesos caballos normandos.

Su interlocutora, cuya cabeza aparecía enmarcada en la portezue­la, era una mujer de veinte a veintidós años. Ya hemos dicho con qué rapidez percibía D'Artagnan una fisonomía; al primer vistazo compro­bó que la mujer era joven y bella. Pero esta belleza le sorprendió tanto más cuanto que era completamente extraña a las comarcas meridiona­les que D'Artagnan había habitado hasta entonces. Era una persona pálida y rubia, de largos cabellos que caían en bucles sobre sus hom­bros, de grandes ojos azules lánguidos, de labios rosados y manos de alabastro. Hablaba muy vivamente con el desconocido.

‑Entonces, su eminencia me ordena... ‑decía la dama.

‑Volver inmediatamente a Inglaterra, y avisarle directamente si el duque [L20] abandona Londres.

‑Y ¿en cuanto a mis restantes instrucciones? ‑preguntó la bella viajera.

‑Están guardadas en esa caja, que sólo abriréis al otro lado del canal de la Mancha.

‑Muy bien, ¿qué haréis vos?

‑Yo regreso a París.

‑¿Sin castigar a ese insolente muchachito? ‑preguntó la dama.

El desconocido iba a responder; pero en el momento en que abría la boca, D'Artagnan, que lo había oído todo, se abalanzó hacia el um­bral de la puerta.

‑Es ese insolente muchachito el que castiga a los otros ‑excla­mó‑, y espero que esta vez aquel a quien debe castigar no escapará como la primera.

‑¿No escapará? ‑dijo el desconocido frunciendo el ceño.

‑No, delante de una mujer no osaríais huir, eso presumo.

‑Pensad ‑dijo milady al ver al gentilhombre llevar la mano a su espada‑, pensad que el menor retraso puede perderlo todo.

‑Tenéis razón ‑exclamó el gentilhombre‑; partid, pues, por vues­tro lado; yo parto por el mío.

Y saludando a la dama con un gesto de cabeza, se abalanzó sobre su caballo, mientras el cochero de la carroza azotaba vigorosamente a su tiro. Los dos interlocutores partieron pues al galope, alejándose cada cual por un lado opuesto de la calle.

‑¡Eh, vuestro gasto! ‑vociferó el hostelero, cuyo afecto a su viajero se trocaba en profundo desdén al ver que se alejaba sin saldar sus cuentas.

‑Paga, bribón ‑gritó el viajero, siempre galopando, a su lacayo, el cual arrojó a los pies del hostelero dos o tres monedas de plata, y se puso a galopar tras su señor.

‑¡Ah, cobarde! ¡Ah, miserable! ¡Ah, falso gentilhombre! ‑exclamó D'Artagnan lanzándose a su vez tras el lacayo.

Pero el herido estaba demasiado débil aún para soportar semejan­te sacudida. Apenas hubo dado diez pasos, cuando sus oídos le zum­baron, le dominó un vahído, una nube de sangre pasó por sus ojos, y cayó en medio de la calle gritando todavía:

‑¡Cobarde, cobarde, cobarde!

‑En efecto, es muy cobarde ‑murmuró el hostelero aproximán­dose a D'Artagnan, y tratando mediante esta adulación de reconciliar­se con el obre muchacho, como la garza de la fábula con su limaco nocturno[L21] .

‑Sí, muy cobarde ‑murmuró D'Artagnan‑; pero ella, ¡qué her­mosa!

‑¿Quién ella? ‑preguntó el hostelero.

‑Milady ‑balbuceó D'Artagnan.

Y se desvaneció por segunda vez.

‑Es igual ‑dijo el hostelero‑, pierdo dos, pero me queda éste, al que estoy seguro de conservar por lo menos algunos días. Siempre son once escudos de ganancia.

Ya se sabe que once escudos constituían precisamente la suma que quedaba en la bolsa de D'Artagnan.

El hostelero había contado con once días de enfermedad, a escudo por día; pero había contado con ello sin su viajero. Al día siguiente, a las cinco de la mañana, D'Artagnan se levantó, bajó él mismo a la cocina, pidió, además de otros ingredientes cuya lista no ha llegado hasta nosotros, vino, aceite, romero, y, con la receta de su madre en la mano, se preparó un bálsamo con el que ungió sus numerosas heri­das, renovando él mismo sus vendas y no queriendo admitir la ayuda de ningún médico. Gracias sin duda a la eficacia del bálsamo de Bohe­mia, y quizá también gracias a la ausencia de todo doctor, D'Artagnan se encontró de pie aquella misma noche, y casi curado al día siguiente.

