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Capítulo diez 2 page

Desde el día anterior, Cavalcanti se hallaba en la cárcel de la Con­serjería.

Hemos visto la tranquilidad con que las señoritas de Danglars y de Armilly habían hecho su transformación y emprendido su fuga. De­bieron esta tranquilidad a que cada cual estaba bastante ocupado en sus asuntos para no mezclarse en los de los demás.

Dejaremos al banquero, con la frente bañada de sudor, alinear, a la vista de la bancarrota, las inmensas columnas de su pasivo, y seguire­mos a la baronesa, que después de haber permanecido un instante aterrada con la violencia del golpe que la hiriera, había ido en busca de su consejero ordinario, Luciano Debray.

Contaba la baronesa con que aquel matrimonio la libraría de una tutela que con una muchacha del carácter de Eugenia no dejaba de ser incómoda, porque en la especie de contrato tácito que sostiene los lazos de la jerarquía social, la madre no es verdaderamente dueña de su hija, sino con la condición de ser continuamente para ella un ejem­plo de moralidad y un tipo de perfección.

Ahora bien, la señora Danglars temía la perspicacia de Eugenia y los consejos de Luisa de Armilly. Había observado ciertas miradas desdeñosas lanzadas por su hija a Debray, las que parecían significar que su hija conocía todo el misterio de sus relaciones amorosas y Pe­cuniarias con el secretario íntimo, mientras que una interpretación más sagaz y más profunda hubiese, por el contrario, demostrado a la baronesa que Eugenia la detestaba, no porque era la piedra de escán­dalo de la casa paterna, sino porque la colocaba en la categoría de los bípedos que Platón no llama hombres, y Diógenes designa con la de­nominación de animales de dos pies y sin plumas.

La señora Danglars, a su modo de ver, y desgraciadamente todos en el mundo tenemos nuestro modo de ver que nos impide conocer el de los demás, la señora Danglars, decimos, lamentaba infinitamen­te que el matrimonio de Eugenia se hubiese desbaratado; no porque fuese o dejase de ser conveniente, sino porque la privaba de su ente­ra libertad.

Corrió, pues, como hemos dicho, a casa de Debray, que después de haber asistido como todo París a la firma del contrarto y al escándalo que hubo en ella, se retiró a su club, donde con algunos amigos ha­blaba del suceso que era tema de todas las conversaciones en las tres cuartas partes de la ciudad eminentemente chismosa, llamada la capi­tal del mundo.

Cuando la señora Danglars, vestida de negro y cubierta con un velo, subía la escalera que conducía a la habitación de Debray, a pesar de haberle dicho el conserje que no estaba, se ocupaba él en rechazar las insinuaciones de un amigo que procuraba demostrarle que después del suceso escandaloso que se había producido, era su deber, como amigo íntimo de la casa, casarse con Eugenia y sus dos millones.



Debray se defendía como hombre que quiere ser vencido, porque aquella idea se había presentado muchas veces a su imaginación. Mas como conocía a Eugenia, y sabía su carácter independiente y altanero, tomaba de vez en cuando una actitud defensiva diciendo que aquella unión era imposible, dejándose con todo dominar interiormente por aquella mala idea que, según todos los moralistas, preocupa incesan­temente al hombre más puro y honrado, velando en el fondo de su alma cual tras la cruz el diablo.

El té, el juego y la conversación, interesante como se ve, pues se discutían graves intereses, duraron hasta la una de la madrugada.

Entretanto, la señora Danglars, introducida por el criado de Lucia­no en su habitación, esperaba con el velo echado sobre el rostro y con el corazón palpitante, en el pequeño salón verde, entre dos grandes floreros que ella misma le envió por la mañana, y que Debray había arreglado tan cuidadosamente que hizo que la pobre mujer le per­donara su ausencia.

A las once y cuarenta minutos la señora Danglars, cansada de espe­rar inútilmente, montó en un carruaje y se hizo conducir a su casa. Las mujeres de cierto rango tienen de común con las grisetas, que no vuelven jamás después de medianoche, cuando van a alguna aventura. La baronesa entró en su casa con la misma precaución con que Eugenia había salido de ella. Subió pronto y con el corazón oprimido la escalera de su cuarto, contiguo, como se sabe, al de Eugenia. Temía dar lugar a comentarios, y creía firmemente la pobre mujer, respeta­ble al menos en este punto, en la inocencia de su hija y en su fidelidad al hogar paterno.

