Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Capítulo dieciséis

La partida

Los sucesos que acababan de ocurrir preocupaban a todo París. Manuel y su esposa hablaban de ellos con una sorpresa bien natural en el salón de la calle de Meslay. Enlazaban entre sí las tres catástro­fes, tan repentinas como inesperadas, de Morcef, de Danglars y de Villefort.

Maximiliano, que había venido a visitarles, les escuchaba, o más bien asistía a su conversación, sumido en su acostumbrada insensibi­lidad.

‑En verdad ‑decía Julia‑ que podría creerse, Manuel, que todas esas gentes tan ricas, tan dichosas ayer, habían olvidado en el cálculo sobre el que establecieron su fortuna, su ventura y su consideración, la parte del genio malo, y que éste, como las hadas malditas de los cuentos de Perrault, a quienes se deja de convidar a alguna boda o algún bautizo, se ha aparecido de repente para vengarse de un fatal olvido.

‑¡Cuántos desastres! ‑decía Manuel, pensando en Morcef y en Danglars.

‑¡Cuántos sufrimientos! ‑decía Julia, recordando a Valentina, a quien por un instinto de su sexo, no quería mentar delante de su hermano.

‑Si es Dios quien les ha castigado ‑decía Manuel‑, es porque Dios, bondad suprema, no ha hallado nada en el pasado de estas gen­tes que merezca la atenuación de la pena, es porque esas gentes esta­ban malditas.

‑¿No eres muy temerario en tus juicios, Manuel? ‑dijo Julia‑. Cuando mi padre, con la pistola en la mano, estaba dispuesto a saltar‑

se la tapa de los sesos, si alguien hubiese dicho como tú ahora: “Este hombre ha merecido su pena” , ¿no se habría equivocado?

‑Sí; pero Dios no ha permitido que nuestro padre sucumbiera, como no permitió que Abraham sacrificase a su hijo. Al Patriarca, como a nosotros, envió un ángel que cortase en la mitad del camino las alas de la muerte.

No bien acababa de pronunciar estas palabras cuando se oyó el sonido de la campana. Era la señal dada por el conserje de que llegaba una visita. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta del salón, y el conde de Montecristo apareció en el umbral. Dos gritos de alegría salieron al mismo tiempo de los dos jóvenes. Maximiliano levantó la cabeza y la dejó caer abatida sobre el pe­cho.

‑Maximiliano ‑dijo el conde, sin parecer notar las diferentes im­presiones que su presencia causaba en los huéspedes‑, vengo a bus­caros.

‑¿A buscarme? ‑dijo Morrel, como saliendo de un sueño.

‑Sí ‑dijo Montecristo‑; ¿no habíamos convenido en que os llevaría, y no os previne ayer que estuvieseis preparado?

‑Heme aquí ‑dijo Maximiliano‑, había venido a decirles adiós



‑Y ¿dónde vais, señor conde? ‑dijo Julia.

‑A Marsella, primero, señora.

‑¿A Marsella? ‑repitieron a la vez ambos jóvenes.

‑Sí, y me llevo a vuestro hermano.

‑¡Ay!, señor conde ‑dijo Julia‑, devolvédnoslo ya restablecido.

Morrel se volvió para ocultar una viva turbación.

‑¿Estabais advertida de que se hallaba malo? ‑dijo el conde.

‑Sí ‑respondió la joven‑, y temo se enoje con nosotros.

‑Le distraeré ‑siguió el conde.

‑Estoy dispuesto ‑dijo Maximiliano‑‑. ¡Adiós, mis buenos ami­gos; adiós, Manuel, adiós, Julia!

‑¿Cómo, adiós? ‑exclamó Julia‑, ¿partís así, de repente, sin preparativos, sin pasaporte?

‑Esas son las dilaciones que aumentan el pesar de las separacio­nes ‑dijo el conde‑, y Maximiliano estoy seguro de que ha debido prevenirse de todo, ya se lo había encargado.

‑Tengo mi pasaporte y están hechas las maletas ‑dijo Morrel con su monótona calma.

‑Muy bien ‑dijo Montecristo sonriéndose‑; con esto ha de conocerse la exactitud de un buen soldado.

‑¿Y nos dejáis ahora? ‑dijo Julia‑, ¿al instante?, ¿sin darnos un día?, ¿una hora siquiera?

‑Mi carruaje está a la puerta, señora. Es necesario que me halle en Roma dentro de cinco días.

‑¡Pero Maximiliano no va a Roma! ‑dijo Manuel.

‑Voy donde quiera el conde llevarme ‑dijo Morrel con triste son­risa‑, le pertenezco todavía un mes.

‑¡Oh, Dios mío!, ¿qué significa eso, señor conde?

‑Maximiliano me acompaña ‑dijo el conde con su persuasiva afabilidad‑, tranquilizaos sobre vuestro hermano.

‑¡Adiós, hermana! ‑dijo Morrel‑, ¡adiós, Manuel!

‑Siento una angustia... ‑dijo Julia‑; ¡oh, Maximiliano, Maximi­liano!, ¡tú nos ocultas algo!

‑¿Vamos? ‑dijo Montecristo‑; le veréis volver alegre, risueño, gozoso.

Maximiliano lanzó a Montecristo una mirada casi desdeñosa, casi irritada.

‑¡Partamos! ‑dijo el conde.

‑Antes de que partáis, señor conde ‑dijo Julia‑, permitidnos deciros todo lo que el otro día...

‑Señora ‑replicó el conde, tomándole ambas manos‑, todo lo que me diríais no equivaldría nunca a lo que leo en vuestros ojos, lo que vuestro corazón ha pensado, lo que el mío ha comprendido. Como los bienhechores de novela, debería haber partido sin volver a veros, pero esta virtud superaba todas mis fuerzas, porque soy hombre débil y vanidoso, porque la mirada húmeda, alegre y tierna de mis seme­jantes me produce un bien. Ahora parto, y llevo mi egoísmo hasta deciros: No me olvidéis, amigos míos, porque no me volveréis a ver.

‑¿No volveros a ver? ‑exclamó Manuel, mientras rodaban dos gruesas lágrimas por las mejillas de Julia‑. ¡No volver a veros! ¡Pero no es un hombre, es un dios quien nos deja, y este dios va a subir al cielo después de haberse presentado en la tierra para hacer el bien!

‑No digáis eso ‑repuso con vehemencia Montecristo‑, no di­gáis eso, amigos míos. Los dioses no hacen jamás el mal. Los dioses se detienen donde quieren detenerse, la casualidad no es más fuerte que ellos, y ellos son por el contrario los que sujetan la suerte. No, yo soy un hombre, Manuel, y vuestra admiración es tan injusta como vuestras palabras son sacrílegas.

Apretando contra sus labios la mano de Julia, que se precipitó en sus brazos, tendió la otra mano a Manuel. Después, arrancándose de esta casa, dulce nido cuyo huésped era la felicidad, llevó tras sí, con una señal, a Maximiliano, pasivo, insensible y consternado, como lo estaba desde la muerte de Valentina.

‑¡Devolved la alegría a mi hermano! ‑dijo Julia al oído de Montecristo .

Montecristo le estrechó la mano como lo había hecho once años an­tes en la escalera que conducía al despacho de Morrel.

