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Capítulo diez 1 page

La fonda de la Campana y la Botella

Dejemos de momento a la señorita de Danglars y su amiga, camino de Bruselas, y volvamos al pobre Cavalcanti, tan desgraciadamente detenido al empezar su fortuna.

A pesar de sus pocos años, era un joven listo a inteligente, y así es que a los primeros rumores que penetraron en el salón, le vimos ir ganando gradualmente la puerta. Olvidamos una circunstancia que no debe omitirse, y es que en uno de los salones que atravesó Ca­valcanti estaban los regalos de la novia: diamantes, chales de Ca­chemira, encajes de Valenciennes, velos ingleses, y en fin, todos aquellos objetos que sólo el nombrarlos basta para hacer saltar de alegría a una joven.

Ahora bien, al pasar por aquel cuarto, y esto prueba que Caval­canti era no solamente un joven diestro a inteligente, sino también previsor, se apoderó del mejor aderezo. Reconfortado con aquel viá­tico, se sintió la mitad más ligero para saltar por una ventana y es­caparse de entre las manos, de los gendarmes.

Alto, bien formado como un gladiador antiguo, y musculoso como un espartano, Cavalcanti corrió un cuarto de hora sin saber adónde iba, y con el solo fin de alejarse del sitio en que faltó muy poco para que le prendiesen. Salió de la calle de Mont‑Blanc, y por el instinto que los ladrones tienen a las barreras, como la liebre a su madriguera, se halló sin saber cómo al extremo de la calle de La­fayette.

Allí se detuvo jadeante. Estaba completamente solo, tenía a su iz­quierda el campanario de San Lázaro y a su derecha París en toda su profundidad.

‑¿Estoy perdido? ‑se preguntó a sí mismo‑. No, si mi activi­dad es superior a la de mis enemigos.

Vio que subía por el arrabal Poissonnière un cabriolé de alquiler, cuyo cochero, fumando su pipa, parecía querer ganar la extremidad del arrabal San Dionisio, donde debía sin duda parar ordinariamente.

‑¡Eh! ¡Amigo! ‑le gritó Benedetto.

‑¿Qué hay, señor? ‑preguntó el cochero.

‑¿Vuestro caballo está muy cansado?

‑¿Cansado? ¡Bah! Si no ha hecho nada en todo el santo día. Cuatro miserables viajes, y un franco para beber, siete francos en total, y debo llevar diez al patrón.

‑¿Queréis agregar a esos siete francos otros veinte que veis aquí?

‑Con mucho gusto. Veinte francos no son de despreciar; ¿qué he de hacer para ello? Veamos.

‑Una cosa muy fácil, si vuestro caballo no está cansado.

‑Os aseguro que irá como el viento; basta que me digáis por dónde debo marchar.

‑Por el camino de Louvres.

‑¡Ah! ¡Ah! ¡PaU de ratafía!

‑Exacto. Se trata solamente de alcanzar a uno de mis amigos, con el que debo cazar mañana en la Chapelle‑en‑Serva; debía espe­rarme aquí a las once y media con su cabriolé. Son las doce, se habrá marchado solo, cansado de esperar.



‑Es probable.

‑Y bien, ¿queréis ver si lo alcanzamos?

‑¿Cómo no?

‑Pero si no lo alcanzamos hasta Bourget, os daré veinte francos; si tenéis que ir a Louvres, treinta.

‑¿Y si lo alcanzamos?

‑‑Cuarenta ‑dijo Cavalcanti, que había reflexionado un instante y comprendió que con prometer no arriesgaba nada.

‑Está bien ‑dijo el cochero‑, subid y adelante. Porrrrruuuu...

Cavalcanti montó en el cabriolé, atravesaron a la carrera el arrabal San Dionisio, costearon el de San Martín, pasaron la barrera y to­maron el camino de la interminable Villete.

No se preocupaba de alcanzar al quimérico amigo, pero, con todo, Cavalcanti se informaba al paso ya de los viajeros, ya de las ventas que estaban aún abiertas; preguntaba por un cabriolé verde tirado por un caballo castaño oscuro, y como en el camino de los Países Bajos circulaban siempre millares de cabriolés y las nueve décimas partes son verdes, llovían señales a cada paso. Acababan de verlo pasar, sólo llevaría de ventaja quinientos pasos, doscientos, ciento solamente. Finalmente, lo alcanzaban, pasaban delante, y veían que no era él.