Cuando llegó a su cuarto, escuchó a la puerta de Eugenia, y no oyen­do ruido, quiso entrar, pero estaba corrido el pestillo. Creyó que Eugenia, fatigada de las terribles emociones de la tarde, se había acostado y dormía. Llamó a la camarera y le preguntó:

‑La señorita ‑respondió ésta‑ ha entrado en su cuarto con la señorita Luisa, han tomado el té juntas, y me han despedido en se­guida, diciéndome que no me necesitaban.

La camarera había estado desde entonces en la repostería, y creía a las dos jóvenes acostadas.

La señora Danglars se retiró sin la menor sospecha, pero tranquila en cuanto a las personas, su espíritu se fijó en el hecho mismo. A me­dida que sus ideas eran más claras, las proporciones de la escena del contrato se engrandecían. Era ya algo más que un escándalo, era no una vergüenza, y sí una ignominia.

A pesar suyo, la baronesa recordó que no había tenido piedad de la pobre Mercedes, que tanto sufrió con lo ocurrido a su marido y a su hijo.

‑Eugenia ‑dijo‑ está perdida y nosotros también. El suceso, tal cual va a contarse, nos cubre de oprobio, porque en una sociedad como la nuestra ciertos ridículos son llagas vivas, sangrantes a incu­rables. ¡Qué dicha que Dios haya dado a Eugenia ese carácter extra­vagante que tantas veces me ha hecho temblar!

Y elevó al cielo una mirada de gratitud hacia aquella Providencia misteriosa que lo dispone todo, según los sucesos que deben tener lugar, y hace que un defecto o un vicio sirvan a veces para nuestra dicha.

Luego, su imaginación tomó un rápido vuelo, y se detuvo en Ca­valcanti.

Ese era un miserable, un ladrón, un asesino, y con todo, sus mane­ras indicaban una mediana educación, si no completa. Cavalcanti había hecho su aparición en el mundo con las apariencias de una gran fortuna y el apoyo de hombres ilustres.

¿Cómo orientarse en aquel inmenso dédalo? ¿A quién dirigirse para salir de aquella situación?

Debray, a quien había ido a buscar en el primer impulso de la mujer que ama y quiere ser socorrida y ayudada por el hombre a quien dio su corazón y muchas veces le pierde, Debray no podía dar­le más que un consejo; debía, pues, dirigirse a persona más poderosa.

Pensó en Villefort. Este era quien había hecho prender a Cavalcan­ti y quien sin piedad había venido a turbar la paz en el seno de su familia como si hubiera sido una familia extraña.

Mas, pensándolo bien, no era un hombre sin piedad el procurador del rey; era un magistrado esclavo de sus deberes, un amigo leal y fir­me, que brutalmente, pero con mano segura, había dado el golpe de escalpelo en la parte enferma; no era un verdugo, era un cirujano que había visto perder ante el mundo el honor de los Danglars por la ignominia del joven que había presentado al mundo como su yerno.

Puesto que Villefort, amigo de la familia Danglars, obraba así, era de suponer que el banquero nada sabía de antemano, y era inocente, no teniendo participación alguna en los manejos de Cavalcanti. Refle­xionándolo bien, la conducta del procurador del rey se explicaba ventajosamente.

Pero hasta allí debía llegar su inflexibilidad. Se propuso ir a verle al día siguiente y obtener de él, si no que faltase a sus deberes de ma­gistrado, al menos que tuviera la mayor indulgencia posible.

La baronesa invocaría el tiempo pasado, rejuvenecería sus recuer­dos; suplicaría en nombre de un tiempo culpable, pero dichoso. El señor de Villefort atajaría el asunto, o por lo menos, y para eso le bastaba volver los ojos a otra parte, dejaría escapar a Cavalcanti, y no perseguiría al criminal sino en contumacia. Entonces durmióse más tranquilizada.

El día siguiente a las nueve se levantó, y sin llamar a su camarera, y sin dar señal de que existía en el mundo, se vistió con la misma sen­cillez que el día anterior, bajó la escalera, salió de casa, marchó hasta la calle de Provenza, tomó allí un carruaje de alquiler y se dirigió a casa de Villefort.

