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V El Aficionado A Los Tulipanes Y Su Vecino

 

Entretanto, mientras los burgueses de La Haya tro­ceaban los cadáveres de Jean y de Corneille, mientras Guillermo de Orange, después de haberse asegurado que sus dos antagonistas estaban bien muertos, galopaba por el camino de Leiden seguido del coronel Van De­ken, al que hallaba demasiado compasivo para continuar otorgándole la confianza con que le había honrado hasta entonces, Craeke, el fiel servidor, montado por su par­te en un buen caballo, y muy lejos de imaginarse los terribles sucesos que habían acontecido desde su parti­da, galopó sobre las calzadas bordeadas de árboles hasta que estuvo fuera de la ciudad y de los pueblos vecinos.

Una vez en seguridad, para no despertar sospechas, dejó su caballo en una cuadra y continuó tranquilamen­te su viaje en barcos que por etapas le condujeran a Dordrecht pasando con habilidad por los caminos más cortos de esos brazos sinuosos del río los cuales estre­chan bajo sus caricias húmedas aquellas islas encantado­ras bordeadas de sauces, juncos y hierbas floridas, en las que ramoneaban indolentemente los gordos rebaños reluciendo al sol.

Craeke reconoció desde lejos a Dordrecht, la ciudad alegre, al pie de su colina sembrada de molinos. Vio las bellas casas rojas con líneas blancas, bañando en el agua sus pies de ladrillos, y dejando flotar por los balcones abiertos sobre el río sus tapices de seda salpicados de flores de oro, maravillas de India y China, y al lado de aquellos tapices, esos grandes sedales, trampas perma­nentes para coger las voraces anguilas atraídas ante las viviendas por los desperdicios cotidianos que las coci­nas lanzan al agua por sus ventanas.

Craeke, desde el puente de la barca, a través de to­dos aquellos molinos de aspas giratorias, percibía en el declive de la colina la casa blanca y rosa, final de su misión. Los caballetes del tejado se perdían en el folla­je amarillento de una cortina de álamos, destacando sobre el fondo sombrío que le proporcionaba un bos­que de olmos gigantescos. Se hallaba situada de tal modo que el sol, cayendo sobre ella como en un embu­do, venía a secar, templar a incluso fecundar las últimas neblinas que la barrera de vegetación no podía impedir al viento del río que llevara cada mañana y cada noche.

Desembarcado en medio del tumulto ordinario de la ciudad, Craeke se dirigió enseguida hacia la casa de la que vamos a ofrecer a nuestros lectores una indispensa­ble descripción.

Blanca, limpia, reluciente, más propiamente lavada, más cuidadosamente encerada en los lugares ocultos que lo estaba en los sitios visibles, aquella casa encerraba un feliz mortal.

Este feliz mortal, rara avis, como dice Juvenal, era el doctor Van Baerle, ahijado de Corneille. Habitaba en la casa que acabamos de describir, desde su infancia; porque aquélla era la casa natal de su padre y de su abuelo, antiguos mercaderes nobles de la noble ciudad de Dordrecht.

El señor Van Baerle, el padre, había amasado en el comercio de las Indias de tres a cuatrocientos mil flori­nes que Van Baerle, hijo, había hallado completamente nuevos, en 1668, a la muerte de sus buenos y queridos padres, aunque aquellos florines estuvieran graba­dos con las milésimas de 1640 unos, y 1610 otros; lo que probaba que había florines del padre Van Baerle y flo­rines del abuelo Van Baerle esos cuatrocientos mil florines, apresurémonos a decirlo, no eran más que el efectivo, el dinero de bolsillo de Cornelius van Baerle, el héroe de esta historia ya que sus propiedades en la provincia le proporcionaban unos intereses de alrededor de los diez mil florines.



Cuando el digno ciudadano que era el padre de Cornelius pasó a mejor vida, tres meses después de los funerales de su mujer, que parecía haber partido la pri­mera para hacerle más fácil el camino de la muerte, como le había hecho más fácil el camino de la vida, dí­jole a su hijo abrazándole por última vez:

‑Bebe, come y gasta si quieres vivir en realidad, porque no es vivir el trabajar todo el día en una silla de madera o en un sillón de cuero, en un laboratorio o en un almacén. Morirás a tu vez y, si no tienes la dicha de tener un hijo, se extinguirá nuestro nombre, y mis flo­rines se asombrarán al hallarse con un amo desconoci­do, esos florines nuevos que nadie ha pesado nunca más que mi padre, yo y el fundidor. Sobre todo, no imites a tu padrino, Corneille de Witt, que se ha lanzado a la política, la más ingrata de las carreras y que seguramente acabará mal.

