Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Capítulo quince

El juez

Seguramente recordará el lector que el abate Busoni había queda­do solo con Noirtier en el cuarto mortuorio, y que el anciano y el sacerdote se encargaron de velar el cuerpo de Valentina.

Acaso las exhortaciones cristianas del abate, su dulce caridad, su palabra persuasiva, devolvieron el valor al anciano, porque desde el momento en que pudo entrar en relación con el sacerdote, en vez de la desesperación que se había apoderado de él, todo en Noirtier anun­ciaba una gran resignación, una calma bien sorprendente para todos los que recordaban la afección profunda que profesaba a Valentina.

El señor de Villefort no había vuelto a ver al anciano desde la ma­ñana en que murió su hija. Toda la casa se había renovado. Tomóse otro criado para él, otro para Noirtier. Entraron dos mujeres al ser‑

vicio de la señora de Villefort. Todos, hasta el mayordomo, el cochero, ofrecían un aspecto distinto entre los diferentes señores de esta casa maldita, interponiéndose entre las frías relaciones que entre ellos existían. Por otra parte, el jurado se abría dentro de dos o tres días, y Villefort, encerrado en su gabinete, trabajaba febrilmente en los procedimientos contra el asesino de Caderousse. Este asunto, como aquellos en que el conde de Montecristo se hallaba envuelto, había promovido gran ruido en el mundo parisiense. Las pruebas no eran convincentes, puesto que se basaban en algunas palabras escritas por un presidiario moribundo, antiguo compañero de reclusión de un hombre a quien podía acusar por odio o por venganza. El convenci­miento sólo existía en la conciencia del magistrado. El señor de Vi­llefort había acabado por adquirir la terrible convicción de que Be­nedetto era culpable, y debía sacar de esta difícil victoria una de las satisfacciones de amor propio, únicas que conmovían un poco las fibras de su helado corazón.

Instruíase, pues, el proceso, gracias al trabajo incesante de Ville­fort, que quería inaugurar el próximo jurado. Veíase precisado a ocul­tarse para evitar el responder al prodigioso número de demandas de billetes de audiencia que se le hacían.

Hacía poco tiempo que la pobre Valentina había sido depositada en el sepulcro, estaba aún tan reciente el dolor de la casa, que nadie se admiraba de ver al padre tan sumamente absorbido por sus debe­res, es decir, en la única distracción que podía hallar a sus pesares.

Una sola vez, la víspera del día en que Benedetto recibió la segunda visita de Bertuccio, en que éste debía haber dado el nombre de su pa­dre, la víspera de este día, que era domingo, una sola vez, decimos, Villefort había visto a su padre. Era un momento en que el magis­trado, rendido de fatiga, había bajado al jardín de su casa, y sombrío, encorvado bajo el peso de un tenaz pensamiento, parecido a Tarquino dando con su vara en las cabezas de las adormideras más altas, el señor de Villefort daba con su bastón en los largos y macilentos tallos de las enredaderas que se enlazaban por los pilares como los espectros de es­tas flores tan brillantes en la estación que conducía. Más de una vez había llegado al fondo del jardín, es decir, a la fa­mosa valla que daba al huerto abandonado, volviendo siempre por el mismo punto, y emprendiendo su paseo del propio modo y con igual semblante, cuando sus ojos se dirigieron maquinalmente hacia la casa, en la cual oía jugar alegremente a su hijo, que había vuelto del colegio para pasar el domingo y el lunes cerca de su madre.



A este movimiento, vio en una de las ventanas abiertas al señor Noirtier, que se había hecho arrastrar en su silla de mano hasta ella, para gozar de los últimos rayos del sol, aún tibio, que venían a saludar las flores mustias de las enredaderas y las hojas de las parras que tapi­zaban el edificio. Los ojos del paralítico estaban clavados, por decirlo así, sobre un punto que Villefort distinguía imperfectamente. Esa mirada de Noir­tier era tan repugnante, tan salvaje, tan ardiente de impaciencia, que el procurador del rey, hábil en aprovechar todas las impresiones de un rostro que tan bien conocía, dirigió a otro punto la vista por si dis­tinguía la casa o persona a que aquélla se dirigía.

Entonces vio bajo un bosque de tilos, cuyas ramas estaban ya casi sin hojas, a la señora de Villefort, que sentada y con un libro en la mano interrumpía de vez en cuando su lectura para sonreír a su hijo y devolverle una pelota de goma que lanzaba obstinadamente desde el salón al jardín.

Villefort palideció, porque comprendió lo que quería decir el an­ciano con su mirada. Noirtier tenía los ojos fijos en el mismo objeto, pero de pronto se­paró la vista de la mujer para fijarla en el marido, y Villefort tuvo que sufrir el ataque de aquellos ojos aterradores, que al cambiar de objeto habían también cambiado de lenguaje, sin perder nada de su expre­sión amenazadora.

La señora de Villefort, ignorante de la tempestad que se formaba sobre su cabeza, retenía en aquel momento la pelota del niño y le hizo señas de que viniese a buscarla con un beso, pero Eduardo se hizo rogar por mucho tiempo. La caricia maternal no le parecía sufi­ciente recompensa para el.trabajo que iba a tomarse. Finalmente se decidió, saltó por la ventana y corrió hacia su madre con la frente cubierta de sudor. Enjugósela ésta, puso en ella sus labios y le dejó ir con la pelota en una mano y en la otra un puñado de caramelos.

Villefort, atraído como el pájaro por la serpiente, se acercó a la casa, y a medida que se acercaba a ella, la mirada del anciano descendía, si­guiéndole de tal modo que le penetraba hasta lo más recóndito del corazón. Aquella mirada era un sangriento vituperio al mismo tiempo que una terrible amenaza. Los ojos de Noirtier se levantaron al cielo como recordando a su hijo el olvido de su juramento.

‑Está bien, señor, está bien. Tened paciencia siquiera un día; lo dicho, dicho.

Pareció como si aquellas palabras hubieran tranquilizado a Noir­tier, cuya mirada se volvió con indiferencia a otra parte.

La noche fue como de costumbre, todos se acostaron y durmieron. Sólo Villefort no lo hizo, y trabajó hasta las cinco de la mañana, re­visando los interrogatorios hechos la víspera por los magistrados instructores y compulsando las declaraciones de los testigos que debían esclarecer una de las actas de acusación más difíciles y bien combina­das que hubiese hecho jamás.

Al día siguiente, lunes, debía celebrarse la primera sesión de los ju­rados. Villefort vio amanecer aquel día nublado y siniestro. Su azu­lada luz se reflejó sobre el papel y las líneas que en él trazara con tin­ta roja. El magistrado se había dormido por un instante, y le despertó el ruido que hacía su lámpara chisporroteando al apagarse. Sus dedos llenos de tinta encarnada parecían mojados en sangre.

Abrió del todo la ventana, una faja anaranjada dividía el horizon­te. Un ruiseñor dejaba oír su canto matinal. El aire húmedo de la ma­ñana refrescó la cabeza del magistrado.