Pero en el momento de pagar aquel romero, aquel aceite y aquel vino, único gasto del amo que había guardado dieta absoluta mientras que, por el contrario, el caballo amarillo, al decir del hostelero al menos, había comido tres veces más de lo que razonablemente se hu­biera podido suponer por su talla, D'Artagnan no encontró en su bolso más que su pequeña bolsa de terciopelo raído así como los once escu­dos que contenía; en cuanto a la carta dirigida al señor de Tréville, ha­bía desaparecido.

El joven comenzó por buscar aquella carta con gran impaciencia, volviendo y revolviendo veinte veces sus bolsos y bolsillos, buscando y rebuscando en su talego, abriendo y cerrando su bolso; pero cuando se hubo convencido de que la carta era inencontrable, entró en un ter­cer acceso de rabia que a punto estuvo de provocarle un nuevo consu­mo de vino y de aceite aromatizados; porque, al ver a aquel joven de mala cabeza acalorarse y amenazar con romper todo en el estableci­miento si no encontraban su carta, el hostelero había cogido ya un chu­zo, su mujer un mango de escoba, y sus criados los mismos bastones que habían servido la víspera.

‑¡Mi carta de recomendación! ‑gritaba D'Artagnan‑. ¡Mi carta de recomendación, por todos los diablos, a os ensarto a todos como a hortelanos[L22] !

Desgraciadamente, una circunstancia se oponía a que el joven cum­pliera su amenaza; y es que, como ya lo hemos dicho, su espada se había roto en dos trozos durante la primera refriega, cosa que él había olvidado por completo. Y de ello resultó que cuando D'Artagnan qui­so desenvainar, se encontró armado pura y simplemente con un trozo de espada de ocho o diez pulgadas más o menos, que el hostelero ha­bía encasquetado cuidadosamente en la vaina. En cuanto al resto de la hoja, el chef la había ocultado hábilmente para hacerse una aguja me­chera.

Sin embargo, esta decepción no hubiera detenido probablemente a nuestro fogoso joven, si el huésped no hubiera pensado que la recla­mación que le dirigía su viajero era perfectamente justa.

‑Pero, en realidad ‑dijo bajando su chuzo‑, ¿dónde está esa carta?

‑Sí, ¿dónde está esa carta? ‑gritó D'Artagnan‑. Os prevengo ante todo que esa carta es para el señor de Tréville, y que es preciso que aparezca; porque si no aparece él sabrá de sobra hacerla aparecer.

Esta amenaza acabó por intimidar al hostelero. Después del rey y del señor cardenal, el señor de Tréville era el hombre cuyo nombre era quizá el repetido con más frecuencia por los militares a incluso por los burgueses. También estaba el padre Joseph [L23] cierto; pero su nombre a él nunca le era pronunciado sino en voz baja, ¡tan grande era el terror que inspiraba la eminencia gris, como se llamaba al fami­liar del cardenal!

Por eso, arrojando su chuzo lejos de sí, y ordenando a su mujer hacer otro tanto con su mango de escoba y a sus servidores con sus bastones, fue el primero que dio ejemplo en buscar la carta perdida.

‑¿Es que esa carta encerraba algo precioso? ‑preguntó el hoste­lero al cabo de un instante de investigaciones inútiles.

‑¡Diablos! ¡Ya lo creo! ‑exclamó el gascón, que contaba con aque­lla carta para hacer su carrera en la corte‑. Contenía mi fortuna.

‑¿Bonos contra el Tesoro[L24] ? ‑preguntó el hostelero inquieto.

‑Bonos contra la tesorería particular de Su Majestad ‑respondió D'Artagnan que, contando con entrar en el servicio del rey gracias a esta recomendación, creía poder dar aquella respuesta algo aventura­da sin mentir.

‑¡Diablos! ‑dijo el hostelero completamente desesperado.

‑Pero no importa ‑continuó D'Artagnan con el aplomo nacio­nal‑, no importa; el dinero no es nada, pero esa carta sí lo era todo. Hubiera preferido perder antes mil pistolas que perderla.

Nada arriesgaba diciendo veinte mil, pero cierto pudor juvenil lo contuvo.

Un rayo de luz alcanzó de pronto la mente del hostelero, que se daba a todos los diablos al no encontrar nada.

‑Esa carta no se ha perdido ‑exclamó.

‑¡Ah! ‑dijo D'Artagnan.

‑No; os la han robado.