Luego, el digno señor Van Baerle murió, dejando completamente desolado a su hijo Cornelius, el cual amaba muy poco los florines y mucho a su padre.

Cornelius se quedó, pues, solo en la gran casa.

En vano su padrino Corneille le ofreció un empleo en los servicios públicos; en vano quiso hacerle gustar de la gloria cuando Cornelius, por obedecer a su padrino, se embarcó con De Ruyter en el navío Les Sept Pro­vinces, que mandaba a los ciento treinta y nueve barcos con los cuales el ilustre almirante iba a liquidar solo las fortunas de Francia y de Inglaterra reunidas. Cuando, conducido por el piloto Léger, llegó al alcance de mos­quete del navío Le Prince, sobre el que se hallaba el duque de York, hermano del rey de Inglaterra, el ataque de De Ruyter, su jefe, fue realizado tan brusca y hábil­mente que, sintiendo su barco a punto de ser destruido, el duque de York no tuvo tiempo más que para retirarse a bordo del Saint‑Michel; cuando vio al Saint‑Michel, roto, triturado bajo las balas holandesas, salirse de la línea; cuando vio saltar un navío, Le Comte de Sanwick, y perecer en las olas o en el fuego a cuatrocientos ma­rineros; cuando vio que al final de todo aquello, después de ser destrozados veinte barcos, muertos tres mil hom­bres, heridos cinco mil, nada se había decidido ni a fa­vor ni en contra, que cada uno se atribuía la victoria, que había que comenzar de nuevo, y que solamente un nombre más, la batalla de Southwood‑Bay, se había añadido al catálogo de las batallas; cuando hubo calcu­lado el tiempo que pierde tapándose los ojos y los oídos un hombre que quiere reflexionar incluso cuando sus semejantes se cañonean entre sí, Cornelius dijo adiós a De Ruyter, al Ruart de Pulten y a la gloria, besó las rodillas del gran pensionario, por el que sentía una pro­funda veneración, y regresó a su casa de Dordrecht, rico por su descanso adquirido, por sus veintiocho años, por una salud de hierro, por una vista aguda y más que por sus cuatrocientos mil florines de capital y sus diez mil florines de renta, por la convicción de que un hom­bre ha recibido siempre del cielo mucho para ser feliz, bastante para no serlo.

En consecuencia, y para labrarse una felicidad a su modo, Cornelius se puso a estudiar las plantas y los insectos, recogió y clasificó toda la flora de las islas, pinchó a toda la entomología de su provincia, sobre la que compuso un tratado manuscrito con dibujos reali­zados por su mano, y finalmente, no sabiendo ya qué hacer con su tiempo y, sobre todo, con su dinero, que iba aumentando de una forma espantosa, escogió entre todas las locuras de su país y de su época una de las más elegantes y de las más costosas.

Se dedicó al cultivo de los tulipanes.

Aquél era el momento, como se sabe, en que los fla­mencos y los portugueses, explotando a cual más este género de horticultura, habían llegado a divinizar el tulipán y a hacer de esta flor venida de Oriente lo que jamás naturalista alguno se había atrevido a hacer con la raza humana, por miedo de dar celos a Dios.

Muy pronto, desde Dordrecht a Mons, no se habló más que de los tulipanes de Mynheer[2] Van Baerle; y sus parterres, sus fosos, sus cámaras de secado, sus cuader­nos de bulbos fueron visitados como antiguamente lo fueron las galerías y las bibliotecas de Alejandría por los ilustres viajeros romanos.

Van Baerle comenzó por gastar sus rentas del año en establecer su colección, luego mermó sus florines nue­vos en perfeccionarla; así, su trabajo fue recompensado con un magnífico resultado: halló cinco especies dife­rentes a las que llamó la Jeanne, por el nombre de su madre, la Baerle, por el nombre de su padre, la Cornei­lle, por el nombre de su padrino... los otros nombres no los sabemos, pero los aficionados podrán seguramente encontrarlos en los catálogos de la época.

En 1672, al comienzo del año, Corneille de Witt vino a Dordrecht para vivir tres meses en su antigua casa familiar; porque se sabe que no solamente Corneille había nacido en Dordrecht, sino que la familia de los De Witt era originaria de esta ciudad.