‑En el día de hoy ‑dijo con esfuerzo‑, el hombre que tiene la espada de la justicia la hará caer en todas partes sobre los culpables.

Sus ojos buscaron ávidamente la ventana en que viera a Noirtier el día antes.

La cortina estaba corrida.

Y sin embargo, tenía tan presente la imagen de su padre, que sus ojos se dirigieron a aquella ventana cerrada como si estuviera abierta, y viese en ella la imagen amenazadora del anciano.

‑Sí ‑murmuró‑; sí, vive tranquilo.

Dejó caer la cabeza sobre el pecho y dio unas cuantas vueltas por el despacho. Finalmente, se arrojó vestido sobre un sofá, menos para dormir que para que descansasen sus fatigados miembros.

Poco a poco se despertaron todos. Villefort oyó desde su despacho los diferentes ruidos que constituyen, por decirlo así, la vida de una casa, las puertas, puestas en movimiento, y el sonido de la campanilla de la señora de Villefort, que llamaba a su doncella, y los primeros gritos del niño, que se levantaba alegre, como sucede siempre a su edad.

Villefort tiró de su campanilla. Su nuevo ayuda de cámara entró y le trajo los periódicos.

Al mismo tiempo, le presentó también una taza de chocolate.

‑¿Qué me traes ahí? ‑preguntó Villefort.

‑Una taza de chocolate.

‑No la he pedido. ¿Quién se ha ocupado de mí?

‑Ha dicho la señora que el señor debería hablar mucho hoy ante el jurado, y que necesitaba tomar fuerzas.

Y puso sobre una mesa que había junto al sofá, llena de papeles como todas las demás, la taza de plata.

Villefort contempló un momento la taza con aire sombrío, tomóla en seguida con un movimiento nervioso, y bebió de una sola vez su contenido. Hubiérase dicho que esperaba contuviese el mortal vene­no, que llamando a la muerte, le libertara de cumplir con un deber más penoso aún que morir. Levantóse en seguida, y empezó a pasear por el despacho con una sonrisa que hubiera espantado al que lo hu­biera estado contemplando.

El chocolate era inofensivo, y el señor Villefort nada sintió.

Llegó la hora del almuerzo, y el señor Villefort no se presentó a la mesa.

El ayuda de cámara entró en el despacho.

‑La señora dice que son las once, y la audiencia empieza a me­diodía.

‑Y bien ‑dijo Villefort‑, ¿y luego?

‑La señora está vestida, y pregunta si acompañará al señor.

‑¿Adónde?

‑Al Palacio de Justicia.

‑¿Para qué?

‑Dice la señora que desea asistir a esta sesión.

‑¡Ah! ‑dijo Villefort con un acento espantoso‑, ¿lo desea?

El criado dio un paso atrás y dijo:

‑Si el señor quiere salir solo, iré a decirlo a la señora.

Villefort permaneció un instante silencioso; con sus uñas rascaba su pálida mejilla y retorcía su barba de ébano.

‑Decid a la señora que deseo hablarle, y que le ruego me espere en su cuarto.

‑Sí, señor.

‑Después volveréis para afeitarme y vestirme.

‑Al instante.

El ayuda de cámara fue a cumplir su encargo, y volvió al momento, afeitó a Villefort, y le vistió completamente de negro.

Cuando concluyó le dijo:

‑La señora ha dicho que esperaba.

‑Voy.

Villefort, con los extractos bajo el brazo y el sombrero en la mano, se dirigió a la habitación de su mujer.

La señora de Villefort se hallaba sentada en una otomana, hojean­do con impaciencia los periódicos y folletos que Eduardo se entre­tenía en hacer pedazos antes de que su madre hubiese acabado su lec­tura.

Estaba completamente vestida para salir. Tenía el sombrero sobre una silla y puestos los guantes.

‑¡Ah!, ¿estáis aquí? ‑‑dijo con una voz natural y tranquila‑. ¡Dios mío!, ¡estáis muy pálido! ¿Habéis trabajado toda la noche?

¿Por qué no habéis venido a almorzar con nosotros? ¡Y bien!, ¿voy con vos, o sola con Eduardo?

La señora de Villefort había multiplicado las preguntas para obte­ner una respuesta, pero el señor de Villefort estaba mudo y frío como una estatua.

‑Eduardo ‑dijo Villefort fijando en el niño una mirada imperio­sa‑, id a jugar al salón, amigo mío, es preciso que hable a vuestra madre.

La señora de Villefort, viendo aquella frialdad y tono resuelto, tem­bló sin saber la causa de aquellos preámbulos.

Eduardo levantó la cabeza, miró a su madre, y viendo que no con­firmaba la orden de Villefort, volvió a jugar con sus soldados de plomo.

‑Eduardo ‑dijo el señor de Villefort tan ásperamente que el chi­co saltó sobre la silla‑, ¿me oís?, id.

El niño, que no estaba acostumbrado a que le tratasen con tanta severidad, se levantó pálido, no sabríamos decir si de cólera o de miedo.

Su padre se acercó a él, le tomó por un brazo y le dio un beso en la frente.

‑Vete, hijo mío‑dijo‑, vete.

Eduardo salió de la estancia.

El señor de Villefort se dirigió a la puerta y pasó el cerrojo.

‑¡Oh, Dios mío! ‑dijo la joven mirando a su marido, y procu­rando esbozar una sonrisa que heló sobre sus labios la impasibilidad de Villefort‑. ¿Qué ocurre?

‑Señora, ¿dónde guardáis el veneno de que os servís comúnmen­te? ‑dijo claramente y sin preámbulos el magistrado, colocándose entre su mujer y la puerta.

La señora de Villefort sintió lo que una tórtola a la que un milano hinca las garras en la cabeza.

De su pecho brotó un sonido ronco, que no era tú grito ni suspiro, y palideció hasta ponerse lívida.

‑Señor‑dijo‑, yo... no os comprendo.

Y como herida por un accidente mortal, se dejó caer sobre el sofá.

‑Os pregunto ‑repitió Villefort con una voz completamente tranquila‑, en qué sitio ocultáis el veneno con el que habéis matado a mi suegro, el señor de Saint‑Merán, a mi suegra, a Barrois y a mi hija Valentina.

‑¡Ah!, señor ‑dijo la señora de Villefort‑, ¿qué decís?

‑No os corresponde preguntar, sino responder.

‑¿Al juez o al marido? ‑balbució la señora de Villefort.

‑¡Al juez!, señora, ¡al juez!

Espantosa era la palidez de aquella mujer, la angustia de su mirada y el temblor de todo su cuerpo.

‑iAh!, ¡señor! ‑dijo‑, ¡señor! ‑y no pudo continuar.

‑¿No respondéis? ‑prosiguió el terrible inquisidor, y añadió en seguida con una risa más espantosa aún que su cólera:‑ ¿es verdad que no negáis?

Ella hizo un movimiento.