‑¿Robado? ¿Y quién?

‑El gentilhombre de ayer. Bajó a la cocina, donde estaba vuestro jubón. Se quedó allí solo. Apostaría que ha sido él quien la ha robado.

‑¿Lo creéis? ‑respondió D'Artagnan poco convencido, porque sabía mejor que nadie la importancia completamente personal de aquella carta, y no veía en ella nada que pudiera provocar la codicia.

El hecho es que ninguno de los criados, ninguno de los viajeros presentes hubiera ganado nada poseyendo aquel papel.

‑Decís, pues ‑respondió D'Artagnan‑, que sospecháis de ese impertinente gentilhombre.

‑Os digo que estoy seguro ‑continuó el hostelero‑; cuando yo le anuncié que Vuestra Señoría era el protegido del señor de Tréville, y que teníais incluso una carta para ese ilustre gentilhombre, pareció muy inquieto, me preguntó dónde estaba aquella carta, y bajó inme­diatamente a la cocina donde sabía que estaba vuestro jubón.

‑Entonces es mi ladrón ‑respondió D'Artagnan‑; me quejaré al señor de Tréville, y el señor de Tréville se quejará al rey.

Luego sacó majestuosamente dos escudos de su bolsillo, se los dio al hostelero, que lo acompañó, sombrero en mano, hasta la puerta, y subió a su caballo amarillo, que le condujo sin otro accidente hasta la puerta Saint‑Antoine[L25] , en París, donde su propietario lo vendió por tres escudos, lo cual era pagarlo muy bien, dado que D'Artagnan lo había agotado hasta el exceso durante la última etapa. Además, el cha­lán a quien D'Artagnan lo cedió por las nueve libras susodichas no ocultó al joven que sólo le daba aquella exorbitante suma debido a la origina­lidad de su color.

D'Artagnan entró, pues, en París a pie, llevando su pequeño pa­quete bajo el brazo, y caminó hasta encontrar una habitación de alqui­ler que convino a la exigüidad de sus recursos. Aquella habitación era una especie de buhardilla, sita en la calle des Fossoyeurs[L26] , cerca del Luxemburgo.

Tan pronto como hubo gastado su último denario, D'Artagnan tomó posesión de su alojamiento, pasó el resto de la jornada cosiendo su jubón y sus calzas de pasamanería, que su madre había descosido de un jubón casi nuevo del señor D'Artagnan padre, y que le había dado a escondidas; luego fue al paseo de la Ferraille [L27] , para mandar poner una hoja a su espada; luego volvió al Louvre para informarse del primer mosquetero que encontró de la ubicación del palacio del señor de Tréville que estaba situado en la calle del Vieux‑Colombier[L28] , es decir, precisamente en las cercanías del cuarto apalabrado por D'Ar­tagnan, circunstancia que le pareció de feliz augurio para el éxito de su viaje.

Tras ello, contento por la forma en que se había conducido en Meung sin remordimientos por el pasado, confiando en el presente y lleno de esperanza en el porvenir, se acostó y se durmió con el sueño del valiente.

Aquel sueño, todavía totalmente provinciano, le llevó hasta las nue­ve de la mañana, hora en que se levantó para dirigirse al palacio de aquel famoso señor de Tréville, el tercer personaje del reino según la estimación paterna.

 

Capítulo ll

La antecámara del señor de Tréuille

 

El señor de Troisville[L29] , como todavía se llamaba su familia en Gas­cuña, o el señor de Tréville, como había terminado por llamarse él mismo en Paris, había empezado en realidad como D'Artagnan, es de­cir, sin un cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de en­tendimiemto que hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus esperanzas de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre de Périgord o de Berry recibe en realidad. Su bravura insolente, su suerte más insolente todavía en un tiempo en que los golpes llovían como chuzos, le habían izado a la cima de esa difícil escala que se llama el favor de la corte, y cuyos escalones había escala­do de cuatro en cuatro.