Corneille comenzaba entonces, como decía Guiller­mo de Orange, a gozar de la más perfecta impopulari­dad. Sin embargo, para sus conciudadanos, los buenos habitantes de Dordrecht, no era todavía un facineroso a prender, y aquellos, poco satisfechos de su republica­nismo algo demasiado puro, pero orgullosos de su va­lor personal, quisieron ofrecerle el vino de la ciudad cuando llegó.

Después de haber dado las gracias a sus conciudada­nos, Corneille fue a ver su vieja casa paterna, y ordenó algunas reparaciones antes de que madame De Witt, su mujer, viniera a ella para instalarse con sus hijos.

Luego, el Ruart se dirigió a la casa de su ahijado, que tal vez era el único en Dordrecht que ignoraba todavía la presencia del Ruart en su ciudad natal.

Tanto como Corneille de Witt había levantado los odios manejando esas semillas nocivas que se llaman las pasiones políticas, otro tanto había amasado Van Baer­le simpatías olvidando completamente el cultivo de la política, absorbido como estaba en el cultivo de los tu­lipanes.

Por eso, Van Baerle era querido por sus criados y por sus obreros; por eso no podía suponer que existiera en el mundo un hombre que quisiera mal a otro hombre.

Y sin embargo, digámoslo para vergüenza de la Humanidad, Cornelius van Baerle tenía, sin saberlo, un enemigo mucho más feroz, mucho más encarnizado, mucho más irreconciliable, de los que hasta entonces habían contado el Ruart y su hermano entre los oran­gistas más hostiles a esta admirable fraternidad que, sin nube durante la vida, acababa de prolongarse por el sa­crificio más allá de la muerte.

En el momento en que Cornelius comenzó a entre­garse a los tulipanes, arrojó en ellos sus rentas del año y los florines de su padre. Había en Dordrecht y vivien­do puerta a puerta con él, un burgués llamado Isaac Boxtel, el cual, desde el día en que había alcanzado la edad del conocimiento seguía la misma pendiente y se pasmaba al solo enunciado de la palabra tulban, que, como asegura el floriste français, es decir, el historiador más erudito de esta flor, es la primera palabra que, en la lengua de Chingulais, ha servido para designar esa obra muestra de la creación que se llama tulipán.

Boxtel no tenía la suerte de ser rico como Van Baer­le. Había conseguido, pues, con gran trabajo, a fuerza de cuidados y de paciencia, un jardín adecuado para el cultivo en su casa de Dordrecht; había preparado el te­rreno según las prescripciones requeridas y dado a sus bancales precisamente tanto calor y frescor como la far­macopea de los jardineros autoriza.

Con la casi veinteava parte de un grado, Isaac sabía la temperatura de sus parterres. Conocía el peso del viento y lo tamizaba de forma que lo acomodaba al balanceo de los tallos de sus flores. Así, sus productos comenzaban a gustar. Eran bellos, incluso poco comu­nes. Varios aficionados habían venido a visitar los tuli­panes de Boxtel. Por último, Boxtel había lanzado al mundo de los Limé y de los Tournefort un tulipán con su nombre. Aquel tulipán viajó, atravesó Francia, entró en España, penetró hasta Portugal, y el rey don Alfon­so VI que, expulsado de Lisboa, se había retirado a la isla de Terceira, donde se divertía, como el gran Conde, regando claveles, sino cultivando tulipanes, dijo: «No está mal», contemplando el susodicho Boxtel.

De pronto, como continuación a todos los estudios a que se había dedicado, y habiendo invadido a Corne­lius van Baerle la pasión por los tulipanes, decidió éste modificar su casa de Dordrecht que, como hemos dicho, era vecina a la de Boxtel a hizo elevar un piso a cierto edificio de su patio, el cual, al alzarse, robó medio gra­do de calor y, en cambio, produjo medio grado de frío al jardín de Boxtel, sin contar con que cortó el viento y trastornó todos los cálculos y toda la economía hortí­cola de su vecino.

Después de todo, esa desgracia no era nada a los ojos del vecino Boxtel. Van Baerle no era más que un pintor, es decir, una especie de loco que intenta repro­ducir sobre la tela, desfigurándolas, las maravillas de la Naturaleza. El pintor hacía levantar un piso a su taller para tener mejor luz, lo que entraba en su derecho. El señor Van Baerle era pintor como el señor Boxtel era florista‑tulipanero; quería sol para sus cuadros, y le robaba medio grado a los tulipanes del señor Boxtel.

La ley estaba de parte del señor Van Baerle. Bene sit.