‑¿Confiáis siempre en Simbad el Marino? ‑preguntó sonrién­dose.

‑¡Sí!, ¡sí!

‑Pues bien, descansad en la paz y confianza del Señor.

Como hemos dicho, esperaba la silla de posta. Cuatro caballos vigo­rosos erizaban las crines y golpeaban con impaciencia el pavimento.

Alí estaba esperando abajo con el rostro reluciente de sudor. Pare­cía llegar de una larga carrera.

‑¡Y bien! ‑le preguntó el conde en árabe‑, ¿estuviste en casa del anciano?

Alí hizo señal afirmativa.

‑¿Y desplegaste la carta a sus ojos tal como lo dije?

‑Sí ‑dijo respetuosamente el esclavo.

‑¿Y qué ha dicho, o por mejor decir, qué ha hecho?

Alí se puso a la luz de modo que su señor pudiera verle, a imitando con su delicada inteligencia la fisonomía del anciano, cerró los ojos como hacía Noirtier cuando quería decir: ¡sí!

‑¡Bien!, es que acepta‑‑dijo Montecristo‑, ¡partamos!

Apenas había pronunciado esta palabra, cuando ya el carruaje corría y los caballos hacían estremecer el empedrado despidiendo mul­titud de chispas.

Maximiliano se acomodó en su rincón sin decir una palabra.

Transcurrió media hora. Detúvose el carruaje repentinamente. El conde acababa de tirar del cordón de seda que estaba sujeto a un dedo de Alí. El nubio bajó y abrió la portezuela.

La noche estaba hermoseada por millares de estrellas. Estaban en lo alto del monte de Villejuif, sobre el plano donde París, como una mar sombría, agita los millares de luces que parecen olas fosforescen­tes, olas en efecto, olas más bulliciosas, más apasionadas, más movi­bles, más furiosas, más áridas que las del Océano irritado, olas que no conocen la calma como las del vasto mar, olas que chocan siempre, que espumean siempre, que sepultan siempre...

El conde quedó solo y a una señal de su amo, el carruaje avanzó un trecho.

Entonces estuvo un rato con los brazos cruzados, contemplando la fragua en donde se funden, retuercen y modelan todas las ideas que se lanzan como desde un centro hirviente para correr a agitar el mun­do. Después de posar su mirada sobre aquella Babilonia de poetas re­ligiosos y de fríos materialistas:

‑¡Gran ciudad! ‑exclamó inclinando la cabeza y juntando las manos como para orar‑, no hace seis meses que crucé tus umbrales. Creo que el espíritu de Dios me había traído, y que me vuelve triun­fante. El secreto de mi presencia en tus muros se lo he confiado al Dios que solamente puede leer en mi corazón. El solo conoce que me alejo de aquí sin odio ni orgullo, pero no sin recuerdos. Sólo El sabe que no he hecho use ni por mí ni por vanas causas del poder que me había confiado. ¡Oh, gran ciudad!, ¡en lo seno palpitante he hallado lo que buscaba; minero incansable, he removido tus entrañas para extraer de ellas el mal; al presente mi obra está cumplida, mi misión terminada; al presente no puedes ofrecerme alegrías ni dolores! ¡Adiós, París, adiós!

Sus ojos se extendieron aún por la vasta llanura como la mirada de un genio nocturno. Después, pasando la mano por la frente, subió al carruaje, que se cerró tras él, y que desapareció bien pronto por el otro lado de la pendiente entre un torbellino de polvo y ruido.

Anduvieron diez leguas sin pronunciar una sola palabra. Morrel dormía, Montecristo le miraba dormir.

‑Morrel ‑le dijo el conde‑, ¿os arrepentís de haberme seguido?

‑No, señor conde, pero dejar París... En París es donde Valentina reposa, y perder París es perderla por segunda vez.

‑Los amigos que perdemos no reposan en la tierra, Maximiliano

‑dijo el conde‑, están sepultados en nuestro corazón, y es Dios quien lo ha querido así para que siempre nos acompañen. Yo tengo dos amigos que me acompañan siempre también. El uno es el que me ha dado la vida, el otro es el que me ha dado la inteligencia. El espí­ritu de los dos vive en mí. Les consulto en mis dudas, y si hago algún bien, a sus consejos lo debo. Consultad la voz de vuestro corazón, Mo­rrel, a inquirid de ella si debéis continuar poniendo tan mal sem­blante.

‑La voz de mi corazón es bien triste, amigo mío ‑dijo Maximilia­no‑, y no me anuncia más que desgracias.

‑Es propio de los espíritus débiles el ver todas las cosas a través de un velo. El alma se forma a sí misma sus horizontes. Vuestra alma es sombría, y os presenta un cielo borrascoso.

‑Quizás esto sea cierto ‑dijo Maximiliano.

Y cayó de nuevo en su estupor.

El viaje se hizo con aquella maravillosa rapidez, que era una de las propensiones del conde. Las ciudades se presentaban como sombras en su camino. Los árboles, sacudidos por los primeros vientos de oto­ño, parecían ir delante de ellos como gigantes desgreñados, y huían rápidamente cuando eran alcanzados. A la mañana siguiente llegaron a Chalons, donde les esperaba el vapor del conde. Sin perder un ins­tante, el carruaje fue transportado a bordo. Los dos viajeros quedaron embarcados.

El buque estaba cortado de tal modo que parecía una piragua In­dia. Sus dos ruedas parecían dos alas, con las cuales cortaba el agua como un ave viajera. Morrel mismo sentía una especie de desvaneci­miento con la celeridad, y a veces el viento, que hacía flotar sus cabe‑

llos, parecía disipar por un momento las nubes de su frente.

En cuanto al conde, a medida que se alejaba de París, parecía ro­dearse como de una aureola con una serenidad casi sobrehumana. Hubiérasele tenido por un desterrado que regresaba a su patria.

Bien pronto Marsella, blanca, erguida, airosa. Marsella, la hermana menor de Tiro y de Cartago, y que las sucedió en el imperio del Medi­terráneo. Marsella, más joven cuanto más envejece, presentóse ante sus ojos. Eran para ambos aspectos fecundos en recuerdos, la torre re­donda, el fuerte de San Nicolás, la fonda de la ciudad de Puget, el puerto del muelle de ladrillo en donde los dos habían jugado en la niñez.

Así, de común acuerdo, se detuvieron ambos sobre la Cannebière.

Un navío partía para Argel. Los fardos, los pasajeros agolpados

sobre el puente, la multitud de parientes, de amigos que se decían adiós, que gritaban y lloraban, espectáculo siempre conmovedor, aun para los que asisten diariamente a él. Este movimiento no pudo dis­traer a Maximiliano de una idea que se había apoderado de él, desde el instante en que puso el pie sobre el muelle.

‑Mirad ‑dijo, tomando por el brazo a Montecristo‑, he aquí el punto donde se detuvo mi padre cuando el Faraón entró en el puerto. Aquí el bravo, a quien salvasteis de la muerte y del des­honor, se arrojó a mis brazos; siento aún la impresión de sus lágrimas sobre mi rostro, y no lloraba solo, mucha gente lloraba al vernos.

Montecristo se sonrió.

‑Allí estaba yo ‑dijo, mostrando a Morrel el ángulo de una calle.