Desde hacía un mes, aquella casa maldita presentaba el aspecto lúgubre de un lazareto, en el que se hubiese declarado la peste. Una parte de las habitaciones estaban cerradas por dentro y por fuera, las ventanas encajadas de continuo, sólo se abrían para dejar entrar un poco el aire. Veíase entonces asomarse a ellas la figura de un lacayo, y en seguida se cerraban como la losa que cae sobre el sepulcro. Los vecinos se preguntaban: ¿Veremos salir hoy otro cadáver de la casa del procurador del rey?

Un temblor se apoderó de la señora Danglars al contemplar aquella casa desolada. Bajó del coche, acercóse a la puerta, que estaba cerrada, y llamó.

Cuando con lúgubre sonido resonó la campanilla por tres veces, apareció el conserje, entreabriendo la puerta lo suficiente sólo para ver quién llamaba.

Vio una señora elegantemente vestida, perteneciente, por lo visto, a la alta sociedad, y sin embargo, la puerta permaneció cerrada.

‑Abrid ‑dijo la baronesa.

‑Ante todo, señora, ¿quién sois? ‑inquirió el conserje.

‑¿Quién soy? Bien me conocéis.

‑No conocemos ya a nadie, señora.

‑Pero ¿estáis loco? ‑dijo la baronesa.

‑¿De parte de quién venís?

‑¡Oh!, eso ya es demasiado.

‑Señora, es orden expresa, excusadme. ¿Vuestro nombre?

‑La baronesa de Danglars, a quien habéis visto veinte veces.

‑¡Es posible, señora! Ahora, ¿qué queréis?

‑¡Oh! ¡Qué cosa tan rara!, me quejaré al señor de Villefort de la impertinencia de sus criados.

‑Señora, no es impertinencia, es precaución. Nadie entrará aquí sin una orden del doctor d'Avrigny, o sin haber hablado al señor de Villefort.

‑Pues bien, precisamente quiero ver para un asunto al procurador del rey.

‑¿Es urgente?

‑Bien debéis conocerlo, cuando no he vuelto a tomar el coche, pero concluyamos; he aquí una tarjeta, llevadla a vuestro amo.

‑La señora aguardará mi vuelta.

‑Sí, id.

El portero cerró, dejando a la señora Danglars en la calle.

Verdad es que no esperó mucho tiempo; un momento después se abrió la puerta lo suficiente solamente para que entrase la baronesa, cerrándose inmediatamente.

Una vez hubieron llegado al patio, el conserje, sin perder de vista la puerta un momento, sacó del bolsillo un pito y lo tocó.

Presentóse a la entrada el ayuda de cámara del señor Villefort.

‑La señora excusará a ese buen hombre ‑dijo presentándose a la baronesa‑, pero sus órdenes con categóricas, y el señor de Ville­fort me encarga decir a la señora que le ha sido imposible obrar de otro modo.

Había en el patio un proveedor introducido del mismo modo, y cu­yas mercancías examinaban.

La baronesa subió. Sentíase profundamente impresionada al ver aquella tristeza, y conducida por el ayuda de cámara llegó al despacho del magistrado sin que su guía la perdiese de vista un solo ins­tante.

Por mucho que preocupase a la señora Danglars el motivo que la conducía, empezó por quejarse de la recepción que le hacían los cria­dos, pero Villefort levantó su cabeza inclinada por el dolor, con tan triste sonrisa, que las quejas expiraron en los labios de la baronesa.

‑Excusad a mis criados de un terror que no puede constituir de­lito; de sospechosos, se han vuelto suspicaces.

La señora Danglars había oído hablar varias veces del terror que causaba el magistrado; pero si no lo hubiese visto, jamás hubiera podido creer que llegase hasta aquel extremo.

‑¿Vos también ‑le dijo‑ sois desgraciado?

‑Sí ‑respondió el magistrado.

‑¿Me compadeceréis, entonces?

‑Sí, señora, sinceramente.

‑¿Y comprendéis el motivo de mi visita?

‑¿Vais a hablarme de lo que os ha sucedido?

‑Sí; una gran desgracia.

‑Es decir, un desengaño.

‑¡Un desengaño! ‑exclamó la baronesa.

‑Desgraciadamente, señora, he llegado a no llamar desgracias más que a las irreparables.

‑¿Y creéis que se olvidará?

‑Todo se olvida ‑respondió Villefort‑; mañana se casará vues­tra hija; dentro de ocho días, si no mañana. Y en cuanto al futuro que ha perdido Eugenia, no creo que lo echéis mucho de menos.