‑Y no podríais negar ‑añadió Villefort extendiendo el brazo co­mo para cogerla en nombre de la justicia‑, consumasteis estos críme­nes con impúdica desvergüenza, pero no han podido engañar más que a las personas cuyo afecto hacia vos las cegaba. Desde la muerte de la señora de Saint‑Merán, he sabido que existía en mi casa un envene­nador; después de la de Barrois, Dios me perdone, mis sospechas re­cayeron sobre un ángel. Mis sospechas, que aun sin necesidad de cri­men están siempre despiertas en el fondo de mi alma; pero después de la muerte de Valentina ya no hay duda para mí, señora, y no sola­mente para mí, sino ni aun para otros. Así, vuestro crimen, conocido de dos personas y sospechado por muchas, va a hacerse público, y como os dije hace un momento, no habláis, señora, al marido, sino al juez.

La mujer escondió el rostro entre las manos.

‑¡Oh!, señor‑dijo‑, os suplico..., no creáis en apariencias.

‑¡Seríais tan cobarde! ‑gritó Villefort con tono de desprecio‑. En efecto, he notado siempre que los envenenadores son cobardes. ¿Seréis cobarde vos, que habéis tenido valor para ver expirar a dos ancianos y una joven asesinados por vos?

‑¡Señor! ¡Señor!

‑¿Seréis tan cobarde, vos que habéis contado uno a uno los minu­tos de cuatro agonías? ‑continuó Villefort con una exaltación que aumentaba a cada instante‑. ¿Vos, que habéis combinado vuestros planes infernales y preparado vuestras bebidas con una precisión y habilidad milagrosas? Vos, que todo lo habéis calculado tan bien, habéis olvidado una cosa, es decir, adónde podía conduciros el des­cubrimiento de vuestros crímenes. ¡Oh!, esto es imposible, sin duda habéis reservado algun veneno más duke, más sutil y más mortífero que los demás para escapar al castigo que merecéis... Lo habéis hecho, al menos yo así lo espero.

La señora de Villefort retorcióse las manos y cayó de rodillas.

‑¡Lo sél ¡Lo sé! ‑dijo el magistrado‑, confesáis; pero la confe­sión hecha a los jueces, la confesión en el último trance, cuando ya es imposible negar, no disminuye el castigo.

‑¡El castigo!, ¡el castigo!, ¡señorl, ¡es la segunda vez que pronun­ciáis esa palabra!

‑Sin duda. ¿Creíais escapar porque habéis sido cuatro veces cul­pable? ¿O porque sois la esposa del que pide la aplicación de la pena, pensasteis sustraeros a ella? No, señora, no. Sea cual fuere la envene­nadora, el cadalso la espera, si, como os lo decía hace un momento, no ha tenido cuidado de conservar para ella algunas gotas de su ve­neno, el más activo.

La señora de Villefort lanzó un grito horrible, un terror espantoso se dejó ver en sus desencajadas facciones.

‑¡Oh!, no temáis el cadalso. No quiero deshonraros, porque sería deshonrarme. Al contrario, si me habéis entendido, debéis compren­der que no estáis destinada a morir en el patíbulo.

‑No os comprendo, ¿qué queréis decir? ‑balbució la desgraciada mujer, completamente aterrada.

‑Quiero decir que la mujer del primer magistrado de la capital no cubrirá de oprobio un nombre sin mancilla, y no deshonrará a la vez a su marido y a su hijo.

‑¡No!, ¡oh!, ¡no!

‑Pues bien, haréis una buena acción, y os doy por ello las gracias.

‑Me dais las gracias, ¿de qué?

‑De lo que habéis dicho.

‑¿Y qué he dicho? Yo me vuelvo loca. No comprendo nada. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y se levantó con el cabello suelto y los labios llenos de espuma.

‑¿Habéis respondido, señora, a la pregunta que os hice al entrar aquí, dónde está el veneno de que os servís corrientemente?

La señora de Villefort levantó los brazos al cielo y juntó convulsi­vamente las manos.

‑No ‑vociferó‑, no queréis eso...

‑Lo que no quiero, señora, es que acabéis en el cadalso, ¿me oís?

‑¡OhL, señor, piedad.

‑Lo que quiero es que se haga justicia. Estoy en el mundo para castigar, señora ‑añadió con una mirada encendida‑. A cualquier otra mujer, aunque fuese una reina, la enviaría al verdugo. Pero con vos quiero ser misericordioso, y os digo, señora, habéis guardado al­gunas gotas del veneno más seguro?

‑¡Oh!, perdonadme, dejadme vivir.

‑¡Cobarde! ‑dijo Villefort.

‑Pensad que soy vuestra esposa.

‑¡Sois una envenenadora!

‑En nombre del cielo!

‑¡No!

‑¡Por el amor que me habéis profesado siempre!

‑¡No!, ¡no!

‑iPor mi hijo, por nuestro hijo, dejadme vivir!

‑No, no, no, os digo; si os dejase vivir le envenenaríais algún día como a los demás.

‑¡Yo! ¡Matar a mi hijo! ‑gritó aquella madre salvaje arrojándose sobre Villefort‑, ¡matar a mi Eduardo! ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!

Una sonrisa infernal, de demonio, de demente, terminó la frase y se perdió en un ronco suspiro.

La señora de Villefort cayó a los pies de su marido.

Escuchaba temblando, aterrada. Sólo había vida en sus ojos, y éstos ocultaban un fuego terrible.

‑Pensad en ello, os digo. Si a mi vuelta no lo habéis hecho, os de­nuncio con mis propios labios, os prendo con mis propias manos.

Villefort se acercó aún más a ella.

‑¿Me entendéis? ‑le dijo‑, voy allá abajo a pedir la pena de muerte contra un asesino... Si os encuentro viva a la vuelta, dormiréis esta noche en la Conserjería.

La señora de Villefort lanzó un suspiro. Sus nervios se crisparon y cayó sobre la alfombra.

El procurador del rey sintió un instante de piedad, la miró menos severamente, a inclinándose un poco ante ella:

‑Adiós, señora ‑dijo lentamente‑, ¡adiós!

Aquel adiós cayó sobre ella como la mortífera cuchilla.

Cayó al suelo sin sentido.

El señor de Villefort salió y cerró la puerta dando doble vuelta a la llave.

El caso Benedetto, como se decía entonces en el Palacio de justicia y en la sociedad, había producido una enorme sensación. Parroquiano del café de París, del boulevard de Gante y del bosque de Bolonia, el falso Cavalcanti había hecho una porción de amistades y relaciones durante los tres meses de esplendor que había vivido en París. Los diarios habían contado las diversas vicisitudes del acusado, tanto du­rante su vida elegante, como la de presidiario. Aquello suscitó una curiosidad muy viva. Sobre todo entre los que habían conocido al príncipe Cavalcanti personalmente, y éstos estaban decididos a no perdonar medio para ir a ver en el banquillo de los acusados a Bene­detto, asesino de su compañero de cadena.