Una vez le tocó también que pasaran delante de él, pero fue una magnífica silla de posta tirada por cuatro caballos a galope.

‑¡Ah! ‑dijo entre sí Cavalcanti‑, ¡si yo tuviera esa silla, sus buenos caballos, y sobre todo, el pasaporte que ha sido preciso sacar para viajar de ese modo! ‑y lanzó un profundo suspiro.

En ella iban las señoritas Danglars y Armilly.

‑Vamos, vamos ‑dijo Cavalcanti‑, no podemos tardar en al­canzarle.

Y el pobre caballo volvió a emprender el trote veloz que había traído desde la barrera y llegó a Louvres lleno de espuma.

‑Está visto ‑dijo Cavalcanti‑ que no alcanzaré a mi amigo y mataré vuestro caballo. Así, es mejor que me detenga aquí. Ahí tenéis vuestros treinta francos, yo me voy a acostar a la fonda del Caballo Rojo, y en la primera diligencia en que halle un asiento lo tomaré. Buenas noches, amigo mío.

Y poniendo seis piezas de cinco francos en la mano del cochero saltó con presteza del carruaje.

El auriga metió su dinero en el bolsillo y tomó alegremente, al paso, el camino de París.

Cavalcanti hizo como que iba a la fonda del Caballo Rojo. Paróse un instante a la puerta, y cuando ya el ruido del carruaje no se oía emprendió el camino, y con paso bastante acelerado anduvo aún dos leguas. Paróse al fin y calculó que debía estar ya muy cerca de la Chapelle‑en‑Serval, adonde había dicho que iba...

No se detuvo por cansancio, sino porque convenía tomar una reso­lución, adoptar un plan. Subir en diligencia era imposible; tomar la posta, todavía más. Para viajar, de uno a otro modo, es preciso un pasaporte. Tampoco era posible quedarse en el departamento del Oise, es decir, en uno de los más descubiertos y vigilados de Francia, sobre todo a un hombre como Cavalcanti, tan experimentado en materia criminal.

Sentóse al borde de una cuneta, dejó caer la cabeza entre sus manos y reflexionó; a los diez minutos se levantó: había tomado ya su re­solución.

Llenó de polvo un lado de su paletó, que tuvo tiempo de des­colgar de la antecámara, y abotonárselo por encima de su traje de baile, y entrando en la Chapelle‑en‑Serval, fue a llamar resueltamente a la puerta de la única posada que hay en la región. Abrióle el po­sadero.

‑Amigo ‑dijo Cavalcanti‑, iba de Morfontaine a Sculis, y mi caballo, que es asombradizo, emprendió la fuga, arrojándome a diez pasos; me precisa llegar esta noche a Compiègne, so pena de causar sumo cuidado a mi familia; ¿tenéis un caballo que alquilarme?

Bueno o malo, un posadero dispone siempre de un caballo. El de la Chapelle‑en‑Serval llamó al mozo de cuadra, y le dijo que en­sillara el Blanco; despertó a su hijo, chico de siete años, que debía montar en grupa y volver a traer el cuadrúpedo.

Cavalcanti dio veinte francos al posadero, y al sacarlos del bol­sillo dejó caer una tarjeta; era la de uno de sus amigos del café de París, de suerte que el posadero, cuando Cavalcanti se marchó y re­cogió la tarjeta que vio en el suelo, se convenció de que había al‑

quilado su caballo al señor conde de Mauleón, calle de Santo Do­mingo, 25. Era el nombre que había visto en la tarjeta.

El Blanco no iba ligero, pero llevaba un paso igual y constante. En tres horas y media anduvo Cavalcanti las nueve leguas que le separaban de Compiègne. Daban las cuatro en el reloj del Ayun­tamiento cuando llegó a la plaza adonde paran las diligencias.

Hay en Compiègne una fonda excelente que no olvidan los que en ella se han alojado una vez. Cavalcanti, que había hecho alto allí en una de sus correrías por los alrededores de París, se acordó de la fonda de la Campana y la Botella. Orientóse y vio a la luz de un re­verbero la muestra indicadora, y habiendo despedido al chico, al que dio cuanta moneda menuda tenía, llamó a la puerta, pensando con razón que aún disponía de tres o cuatro horas, y que lo mejor que podía hacer era prepararse con un buen sueño y una buena cena para las fatigas del viaje.

Abrióle un camarero.