Al decir esto, y en la dirección que indicaba el conde, se oyó un gemido doloroso, y se vio a una mujer que hacía una señal a un pasajero del navío que partía. Esta mujer estaba cubierta con un velo. Montecristo la siguió con los ojos con tal emoción que Morrel habría visto fácilmente si no hubiese tenido los ojos fijos sobre el navío, en dirección opuesta a aquella en que miraba el conde.

‑¡Oh!, ¡Dios mío! ‑exclamó Morrel‑; no me engaño, ese joven que saluda con el sombrero, ese joven de uniforme, con una charre­tera de subteniente, ¡es Alberto de Morcef!

‑Sí ‑dijo Montecristo‑; lo había conocido.

‑¿Cómo?, ¡si miráis al lado opuesto!

El conde se sonrió, como hacía cuando no quería responder. Y sus ojos se dirigieron a la mujer embozada, que desapareció a la vuelta de la calle. Entonces se volvió.

‑Caro amigo ‑dijo Montecristo‑, ¿no tenéis nada que hacer en este lugar?

‑Tengo que llorar sobre la tumba.

‑Está bien. Id y esperadme allá abajo, me reuniré con vos.

‑¿Me dejáis?

‑Sí..., tengo también una piadosa visita que hacer.

Morrel dejó caer la mano sobre la que le tendía el conde. Después, con un movimiento de cabeza, cuya melancolía sería imposible des­cribir, le dejó y se dirigió al Este de la ciudad.

El conde dejó alejarse a Maximiliano, permaneciendo en el mismo sitio hasta que desapareció. Dirigióse luego hacia las alamedas de Meillán, a fin de hallar la casita que al principio de esta historia ha debido hacerse familiar a nuestros lectores.

Levántase aún a la sombra de la gran alameda de tilos, que sirve de paseo a los marselleses ociosos, tapizada de extensos vástagos de parra que crecen sobre la piedra amarilla por el ardiente sol del me­diodía, con sus brazos ennegrecidos y descarnados por la edad. Dos filas de piedras gastadas por el rote de los pies conducían a la puerta de entrada, puerta formada de tres planchas, que nunca, a pesar de su separación anual, habían reconocido pintura alguna, y esperaban pacientemente que la humedad las reuniese.

Esta casa, encantadora a pesar de su vejez, risueña, a pesar de su mísera apariencia, era la misma que habitaba en otro tiempo el padre de Dantés. El anciano habitaba sólo el piso superior, y el conde había puesto toda la casa a disposición de Mercedes.

Allí entró la mujer de largo velo que Montecristo había visto ale­jarse del navío que zarpaba, cerrando la puerta en el momento mismo en que él doblaba la esquina, de suerte que la vio desaparecer en el momento de encontrarla. Para él todos los pasos eran desde antiguo conocidos. Sabía mejor que nadie abrir aquella puerta, cuyo pestillo interior se levantaba con un clavo largo. Así entró, sin llamar, sin el menor aviso, como un amigo, como un huésped. Al fin de un sendero enladrillado veíase, rico de luz y de rnlores, un pequeño jardín, el mismo donde, en el plazo designado, Mercedes había hallado la suma, cuyo depósito el conde con su delicadeza había hecho subir a veinticuatro años. Desde el umbral de la puerta de la calle se distinguían los primeros árboles del jardín.

Al entrar el conde de Montecristo percibió un suspiro parecido a una queja. Este suspiro atrajo su mirada, y sobre una tuna de jazmín de Virginia de follaje espeso y de largas flores purpúreas, vino a Mercedes inclinada y llorando.

Había levantado su velo, y la faz del cielo, el rostro oculto entre las manos, dando curso a sus suspiros y sollozos, por tanto tiempo contenidos en presencia de su hijo. El conde avanzó unos pasos, y pudieron oírse sus pisadas. Mercedes levantó la cabeza y lanzó un grito de esparto al ver a un hombre ante sí.

‑Señora ‑dijo Montecristo‑, no está en mí poder traeros la ventura, pero os ofrezco un consuelo. ¿Os dignaréis aceptarlo como de un amigo?

‑Soy, en efecto, muy desventurada ‑respondió Mercedes‑, sofá en el mundo..., no tenía más que un hijo y me ha dejado.

‑Ha hecho bien, señora ‑replicó el conde‑, y tiene un noble corazón. Ha comprendido que todo hombre debe un tributo a la patria. Unos su talento, otros su industria, éstos sus vigilias, aquellos su sangre. Permaneciendo a vuestro lado, habría consumido una vida inú­til. No habría podido acostumbrarse a vuestros dolores. Se hubiera hecho ocioso por indolencia. Se hará grande y fuerte luchando contra su adversidad, que cambiará en fortuna. Dejadle reconstituir vuestro porvenir para los dos, señora. Me atrevo a asegurar que está en manos seguras.

‑¡Oh! ‑dijo la mujer, moviendo tristemente la cabeza‑, esta fortuna de que me habláis, y que ruego a Dios le conceda desde el fondo de mi alma, no la gozaré yo. Han fracasado tantas cosas en mí y a mi alrededor, que me siento cerca de la tumba. Habéis hecho bien, señor conde, en traerme al punto donde era dichosa; donde una ha sido dichosa debe morir.

‑¡Ay! ‑dijo el conde‑, todas vuestras palabras, señora, caen amargas y abrasadoras sobre mi corazón, tanto más amargas y abra­sadoras cuanto que vos tenéis razón para odiarme. He causado todos vuestros males, no me lloréis en vez de acusarme. Me haríais aún más desdichado.

‑¿Odiaros, acusaros a vos, Edmundo? ¿Odiar, acusar al hombre que salvó la vida de mi hijo, porque era vuestra intención fatal y sangrienta, no es verdad? ¿Matar al señor de Morcef, el hijo de que estaba tan orgullosa? ¡Oh!, miradme, y veréis si hay en mí la aparien­cia de una reconvención.

El conde levantó la mirada y la posó en Mercedes, que medio en pie, extendía sus dos manos hacia él.

‑¡Oh!, miradme ‑continuó, con un sentimiento de profunda melancolía‑, puede resistirse hoy el brillo de mis ojos; no es éste el tiempo en que yo venía a sonreír a Edmundo Dantés, que me es­peraba allá arriba, en la ventana del tejado, bajo la cual habitaba su anciano padre... Desde entonces, cuántos días dolorosos han pasado abriendo un abismo de pesares entre él y yo. ¡Acusaros, Edmundo, odiaros, amigo mío, no! A mí es a quien acuso y odio. ¡Oh!, ¡mise­rable de mí! ‑exclamó juntando las manos y levantando los ojos al cielo‑. He sido castigada... Tenía religión, inocencia, amor, estas tres venturas de los ángeles, y, miserable de mí, dudo de Dios.

Montecristo dio un paso hacia ella, y le tendió la mano en si­lencio.