Admirada de aquella calma casi burlona, la señora Danglars miró a Villefort.

‑¿He venido a ver a un amigo? ‑le preguntó con un tono lleno de dolorosa dignidad.

‑Sabéis que sí ‑respondió Villefort, cuyas pálidas mejillas se cu­brieron de un vivo rubor al dar aquella seguridad que hacía alusión a otros sucesos muy distintos de los que los ocupaban en el momento.

‑Pues bien, entonces sed más afectuoso, mi querido Villefort, y al verme tan desdichada, no me digáis que debo estar contenta.

Villefort se inclinó.

‑Cuando oigo hablar de desgracias, señora, hace tres meses que he adquirido el vicio, si queréis, de hacer una comparación egoísta con las mías, y al lado de ellas la vuestra no es nada. Ahí tenéis por qué vuestra posición me parece envidiable. ¿Decíais, señora?

‑Venía a saber de vos, amigo mío, ¿en qué estado se halla el asunto de ese impostor?

‑¡Impostor! ‑repitió Villefort‑, estáis resuelta a disminuir ciertas cosas y exagerar otras. ¡Impostor el señor Cavalcanti, o mejor Benedetto! Os engañáis, señora, el señor Benedetto es un hermoso ejemplar de asesino.

‑No niego la rectitud de vuestra enmienda, pero mientras más severo seáis con ese desgraciado, más haréis contra nosotros. Olvidad­le un momento, y en lugar de seguirle, dejadle huir.

‑Llegáis tarde, señora, ya están dadas las órdenes.

‑Y si lo prenden... ¿Creéis que lo prenderán?

‑Así lo espero.

‑Si lo prenden, considerar esto, entonces: siempre he oído decir que las prisiones no se desocupan; pues bien, dejadle en ella.

El procurador del rey hizo un signo negativo.

‑Por lo menos, hasta que esté casada mi hija ‑añadió la baro­nesa.

‑Imposible, señora, la justicia tiene sus trámites.

‑¿Los tiene también para mí? ‑dijo la baronesa medio seria, medio risueña.

‑Para todos ‑respondió Villefort‑, y para mí como para los demás.

‑¡Ah! ‑exclamó la baronesa, sin añadir con palabras el pensa­miento que encerraba esta exclamación.

Villefort se puso a contemplarla con aquella mirada con que solía sondear el pensamiento de sus interlocutores.

‑Ya; comprendo lo que queréis decir ‑le dijo‑, aludís a esos terribles rumores esparcidos por ahí, de que todas esas muertes que hace tres meses me visten de negro, que esa muerte de que Valentina ha escapado como por milagro, no son naturales, ¿no es eso lo que queréis decir?

‑No pensaba en eso ‑dijo vivamente la señora Danglars.

‑¡Sí!, pensabais, señora, y con razón, porque no podía ser de otra manera, y decíais para vos misma: «Tú, que persigues el crimen, res­ponde: ¿por qué hay a lo alrededor crímenes que permanecen impu­nes?» Eso es lo que os decíais, ¿no es así, señora?

‑Verdad es, lo confieso.

‑Ahora voy a contestaros.

Villefort acercó su sillón a la silla de la señora Danglars, y luego, apoyando ambas manos en su pupitre, y tomando una entonación más sorda que de costumbre, añadió:

‑Hay crímenes que quedan impunes, porque se desconoce a los criminales, y porque se teme herir en una cabeza inocente, en vez de herir en una cabeza culpable; pero cuando sean conocidos esos criminales ‑Villefort extendió la mano hacia un crucifijo de gran tamaño colocado delante del pupitre‑, cuando esos criminales sean conoci­dos ‑repitió‑, por Dios vivo, señora, morirán, sean quienes fueren. Ahora, pues, después del juramento que acabo de hacer, y que cum­pliré, ¡atreveos, señora, a pedirme gracia para ese miserable!

‑¿Y estáis seguro de que sea tan culpable como se dice? ‑pre­guntó la señora Danglars.

‑Escuchad, escuchad su registro. Benedetto, condenado primero a cinco años de presidio por falsificador a la edad de dieciséis años: el mozo prometía, según veis. Luego prófugo, después asesino.

‑Pero ¿quién es ese desgraciado?

‑¿Quién lo sabe? Un vagabundo, un corso.