‑Amigo ‑le dijo Cavalcanti‑, vengo de Saint‑Jean‑du‑Bois, don­de he comido. Creía tomar la diligencia que pasa a medianoche, me he desorientado como un imbécil, y hace cuatro horas que me paseo a la ventura. Dadme uno de esos lindos cuartos que dan al patio y su­bidme un pollo frito y una botella de Burdeos.

El camarero no sospechó nada. Cavalcanti hablaba con la mayor tranquilidad. Tenía el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos del paletó. Su vestido era elegante y calzaba botas de charol. Parecía un vecino que llegaba un poco tarde.

Mientras el mozo preparaba el cuarto, se levantó el ama. El joven la recibió con su más lisonjera sonrisa, y le preguntó si no podría darle el número tres, que había ocupado ya otra vez en su último viaje a Compiègne. Desgraciadamente el número tres lo ocupaba un joven que viajaba con su hermana.

Cavalcanti pareció desesperado, pero se consoló cuando el ama le dijo que el número siete, que le preparaban, tenía absolutamente las mismas condiciones que el número tres, y calentándose los pies y hablando de las últimas carreras de caballos de Chantilly, esperó a que le avisasen que el cuarto estaba preparado.

No sin razón había hablado Cavalcanti de los lindos cuartos que daban al patio de entrada. Este, con su triple orden de galerías, que le hacen parecer un teatro, con sus jazmines y sus clemátides, que suben enredadas en las delgadas columnas como una decoración natu­ral, es una de las entradas de fonda más encantadoras que existen en el mundo.

El pollo estaba tierno, el vino era añejo, y en la chimenea ardía un buen fuego. Cavalcanti se quedó sorprendido al ver que cenaba con tan buen apetito, como si nada le hubiese sucedido. Acostóse inmediatamente, y se durmió con aquel sueño que el hombre tiene siem­pre a los veinte años, aun cuando tenga remordimientos.

Nos vemos precisados a confesar que Cavalcanti podía haber tenido remordimientos, pero no los tenía. He aquí el plan que le había dado la mayor parte de su seguridad.

Levantarse tan pronto como amaneciese. Salir de la fonda después de haber pagado rigurosamente su cuenta, internarse en el bosque; comprar, bajo el pretexto de hacer estudios de pintura, la hospitalidad de un campesino, procurarse un traje de leñador y un hacha, despo­jarse del traje del elegante para vestir el del obrero; luego, con las manos llenas de tierra, oscurecidos los cabellos con un peine de plo­mo, y ennegrecido el rostro con una receta que le habían dado sus compañeros, ir de bosque en bosque hasta la frontera más cercana, caminando de noche y durmiendo de día, sin acercarse a lugares habi­tados más que de vez en cuando para comprar un pan.

Cuando hubiere pasado la frontera, reduciría a dinero sus diaman­tes, y juntando su importe a unos diez billetes de banco que llevaba siempre consigo para caso de apuro, se hallaba aún con cincuenta mil libras, lo que según su filosofía, no era malo del todo.

Contaba además con el interés que Danglars tenía en echar tierra a aquel asunto. Por estas razones y por el cansancio, Cavalcanti se durmió en un momento.

Para despertarse temprano, dejó abierta la ventana, pasó el cerrojo de la puerta y dejó abierto sobre la mesa de noche un cuchillo de agu­da punta y excelente temple que llevaba siempre consigo.

Serían las siete cuando un brillante rayo de sol hirió su rostro, despertándose al mismo tiempo.

En todo cerebro bien organizado, la idea dominante, y siempre hay una, es la primera que se presenta al despertarse, como es también la última que se tiene al dormirse. Cavalcanti no había aún abierto bien los ojos cuando ya conoció que había dormido más tiempo del que debía. Saltó de la cama y se dirigió a la ventana.

Un gendarme cruzaba por el patio.

El gendarme es el objeto que más llama la atención hasta del hom­bre que no tiene que temer, pero para una conciencia intranquila, y con motivo para estarlo, el pajizo, azul y blanco de que se compone su uniforme, toman unas tintas espantosas.

‑¿Por qué un gendarme? ‑se preguntó Cavalcanti.

En seguida se respondió a sí mismo con aquella lógica que el lector ha debido ya observar en él:

=Un gendarme nada tiene que deba espantar en una fonda. No nos espantemos, pues, pero vistámonos.

Y el joven se vistió con una rapidez que no había perdido con la costumbre de servirse del ayuda de cámara, durante el tiempo que como un gran señor vivía en París.