Era el amigo del rey, que honraba mucho, como todos saben, la memoria de su padre Enrique IV. El padre del señor de Tréville le ha­bía servido tan fielmente en sus guerras contra la Liga que, a falta de dinero contante y sonante ‑cosa que toda la vida le faltó al bearnés, el cual pagó siempre sus deudas con la única cosa que nunca necesitó pedir prestada, es decir, con el ingenio‑, que a falta de dinero con­tante y sonante, decimos, le había autorizado, tras la rendición de Pa­ris, a tomar por armas un león de oro pasante sobre gules con esta di­visa: Fidelis et fortis[L30] . Era mucho para el honor, pero mediano para el bienestar. Por eso, cuando el ilustre compañero del gran Enrique murió, dejó por única herencia al señor su hijo, su espada y su divisa. Gracias a este doble don y al nombre sin tacha que lo acompañaba, el señor de Tréville fue admitido en la casa del joven príncipe, donde se sirvió también de su espada y fue tan fiel a su divisa que Luis XIII, uno de los buenos aceros del reino, solía decir que si tuviera un amigo en ocasión de batirse, le daría por consejo tomar por segundo primero a él, y a Tréville después, y quizá incluso antes que a él.

Por eso Luis XIII tenía un afecto real por Tréville, un afecto de rey, afecto egoísta, es cierto, pero que no por ello dejaba de ser afecto. Y es que, en aquellos tiempos desgraciados, se buscaba sobre todo ro­dearse de hombres del temple de Tréville. Muchos podían tomar por divisa el epiteto de fuerte, que formaba la segunda parte de su exergo; pero pocos gentileshombres podían reclamar el epíteto de fiel, que for­maba la primera. Tréville era uno de estos últimos; era una de esas raras organizaciones, de inteligencia obediente como la del dogo, de valor ciego, de vista rápida, de mano pronta, a quien el ojo le había sido dado sólo para ver si el rey estaba descontento de alguien, y la mano para golpear a ese alguien enfadoso: un Besme, un Maurevers, un Poltrot de Méré, un Vitry[L31] . En fin, en el caso de Tréville, había fal­tado hasta aquel entonces la ocasión; pero la acechaba y se prometía cogerla por los pelos si alguna vez pasaba al alcance de su mano. Por eso hizo Luis XIII a Tréville capitán de sus mosqueteros[L32] , que eran a Luis XIII, por la devoción o mejor por el fanatismo, lo que sus ordina­rios eran a Enrique III y lo que su guarda escocesa a Luis XI.

Por su parte, y desde ese punto de vista, el cardenal no le iba a la zaga al rey. Cuando hubo visto la formidable elite de que Luis XIII se rodeaba, ese segundo, o mejor, ese primer rey de Francia también había querido tener su guardia. Tuvo por tanto sus mosqueteros como Luis XIII tenía los suyos, y se veía a estas dos potencias rivales selec­cionar para su servicio, en todas las provincias de Francia a incluso en todos los Estados extranjeros, a los hombres célebres por sus estoca­das. Por eso Richelieu y Luis XIII disputaban a menudo, mientras ju­gaban su partida de ajedrez, por la noche, sobre el mérito de sus servi­dores. Cada cual ponderaba los modales y el valor de los suyos; y al tiempo que se pronunciaban en voz alta contra los duelos y contra las riñas, los excitaban por lo bajo a llegar a las manos, y concebían un auténtico pesar o una alegría inmoderada por la derrota o la victoria de los suyos. Así al menos lo dicen las Memorias de un hombre que estuvo en algunas de esas derrotas y en muchas de esas victorias.

Tréville había captado el lado débil de su amo, y gracias a esta ha­bilidad debía el largo y constante favor de un rey que no ha dejado reputación de haber sido muy fiel a sus amistades. Hacía desfilar a sus mosqueteros entre el cardenal Armand Duplessis con un aire bur­lón que erizaba de cólera el mostacho gris de Su Eminencia. Tréville entendía admirablemente bien la guerra de aquella época, en la que, cuando no se vivía a expensas del enemigo, se vivía a expensas de sus compatriotas: sus soldados formaban una legión de jaraneros, indisci­plinada para cualquier otro que no fuera él.

Desaliñados, borrachos, despellejados, los mosqueteros del rey, o mejor los del señor de Tréville, se desparramaban por las tabernas, por los paseos, por los juegos públicos, gritando fuerte y retorciéndose los mostachos, haciendo sonar sus espuelas, enfrentándose con placer a los guardias del señor cardenal cuando los encontraban; luego, desen­vainando en plena calle entre mil bromas; muertos a veces, pero segu­ros en tal caso de ser llorados y vengados; matando con frecuencia, y seguros entonces de no enmohecer en prisión, porque allí estaba el señor de Tréville para reclamarlos. Por eso el señor de Tréville era ala­bado en todos los tonos, cantado en todas las gamas por aquellos hom­bres que le adoraban y que, bandidos todos como eran, temblaban an­te él como escolares ante su maestro, obedeciendo a la menor palabra y prestos a hacerse matar para lavar el menor reproche.