A los ojos de muchas personas, Benedetto no era una víctima, sino una equivocación de la justicia. Habían visto al señor Cavalcanti pa­dre, en París, y esperaban verle aparecer de nuevo para reclamar a su

ilustre descendiente. Los que no habían oído hablar jamás de la famo­sa polaca, con la que llegó a casa de Montecristo, se hallaban preve­nidos a su favor por el aire de dignidad, nobleza y conocimiento del mundo del anciano patricio, el que, preciso es decirlo, parecía com­pletamente un gran señor cuando no hablaba o se ocupaba de aritmé­tica.

En cuanto al acusado, muchos recordaban haberle visto tan amable, apuesto y liberal, que preferían creer que se había urdido contra él alguna trama por parte de alguno de aquellos enemigos que encuen­tran en el mundo las personas extraordinariamente ricas, y que po­seen los medios de hacer el bien o el mal de un modo maravilloso.

Todo el mundo se apresuró a asistir a la sesión del tribunal del Ju­rado, unos para divertirse con el espectáculo, otros para comentarlo. Desde las siete de la mañana acudió gente a la reja, y la sala de las sesiones estaba ya llena de privilegiados.

En los días de los procesos famosos, antes de que se constituya el tribunal, y muchas veces aun después, la sala de Audiencia se parece a un salón particular, en el que muchas personas se reconocen, se jun­tan unas con otras cuando están cerca y se hablan por señas, temiendo perder su sitio, cuando están separadas por el pueblo, los abogados y los gendarmes.

Hacía uno de aquellos magníficos días de otoño que varias veces vienen a consolarnos de la ausencia del estío. Las nubes que el señor de Villefort viera al despuntar la aurora, se disiparon como por arte de magia al rayar el sol, y dejaron lucir con toda su brillantez uno de los días más hermosos de septiembre.

Beauchamp, uno de los magnates de la prensa diaria, tenía su sitio seguro en el tribunal, como en todas partes, lo había ocupado y mi­raba con sus gemelos a derecha a izquierda. Vio a Chateau‑Renaud y a Debray, que habían merecido las consideraciones de un guardia mu­nicipal, el cual les cedió su sitio, colocándose detrás para no impedir­les la vista. El digno agente había conocido al millonario y secretario del ministro, y se mostró muy cortés con sus nobles vecinos, permitién­doles se acercasen a Beauchamp, y prometiéndoles guardarles sus si­tios.

‑Y bien ‑dijo Beauchamp‑, ¿venimos a ver a nuestro amigo?

‑Sí, ¡Dios mío!, sí, ¡al digno príncipe! Llévese el diablo a todos los príncipes italianos, ¡bah... !

‑Un hombre que tenía a Dante por genealogista, y cuyo origen se remontaba hasta la Divina Comedia.

‑Nobleza de cuerda ‑dijo con sorna Chateau‑Renaud.

‑Será condenado, ¿no es cierto? ‑preguntó Debray a Beauchamp

‑¡Eh!, querido mío, no sois vos el que debéis preguntarnos eso. ¿Ayer visteis al presidente a la salida del baffle del ministro?

‑Sí.

‑¿Y qué os dijo?

‑Una cosa que os dejará maravillado.

‑¡Ah!, entonces hablad pronto, mi querido amigo. Hace mucho tiempo que no me sucede tal cosa.

‑Pues bien, me ha dicho que Benedetto, al que suele considerarse como un fénix de sutileza y astucia, es un pillo de orden muy subal­terno, a indigno de los experimentos frenológicos que se harán con su cabeza después de guillotinado.

‑¡Bah! ‑dijo Beauchamp‑, no representaba del todo mal el pa­pel de príncipe.

‑Para vos, Beauclíamp, que detestáis a los príncipes, y que estáis encantado cuando les halláis maneras poco finas, pero para mí, que a la legua descubro el noble, y deduzco el origen de una familia aristo­crática, en seguida le conocí.

‑¿Así, jamás creísteis en su principado?

‑Creí en que era principal, sí; príncipe, no.

‑No está mal ‑dijo Debray‑, pero para cualquier otro podría pasar por tal, yo le he visto en casa de los ministros.

‑¡Ah!, sí ‑dijo Chateau‑Renaud‑, ¡como si vuestros ministros conociesen a los verdaderos nobles!

‑Hay mucho de verdad en lo que acabáis de decir, Chateau‑Re­naud ‑respondió Beauchamp echándose a reír‑; la frase es corta, pero agradable. Os pido permiso para usar de ella cuando dé cuenta a mis lectores de lo que ha sucedido.

‑Como gustéis, Beauchamp ‑dijo Chateau‑Renaud‑, os doy mi frase por lo que vale.

‑Pero ‑dijo Debray a Beauchamp‑, si yo he hablado al presi­dente, vos debéis haber hablado al procurador del rey.

‑Imposible. Hace ocho días que el señor de Villefort se oculta, y es muy natural. Tantas desgracias domésticas, coronadas por la extra­ña muerte de su hija...

‑¡La extraña muerte! ¿Qué decís?

‑¡Ah!, sí; haceos el ignorante bajo el pretexto de que eso sucede en casa de la nobleza de toga ‑dijo Beauchamp llevando su lente a los ojos.

‑Permitidme, amigo mío, que os diga que para los gemelos no va­léis tanto como Debray. Y vos, Debray, dad una lección al señor Beauchamp.

‑Toma ‑dijo Beauchamp‑, no me equivoco.

‑¿Qué es, pues?

‑Es ella.

‑¿Quién?

‑Decían que se había marchado.

‑¿La señorita Eugenia? ‑preguntó Chateau‑Renaud‑, ¿habrá regresado ya?

‑No, pero su madre...

‑¿La señora Danglars?

‑¡Cómo! ‑dijo Chateau‑Renaud‑, ¡es terrible, diez días después de haberse fugado su hija, y tres después de la quiebra de su ma­rido!

Debray se sonrojó un poco y miró hacia el sitio que señalaba su amigo Beauchamp.

‑Vaya, pues. Es una mujer cubierta con un velo, una desconocida, quizá la madre del príncipe Cavalcanti. ¿Pero decíais o ibais a decir cosas muy interesantes, Beauchamp?

‑¿Yo?

‑Sí; hablabais de la extraña muerte de Valentina.

‑¡Ah!, sí; es verdad. Pero ¿por qué la señora de Villefort no está presente?

‑¡Pobre mujer! ‑dijo Debray‑, estará ocupada en destilar agua de melisa para los hospitales, o en preparar cosméticos para ella y sus amigas. ¿Sabéis que gásta en esa diversión dos o tres mil escudos al año? Y en efecto, tenéis razón. ¿Por qué no está aquí la señora del procurador del rey? La habría visto con gran placer. Me gusta mucho esa mujer.

‑Y yo la detesto ‑dijo Chateau‑Renaud.

‑¿Por qué?

‑No lo sé. ¿Por qué amamos? ¿Por qué aborrecemos? La detesto por antipatía.

‑O, al menos, por instinto.

‑No lo creo. .. pero volvamos a lo que decíais, Beauchamp.

‑¡Y bien! ‑respondió éste‑, ¿tenéis curiosidad por saber cómo hay con frecuencia tantos muertos en casa de Villefort?