‑No ‑‑dijo ella, retirando suavemente la suya‑, no, amigo mío, no me toquéis. Me habéis perdonado, y sin embargo, de todos aque­llos a quienes habéis herido, yo era la más culpable. Todos los demás han obrado por odio, por codicia, por egoísmo; yo, por maldad. Ellos deseaban, yo he tenido miedo. No, no estrechéis mi mano, Edmundo; meditáis alguna palabra afectuosa, lo siento, no la digáis, guardadla para otra, ¡yo no soy digna, yo.. . ! Mirad ‑descubrió de repente su rostro‑, ved, la desgracia ha puesto mis cabellos grises. Mis ojos han vertido tantas lágrimas que están rodeados de venas violáceas, mi frente se arruga. Vos, por el contrario, Edmundo, vos sois siempre joven, siempre hermoso, siempre altivo. Es que habéis tenido fe, es que habéis tenido fuerza, es que habéis descansado en Dios, y Dios os ha sostenido. Yo he sido malvada; he renegado, Dios me ha aban­donado y aquí veis el resultado.

Mercedes rompió en lágrimas. El corazón de la mujer se despeda­zaba al choque de los recuerdos. Montecristo asió su mano, y la besó respetuosamente, pero Mer­cedes notó que este beso carecía de ardor, como el que el conde pudiera haber estampado en la mano de mármol de la estatua de una santa.

‑Hay ‑continuó‑ existencias predestinadas, cuya primera falta destroza todo su porvenir. Os creía muerto, ¡y debería haber muerto yo también!, porque ¿para qué ha servido que yo llevase eternamente vuestro duelo en mi corazón?, para convertir a una mujer de treinta y nueve años en una mujer de cincuenta. He aquí todo. ¿De. qué sirve que sola entre todos, habiéndoos reconocido, haya salvado úni­camente a mi hijo? ¿No debía también salvar al hombre, por cul­pable que fuese, a quien había aceptado por esposo? No obstante, le he dejado morir, ¿qué digo? ¡Dios mío! ¡He contribuido a su muerte con mi torpe insensibilidad, con mi desprecio, no recordando, no queriendo recordar que por mí se hizo traidor y perjuro! ¿De qué sirve en fin que haya acompañado a mi hijo hasta aquí, cuando aquí le abandono, cuando aquí le dejo partir solo, cuando le entrego a la devoradora tierra de África? ¡Oh!, he sido malvada, ¡os lo aseguro!, he renegado de mi amor, y como los renegados, comunico la desgracia a cuanto me rodea.

‑No, Mercedes ‑dijo Montecristo‑, no; tened mejor opinión de vos misma. No, vos sois una noble y santa mujer, y me habíais desarmado con vuestro dolor; pero tras de mí, invisible, desconocido, irritado, estaba Dios, de quien yo no era más que mandatario, y que no ha querido contener el rayo que yo mismo había arrojado. ¡Oh!, juro ante el Dios a cuyos pies hace diez años me prosterno diaria­mente, juro a Dios que os había hecho el sacrificio de mi vida, y con mi vida, de los proyectos a ella encadenados. Pero lo digo con orgullo, Mercedes, Dios tenía necesidad de mí, y he vivido. Exami­nad el pasado y el presente, tratad de adivinar el porvenir, y ved que soy el instrumento. del Señor. Las más terribles desventuras, los más crueles sufrimientos, el abandono de todos los que me amaban, la per­secución de los que no me conocen, he aquí la primera parte de mi vida. Luego, inmediatamente después, el cautiverio, la soledad, la miseria. Después el aire, la libertad, una fortuna tan brillante, tan fas­tuosa, tan desmesurada, que a no ser ciego he debido pensar que Dios me la enviaba en sus grandes designios. Tal fortuna me pareció un sacerdocio, y no hubo un pensamiento en mí para esta vida, de que vos, pobre mujer, vos habéis acaso saboreado la dulzura; ni una hora de calma, ni una sola, me sentía lanzado como la nube de fuego, pasando desde el cielo a abrasar las ciudades malditas. Como los aventureros capitanes que se embarcan para un viaje peligroso, para una osada expedición, preparé víveres, cargué las armas, reuní los medios de ataque y defensa, habituando mi cuerpo a los ejercicios más violentos, mi alma a las cosas más rudas, ejercitando mi brazo en dar muerte, mis ojos en ver sufrir, mis labios a la sonrisa ante los aspectos más terribles. De bueno, confiado y olvidadizo que era, me hice vengativo, disimulado, perverso, o más bien impasible como la sorda y ciega fatalidad. Entonces me arrojé por el sendero que me estaba abierto, franqueé el espacio, llegué al término. ¡Horror para los que he hallado en mi camino!

‑¡Basta! ‑dijo Mercedes‑, ¡basta, Edmundo! Creed que la única que ha podido reconoceros, sólo ella ha podido también com­prenderos. ¡Oh, Edmundo!, ¡la que ha sabido reconoceros, la que ha podido comprenderos, ésta, aunque la hubieseis encontrado en vues­tro camino y la hubieseis estrellado como un vaso, ésta ha debido admiraros, Edmundo! Como hay un abismo entre mí y el pasado, hay un abismo entre vos y los demás hombres; y mi más dolorosa tortura, os lo digo, es la de comparar, porque no hay nada en el mun­do que equivalga a vos, que a vos se asemeje. Ahora decidme adiós, y separémonos, Edmundo.

‑Antes de que os deje, ¿qué es lo que deseáis, Mercedes? ‑in­quirió Montecristo.

‑No deseo más que una cosa, Edmundo: que mi hijo sea di­choso.

‑Rogad al Señor, que tiene la existencia de los hombres entre sus manos, que aleje de él la muerte, yo me encargo dé lo demás.

‑Gracias, Edmundo.

‑¿Pero vos, Mercedes?

‑¡Yo! No tengo necesidad de nada, vivo entre dos tumbas: una de Edmundo Dantés, muerto hace bastante tiempo; ¡le amaba! Esta palabra no sienta bien a mi labio helado, pero mi corazón recuerda constantemente, y por nada del mundo querría borrar de él este recuerdo. La otra es la de un hombre muerto por Edmundo Dantés. Aplaudo al matador, pero debo rogar por el muerto.

‑Vuestro hijo será dichoso, señora‑repitió el conde.

‑Entonces seré tan dichosa como puedo llegar a ser ‑aseguró Mercedes.

‑Pero..., en fin..., ¿qué haréis?

Mercedes sonrió tristemente.

‑Deciros que viviré en este país como la Mercedes de otro tiem­po, es decir, trabajando, no lo creeréis. No sé más que orar, pero no necesito trabajar. El pequeño tesoro por vos escondido ha sido halla­do en el lugar que designasteis. Se indagará quién soy, se preguntará qué hago, se indagará cómo vivo. ¿Qué importa?? Es un asunto guardado entre Dios, vos y yo.

‑Mercedes ‑dijo el conde‑, no os hago una reconvención, pero habéis exagerado el sacrificio abandonando la fortuna acumulada por el señor Morcef, y cuya mitad correspondía de derecho a vues­tra economía y desvelos.

‑Comprendo lo que vais a proponerme, pero no puedo aceptar, Edmundo; mi hijo me lo prohibiría.

‑Así me guardaré bien de hacer nada por vos que no merezca la aprobación del señor Alberto de Morcef. Sabré sus intenciones y me someteré a ellas. Pero si acepta lo que deseo hacer, ¿le imitaréis sin repugnancia?