‑¿Y nadie se ha presentado a reclamar por él?

‑Nadie, no se conoce a sus padres.

‑Pero ¿ese hombre que había venido de Luques?

‑Otro tal; su cómplice quizá.

La baronesa cruzó las manos.

‑¡Villefort! ‑exclamó con el tono más dulce y cariñoso.

‑¡Por Dios, señora! ‑respondió el procurador del rey con una firmeza que no carecía de sequedad‑, ¡por Dios! jamás me pidáis gracia para un criminal. ¿Qué soy yo?: la ley. ¿Y tiene ojos la ley para ver vuestra tristeza? ¿Tiene oídos la ley para oír vuestra dulce voz? ¿Tiene memoria la ley para comprender con delicadeza vuestro pensamiento? No, señora, la ley manda, y cuando manda la ley, hiere en seguida. Me diréis que yo soy un ser viviente, y no un código, un hombre, y no un libro; pero miradme, mirad, señora, a mi alrededor: ¿me han tratado a mí los hombres como hermano? ¿Me han tenido consideración? ¿Me han perdonado? ¿Ha pedido nadie gracia para Villefort, ni se le ha concedido a nadie esa gracia?

» No, no; lastimado, siempre lastimado. Todavía insistís vos, que sois ahora una sirena más bien que una mujer, en mirarme con esa mirada encantadora y expresiva que me recuerda que debo avergon­zarme. Entonces, sea; sí, ¡avergonzarme de lo que vos sabéis, y tal vez de otra cosa más! Pero al fin, después de que yo he sido culpa­ble, y acaso más culpable que otros, desde que yo he sacudido los vestidos del prójimo para buscar detrás de ellos la llaga, y siempre he encontrado, siempre con gozo, con alegría, ese sello de la debilidad o de la perversidad humana. ¡Cada hombre culpable que hallaba y cada criminal que yo castigaba, me parecía una demostración viva, una nueva prueba de que no era yo una repugnante excepción! ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, ¡todo el mundo es malo, señora; demostrémoslo, y castigue­mos al malo!

Villefort dijo estas últimas palabras con una rabia nerviosa que con­fería a su lenguaje una feroz elocuencia.

‑¿Pero decís ‑continuó la señora Danglars intentando el último esfuerzo‑, decís que ese joven es vagabundo, huérfano y desampa­rado?

‑Sí, y tanto peor, o mejor dicho, tanto mejor; la Providencia lo ha permitido así para que nadie llore por él.

‑Es encarnizarse contra el débil, señor procurador del rey.

‑El débil que asesina.,

‑Su deshonor repercute sobre mi casa.

‑¿No tengo yo la muerte en la mía?

‑¡Oh! ‑dijo la baronesa‑, no tenéis piedad para los demás; pues bien, no la tendrán de vos.

‑¡Así sea! ‑dijo Villefort levantando al cielo su rostro amena­zador.

‑Dejad la causa de ese desgraciado para los jurados venideros; eso nos dará seis meses para que lo olviden.

‑No ‑dijo Villefort‑; todavía me quedan cinco días; la ins­trucción está terminada; me sobra tiempo. Además, conocéis, señora, que yo también necesito olvidar; pues bien, cuando trabajo noche y día, hay momentos en que nada recuerdo, y soy dichoso como los muertos, pero aún vale más esto que sufrir.

‑Si se ha fugado, dejadle huir; la inercia es una clemencia fácil.

‑Os he dicho que era demasiado tarde, que al ser de día funcionó el telégrafo, y...

‑Señor ‑dijo el ayuda de cámara entrando‑, un soldado trae este despacho del ministro del Interior.

Villefort tomó la carta y la abrió.

‑Preso, le han apresado en Compiègne. Esto ha terminado.

‑Adiós ‑dijo la señora Danglars levantándose.

‑Adiós, señora ‑respondió el procurador del rey, acompañándola hasta la puerta.

Luego, volviendo a su despacho, añadió:

‑Vamos; tenía un delito de falsificación, tres robos, dos incendios; me faltaba un asesinato, y hele aquí; la sesión será interesante.

