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Capítulo diez 3 page

Valentina, merced a su fiebre, estaba demasiado familiarizada con aquellos fantasmas para espantarse de ellos; abrió solamente los ojos esperando ver a Morrel.

La figura continuó avanzando hacia su cama, detúvose, y pareció escuchar con una atención profunda.

Un rayo de luz dio entonces de lleno en el rostro de la nocturna visita.

‑No es él‑dijo Valentina

Esperaba, convencida de que soñaba, que aquel hombre, como su­cede en los sueños, desapareciese o se cambiase en otro.

Solamente tocó su pulso, y sintiéndolo latir con violencia, recordó que el mejor medio para hacer desaparecer aquellas visiones importu­nas era beber: la frescura de la bebida, compuesta con el fin de calmar las agitaciones de Valentina, que se había quejado de ellas al doctor, haciendo disminuir la calentura, renovaba las sensaciones del cerebro, y después de haber bebido se sentía durante un rato más sosegada.

Extendió el brazo con el fin de coger el vaso que estaba junto a la cama, y en aquel instante y con bastante viveza la aparición dio dos pasos hacia la cama, y llegó tan cerca de la joven, que le pareció oír su respiración, y creyó sentir la presión de su mano.

Esta vez la ilusión, o mejor dicho la realidad, sobrepujaba a cuanto Valentina había experimentado hasta entonces. Sintió que estaba despierta y viva, vio que gozaba de toda su razón y se echó a temblar.

La presión que Valentina había sentido tenía por objeto detenerle el brazo, y ella lo retiró lentamente.

Entonces aquella figura, de la que no podía apartar su vista, y que más bien parecía protegerla que amenazarla, tomó el vaso, se acercó a la lámpara y examinó el contenido, como si hubiese querido juzgar su colorido y transparencia.

Pero aquella primera prueba no fue suficiente. Aquel hombre o fantasma, porque caminaba de un modo que sus pasos no resonaban en la alfombra, tomó una cucharada de la poción y la tragó.

Valentina contemplaba lo que ocurría ante sus ojos con una sensa­ción indefinible. Creía que todo aquello iba a desaparecer para dar lugar a otra escena, pero el hombre, en lugar de desvanecerse como una sombra, se acercó a ella y alargándole la mano con el vaso le dijo con una voz en la que vibraba la emoción:

‑Ahora, bebed.

Valentina tembló. Era la primera vez que una de sus visiones le hablaba de aquel modo. Abrió la boca para dar un grito. El hombre puso un dedo sobre sus labios.

‑¡El conde de Montecristo! ‑murmuró Valentina.

Al miedo que se pintó en los ojos de la joven, al temblor de sus manos y al movimiento que hizo para ocultarse entre las sábanas, se reconocía la última lucha de la duda contra la convicción. Con todo, la presencia de Montecristo en su cuarto a semejante hora, su en­trada misteriosa, fantasmagórica a inexplicable, a través de un muro, parecía imposible a la quebrantada razón de Valentina.



‑No llaméis a nadie, ni os espantéis ‑le dijo el conde‑, no ten­gáis el menor recelo ni la más pequeña inquietud en el fondo de vues­tro corazón. El hombre que veis delante de vos, porque esta vez te­néis razón, Valentina, y no es una ilusión, es el padre más tierno y el más respetuoso amigo que podáis desear.

Valentina no respondió. Tenía un miedo tan grande a aquella voz que le revelaba la presencia real del que hablaba, que temió asociar a ella la suya, pero su mirada espantada quería decir: «Si vuestras in­tenciones son puras, ¿por qué estáis aquí?»

El conde, con su maravillosa sagacidad, comprendió cuanto sucedía en el corazón de la joven.

‑Escuchadme ‑le dijo‑, o mejor, miradme: ¿veis mis ojos enro­jecidos y mi cara más pálida aún que de costumbre? Es porque desde hace cuatro noches no he podido dormir un instante. Hace cuatro no­ches que velo sobre vos, que os protejo y os conservo a nuestro amigo Maximiliano.

La sangre coloreó rápidamente las mejillas de la enferma, porque el nombre que acababa de pronunciar el conde desvanecía el resto de desconfianza que le había inspirado.

‑¡Maximiliano... ! ‑repitió Valentina; tan dulce le era pronunciar aquel nombre‑. ¡Maximiliano! ¿Os lo ha contado todo?