‑Ya sabéis, Edmundo, que no soy una criatura pensadora. Reso­luci6n no la hay en mí más que para no determinarme nunca. Dios me ha atormentado tanto en sus borrascas, que he perdido la volun­tad. Me hallo entre sus manos como una avecilla en las garras del águila. No quiere que muera, puesto que vivo. Si me envía auxilio, es porque querrá, y yo lo recibiré.

‑¡Pensad, señora ‑dijo Montecristo‑, que no es así como se adora a Dios! Dios quiere que se le comprenda y que se le discuta su poder. Por esto nos ha dado el libre albedrío.

‑¡Desventurado! ‑exclamó Mercedes‑, no me habléis así. Si yo creyese que Dios me ha dado el libre albedrío, ¿qué me quedaba para librarme de la desesperación?

El conde palideció ligeramente, y bajó la cabeza, agobiado por la vehemencia de este dolor.

‑¿No queréis decirme hasta la vuelta? ‑exclamó, tendiéndole la mano.

‑Sí, Edmundo, os digo hasta la vuelta ‑replicó Mercedes se­ñalando hacia el cielo con ademán solemne‑; esto es probaros que espero todavía.

Y después de tocar la mano del conde con la suya temblorosa, Mercedes descendió apresuradamente la escalera, y desapareció a los ojos de Edmundo.

Montecristo salió entonces lentamente de la casa y tomó el ca­mino del puerto. Pero Mercedes no le vio alejarse, aunque se hallaba ante la ven­tana de la habitación del padre de Dantés. Sus ojos buscaban a lo lejos el buque que llevaba a su hijo por los vastos mares. Verdad es, sin embargo, que su voz, a pesar suyo, murmuró muy quedo:

‑¡Edmundo! ¡Edmundo! ¡Edmundo!

 

Capítulo diecisiete

Lo pasado

Edmundo salió con el alma acongojada de aquella casa, en la que dejaba a Mercedes para no volverla a ver jamás, según todas las probabilidades.

Desde la muerte del pequeño Eduardo, habíase operado una gran transformación en el conde de Montecristo. Llegado a la cima de su venganza por la pendiente lenta y tortuosa que había seguido, se encontraba al otro lado de la montaña con el abismo de la duda.

Había más. La conversación que acababa de tener con Mercedes había despertado tantos recuerdos en su corazón, que en sí mismos necesitaban ser combatidos.

Un hombre del temple del conde de Montecristo no podía estar mucho tiempo sumergido en la melancolía que suele reinar en las almas vulgares, dándoles una originalidad aparente, pero que ani­quila las almas superiores. El conde se decía que para que llegase a vituperarse él mismo era bastante el que se introdujese un error en sus cálculos.

‑Miro mal lo pasado ‑dijo‑, y no puedo haberme engañado así. ¡Cómo! ‑continuó‑, ¡el objeto que me había propuesto sería un objeto insensato! ¡Cómo!, ¡habría andado un camino equivocado por espacio de diez años! ¡Cómo!, ¡una hora bastaría para probar al arquitecto que la obra de todas sus esperanzas era, si no impo­sible, al menos sacrílega!

» No quiero habituarme a esta idea, me volvería loco. Lo que falta a mis razonamientos de hoy es la apreciación exacta de lo pasado, porque veo este pasado del otro lado del horizonte. En efecto, a medida que se avanza, lo pasado, parecido al paisaje a cuyo través se marcha, se borra a medida que nos alejamos. Me ocurre lo que a los que se hieren durmiendo, ven y sienten la herida, y no recuer­dan haberla recibido.

»¡Ea, pues, hombre degenerado! ¡Ea, rico extravagante! ¡Ea, vos que dormís despierto! ¡Ea, visionario omnipotente! ¡Ea, millonario invencible!, recuerda por un instante la funesta perspectiva de lo vida miserable y hambrienta. Repasa los caminos por donde la fatali­dad lo ha lanzado, o la desgracia lo ha conducido, o la desesperación lo ha recibido. Bastantes diamantes, oro y ventura brillan hoy en los cristales del espejo en donde Montecristo mira a Dantés. Oculta esos diamantes, pisa ese oro, borra esos rayos. Rico, vuelve a hallar al pobre; libre, vuelve a encontrar al preso; resucitado, vuelve a reconocer al cadáver.»

Y diciéndose a sí mismo todas estas cosas, Montecristo seguía por la calle de la Caissierie. Era la misma por donde hacía veinticuatro años había sido llevado por una guardia silenciosa y nocturna; sus casas, de un aspecto risueño, estaban aquella noche sombrías, silen­ciosas y cerradas.

‑No obstante, son las mismas ‑murmuró Montecristo‑, sólo que entonces era de noche; hoy es de día, el sol lo alumbra todo y llena de alegría.

Descendió al muelle por la calle de Saint‑Laurent, y avanzó hacia la Consigna, punto del puerto en donde había embarcado. Distin­guió un barco de paseo, y Montecristo llamó al patrón, quien se dirigió al punto hacia él.

El tiempo estaba magnífico, el viaje fue una fiesta. El sol descen­día hacia el horizonte, rojo y resplandeciente, y se dibujaba entre las olas. La mar, tersa como un espejo, se rizaba a veces con el movi­miento de los peces, que perseguidos por algún enemigo oculto, salían fuera del agua en busca de otro elemento. En fin, por el horizonte veíanse pasar blancas y graciosas, como mudas viajeras, las barcas de los pescadores que van a las Martigues, o los buques mercantes car­gados para Córcega o para España.

A pesar de tan hermoso cielo, de las barcas de graciosos contor­nos, de los dorados rayos que inundaban el paisaje, el conde, envuelto en su capa, recordaba uno por uno todos los pormenores del terrible viaje. La luz única y aisl'ada que alumbraba a los Catalanes, la vista del castillo de If, que le reveló dónde se le llevaba; la lucha con los gendarmes cuando quiso arrojarse al mar, su desesperación cuando se sintió vencido, y la fría sensación de la boca del cañón de la cara­bina, apoyada sobre su sien como un anillo de hierro. Y poco a poco, como las fuentes secadas por el estío, cuando se amontonan las nubes del otoño, que se humedecen paulatinamente y comienzan a caer gota a gota, el conde de Montecristo sintió igual­mente caer sobre su pecho la antigua hiel extravasada que había otras veces inundado el corazón de Edmundo Dantés.

Para él no hubo desde entonces nada de bello cielo, de barcas gra­ciosas, de luz ardiente. El cielo se cubrió de un fúnebre crespón, y la aparición de la negra y gigantesca mole del castillo de If le hizo estremecerse, como si se le hubiese aparecido de repente el fantasma de un enemigo mortal.

Llegaron. Instintivamente el conde retrocedió hasta la extremidad de la barca. El patrón creyó deber decirle con la voz más cariñosa:

‑Hemos llegado, señor.

Montecristo recordó que en aquel mismo punto, sobre la misma roca, había sido violentamente arrastrado por sus guardias, y que se le había obligado a subir aquella pendiente con la punta de una bayoneta.