Como había dicho el procurador del rey a la señora Danglars, Va­lentina no estaba aún restablecida; quebrantada por la fatiga, se ha­llaba en cama, y en ella, y por la señora de Villefort, supo los sucesos que acabamos de contar, es decir, la huida de Eugenia y la prisión de Cavalcanti o Benedetto y la acusación de asesinato intentada contra él. Pero Valentina se hallaba en un estado tan débil, que no le causó aquélla noticia el efecto que hubiera producido en ella en su estado

habitual. En efecto, algunas ideas vagas, algunos fantasmas fugitivos se presentaron al cerebro de la enferma, o pasaron ante su vista, pero bien pronto se borraron, dejando tomar toda su fuerza a las sensacio­nes personales.

Durante el día, Valentina se mantenía en la realidad por la presen­cia del señor Noirtier que se hacía conducir al cuarto de su nieta, y permanecía en él protegiendo a Valentina con su paternal mirada. Después, cuando regresaba del tribunal, era Villefort quien pasaba una hora entre su padre y su hija. A las seis se retiraba el señor de Villefort a su despacho, a las ocho llegaba el señor d'Avrigny, quien preparaba por sí mismo la poción nocturna para la joven. En seguida se llevaban a Noirtier. Una enfermera escogida por el médico reemplazaba a los demás, y no se retiraba hasta las diez o las once, hora en que Valentina quedaba ya dormida. Al bajar, daba las llaves del cuarto al señor Villefort, de suerte que no podía nadie entrar en la habitación de la enferma sin atravesar por la habitación de la señora de Villefort y por el cuarto del pequeño Eduardo.

Todas las mañanas iba Morrel a la habitación de Noirtier para sa­ber de Valentina, y, ¡cosa extraordinaria!, cada día parecía menos inquieto. Primeramente, porque Valentina, aunque en medio de una grande exaltación, estaba cada día mejor; y después, ¿no le había dicho Montecristo cuando fue a verle que si dentro de dos horas Va­lentina no había muerto, se salvaría? Valentina vivía, y ya habían transcurrido cuatro días.

La exaltación nerviosa a que hemos hecho alusión perseguía a Va­lentina hasta durante el sueño, o más bien en el estado de somnolencia que sucedía a la vigilia. Entonces, en medio del silencio de la noche, y a la débil luz de la lámpara de alabastro puesta sobre la chimenea, veía pasar esas sombras que pueblan el cuarto de los enfermos y que sacude con sus alas la fiebre. Tan pronto se le aparecía su madrastra que la amenazaba, como Morrel que le tendía sus brazos. Veía otras veces extraños a su vida habitual, como el conde de Montecristo. Hasta los muebles parecían animados y errantes; duraba aquel estado hasta las dos o las tres de la madrugada, y entonces un sueño de plomo se apoderaba de la joven y duraba hasta que era de día.

La noche del día en que supo Valentina la fuga de Eugenia y la pri­si6n de Benedetto, y en que después de mezclarse a las sensaciones de su existencia, empezaban a borrarse de su imaginación aquellos sucesos, retirados ya Villefort, Noirtier y d'Avrigny, dando las once en San Felipe de Roul, y que habiendo colocado la enfermera cerca de la cama la poción preparada por el doctor y cerrado la puerta, se retiró a la antecámara, a juzgar por los lúgubres comentarios que en ella se oían desde hacía tres meses, una escena inesperada tenía lugar en aquella habitación tan cuidadosamente cerrada.

Hacía diez minutos poco más o menos que se había retirado la en­fermera. Valentina, atacada de aquella fiebre que se presentaba todas las noches, dejaba que su imaginación, que no podía dominar, conti­nuase aquel trabajo monótono, ímprobo a implacable de un cerebro que reproduce incesantemente los mismos pensamientos o crea las mismas imágenes. Mil y mil rayos de luz, todos llenos de significacio­nes extrañas, se escapaban de la lámpara, cuando de repente a su re­flejo incierto, creyó ver Valentina que su bliblioteca, colocada al lado de la chimenea en un rincón de la pared, se abría poco a poco sin que los goznes hiciesen el menor ruido.

En cualquier otra ocasión Valentina hubiese tirado de la campani­lla, pidiendo ayuda, pero de nada se admiraba en su actual situación. Sabía que todas aquellas visiones que la rodeaban eran hijas de su deli­rio, y esta convicción se afianzó en ella, porque por la mañana no se veía traza alguna de aquellos fantasmas de la noche que desaparecían con la aurora.

Detrás de la puerta apareció una figura humana.


Date: 2015-12-17; view: 597


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