‑Todo: me ha dicho que vuestra vida era la suya, y le he prome­tido que viviríais.

‑¿Le habéis prometido que viviría?

‑Sí.

‑En efecto, señor, acabáis de hablar de vigilancia y protección. ¿Sois médico, acaso?

‑Sí, y el mejor que el cielo pudiera enviaros en este momento, creedme.

‑¿Decís que habéis velado? ‑preguntó Valentina, inquieta‑. ¿Adónde? Yo no os he visto.

Montecristo señaló la biblioteca.

‑He estado escondido tras esa puerta que da a la casa inmediata que he alquilado.

Valentina, por un movimiento de púdico orgullo, apartó sus ojos con terror.

‑Caballero ‑dijo‑, lo que habéis hecho es de una demencia sin ejemplo, y la protección que me concedéis se asemeja mucho a un in­sulto.

‑Valentina ‑dijo‑‑‑, durante esta larga vigilia, esto es lo único que he visto: qué personas venían a vuestro cuarto, qué alimentos os preparaban, qué bebidas os he dado, y cuando éstas me parecían peligrosas, entraba, como acabo de entrar, vaciaba vuestro vaso, y sus­tituía el veneno por una poción bienhechora, que en lugar de la muer­te que os habían preparado, hacía circular la vida en vuestras venas.

‑¡El veneno! ¡La muerte! ‑dijo Valentina, creyéndose de nuevo bajo el poder de alguna fiebre alucinadora‑. ¿Qué estáis diciendo, caballero?

‑Silencio, hija mía ‑dijo Montecristo, volviendo a poner un dedo sobre sus labios‑; he dicho el veneno, sí, he dicho la muerte, y repito, la muerte; pero ante todo, debed esto ‑y el conde sacó de su bolsillo un fresco de cristal que contenía un licor rojo, del que vertió algunas gotas en el vaso‑, y cuando hayáis bebido esto no toméis nada más en toda la noche.

La joven alargó la mano; pero apenas tocó el vaso, cuando volvió a retirar la mano llena de miedo.

Montecristo tomó el vaso, bebió un poco y lo presentó a Valentina, que tragó sonriendo el licor que contenía.

‑¡Oh!, sí ‑dijo‑; reconozco el gusto de mis bebidas nocturnas,

de aquella agua que refrescaba un poco mi pecho y calmaba mi cere­bro. Gracias, señor, gracias.

‑Considerad cómo habéis vivido hace cuatro noches, Valentina ‑dijo el conde.

»Yo, en cambio, ¿cómo vivía? ¡Ah!, ¡qué horas tan crueles me ha­béis hecho pasar! ¡Qué tormentos no he sufrido al ver verter en vues­tro vaso el mortífero veneno, temblando siempre de que tuvieseis tiempo para beberlo antes que yo pudiese derramarlo en la chimenea!

‑Decís, señor ‑respondió Valentina en el colmo del terror‑, ¿que habéis sufrido mil martirios viendo derramar en mi vaso un mor­tífero veneno? Pero si lo habéis visto, ¿también debisteis ver quién lo derramaba?

‑Sí.

Valentina se incorporó en la cama, y echando sobre su pálido pecho la batista bordada, mojada aún con el sudor del delirio, al que se mez­claba ahora el del terror, repitió:

‑¿Lo habéis visto?

‑Sí ‑repitió el conde.

‑Lo que me decís, señor, es horroroso; queréis hacerme creer en algo infernal. ¡Cómo! ¡En la casa de mi padre! ¡En mi cuarto! ¡En el lecho del dolor continúan asesinándome! ¡Oh!, retiraos, tentáis mi conciencia; blasfemáis de la bondad divina. Es imposible, no pue­de ser.

‑¿Sois la primera a quien ha herido esa mano, Valentina? ¿No habéis visto caer junto a vos al señor y la señora de Saint‑Merán y a Barrois? ¿No hubiera sucedido lo mismo al señor Noirtier sin el mé­todo que sigue hace tres años? En él la costumbre del veneno le ha protegido contra el veneno.

‑¡Ay! ¡Dios mío! ‑dijo Valentina‑, ahora comprendo por qué mi abuelo exigía de mí hace un mes que tomase de todas sus bebidas.

‑Y tenían un sabor amargo como el de la cáscara de naranja me­dio seca, ¿es verdad?

‑Sí, Dios mío, sí.