El camino le había parecido en otro tiempo muy largo a Dantés. Montecristo le encontraba muy corto. Cada golpe de remo le había hecho brotar, con la húmeda espuma del mar, un millar de pensa­mientos y recuerdos. Desde la revolución de julio no había prisioneros en el castillo de If. Un puesto destinado a impedir el contrabando ocupaba sólo sus cuerpos de guardia. A la puerta del castillo se hallaba un conserje aguardando a los curiosos para mostrarles aquel monumento de te­rror, convertido en un monumento de curiosidad. Y no obstante, aunque enterado de todos esos pormenores, cuan­do entró bajo su bóveda, cuando bajó la negra escalera, cuando fue conducido a los calabozos que deseaba ver, una palidez mortal cubrió su frente, y un sudor helado refluyó hasta su corazón.

El conde preguntó si quedaba algún antiguo carcelero del tiempo de la Restauración. Todos habían sido despedidos, o pasado a ocupar otros puestos.

El conserje que le guiaba estaba sólo desde 1830. Fue conducido a su propio calabozo.

Vio la luz opaca del día entrar por el estrecho ventanuco. El sitio donde estaba su lecho, sacado después, y detrás, aunque cerrada, visible aún por su piedra más nueva, la abertura hecha por el abate Faria.

Montecristo sintió debilitarse sus piernas. Tomó un asiento de madera y se sentó.

‑¿Se refieren algunas historias de este castillo, a más de la pri­sión de Mirabeau? ‑preguntó el conde‑, ¿hay alguna tradición en esta mansión lúgubre que haga creer que los hombres han encerrado en ella algún viviente?

‑Sí, señor ‑dijo el conserje‑, y de este mismo calabozo me ha transmitido una el carcelero Antonio.

El conde se estremeció. Ese carcelero Antonio era el suyo. Había casi olvidado su nombre y su fisonomía. Pero al oírle nombrar, le recordó tal cual era, con su poblada barba, su ropa parda y su manojo de llaves, de las que le parecía oír aún el ruido.

Montecristo se volvió y creyó verle en la sombra del corredor, muy oscuro a pesar de la luz de la antorcha que ardía en las manos del conserje.

‑¿Queréis que os la cuente? ‑preguntó el conserje.

‑Sí ‑contestó el conde‑, empezad.

Y puso la mano sobre su corazón, para comprimir un violento la­tido y conmovido al oír contar su propia historia.

‑Decid ‑repitió.

‑Este calabozo ‑repuso el conserje‑ estaba ocupado hace mu­cho tiempo por un prisionero, hombre muy peligroso, a lo que parece, y tanto más cuanto que era industrioso a inteligente. Otro ocupaba este castillo al mismo tiempo que él. Este no era malvado, era un pobre sacerdote loco.

‑¡Ah!, sí, loco‑repitió el conde‑, ¿y cuál fue su locura?

‑Ofrecía millones a cambio de la libertad.

Montecristo levantó los ojos al cielo, pero no lo veía. Existía una barrera impenetrable entre él y el firmamento. Pensó en que ha­bía mediado otra no menos espesa entre los ojos de aquellos a quienes había ofrecido el abate Faria sus tesoros, y entre estos mismos tesoros ofrecidos.

‑¿Podían verse unos a otros? ‑preguntó Montecristo.

‑¡Oh!, no, señor; estaba rigurosamente prohibido. Pero burlaron esta prohibición abriendo una galería de un calabozo a otro.

‑¿Y quién de los dos abrió esa galería?

‑¡Oh!, fue ciertamente el joven ‑dijo el conserje‑, el joven era diestro y fuerte, mientras el abate era viejo y débil, y su inteli­gencia era además demasiado vacilante para seguir una idea.

‑¡Ciegos! ‑murmuró Montecristo.

‑El joven abrió, pues, la galería. ¿Con qué?, se ignora, pero la abrió, y la prueba es que pueden observarse aún las señales. Mirad, ¿lo veis?

Y acercó la antorcha a la muralla.

‑¡Ah!, sí, ciertamente ‑dijo el conde con una voz fuertemente conmovida.

‑Resulta que los presos se comunicaron. ¿Cuánto duró esta co­municación? No se sabe. Un día, el preso viejo cayó enfermo y mu­rió. Adivinad lo que hizo el joven ‑dijo el conserje interrumpién­dose.

‑Decid.

‑Cogió el cadáver, y lo puso encima de su propio lecho, la nariz hacia la muralla. Después volvió al calabozo vacío, abrió el agujero, y se metió en el saco mortuorio. ¿Habéis visto nunca una idea seme­jante?

Montecristo cerró los ojos, y se sintió agitado por todas las im­presiones que había experimentado, cuando la tela grosera del frío cadáver le tocó y le rozó con su semblante.

El carcelero prosiguió:

‑Ved, ved aquí su proyecto. Creía que se enterraban los cadá­veres en el castillo de If, y como dudaba mucho de que se hicieran gastos de funeral para los presos, contó con levantar la tierra con sus espaldas, pero había por desgracia una costumbre que frustró su intento. No se enterraba a los muertos, se les ataba una piedra a los pies y se les arrojaba al mar, y esto es lo que se hizo. Nuestro hombre fue lanzado al agua desde lo alto de la galería. Al día si­guiente se halló el verdadero cadáver en su lecho, y se descubrió todo, porque los sepultureros dijeron entonces lo que antes no habían osado decir. Que en el momento de lanzar el cuerpo oyeron un grito terrible, ahogado en el instante mismo por el agua en la cual fue a desaparecer.

Montecristo respiraba fatigosamente. El sudor cubría su rostro. La angustia oprimía su corazón.

‑¡No! ‑murmuró‑, ¡no!, la duda que he experimentado era un principio de olvido, pero el corazón se abre de nuevo, y vuelve a estar sediento de venganza.

‑¿Y el preso? ‑preguntó ansioso‑. ¿Se ha vuelto a oír hablar de él?

‑Jamás. Se cree una de dos cosas, o que murió en el acto, o que se ahogó en el mar.

‑Decís que se le ató una bala a los pies. Caería derecho.

‑Caería tal vez así ‑repuso el conserje‑, y el peso de la bala le llevaría al fondo, en donde debió de quedar el pobre hombre.

‑¿Le lloráis?

‑Por vida mía que sí, aunque estuviese así en su elemento.

‑¿Qué queréis decir?

‑Que por aquel entonces se decía que aquel desgraciado había sido en su tiempo oficial de marina detenido por bonapartista.

‑¡Cierto! ‑murmuró Montecristo‑. Dios lo ha hecho para so­brenadar en las aguas y en las llamas.

Así el pobre marino vio en sus recuerdos algunos contornos de la historia que se refería sin duda en el hogar doméstico, estreme­ciéndose tal vez con la consideración de que había hendido el es­pacio para sepultarse en lo profundo de los mares.

‑¿No se supo nunca su nombre? ‑preguntó el conde en voz alta.

‑¡Oh!, no ‑dijo el conserje‑. No era conocido más que por el número treinta y cuatro.

‑¡Villefort! ¡Villefort! ‑murmuró Montecristo‑, he aquí lo que hartas veces has debido decirte cuando mi espectro causaba tus insomnios.

‑¿Queréis continuar la visita? ‑preguntó el conserje.

‑Sí; sobre todo, si tenéis la bondad de mostrarme la morada del pobre abate.

‑¡Ah! El número veintisiete.

‑Sí, veintisiete ‑repitió Montecristo.