Por otra parte, Boxtel había descubierto que dema­siado sol perjudicaba al tulipán, y que esta flor crece mejor y más coloreada con el tibio sol de la mañana o de la tarde que con el ardiente sol del mediodía.

Tuvo, pues, casi que agradecer a Cornelius van Baerle el haberle proporcionado gratis un parasol.

Tal vez no fuera esto enteramente verdad, y lo que decía Boxtel respecto a su vecino Van Baerle no fuese la total expresión de su pensamiento. Sin embargo, las grandes almas hallan en la filosofía asombrosos recur­sos en medio de las grandes catástrofes.

Pero desgraciadamente, ¡qué fue de este infortuna­do Boxtel, cuando vio los vidrios del nuevo piso edifi­cado llenarse de cebollas, de bulbos, de tulipanes en plena tierra, de tulipanes en botes, en fin de todo lo que concierne a la profesión de un monómano tulipanero!

Había paquetes de etiquetas, casilleros, cajas con compartimientos y los enrejados de hierro destinados a cerrar esos casilleros para renovarles el aire sin permi­tir el acceso a las ratas, a los lirones, a los hurones[3] y a los ratones, curiosos aficionados a los tulipanes de dos mil francos la cebolla.

Boxtel quedó muy impresionado cuando vio todo aquel material, pero todavía no comprendía la extensión de su desgracia. Se sabía que Van Baerle era amigo de todo lo que alegraba la vista. Estudiaba a fondo la Na­turaleza para sus cuadros, acabados como los de Gérard Dow, su maestro, y los de Miéris, su amigo. ¡No era posible que teniendo que pintar el interior de un tulipa­nero, hubiera reunido en su nuevo taller todos los acce­sorios de la decoración!

Sin embargo, aunque tranquilizado por esta engaño­sa idea, Boxtel no pudo resistir la ardiente curiosidad que le devoraba. Llegada la noche, aplicó una escala contra el muro medianero y, mirando la casa de su ve­cino Baerle, se convenció de que la tierra de un enorme cuadrado, poblado hacía poco de plantas diferentes, había sido removido, dispuesto en platabandas de man­tillo mezclado con lodo de río, combinación esencial­mente simpática a los tulipanes, todo rodeado con un borde de césped para impedir los desmoronamientos. Además, al sol naciente, al sol poniente, sombra dis­puesta para tamizar el sol del mediodía; agua en abun­dancia y al alcance, exposición al sur suroeste, en fin, condiciones completas, no solamente para el éxito, sino para el progreso. Sin ningún género de duda, Van Baerle se había convertido en un tulipanero.

Boxtel se representó inmediatamente a ese sabio de cuatrocientos mil florines de capital y diez mil de ven­ta, empleando sus recursos morales y físicos en el cul­tivo de los tulipanes al por mayor. Entrevió su éxito en un vago pero cercano porvenir, y concibió, por adelan­tado, tal dolor por ese éxito, que sus manos se relajaron, las rodillas se debilitaron, y cayó desesperado al pie de su escala.

Así pues, no era por tulipanes pintados, sino por tulipanes reales por lo que Van Baerle le robaba medio grado de calor. Así pues, Van Baerle iba a tener la más admirable de las exposiciones solares y, además, una vasta habitación donde conservar sus cebollas y sus bulbos: habitación alumbrada, aireada, ventilada, rique­za prohibida a Boxtel, que se había visto obligado a dedicar a ese use su dormitorio y que, para no perjudi­car con la influencia de los espíritus animales a sus bul­bos y sus tubérculos, se resignaba a acostarse en el gra­nero.

Así, puerta a puerta, pared por pared, Boxtel iba a tener un rival, un emulador, un vencedor tal vez, y ese rival, en lugar de ser cualquier oscuro jardinero, desco­nocido, ¡era el ahijado del amo Corneille de Witt, es decir, una celebridad!

Boxtel, como se ve, tenía un espíritu menos fuerte que el de Porus, que se consolaba por haber sido ven­cido por Alejandro justamente a causa de la celebridad de su vencedor.

En efecto, ¡qué sucedería si alguna vez Van Baerle hallaba un tulipán nuevo y lo llamaba el Jean de Witt, después de haber llamado a uno el Corneille! Era como para ahogarse de rabia.

Así, en su envidiosa prevención, Boxtel, profeta de la desgracia para sí mismo, adivinaba lo que iba a su­ceder.

Hecho este descubrimiento, Boxtel pasó la más exe­crable noche que imaginarse pueda.

 

 


Date: 2015-12-17; view: 527


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Capítulo diecinueve | VI El Odio De Un Tulipanero
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