‑¡Oh!, todo lo explica eso ‑dijo Montecristo‑, él sabe que aquí envenenan y quizá quién: ha querido preservaros a vos, su hija amada, contra la mortal sustancia, y ésta ha venido a estrellarse con­tra ese principio de costumbre. Ved por lo que vivís aún, cosa que me admiraba habiéndoos envenenado hace cuatro días con un veneno que por lo general no tiene remedio.

‑Pero ¿quién es el asesino?

‑Dejadme que os pregunte: ¿No habéis visto entrar a nadie de noche en vuestro cuarto?

‑Sí; muchas veces he creído ver pasar como unas sombras, acercar­se, retirarse, y finalmente desaparecer; pero creía que eran visiones de mi calentura, y hace un instante, cuando entrasteis, creía estar so­ñando o delirando.

‑Así, ¿no conocéis a la persona que atenta contra vuestra vida?

‑No. ¿Por qué desea mi muerte?

‑Vais a conocerla entonces ‑dijo Montecristo aplicando el oído.

‑¿Cómo? ‑preguntó Valentina, mirando con terror a su alre­dedor.

‑Porque esta noche no tenéis fiebre ni delirio, estáis bien despier­ta, son las doce, y es la hora de los asesinos.

‑¡Dios mío! ¡Dios mío! ‑dijo Valentina enjugando el sudor que inundaba su frente.

En efecto, las doce daban lenta y tristemente. Podía decirse que cada golpe del martinete sobre el bronce daba en el corazón de la joven.

‑Valentina ‑continuó el conde‑, llamad todas vuestras fuerzas en vuestro socorro, comprimid vuestro corazón en vuestro pecho, de­tened vuestra voz en vuestra garganta, fingid que dormís, y veréis.

Valentina tomó la mano del conde.

‑Me parece que oigo ruido ‑le dijo‑, retiraos.

‑Adiós. Hasta más ver ‑le dijo el conde.

Luego, con una sonrisa tan triste y paternal que llenó de gratitud el corazón de la joven, se dirigió el conde a la puerta de la biblioteca; pero volviéndose antes de cerrarla, dijo:

‑No hagáis un gesto, no digáis una palabra, que os crea dormida; si no, os mataría antes que tuviese tiempo para socorreros.

El conde desapareció en seguida, cerrando la puerta tras de sí.

Valentina se quedó sola. Otros dos relojes más atrasados que el de San Felipe de Roul dieron aún las doce a repetidos intervalos, y aparte el lejano ruido de tal o cual carruaje, todo quedó de nuevo sumido en silencio.

Toda la atención de Valentina se fijó en el reloj de su cuarto, cuya aguja marcaba hasta los segundos. Empezó a contarlos, y notó que eran dobles, doblemente más lentos que los latidos de su corazón.

Y con todo, dudaba aún. La inocente no podía figurarse que nadie desease su muerte. ¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿Qué mal había hecho que pudiese suscitarle un enemigo?

No había que temer que se durmiese. Una sola idea, una idea terri­ble la tenía despierta. Existía una persona en el mundo que había intentado asesinarla y lo intentaría aún. Si esta vez aquella persona, cansada de ver la ineficacia del veneno, recurría, como lo había insinuado Montecristo, al hierro: ¡si habría llegado su último momento!, ¡si no debía ver más a Morrel!

Ante aquella idea, que la cubrió a la vez de una palidez lívida y de un sudor helado, le faltó poco para coger el cordón de la campanilla y pedir socorro. Pero le pareció que por entre la cerradura de la bi­blioteca veía el ojo del conde, que velaba sobre su porvenir, y que cuando pensaba en ello le causaba tal vergüenza, que se preguntaba a sí misma si su gratitud llegaría a borrar el penoso efecto que produ­cía la indiscreta amistad del conde.

Veinte minutos, veinte eternidades pasaron de este modo, y otros diez en seguida; finalmente, el reloj dio las doce y media. En aquel momento, un ruido casi imperceptible de la uña que rascaba la puer­ta de la biblioteca, le dio a entender que el conde velaba, y le reco­mendaba que velase.

En efecto, por la parte opuesta, es decir, hacia el cuarto de Eduardo, le pareció que oía pisadas; prestó oído atento reteniendo su respira­ción. Levantóse el pestillo y se abrió la puerta.

Valentina, que se había incorporado sobre el corazón, apenas tuvo tiempo para volverse a acostar y ocultar sus brazos.

Temblando, agitada y con el corazón oprimido, esperó.