Y le parecía oír aún la voz del abate Faria, cuando le pedía su nombre, diciéndole aquel número a través de la muralla.

‑Venid.

‑Esperad ‑dijo Montecristo‑ que eche la mirada sobre todas las fases de este calabozo.

‑Bueno ‑dijo el guía‑, ahora resulta que he olvidado la llave del otro.

‑Idla a buscar.

‑Os dejo la antorcha.

‑No; lleváosla.

‑Pero os vais a quedar a oscuras.

‑Es que puedo ver en medio de la oscuridad.

‑¡Lo mismo que él!

‑¿Que quién?

‑E1 número treinta y cuatro. Se dice que estaba tan habituado a la oscuridad, que hubiera distinguido una espina en lo más oscuro del calabozo.

‑Necesitó diez años para llegar a tal estado ‑murmuró el conde.

El guía se alejó, llevándose la antorcha.

El conde había dicho la verdad. Apenas estuvo algunos segundos en la oscuridad, cuando ya lo distinguía todo como en medio del día. Entonces miró a su alrededor y reconoció palpablemente su ca­labozo.

‑Sí ‑dijo‑‑, ¡he aquí la piedra donde me sentaba, he aquí señaladas mis espaldas en el muro! ¡He aquí el rastro de la sangre que corrió de mi frente el día que quise romperla contra la pared! ¡Oh!, estos caracteres..., los recuerdo..., los escribí un día que calculaba la edad de mi padre para ver si lo volvería a encontrar vivo, y la edad de Mercedes para ver si la encontraría libre... Tuve un momento de esperanza después de efectuar el cálculo... ¡No tenía en cuenta el hambre y la infidelidad!

Y una amarga sonrisa se escapó de la boca del conde. Acababa de ver, como en un sueño, a su padre llevado a la tumba... ¡A Mer­cedes caminando hacia el altar!

En la otra pared atrajo su mirada una inscripción. Veíase aún, en el verdoso muro.

‑DIOS MIO ‑leyó Montecristo‑, ¡CONSERVADME LA MEMORIA!

»¡Oh!, sí ‑exclamó‑; he ahí la última plegaria de mis últimos tiempos. No pedía la libertad, pedía la memoria, temiendo volverme loco y olvidar. Dios mío, me habéis conservado la memoria, y todo lo recuerdo ahora, ¡gracias, gracias, Dios mío! »

En este momento la luz de la antorcha reflejó en el muro. Era el guía que bajaba.

El conde le salió al encuentro.

‑Seguidme ‑dijo, y sin necesidad de la luz del día, le hizo seguir un corredor subterráneo que conducía a otra entrada.

Aún allí fue asaltado Montecristo por un torbellino de pensa­mientos.

Lo primero que vio fue el meridiano trazado en la muralla, con cuyo auxilio sabía las horas el abate Faria. Luego, los restos del lecho en que murió el pobre preso.

Al verlo, en vez de la angustia que el conde había experimentado en el calabozo, abrió su corazón a un sentimiento dulce y tierno, un sentimiento de gratitud, y las lágrimas saltaron de sus ojos.

‑Aquí es ‑dijo el guía‑ donde estaba el abate loco, por allí venía a encontrarle el joven ‑y señaló a Montecristo la abertura de la galería aún no cerrada‑. Por el color de la piedra ‑prosiguió‑ ha reconocido un sabio que deba de hacer diez años poco más o menos que los dos presos se comunicaban en estos sitios. ¡Pobres gentes, cuánto debieron de aburrirse en diez años!

Dantés sacó algunos luises de su bolsillo y tendió la mano hacia el hombre que por segunda vez le compadecía sin conocerle.

El conserje los recibió, creyendo eran algunas monedas de poco valor, pero a la luz de la antorcha, diose cuenta de la suma que se le entregaba.

‑Señor ‑le dijo‑, os habéis equivocado.

‑¿En qué?

‑Es oro lo que me dais.

‑Ya lo sé.

‑¡Cómo! ¿Lo sabéis?

‑Sí.

‑¿Teníais la intención de darme este oro?

‑Sí.

‑¿Y puedo guardármelo sin recelo alguno?

El conserje contempló lleno de admiración a Montecristo.

‑¡Y honrosamente! ‑dijo el conde, como Hamlet.

‑Señor ‑repuso el conserje, no atreviéndose a creer en su suer­te‑, señor, no comprendo vuestra generosidad.

‑Es fácil de comprender sin embargo ‑dijo el conde‑. He sido marino, y vuestra historia me ha conmovido extraordinariamente.

‑Entonces, señor ‑dijo el guía‑, puesto que sois tan generoso, merecéis que os ofrezca yo alguna cosa.

‑¿Qué tenéis que ofrecerme, amigo mío? ¿Conchas, obras de pa­ja?, gracias.

‑No, señor, no. Alguna cosa que se refiere a la historia presente. ‑¿De veras? ‑exclamó el conde‑, ¿y qué es ello?

‑Escuchad ‑dijo el conserje‑, he aquí lo que pasó. Dije para mí, siempre se descubre algo en una morada ocupada diez años por un preso, y me puse a registrarlo todo; observé que sonaba a hueco debajo del lecho y en el hogar de la chimenea.

‑Sí ‑dijo el conde‑, sí.

‑Levanté las piedras, y hallé...

‑Una escala de cuerda, herramientas ‑exclamó el conde Montecristo .

‑¿Cómo sabéis eso? ‑preguntó el conserje, sorprendido.

‑No lo sé, lo adivino ‑dijo el conde‑,son cosas que se hallan ordinariamente en los escondrijos de los presos.

‑Sí, señor, sí ‑dijo el guía‑, una escala de cuerda y herra­mientas.

‑¿Y las tenéis aún? ‑exclamó Montecristo.

‑No, señor; vendí estos diferentes objetos, que eran muy cu­riosos a los visitantes, pero me queda otra cosa.

‑¿Qué? ‑preguntó el conde con impaciencia.

‑Me queda una especie de libro escrito sobre tiras de tela.

‑¡Oh! ‑exclamó el conde‑, ¿conserváis ese libro?

‑No sé si es un libro ‑‑dijo el conserje‑, pero me queda lo que os digo.

‑Ve a buscármelo, amigo mío, ve ‑dijo Montecristo‑, y si es lo que presumo, estate tranquilo.

‑Voy, señor.

Y el guía salió.

Edmundo fue a arrodillarse piadosamente ante los restos del lecho que la muerte había convertido para él en altar.

‑¡Oh!, mi segundo padre ‑dijo‑, tú que me diste libertad, ciencia, riqueza; tú, que parecido a las criaturas de una especie su­perior a la nuestra, tenías la ciencia del bien y del mal, si en el fondo de la tumba queda de nosotros alguna cosa que se levante a la voz de los que moran sobre la tierra, si en la transformación que sufre el cadáver alguna cosa animada flota en los lugares en donde hemos amado o sufrido mucho, noble corazón, espíritu supremo, alma pro­funda, con una palabra, con un signo, con una revelación cualquiera, líbrame, lo ruego, en nombre del amor paternal que me dispensabas, y del respeto filial que lo profesé, del resto de duda, que vendrá a ser un remordimiento si no se cambia en mí en convicción.

Montecristo bajó la cabeza y juntó las manos.