‑Bueno ‑dijo Cavalcanti vistiéndose‑, esperaré, y cuando se marche me iré.

Diciendo estas palabras, acababa de vestirse, se acercó a la ventana y levantó la cortina de muselina.

No sólo no se había marchado el primer gendarme, sino que el jo­ven vio un segundo uniforme azul, pajizo y blanco, al pie de la esca­lera, única por donde él podía bajar, mientras que otro tercero, a ca­ballo y con la carabina en la mano, estaba de centinela en la puerta de entrada, única por la que podía salir.

Este tercer gendarme era muy significativo, pues delante de él había formado un semicírculo por una turba de curiosos que sitiaban la puerta de la fonda.

«Me buscan a mí ‑pensó Cavalcanti‑, ¡diablo! »

La palidez se apoderó de su frente, miró en derredor con ansiedad. Su cuarto, como todos los de aquel piso, no tenía más salida que la galería exterior, que estaba precisamente a la vista de todos.

«Estoy perdido», fue su segundo pensamiento.

Efectivamente, para un hombre en la situación de Cavalcanti, la pri­sión significa el jurado, el juicio, la muerte; pero la muerte sin mise­ricordia y sin dilación.

Durante un momento oprimió su cabeza entre sus manos, y poco le faltó para enloquecer de miedo; pero en seguida, en medio de aque­lla multitud de ideas contrarias, se dejó ver una, llena de esperanza.

Dejóse ver una triste sonrisa sobre sus cárdenos labios. Miró nue­vamente a su alrededor, y vio sobre una mesa los objetos que necesi­taba, pluma, tinta y papel.

Con mano bastante segura trazó las siguientes líneas:

 

No tengo dinero para pagar, peso joy hombre de bien, y dejo empe­ñado mi alfiler, que vale diez veces más que el gasto que he hecho: He salido al ser de día, porque me daba vergüenza hacer esta decla­ración personalmente al ama.

 

Quitóse el alfiler de la corbata y lo puso sobre el papel. Luego, en lugar de dejar corridos los cerrojos, los abrió, y aun dejó la puerta en­tornada como si hubiese salido del cuarto olvidándose de cerrar. En­caramóse a la chimenea como hombre acostumbrado a esta suerte de acrobacias, borró las pisadas con anticipación y se preparó a escalar el cañón que le ofrecía el único medio de salvación en que esperaba.

Tuvo el tiempo preciso para esconderse, pues el primer gendarme subía la escalera, acompañado del comisario de policía, sostenido por el segundo, que estaba al pie de ella, al que a su vez sostenía el colo­cado en tercera línea a la puerta de la fonda.

Veamos ahora a qué circunstancia debía Cavalcanti aquella visita que con tanto trabajo trataba de evitar.

Al despuntar el día el telégrafo había empezado a funcionar en todas direcciones, y cada localidad, prevenida instantáneamente, ha­bía despertado a las autoridades y lanzado la fuerza pública en busca del asesino de Caderousse.

Compiègne, residencia real, pueblo de caza, ciudad de guarnición, está ampliamente provista de autoridades y gendarmes. Las visitas habían empezado tan pronto como llegó la orden telegráfica, y sien­do la fonda de la Campana y la Botella la primera de la ciudad, natu­ralmente fue la primera que visitaron.

Además, según el parte dado por el centinela que había estado de guardia en la casa del Ayuntamiento, que está junto a la fonda, cons­taba que muchos viajeros habían llegado durante la noche.

El centinela que había sido relevado a las seis de la mañana recor­daba que en el momento en que acababan de dejarle en su puesto, es decir a las cuatro y algunos minutos, había visto un hombre montado en un caballo blanco, con un chico a la grupa, que se apeó en la plaza, despachó al chico y llamó a la fonda de la Campana, en la que se que­dó. Sospechaban, pues, de aquel joven que llegó tan tarde, y éste era precisamente Cavalcanti.

Con tales antecedentes, el comisario de policía y el gendarme, que era un sargento, se dirigieron al cuarto de Cavalcanti. La puerta esta­ba entreabierta.

‑¡Vaya! ‑dijo el sargento, perro viejo y acostumbrado a todos los ardides del oficio‑, mal indicio da una puerta abierta. Hubiera pre­ferido verla con tres cerrojos.

En efecto, el alfiler y la carta, dejados por Cavalcanti encima de la mesa, confirmaron, o mejor dicho, apoyaron esta triste verdad. El su­jeto había huido.