Acercóse una persona a la cama y entreabrió las cortinas.

Valentina hizo un esfuerzo, y dejó oír el murmullo acompasado de la respiración que anuncia un sueño tranquilo.

‑Valentina ‑dijo muy bajo una voz.

La joven tembló hasta el fondo de su corazón, pero no respondió.

‑Valentina ‑repitió la misma voz.

El mismo silencio. Valentina había prometido no despertarse.

Todo volvió a quedar inmóvil. Solamente Valentina oyó el ruido casi imperceptible de un licor que caía en el vaso que acababan de vaciar.

Atrevióse entonces a entreabrir sus párpados, poniendo sobre ellos su brazo. Vio a una mujer con un peinador blanco que vaciaba en su vaso un licor preparado de antemano que tenía en un frasco.

Durante aquel breve instante, Valentina detuvo su respiración e hizo algún pequeño movimiento, porque la mujer se detuvo inquieta, y se puso de bruces sobre su lecho para ver si dormía. Era la esposa del procurador del rey.

Valentina, al reconocer a su madrastra, tembló de tal modo que debió comunicar algún movimiento a su cama. La señora de Villefort desapareció en seguida a lo largo de la pared, y allí, escondida en la colgadura de la cama, muda y atenta, espiaba el menor movimiento de Valentina.

Esta se acordó de las terribles palabras de Montecristo. Parecióle que en una mano tenía el frasco y en la otra un largo y afilado cu­chillo.

Haciendo entonces un extraordinario esfuerzo, Valentina procuró cerrar los ojos, pero aquella operación tan sencilla del más temeroso de nuestros sentidos, aquella operación tan común, era en aquel mo. mento imposible. Tales eran los esfuerzos de la ávida curiosidad para rechazar aquellos párpados y observar lo que ocurría en realidad.

Sin embargo, asegurada por el ruido acompasado de la respiración de Valentina, de que ésta dormía, la señora de Villefort extendió de nuevo el brazo, y medio oculta por las cortinas, acabó de vaciar el contenido del frasco en el vaso de la enferma.

Retiróse en seguida, sin que el menor ruido advirtiese a ésta de que se había marchado. Vio desaparecer el brazo, nada más, aquel brazo fresco y torneado de una mujer de veinticinco años, joven y bella, y que derramaba la muerte.

Es imposible describir lo que Valentina sufrió durante el minuto y medio que permaneció en su cuarto la señora de Villefort.

El ruido de la uña que rascaba a la puerta sacó a la joven de aquel estado de abatimiento. Levantó con trabajo la cabeza; la puerta siempre silenciosa se abrió de nuevo, y apareció por segunda vez el conde de Montecristo.

‑¿Y bien? ‑preguntó el conde‑, ¿todavía dudáis?

‑¡Oh! ¡Dios mío! ‑murmuró la joven.

‑¿La habéis visto?

‑¡Desdichada!

‑¿La habéis conocido?

Valentina lanzó un gemido.

‑Sí ‑dijo‑, pero no puedo creerlo.

‑¿Entonces, preferís morir y hacer que muera también Maximi­liano... ?

‑¡Dios mío! ¡Dios mío! ‑repitió la joven fuera de sí‑, ¿pero no podría yo salir de casa? ¿Salvarme?

‑Valentina, la mano que os persigue os alcanzará en todas partes, a fuerza de oro seducirán a vuestros criados, y la muerte se os apare­cerá disfrazada bajo todos aspectos. En el agua que bebiereis, en la fuente y en la fruta que cogiereis del árbol.

‑Sin embargo, ¿no me habéis dicho que la precaución de mi abuelo me preservó del veneno?

‑Contra un veneno, y no empleado en fuerte dosis. Cambiarán de veneno o aumentarán la dosis.

Tomó el vaso y lo acercó a sus labios.

‑Mirad ‑dijo‑, ya lo han hecho: ya no es la brucina: es con un simple narcótico con lo que os envenenan. Reconozco el sabor del al­cohol en que lo han disuelto. Si hubieseis bebido lo que la señora de Villefort ha echado en vuestro vaso, Valentina, ¡estabais perdida!

‑¡Pero Dios mío! ‑dijo la joven‑, ¿por qué me persigue así?

‑¡Cómo! ¿Sois tan ingenua, tan dulce, tan buena, creéis tan poco en el mal, que no lo habéis comprendido, Valentina?

‑No ‑dijo la joven‑, jamás he hecho mal a nadie.