‑Ved, señor ‑le dijo una voz a sus espaldas.

El conde tembló y se volvió.

El conserje le entregó las tiras de tela en donde el abate Faria había depositado todos los tesoros de su ciencia. Este manuscrito era la gran obra del abate Faria sobre el reino de Italia.

El conde se apoderó de él con presteza, y sus ojos, mirando el epí­grafe, leyeron:

«Arrancarás los dientes al dragón, y pisotearás los leones, ha dicho el Señor. »

‑¡Ah! ‑exclamó‑, ¡he aquí la respuesta! ¡Gracias, padre mío, gracias!

Y sacando del bolsillo una cartera que contenía diez billetes de banco de mil francos cada uno:

‑Tómala ‑dijo al conserje.

‑¿Me la dais?

‑Sí, pero a condición de que no la mirarás hasta que yo haya partido.

Y guardando en el pecho la reliquia que acababa de encontrar, y que para él equivalía al más preciado tesoro, salió del subterráneo y subió a la barca.

‑¡A Marsella! ‑dijo.

Luego, alejándose, con los ojos fijos en la sombría prisión:

‑¡Horror! ‑dijo‑, ¡para los que me encerraron en ella, y para los que han olvidado que en ella estuve!

Al pasar otra vez por los Catalanes, el conde se volvió, y envol­viendo la cabeza en la capa, murmuró el nombre de una mujer.

La victoria era completa. Montecristo había vencido la duda por dos veces.

Ese nombre, que pronunció con una expresión de ternura que era casi amor, era el nombre de Haydée.

Al poner el pie en tierra, el conde se dirigió al cementerio, seguro de encontrar a Morrel.

También él, diez años antes, había buscado piadosamente una tumba en el cementerio, y la había buscado inútilmente. Volviendo a Francia con millones, no había podido encontrar la tumba de su padre, muerto de hambre. Morrel mandó poner en ella una cruz, pero esta cruz se cayó y el enterrador la quemó, como hacen todos ellos, encendiendo lumbre en el cementerio. El honrado naviero había sido más afortunado. Muerto en brazos de sus hijos, fue llevado por ellos a enterrar cerca de su mujer, dos años antes entrada en la eternidad. Dos largas losas de mármol, con sus nombres inscritos en ellas, estaban extendidas, una al lado de otra, en un pequeño recinto, ro­deado por una balaustrada de hierro, y sombreado por cuatro ci­preses.

Maximiliano se apoyaba en uno de estos árboles, y tenía clavados sus ojos inciertos sobre las dos tumbas.

Su dolor era profundo, casi le trastornaba.

‑Maximiliano ‑le dijo el conde‑, no es ahí donde se debe mi­rar, sino allí.

Y le señaló el cielo.

‑Los muertos se encuentran en todas partes ‑dijo Morrel‑‑, ¿no me lo dijisteis al hacerme abandonar París?

‑Maximiliano ‑dijo el conde‑, me pedisteis durante el viaje deteneros algunos días en Marsella. ¿Es éste aún vuestro deseo?

‑No tengo deseos, conde. Aunque creo que esperaré menos pe­nosamente en Marsella que otras veces.

‑Tanto mejor, Maximiliano, porque os dejo, llevándome vuestra palabra, ¿no es verdad?

‑¡Ah!, lo olvidaré, conde‑dijo Morrel‑, lo olvidaré.

‑No, no lo olvidaréis, porque sois hombre de honor antes que todo, Morrel, porque lo habéis jurado, porque vais a jurarlo de nuevo.

‑¡Oh!, conde, ¡tened piedad de mí!, conde, ¡soy tan desgraciado!

‑Conocí a un hombre más desgraciado que vos, Morrel.

‑Es imposible.

‑¡Ah! ‑dijo Montecristo‑, es uno de los orgullos de nuestra pobre humanidad el creerse cada hombre más desgraciado que cual­quier otro que gime y llora a su lado.

‑¿Qué mayor desgracia que la del que pierde el único bien que amaba y deseaba en el mundo?

‑Escuchad, Morrel ‑dijo el conde‑, y fijad un momento vues­tro espíritu en lo que voy a deciros. He conocido un hombre que, como vos, había depositado todas sus esperanzas de ventura en una mujer. Ese hombre era joven, tenía un padre anciano al que amaba, una mujer que pronto iba a ser su esposa, y a la cual idolatraba. Iba a casarse, cuando de repente, uno de esos caprichos de la suerte que haría dudar de la bondad de Dios, si Dios no se revelase al cabo, mostrando que todo es para El un medio de guiar a su unidad infinita, cuando de repente un capricho de la suerte le robó la libertad, la novia, el porvenir que entreveía y que creía cierto, porque, ciego como es­taba, no podía leer más que en lo presente, para sumergirle en la lobreguez de un calabozo.

‑¡Ah! ‑dijo Morrel‑, ¡se sale de un calabozo al cabo de ocho días, de un mes, de un año!

‑Estuvo en él catorce años, Morrel ‑dijo el conde poniendo la mano en el hombro del joven.

Maximiliano se estremeció.

‑¡Catorce años! ‑murmuró.

‑¡Catorce años! ‑repitió el conde‑, y también durante ellos tuvo hartos momentos de desesperación. También, como vos, Morrel, creyéndose el más desdichado de los hombres, pensó en suici­darse.

‑¿Y bien? ‑preguntó Morrel.

‑¡Y bien!, en el momento supremo, Dios se reveló a él por un medio humano, porque Dios hace milagros. Acaso en el primer mo­mento, es preciso tiempo para que los ojos anegados en lágrimas vean claro, no comprendió la misericordia infinita del Señor, pero al fin, tuvo paciencia y esperó. Un día salió milagrosamente de la tumba, transformado, rico, poderoso, casi un dios; su primer grito fue para su padre; su padre había muerto.

‑Y también el mío ‑dijo Morrel.

‑Sí, pero vuestro padre murió en vuestros brazos, dichoso, hon­rado, rico, lleno de ilusiones. El otro murió pobre, desesperado, du­dando de Dios, y cuando, diez años después, el hijo buscaba su tumba, ésta había desaparecido, y nadie ha podido decirle: «Aquí descansa en Dios el corazón que tanto lo ha amado.»

‑¡Oh! ‑dijo Morrel.

‑Era, pues, más desventurado que vos, porque no sabía dónde hallar la tumba de su padre.

‑Pero ‑dijo Morrel‑ restábale al menos la mujer amada.

‑Os engañáis, Morrel; esa mujer...

‑¿Había muerto? ‑exclamó Maximiliano.

‑Peor aún. Era infiel, se había casado con uno de los persegui­dores de su amante. Bien veis, Morrel, que era más desgraciado amante que vos.

‑¿Y ha enviado Dios ‑preguntó Morrel‑ consuelos a ese hom­bre?

‑Le ha dado la calma, al menos.

‑¿Y ese hombre podrá ser dichoso algún día?

‑Lo espera, Maximiliano.

El joven dejó caer la cabeza sobre el pecho.

‑Ya tenéis mi promesa ‑dijo, tras un momen


Date: 2015-12-17; view: 596


<== previous page | next page ==>
Capítulo quince | Capítulo dieciocho
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.059 sec.)