‑Con frecuencia, ésta es la expresión exacta ‑dijo Chateau‑Re­naud.

‑Querido, es la que usa San Simón.

‑Y la muerte en casa del señor de Villefort es donde se la encuen­tra. Volvamos, pues, a ella.

‑¡Por vida mía!, confieso que hace tres meses tengo fija mi aten­ción en esa casa, y precisamente anteayer la señora me hablaba de ella con motivo de la muerte de Valentina.

‑¿Y quién es la señora? ‑preguntó Chateau‑Renaud.

‑La mujer del ministro.

‑¡Ah!, disculpad mi ignorancia, yo no frecuento las casas de los ministros. Eso queda para los príncipes.

‑Erais magnífico y os volvéis divino, barón. Tened piedad de nos­otros. Vuestras palabras van a abrasarnos como los rayos de Júpiter.

‑No volveré a decir nada. ¡Pero que el diablo tenga piedad de mí! ¡No me deis lugar para replicar!

‑Vamos, ¿podremos llegar al fin de nuestro diálogo, Beauchamp? Os decía que la señora me preguntaba anteayer sobre las muertes de Villefort; informadme, y podré satisfacerla.

‑Pues bien, señores, en casa de Villefort hay un asesino.

Ambos jóvenes temblaron, porque más de una vez se les había ocu­rrido la misma idea.

‑¿Y quién es el asesino? ‑preguntaron a una.

‑El pequeño Eduardo.

Una risotada de los jóvenes no fue bastante para turbar al orador, que prosiguió:

‑Sí, señores; un niño que es un fenómeno, y que mata ya como padre y madre.

‑¿Es una broma?

‑No. Ayer recibí un criado que sale de casa de Villefort, y ahora escuchad con atención.

‑Escuchemos.

‑Mañana voy a despedirlo, porque come enormemente para re­ponerse de los ayunos que se había impuesto voluntariamente en aquella casa. Pues bien. Parece que el niño se sirve de vez en cuando de un frasco de drogas contra los que le desagradan. Primero la tomó con el señor y la señora de Saint‑Merán, y les dio tres gotas de su eli­xir. Después a Barrois, el criado de Noirtier, que le regañó en varias ocasiones, le suministró otras tres gotas, y últimamente, a Valentina, a la que tenía envidia, le suministró también la dosis, y la suerte de ella fue la misma de los demás.

‑¿Pero qué diablos nos contáis? ‑‑dijo Chateau‑Renaud.

‑¡Bah!, os cuento una cosa del otro mundo, ¿verdad?

‑Eso es absurdo ‑dijo Debray.

‑¡Ah! ‑dijo Beauchamp‑, buscáis medios dílatorios. Preguntad a mi criado qué era lo que se decía en la casa.

‑¿Pero ese elixir dónde está? ¿Qué cosa es?

‑El chico lo oculta.

‑¿De dónde lo ha tomado?

‑Del laboratorio de su madre.

‑Su madre, pues, ¿tiene venenos en su laboratorio?

‑¡Qué sé yo!, me estáis interrogando como si fueseis procurado­res del rey. Os repito lo que me han dicho, y he aquí todo. Os cito al autor, no puedo hacer más. Lo cierto es que el pobre diablo no comía de miedo.

‑¡Parece increíble!

‑Pero no, querido, nada tiene de increíble. Ya visteis el año pasa­do a un niño de la calle de Richelieu que se entretenía en matar a sus hermanos, introduciéndoles mientras dormían un alfiler en los oídos. ¡Querido, la generación que va a reemplazarnos es muy precoz!

‑¡Apuesto a que no creéis una palabra de cuanto decís, pero no veo al conde de Montecristo. ¿Cómo es que no ha venido?

‑Tendrá vergüenza de presentarse ante el público, habiendo sido el juguete de los Cavalcanti, que se le presentaron, según parece, con cartas de recomendación que eran falsas, y que hoy tienen unos cien mil francos hipotecados sobre el principado.

‑A propósito, Chateau‑Renaud, ¿cómo se encuentra Morrel? ‑preguntó Beauchamp.

‑Tres veces he estado en su casa y no he podido verle. Su herma­na me ha dicho, sin embargo, que estaba bien.

‑¡Ah!, ahora que recuerdo. ¡Montecristo no puede presentarse en la sala! ‑dijo Beauchamp.

‑¿Por qué?

‑Porque es actor en el drama.

‑¡Cómo! ¿Ha asesinado a alguien? ‑dijo Debray.

‑No, al contrario, querían asesinarle. Sabéis que al salir de su casa fue cuando Benedetto asesinó a su amigo Caderousse; en ella se en­contró el famoso chaleco que vino a turbar el contrato, y que está allí sobre la mesa, como una pieza de convicción.

‑¡Ah!, ¡es verdad!

‑Silencio, señores, he aquí la sala. A vuestro sitio.

En efecto, oíase gran ruido en el pretorio. El agente llamó a sus protegidos y un ujier gritó desde la puerta con aquella entonación que tenían ya en tiempo de Beaumarchais:

‑¡Señores, la sala!

Los jueces entraron en sesión en medio del más profundo silencio. Los jurados ocuparon sus asientos. El señor de Villefort, objeto de la atención general, y aun mejor diremos de la admiración, ocupó su si­llón, manteniéndose cubierto, y dejó correr una mirada tranquila a su alrededor. Todos contemplaban con admiración aquella cara grave y severa, so­bre cuya impasibilidad no tenían dominio los disgustos personales. Consideraban con una especie de terror a aquel hombre tan insensible a las conmociones de la humanidad.

‑Gendarmes, introducid al acusado ‑dijo el presidente.

Al oír aquellas palabras creció la atención del público, y todos los ojos se fijaron en la puerta por donde debía entrar Benedetto. Abrióse ésta poco después y apareció el acusado. La impresión fue igual en todos los asistentes, y ninguno se engañó en la expresión de su fisonomía.

Su fisonomía no presentaba las señales de emoción profunda que detiene la circulación de la sangre y hace palidecer. Llevaba el som­brero en una mano y metida la otra graciosamente en el chaleco, que era de piqué blanco. Sus ojos estaban serenos y hasta brillantes. Tan pronto como entró en la sala, paseó la vista por todas las filas de los jueces y de los asistentes, y se detuvo en el presidente, y muy particu­larmente en el procurador del rey.

Al lado de Benedetto se colocó el abogado, nombrado de oficio, porque él no había querido ocuparse de aquellos detalles a los cuales parecía no dar importancia. Aquél era joven, rubio, y su fisonomía parecía estar mucho más conmovida que la del acusado.

El presidente ordenó la lectura del acta de acusación, redactada como se sabe, por la pluma hábil a implacable del señor Villefort. Durante la lectura, que fue larga y para cualquier otro hubiera sido aterradora, la atención pública permaneció fija en Benedetto, quien sostuvo aquella prueba con la serenidad de un espartano.