‑Pero sois rica, Valentina, tenéis doscientas mil libras de renta, y se las quitáis al hijo de esa mujer.

‑¿Y cómo es eso? Mi fortuna no es la suya, proviene de mis abue­los maternos.

‑Sin duda, y he ahí por qué el señor y la señora de Saint‑Merán han muerto; para que los heredaseis vos; he ahí por qué el día que el se­ñor de Noirtier os constituyó su heredera, fue condenado a muerte: ved por qué vos debéis morir, Valentina, para que vuestro padre here­de de vos, y vuestro hermano, siendo hijo único, herede a vuestro padre.

‑¡Eduardo!, pobre niño. ¿Y por él se cometen tantos crímenes?

‑¡Ah!, veo que comprendéis al fin.

‑¡Ay! ¡Dios mío!, con tal que todo esto no caiga sobre él.

‑Sois un ángel, Valentina.

‑¿Pero han renunciado a matar a mi abuelo?

‑Han pensado que muerta vos, si no invalidan el testamento, la fortuna era de vuestro hermano; y han reflexionado que el crimen al fin era inútil y doblemente peligroso al cometerlo.

‑¡Y de la cabeza de una mujer ha salido semejante combinación! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

‑¿Os acordáis de Perusa, de la fonda de postas, del hombre con capa oscura a quien vuestra madrastra preguntaba sobre el agua tofa­na? Pues desde entonces meditaba este infernal proyecto.

‑¡Oh!, señor ‑dijo la joven‑, veo bien que si es así, estoy con­denada a morir.

‑No, Valentina, no, porque he previsto todos los complots; porque nuestra enemiga está vencida, puesto que se la conoce. No, Valentina, viviréis para amar y ser amada; viviréis para ser feliz y para hacer feliz a un noble corazón, pero para vivir, Valentina, es preciso que ten­gáis en mí ilimitada confianza.

‑Mandad, señor, ¿qué debo hacer?

‑Es necesario que toméis ciegamente lo que yo os dé.

‑¡Oh!, Dios es testigo ‑dijo Valentina‑, de que si estuviese sola preferiría dejarme morir.

‑No os confiaréis a nadie, ni aun a vuestro padre. No, y sin em­bargo, vuestro padre, hombre acostumbrado a las acusaciones crimi­nales, debe sospechar que todas estas muertes no son naturales. El era el que debía velar sobre vos y encontrarse en el sitio que yo estoy ocu­pando. E1 debía haber vaciado ya ese vaso y levantándose contra el asesino. Espectro contra espectro ‑añadió muy bajo.

‑Señor ‑dijo Valentina‑, haré cuanto sea preciso para vivir, porque hay dos seres en el mundo que me aman más que la vida, y morirían si yo muriese: ¡mi abuelo, y Maximiliano!

‑Velaré sobre ellos como sobre vos.

‑Pues bien, señor, disponed de mí ‑dijo Valentina, y añadió muy bajo:‑ ¡Dios mío! ¿Qué va a sucederme?

‑Suceda lo que suceda, Valentina, no tengáis miedo. Si sufrís, si perdéis la vista, el oído, el tacto, no temáis. Si os despertáis sin saber donde estáis, no tengáis miedo, aunque os halléis en un sepulcro o en­cerrada en una caja mortuoria. Recordad en seguida y decid: En este instante, un amigo, un padre, un hombre que quiere mi felicidad y la de Maximiliano, vela sobre mí.

‑¡Desdichada! ¡A qué terrible extremo es preciso llegar!

‑¡Valentina! ¿Preferís denunciar a vuestra madrastra?

‑Preferiría morir cien veces, ¡oh!, sí, morir.

‑No; no moriréis, y sea lo que quiera lo que os suceda, no os que­jaréis, esperaréis: ¿me lo prometéis, Valentina?

‑Pensaré en Maximiliano.

‑Sois mi hija querida, Valentina; solamente yo puedo salvaros, y os salvaré.

En el colmo del terror, Valentina juntó las manos, porque conoció que había llegado el momento de pedir a Dios valor. Incorporóse para orar, pronunciando palabras inconexas, y olvidándose de que sus lar­gas espaldas no tenían más velo que sus largos cabellos y que se veía latir su corazón bajo el delicado encaje de su bata de noche.