Merced a las precauciones que tomó, no se conocían sus pisadas en las cenizas, pero como era una salida, en aquellas circunstancias debía ser objeto de una seria investigación.

El sargento hizo traer un manojo de sarmientos y paja, llenó la chi­menea y la encendió. El fuego hizo crujir los ladrillos, una espesa co­lumna de humo se levantó hacia el cielo, igual a la que sale de un vol‑

cán, pero no vio caer al que buscaba, contrariamente a lo que había pensado.

Es que Cavalcanti, que desde su infancia había estado en lucha con la sociedad, valía tanto como un gendarme, aunque éste hubiese lle­gado al respetable grado de sargento. Y previendo lo que había de suceder, había salido al tejado y se escondió junto al cañón.

Durante un instante conservó la esperanza de escapar, porque oyó al sargento llamar a los gendarmes y gritarles: «No está.» Pero esti­rando un poco el cuello vio que los gendarmes en lugar de retirarse como era natural a semejante anuncio, vio, decimos, que por el con­trario redoblaban su atención.

Miró a su alrededor, vio a su derecha la casa del Ayuntamiento, edificio colosal, desde cuyas claraboyas se distinguía perfectamente el tejado, como desde una elevada montaña se divisa el valle.

Comprendió que muy pronto iba a ver asomarse por alguna de las claraboyas la cabeza del sargento. Si le descubrían, estaba perdido; una caza sobre el tejado no le ofrecía favorables perspectivas. Resol­vió, pues, bajar, no por el mismo camino por el que había venido, sino por otro parecido.

Buscó una chimenea que no humease, dirigióse a ella andando a gatas, y se deslizó por ella sin haber sido visto por nadie.

En el mismo instante, una ventanilla de la casa del Ayuntamiento se abría, y por ella asomaba la cabeza del sargento de gendarmería. Permaneció inmóvil un momento como uno de los relieves de piedra que adornan el edificio, y dando en seguida un gran suspiro, desapa­reció.

‑¿Y bien? ‑le preguntaron los dos gendarmes.

‑Hijos míos ‑respondió el sargento‑, preciso es que el tunante se haya marchado esta mañana muy temprano. Vamos a enviar al ca­mino de Villers‑Coterete y de Nogon para registrar el bosque, y le ha­llaremos indudablemente.

Apenas había pronunciado aquellas palabras el honrado funciona­rio, cuando un grito, acompañado del agudo sonido de una campanilla tirada con fuerza, dejóse oír en el patio de la fonda.

‑¡Oh! , ¡oh! ¿Qué es eso? ‑preguntó el sargento.

‑He ahí un viajero que lleva mucha prisa ‑añadió el amo‑ ¿En qué número llaman?

‑En el tres.

‑Corre, muchacho, pronto.

En aquel momento, los gritos y los campanillazos redoblaron, y el mozo echó a correr.

‑No ‑dijo el sargento deteniendo al criado‑, el que llama necesita sin duda algo más que un criado. Vamos a mandarle un gendar­me. ¿Quién se aloja en el número tres?

‑Un joven que llegó anoche con su hermana en una silla de posta y pidió un cuarto con dos camas.

La campanilla resonó por tercera vez, como si la agitase una persona llena de angustia.

‑Venid conmigo, señor comisario ‑gritó el sargento‑, seguidme, y acelerad el paso.

‑Un momento ‑dijo el amo‑, en el cuarto número tres hay dos escaleras, una interior y otra exterior.

‑Bueno ‑dijo el sargento‑, yo tomaré la interior, es mi depar­tamento. ¿Están cargadas las carabinas?

‑Sí, sargento.

‑Pues bien, vigilad vosotros la exterior, y si quiere huir, haced fuego. Es un gran criminal, según dice el telégrafo.

El sargento, seguido del comisario, desapareció por la escalera in­terior, acompañado del rumor que sus revelaciones sobre Cavalcanti habían hecho nacer en la multitud de ociosos que presenciaban aque­lla escena.

He aquí lo que había sucedido:

Cavalcanti había bajado diestramente hasta dos tercios de la chime­nea; pero al llegar allí le falló un pie, y a pesar del apoyo de sus ma­nos, bajó más rápido, y sobre todo con más ruido del que hubiera querido; nada hubiese importado esto si el cuarto no estuviera ocupa­do como estaba.