Jamás había estado Villefort tan elocuente. Presentaba el crimen con los colores más vivos. Los antecedentes del acusado, su transfigu­ración, la reseña de sus acciones desde su primera edad, se pintaban con el talento que la práctica de la vida y el conocimiento del corazón humano daban a un hombre de tan buena imaginación como el pro­curador del rey.

Con sólo aquel preámbulo, Benedetto estaba perdido para siempre en la opinión pública, en tanto que se acercaba el castigo más material aún que la ley.

Cavalcanti no prestó la menor atención a los cargos sucesivos que contra él se elevaban. El señor de Villefort, que le examinaba cuida­dosamente, y que sin duda proseguía en él los estudios psicológicos que había empezado a la vista de otros acusados, no pudo hacerle ba­jar los ojos una sola vez, por más que fijase en él su profunda mirada.

Terminóse la lectura.

‑Acusado ‑dijo el presidente‑, ¿vuestro nombre y apellido?

Cavalcanti se puso en pie.

‑Dispensadme, señor presidente ‑dijo el reo, cuyo timbre de voz

vibraba perfectamente puro‑, pero veo que vais a empezar el inte­rrogatorio de un modo que no puedo seguiros. Tengo la pretensión, que justificaré a su tiempo, de que no soy un acusado ordinario. Te­ned la bondad, os ruego, de permitirme responder siguiendo un orden distinto, sin que por esto deje de contestar a todo.

El presidente, sorprendido, miró a los jurados, y éstos al procurador del rey.

Un gran asombro se manifestó en toda la asamblea, pero Cavalcanti no se conmovió.

‑¿Vuestra edad? ‑dijo el presidente‑, ¿responderéis a esta pre­gunta?

‑A ésa, como a las demás, responderé, señor presidente, pero cuan­do llegue el caso.

‑¿Vuestra edad? ‑repitió el magistrado.

‑Tengo veintiún años, o más bien los cumpliré dentro de algunos días, pues nací en la noche del 27 al 28 de septiembre de 1817.

El señor de Villefort, que estaba escribiendo una nota, levantó la cabeza al oír aquella fecha.

‑¿Dónde nacisteis? ‑continuó el presidente.

‑En Auteuil, cerca de París.

El señor de Villefort levantó por segunda vez la cabeza, miró a Be­nedetto como si hubiese mirado la cabeza de Medusa y se puso lí­vido.

Benedetto pasó por sus labios la punta de un fino pañuelo de batis­ta bordado.

‑¿Vuestra profesión? ‑preguntó el presidente.

‑Primero he sido falsario ‑dijo Cavalcanti con la mayor tran­quilidad del mundo‑‑, después ascendí a ladrón, y recientemente he sido asesino.

Un murmullo, o por mejor decir, una tempestad de indignación y de sorpresa estalló en la sala. Los jueces se miraron asombrados, los jurados expresaron el disgusto que les causaba un cinismo que no es­peraban en un hombre elegante.

El señor de Villefort apoyó una mano sobre su frente, pálida al principio, encarnada y abrasadora en seguida. Levantóse de pronto, y miró alrededor como un hombre espantado. Parecía que le faltaba el aliento.

‑¿Buscáis algo, señor procurador del rey? ‑preguntó Benedetto con graciosa sonrisa.

El señor de Villefort no respondió, se sentó, o por mejor decir, se dejó caer sobre su sillón.

‑¿Consentís ahora, acusado, en decir vuestro nombre? –preguntó el presidente‑. La afectación brutal que habéis puesto en enumerar vuestros crímenes, que calificáis de profesión, la especie de importan­cia que dais a esas acciones, que en nombre de la moral y de la huma­nidad el tribunal debe reprenderos severamente, he ahí la causa quizá que ha hecho retardéis el nombraros. Queréis enaltecer vuestro hom­bre con los títulos que le preceden.

‑Señor presidente ‑dijo Benedetto con el tono de voz más gracio­so y con las maneras más distinguidas‑, pares increíble el modo con que habéis leído en el fondo de mi corazón. En efecto, por eso os he rogado que invirtieseis el orden de las preguntas.

El estupor había llegado a su colmo. No había en las palabras del acusado ni altanería, ni cinismo, y se presentía algún terrible rayo en el fondo de aquella oscura nube.

‑¡Y bien! ‑‑dijo el presidente‑, ¿vuestro nombre?

‑No puedo deciros mi hombre, porque no lo sé. En cambio co­nozco el de mi padre, pero no puedo decirlo.

Una alucinación dolorosa cegó a Villefort. Viéronse caer de sus mejillas varias gotas de sudor que borraban sus papeles, que revolvió con mano convulsa.

‑Decidnos el hombre de vuestro padre ‑dijo entonces el presi­dente.

Ni una respiración fuerte, ni el menor aliento turbaba el silencio de aquella asamblea. Todos esperaban.

‑Mi padre es procurador del rey ‑respondió con calma imperturbable Cavalcanti.

‑¡Procurador del rey! ‑.dijo estupefacto el presidente sin notar el trastorno que aquellas palabras causaron al señor de Villefort‑, ¡procurador del rey!

‑Sí, y ya que me preguntáis su hombre, os lo diré: se llama de Villefort.

La explosión, tanto tiempo contenida por respeto a la justicia, es­talló como un trueno del pecho de todos los asistentes. El tribunal mismo no pensó en reprimir aquel simultáneo movimiento. Las excla­maciones, las injurias dirigidas a Benedetto, que permanecía impasi­ble, los gestos enérgicos, el movimiento de los gendarmes, las rechi­flas de la parte del pueblo bajo que hay en toda reunión pública, y que sale a la luz en los momentos de tumulto y escándalo, duraron cinco minutos, antes que los magistrados y los ujieres lograsen restablecer el orden y el silencio.

En medio de aquella confusión se oía la voz del presidente que gritaba:

‑¿Queréis jugar con la justicia, acusado? ¿Os atrevéis a dar a

vuestros conciudadanos el espectáculo de una corrupción que no tie­ne igual ni siquiera en una época tan relajada como la presente?

Diez personas se apresuraron a acercarse al procurador del rey, que medio aterrado permanecía en su asiento; ofreciéndole consuelos, pro­curaron animarle, y le hicieron protestas de celo y símpatía.

Decían que una mujer se había desmayado, hiciéronla respirar va­rias sales, y se repuso.

Durante el tumulto, Benedetto había vuelto la cara sonriéndose ha­cia la asamblea, y apoyando en seguida una mano en el respaldo de su banco y en la postura más graciosa:

‑Señores ‑dijo‑, no permita Dios que procure insultar al tribu­nal, y dar un escándalo inútil en presencia de tan honorable reunión. Me han preguntado qué edad tengo, he respondido. No puedo decir de dónde soy ni ruál es mi apellido, porque mis padres me abandona­ron. Sin embargo, puedo muy bien, sin deter mi hombre, puesto que no lo tengo, decir el de mi padre, y lo repito, mi padre se llama el se­ñor de Villefort, y estoy pronto a probarlo.