El conde apoyó ligeramente su mano en el brazo de la joven, estiró hasta taparle el cuello la colcha de terciopelo, y con una sonrisa pa­ternal le dijo:

‑Hija mía, creed en mis promesas y en mi afecto, como creéis en Dios, en su bondad y en el amor de Maximiliano.

Valentina fijó en él una mirada de gratitud, y se prestó a todo, dó­cil como una niña.

El conde sacó del bolsillo del chaleco una cajita de esmeralda, le­vantó la tapa de oro, y puso en la mano de Valentina una pastilla del tamaño de un garbanzo.

La joven la ,tomó con la otra mano, y miró atentamente al conde.

Había en la fisonomía de aquel intrépido protector un reflejo de la majestad y el poder divino. Era evidente que Valentina le estaba inte­rrogando con su mirada.

‑Sí ‑dijo él.

Valentina llevó la pastilla a sus labios y la tragó.

‑Y ahora, hasta que nos veamos, hija mía. Voy a descansar, por­que ya os he salvado.

‑Id ‑dijo Valentina‑, ocurra lo que ocurra, os prometo no te­ner miedo.

Montecristo tuvo sus ojos fijos en la joven, que se dormía poco a poco, vencida por el poder del narcótico que el conde acababa de darle.

Tomó entonces el vaso, vació las tres cuartas partes en la chimenea, para que creyesen que la enferma había bebido lo que faltaba, volvió a ponerlo sobre la mesa de noche, y se dirigió a la puerta de la biblio­teca, no sin antes dar una mirada a Valentina, que se dormía con la confianza y el candor de un ángel acostado a los pies del Señor.

La lámpara continuaba ardiendo sobre la chimenea del cuarto, apu­rando las últimas gotas de aceite que flotaban aún sobre el agua; ya un círculo rojo coloreaba el alabastro del globo y ya la llama más viva dejaba escapar aquellos últimos reflejos que en los seres inani­mados son las últimas convulsiones de la agonía, que tantas veces se han comparado a las de las pobres criaturas humanas; una claridad siniestra teñía con un triste reflejo opaco la colgadura blanca y las sábanas de la cama de la joven.

El ruido de la calle había cesado, y el silencio interior de la casa era completo.

Abrióse la puerta del cuarto de Eduardo y apareció una cabeza que ya conocemos y que se reflejó en el espejo de enfrente. Era la señora de Villefort que volvía para ver el efecto de la bebida.

Detúvose a la entrada, y escuchó el chisporroteo de la lámpara que se apagaba, ruido sólo perceptible en aquella estancia que se hu­biera creído desierta; avanzó después poco a poco hasta la mesa de noche para ver si el vaso de Valentina estaba vacío; estaba aún con la cuarta parte de la bebida, como hemos dicho.

Lo tomó y fue a vaciarlo en las cenizas, que procuró remover bien para facilitar la absorción del licor; limpió en seguida cuidadosamen­te el cristal y lo enjugó con su mismo pañuelo, colocándolo sobre la mesa de noche.

Cualquiera que hubiese podido observar el interior de la cámara, habría visto las dudas que tenía la señora de Villefort para fijar su vista en la enferma y acercarse a la cama.

La enferma no respiraba ya; sus dientes entreabiertos no dejaban escapar el pequeño átomo que revela la vida. Todo movimiento había cesado en sus blanquecinos labios. Sus ojos, anegados en un vapor violeta que parecía haber penetrado bajo la piel, presentaban como un punto blanco en el sitio en que el glóbulo hacía resaltar el párpado, y sus largas cejas negras parecían puestas sobre una figura de cera.

La señora de Villefort contempló aquel rostro tan elocuente en su inmovilidad. Más animada entonces, levantó la colcha y puso la ma­no sobre el corazón de la joven. No latía, y el movimiento que sentía bajo su mano era la circulación de la propia sangre; retiró la mano con un ligero temblor.

El brazo de Valentina pendía fuera de su lecho. De una perfección completa, aquel brazo se veía un poco crispado, como igualmente los dedos que se apoyaban sobre la caoba; las uñas estaban azuladas hacia su nacimiento.

La envenenadora, que nada tenía ya que hacer en aquella habita­ción, se retiró con tanta precaución que veíase claramente que temía que el ruido de sus pasos se dejara sentir sobre la alfombra; pero re­tirándose tenía aún la colgadura levantada en aquel espectáculo de la muerte, que tiene una irresistible atracción mientras la muerte es la inmovilidad y no la corrupción.


Date: 2015-12-17; view: 593


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