El señor de Tréville había usado esta palanca poderosa en favor del rey en primer lugar y de los amigos del rey, y luego en favor de él mismo y sus amigos. Por lo demás, en ninguna de las Memorias de esa época que tantas Memorias ha dejado se ve que ese digno gentil­hombre haya sido acusado, ni siquiera por sus enemigos ‑y los tenía tanto entre las gentes de pluma como entre las gentes de espada‑ en ninguna parte se ve, decimos, que ese digno gentilhombre haya si­do acusado de hacerse pagar la cooperación de sus secuaces. Con un raro ingenio para la intriga, que lo hacía émulo de los mayores intri­gantes había permanecido honesto. Es más, a pesar de las grandes estocadas que dejan a uno derrengado y de los ejercicios penosos que fatigan, se había convertido en uno de los más galantes trotacalles, en uno de los más finos lechuguinos, en uno de los más alambicados ha­bladores ampulosos de su época; se hablaba de las aventuras galantes de Tréville como veinte años antes se había hablado de las de Bassom­pierre[L33] , lo que no era poco decir. El capitán de los mosqueteros era, pues, admirado, temido y amado, lo cual constituye el apogeo de las fortunas humanas.

Luis XIV absorbió a todos los pequeños astros de su corte en su vasta irradiación; pero su padre, sol pluribus impar[L34] , dejó su esplen­dor personal a cada uno de sus favoritos, su valor individual a cada uno de sus cortesanos. Además de los resplandores del rey y del car­denal, se contaban entonces en París más de doscientos pequeños res­plandores algo solicitados. Entre los doscientos pequeños resplando­res, el de Tréville era uno de los más buscados.

El patio de su palacio, situado en la calle del Vieux‑Colombier, se parecía a un campamento, y esto desde las seis de la mañana en vera­no y desde las ocho en invierno. De cincuenta a sesenta mosqueteros, que parecían turnarse para presentar un número siempre imponente, se paseaban sin cesar armados en plan de guerra y dispuestos a todo. A lo largo de aquellas grandes escalinatas, sobre cuyo emplazamiento nuestra civilización construiría una casa entera, subían y bajaban solici­tantes de París que corrían tras un favor cualquiera, gentilhombres de provincia ávidos para ser enrolados, y lacayos engalanados con todos los colores que venían a traer al señor de Tréville los mensajes de sus amos. En la antecámara, sobre altas banquetas circulares, descansa­ban los elegidos, es decir, aquellos que estaban convocados. Allí había murmullo desde la mañana a la noche, mientras el señor de Tréville, en su gabinete contiguo a esta antecámara, recibía las visitas, escucha­ba las quejas, daba sus órdenes y, como el rey en su balcón del Lou­vre, no tenía más que asomarse a la ventana para pasar revista de hom­bres y de armas.

El día en que D'Artagnan se presentó, la asamblea era imponente, sobre todo para un provinciano que llegaba de su provincia: es cierto que el provinciano era gascón, y que sobre todo en esa época los com­patriotas de D'Artagnan tenían fama de no dejarse intimidar fácilmen­te. En efecto, una vez que se había franqueado la puerta maciza, en­clavijada por largos clavos de cabeza cuadrangular, se caía en medio de una tropa de gentes de espada que se cruzaban en el patio interpe­lándose, peleándose y jugando entre sí. Para abrirse paso en medio de todas aquellas olas impetuosas habría sido preciso ser oficial, gran señor o bella mujer.

Fue, pues, por entre ese tropel y ese desorden por donde nuestro joven avanzó con el corazón palpitante, ajustando su largo estoque a lo largo de sus magras piernas, y poniendo una mano en el borde de sus sombrero de fieltro con esa media sonrisa del provinciano apurado que quiere mostrar aplomo. Cuando había pasado un grupo, enton­ces respiraba con más libertad; pero comprendía que se volvían para mirarlo y, por primera vez en su vida, D'Artagnan, que hasta aquel día había tenido una buena opinión de sí mismo, se sintió ridículo.

Llegado a la escalinata, fue peor aún; en los primeros escalones había cuatro mosqueteros que se divertían en el ejercicio siguiente, mien­tras diez o doce camaradas suyos esperaban en el rellano a que les to­cara la vez para ocupar plaza en la partida.

Uno de ellos, situado en el escalón superior, con la espada desnu­da en la mano, impedía o al menos se esforzaba por impedir que los otros tres subieran.


Date: 2015-12-17; view: 579


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