Tanta verdad, tanta convicción y energía había en el acento del jo­ven que redujo el tumulto al silencio. Las miradas se dirigieron todas en el momento al procurador del rey, que conservaba en su asiento la inmovilidad de un hombre que el rayo acaba de convertir en ca­dáver.

‑Señores ‑‑continuó Benedetto exigiendo el silencio con el gesto y con la voz‑, os debo la prueba y la explicación de mis palabras.

‑¡Pero... ‑dijo el presidente, irritado‑, en la instrucción dijis­teis que os llamaban Benedetto, habéis dicho que erais huérfano y na­tural de Córcega!

‑En la instrucción dije lo que me convenía decir, porque no que­ría que se debilitase o detuviese, lo que no podia menos de suceder, el eco solemne que quería dar a mis palabras.

»Os repito ahora que nací en Auteuil, en la noche del 27 al 28 de septiembre de 1817, y que soy hijo de Villefort, procurador del rey. ¿Queréis saber más detalles? Os los contaré.

»Vine al mundo en el primer peso de la casa número 28, de la calle de la Fontaine, en una habitación tapizada de damasco encarnado. Mi padre me tomó en los brazos diciendo a mi madre que estaba muerto. Me envolvió en un paño, marcado H. N., y me llevó al jardín, donde me enterró vivo.»

Los presentes temblaron cuando vieron crecer la seguridad del acu­sado con el espanto del señor de Villefort.

‑¿Pero cómo conocéis esos detalles? ‑preguntó el presidente.

‑Voy a decíroslo, señor presidente. En el jardín en que mi padre acababa de sepultarme se había introducido aquella noche un hombre que le odiaba mortalmente, y quería vengarse del modo que lo hace un corso. El hombre que estaba oculto vio a mi padre enterrar algo, y le asestó una puñalada por la espalda cuando estaba a la mitad de su operación; creyendo en seguida que lo que había ocultado era un tesoro, abrió la fosa y me halló vivo aún. Ese hombre me llevó al hos­picio de los expósitos, donde me inscribieron con el número treinta y siete. Tres meses más tarde, su mujer hizo el viaje de Rogliano a Pa­rís para venir a buscarme. Me reclamó como hijo suyo, y me llevó consigo.

»He aquí por qué, aunque nacido en Auteuil, me crié en Cór­cega.»

Hubo un instante de silencio, pero tan profundo, que se hubiera creído que la sala estaba desierta.

‑Continuad ‑dijo la voz del presidente.

‑En verdad ‑‑continuó Benedetto‑, hubiera podido ser dichoso en casa de aquellas buenas gentes que me adoraban, pero mi natural perverso pudo más que todas las virtudes que procuraba infundir en mi corazón mi madre adoptiva. Fui creciendo en el mal, y he llegado hasta el crimen. Finalmente, un día que maldecía a Dios por haberme hecho tan malo y dado tan odioso destino, mi padre adoptivo se acer­có a mí y me dijo:

»" ¡No blasfemes, desgraciado!, porque Dios lo ha dado la vida sin cólera. El crimen es de lo padre, y no tuyo; de lo padre, que lo entre­gaba al infierno si hubieses muerto, a la miseria, si un milagro lo volvía a la vida."

» A partir de aquel instante, cesé de blasfemar a Dios, pero he mal­decido a mi padre, y he aquí por qué he pronunciado las palabras que me habéis reprochado, señor presidente. He aquí por qué he causado el escándalo que aún hace temblar a todos. Si es un crimen más, cas­tigadme, pero si os he convencido de que desde el día de mi naci­miento mi destino era fatal, doloroso, amargo, lamentable, tened en­tonces compasión de mí.»

‑¿Pero vuestra madre? ‑preguntó el presidente.

‑Mi madre me creía muerto, y no era culpable; no he querido sa­ber el nombre de mi madre, no la conozco.

En aquel momento un grito agudo que terminó en un suspiro salió del grupo que, como hemos dicho, rodeaba a una mujer.

Desplomóse con un violento ataque de nervios, y tuvieron que sa­carla del pretorio; separóse el velo que ocultaba su rostro: era la seño­ra Danglars.

A pesar de su postración, del rumor que había en sus oídos y la especie de locura que trastornaba su cerebro, Villefort la reconoció y se levantó.

‑¡Las pruebas! ¡Las pruebas! ‑dijo el presidente‑, recordad, acusado, que ese tejido de horrores necesita apoyarse en las pruebas más evidentes.

‑¿Las pruebas? ¿Las pruebas queréis? ‑dijo Benedetto riéndo­se‑, vais a verlas.

‑Sí.

‑Pues bien, mirad al señor de Villefort, y pedidme aún las pruebas.

Todos volvieron los ojos hacia el procurador del rey, que bajo el peso de aquellas mil miradas avanzó hacia el medio del tribunal, vaci­lante, con los cabellos desordenados y la cara sanguinolenta por la presión de sus uñas. Oyóse un murmullo de admiración.

‑Me piden las pruebas, padre mío ‑dijo Benedetto‑, ¿queréis que las dé?

No, no ‑balbució el procurador del rey con voz ahogada‑, no; es inútil.

‑¡Cómo! ¿Inútil? ‑inquirió el presidente‑. ¿Pero qué queréis decir?

‑Quiero decir que en vano intentaría sustraerme al golpe mortal

que me aterra, señores. Conozco que estoy entre las manos de un Dios vengador. Nada de pruebas, no hay necesidad; todo lo que ese joven ha dicho es verdad.

Un silencio análogo al que precede a las grandes catástrofes de la naturaleza se apoderó de los asistentes, sus cabellos se erizaron.

‑¿Y qué?, señor de Villefort ‑dijo el presidente‑, ¿no cedéis a una alucinación? ¡Cómo! ¿Gozáis de la plenitud de vuestras facultades intelectuales? ¿Se concebiría que una acusación tan extraordi­naria, tan imprevista y terrible os hubiese turbado la razón? ¡Vamos, serenaos!

El procurador del rey movió la cabeza, sus dientes daban uno con­tra otro como los de un hombre devorado por la fiebre, y su palidez era mortal.

‑Estoy en pleno use de todas mis facultades ‑dijo‑‑; solamente mi cuerpo es el que sufre, y esto se concibe. Me reconozco culpable de todo lo que ese joven acaba de decir contra mí, y me pongo desde ahora a la disposición del señor procurador del rey, mi sucesor.

Dichas estas palabras con una voz ronca y casi sofocada, el señor

de Villefort se dirigió vacilante a la puerta, que le abrió maquinal­mente el ujier de servicio.

La asamblea entera permaneció silenciosa y consternada con aquella revelación que tan terrible desenlace daba a las peripecias que du­rante quince días habían ocupado a la alta sociedad de París.

‑¡Y bien! ‑dijo Beauchamp‑. ¡Que vengan luego a decirnos que el drama no existe en la naturaleza!

‑¡Por mi vida! ‑dijo Chateau‑Renaud‑, mejor quisiera concluir como el señor de Morcef; un tiro es dulce en comparación de seme­jante catástrofe.

‑Y luego mata ‑dijo Beauchamp.

‑Y yo que había pensado en casarme con su hija ‑dijo De­bray‑, ¡bien ha hecho en morirse! ¡Dios mío! ¡Pobre muchacha!

‑Se levanta la sesión, señores ‑dijo el presidente‑; la causa queda para la sesión próxima, pues debe empezarse de nuevo la ins­trucción y confiarla a otro magistrado.

Cavalcanti, siempre sereno y mucho más interesante, salió de la sala escoltado por los gendarmes, que voluntariamente le manifestaban cierta consideración.

‑¡Y bien! ¿Qué pensáis de esto, buen hombre? ‑preguntó De­bray al guardia municipal poniéndole un luis en la mano.

‑Que habrá circunstancias atenuantes ‑respondió éste.

El señor de Villefort vio abrirse ante él las filas de la multitud, aunque muy compactas. Los grandes dolores son de tal modo venera­bles que no hay ejemplo ni aun en los tiempos más desgraciados, de que el primer movimiento de la multitud reunida no haya sido un movimiento de simpatía hacia una gran desgracia. Muchas gentes odiadas han sido asesinadas en un tumulto. Raras veces un desgracia­do, aunque fuese criminal, ha sido insultado por los que asisten a su proceso de muerte.

Villefort atravesó, pues, las filas de los espectadores, de los guar­dias, de los agentes de policía, y se alejó, confesado culpable por sí mismo, pero protegido por su valor.

Existen en la vida situaciones que los hombres comprenden por instinto, pero que no pueden desentrañar con la reflexión. El mayor poeta en este caso es el que sabe expresar la queja más vehemente y más natural. La multitud toma este grito por una relación entera, y hace bien en contentarse con él, y mejor aún, en encontrarlo subli­me si es verdadero.

Por lo demás, sería difícil decir el estado de estupor en que Ville­fort se hallaba al salir del palacio, pintar la fiebre que estremecía sus arterias, que helaba sus fibras, que hinchaba hasta reventar sus venas y aniquilaba cada punto de su cuerpo mortal con millares de sufri­mientos.

Villefort se dirigía a lo largo de los pasillos, guiado solamente por

la costumbre. Quitóse la toga magistral, no por conveniencia, sino porque era para él una carga insoportable, una túnica de Nesso, fecun­da en torturas.

Llegó vacilante al patio Dauphine, vio su carruaje, despertó al co­chero abriendo él mismo, y se dejó caer sobre los cojines señalando con el dedo la dirección del barrio de San Honorato.

El cochero partió.

Todo el peso de su fortuna fracasada acababa de desplomarse sobre su cabeza; este peso le abrumaba, no sabía sus consecuencias, no las había calculado y las sentía; no razonaba su código como el frío ase­sino que comenta un artículo conocido. Tenía a Dios en el fondo del corazón.

‑¡Dios! ‑murmuraba sin saber lo que decía‑. ¡Dios! ¡Dios!

No veía más que a Dios en medio del trastorno que por él pasaba.

El carruaje corrió precipitado. Villefort, agitándose sobre los coji­nes, sentía algo que le molestaba.

Llevó la mano al objeto. Era un abanico olvidado por la señora de Villefort entre el cojín y el respaldo del carruaje. Este abanico des­pertó un recuerdo, y este recuerdo fue como un rayo en las tinieblas de la noche.

Villefort pensó en su esposa.

‑¡Oh! ‑exclamó, como si un hierro ardiendo le perforase el co­razón.

En efecto, hacía una hora que no tenía a la vista más que un lado de su miseria, y he aquí que de repente se ofrecía otro a su espíritu, y otro no menos terrible.

< ¡Esa mujer! » Acababa de portarse con ella como un juez severo e inexorable, la había condenado a muerte, y ella, ella, aterrorizada, llena de remordimientos, abismada con el oprobio que acababa de cau­sarle con la elocuencia de su intachable virtud, pobre mujer débil e indefensa contra un poder absoluto y supremo, se preparaba acaso a morir en aquellos instantes.

Había transcurrido una hora desde su condenación. Tal vez enton­ces repasaba en su memoria todos sus crímenes, pedía perdón a Dios, escribía una carta para implorar de rodillas el perdón de su virtuoso esposo, perdón que compraba con la muerte.

Villefort lanzó otro quejido de dolor y de rabia.

‑¡Ah! ‑exclamó agitándose sobre el raso del carruaje‑, ¡esa mu­jer no es criminal más que por haberme tocado! ¡Yo soy el crimen, yo! ¡Y ha adquirido el crimen como se adquiere el tifus, como se adquiere el cólera, como se adquiere la peste, y yo la castigo! ¡Oh!,

¡no!, ¡no!, vivirá..., me seguirá... Huiremos, abandonaremos Francia, correremos por la tierra mientras nos sostenga. ¡Le hablaba de cadalso... ! ¡Gran Dios! ¡Cómo osé pronunciar esta palabra! ¡Y a mí también me espera el cadalso... ! Huiremos. .. Sí, me confesaré a ella, sí; todos los días le diré humillándome que yo también he cometido un crimen... ¡Oh! ¡Alianza del tigre y de la serpien­te! ¡Oh! ¡Digna esposa de un marido como yo...! ¡Es preciso que viva, es necesario que mi infamia haga palidecer la suya!

Y Villefort hundió, más que bajó, el vidrio del coche.

‑¡Más aprisa! ‑exclamó con una voz que hizo estremecer al co­chero en su asiento.

Los caballos, avivados por el miedo, volaron hasta llegar a la casa.

‑¡Sí!, ¡sí! ‑repetía Villefort a medida que se acercaba‑, sí; es preciso que esta mujer viva, es preciso que se arrepienta y que edu­que a mi hijo, mi pobre hijo, único que con el indestructible anciano sobrevive a la ruina de la familia. Le amaba, por él lo ha hecho todo. No hay que desesperar jamás del corazón de una madre que ama a su hijo. Se arrepentirá. Nadie sabrá que ha sido culpable; los crímenes cometidos en mi casa y de que el mundo se entera ya, serán olvidados con el tiempo, y si algunos enemigos se acuerdan, les anotaré en la lista de mis crímenes. Uno, dos o tres más, ¡qué importa! Mi mujer se salvará llevando el oro, y sobre todo llevando su hijo, lejos del abismo en donde me parece ver caer el mundo conmigo. Vivirá, aún será dichosa, puesto que todo su amor está en su hijo, y su hijo no la abandonará. Habré hecho una buena acción.

Y el señor de Villefort respiró más libremente de lo que lo había hecho en mucho tiempo.

El carruaje se detuvo en el patio de la casa.

El procurador del rey se lanzó del estribo y halló a los criados sor­prendidos de verle volver tan pronto. No leyó otra cosa en su fisono­mía. Nadie le dirigió la palabra. Paráronse ante él como de costum­bre, para dejarle paso. Esto fue todo.

Pasó por la cámara de Noi


Date: 2015-12-17; view: 572


<== previous page | next page ==>
Capítulo catorce | Capítulo dieciséis
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.056 sec.)