Dos mujeres dormían en una cama, y el ruido las despertó. Sus mi­radas se fijaron en el sitio en que habían oído el ruido, y por el hueco de la chimenea vieron aparecer un hombre.

Una de las dos, la rubia fue la que dio aquel terrible grito que se oyó en toda la casa; mientras que la otra, que era pelinegra, corrió al cordón de la campanilla, y dio la alarma tirando de ella con toda su fuerza.

Cavalcanti jugaba la partida con desgracia.

‑¡Por piedad! ‑decía pálido, fuera de sí, sin ver a las personas a las que estaba hablando‑, ¡por piedad! ¡No llaméis! ¡Salvadme!, no quiero haceros daño.

‑¡Cavalcanti, el asesino! ‑gritó una de las dos mujeres.

‑¡Eugenia, señorita Danglars! ‑dijo Cavalcanti, pasando del mie­do al estupor.

‑¡Socorro! ¡Socorro! ‑gritaba la señorita de Armilly, cogiendo el cordón de la campanilla de manos de Eugenia, y tirando con más fuerza que antes.

‑¡Salvadme, me persiguen! ¡Por piedad! ¡No me entreguéis!

‑Es tarde, ya suben ‑respondió Eugenia.

‑Pues bien, ocultadme en cualquier parte. Diréis que tuvisteis miedo sin motivo. Haréis desaparecer las sospechas, y me salvaréis la vida.

Las dos jóvenes, arrimadas la una a la otra y tapándose completa­mente con las colchas, permanecieron mudas ante aquella voz que les suplicaba. Mil ideas contrarias y la mayor repugnancia se leía en sus ojos.

‑Pues bien, sea ‑dijo Eugenia‑, tomad el camino por el cual habéis venido, y nada diremos. ¡Marchaos, desgraciado!

‑¡Aquí está! ¡Aquí está! ‑gritó una voz casi ya junto a la puer­ta‑, ¡aquí está!, ya le veo.

En efecto, mirando el sargento por el ojo de la cerradura, había visto a Cavalcanti en pie y suplicando.

Un fuerte culatazo hizo saltar la cerradura; otros dos los cerrojos, y cayó la puerta al suelo.

Cavalcanti corrió a la otra puerta que daba a la galería, y la abrió para precipitarse por ella. Los dos gendarmes que estaban allí se pre­pararon para hacer fuego.

Cavalcanti se detuvo, en pie, pálido, con el cuerpo un poco echado hacia atrás, y con su inútil cuchillo en la mano.

‑Huid ‑le dijo la señorita de Armilly, en cuyo corazón empezaba a entrar la piedad a medida que se retiraba el miedo‑. Huid, pues, si podéis.

‑¡Oh!, mataos ‑dijo Eugenia con un tono semejante al que usa­ban las vestales al mandar en el circo al gladiador que concluyese con su enemigo vencido.

Cavalcanti tembló, miró a la joven con una sonrisa de desprecio, que demostraba que su corrupción le impedía conocer la sublime fe­rocidad del honor.

‑¿Matarme? ‑dijo, arrojando su cuchillo‑, ¿y por qué?

‑¿Pues no habéis dicho ‑replicóle Eugenia‑ que os condenarán a muerte y que os ejecutarán inmediatamente como al último de los criminales?

‑¡Bah! ‑respondió Cavalcanti cruzando los brazos‑, de algo servirán los amigos.

El sargento se dirigió a él sable en mano.

‑Vamos, vamos ‑dijo Cavalcanti‑, guardad ese sable, buen hom­bre, no hay necesidad de tanto ruido; me rindo.

Y alargó las manos a las esposas.

Las jóvenes miraban con terror aquella espantosa metamorfosis que se efectuaba ante su vista. El hombre de mundo, despojándose de su traje y volviendo a ser el hombre de presidio.

Cavalcanti se volvió hacia ellas y con la sonrisa de la imprudencia les dijo:

‑¿Queréis algo para vuestro padre, señorita Eugenia? Porque se­gún todas las probabilidades vuelvo a París.

Eugenia ocultó su rostro entre sus manos.

‑¡Oh! ¡Oh!, no hay por qué avergonzarse. No tiene nada de par­ticular que hayáis tomado la posta para correr tras de mí. ¿No era yo casi vuestro marido?

Después de su burla, Cavalcanti salió, dejando a las dos fugitivas entregadas a la vergüenza y a los chismes de la gente.

Una hora después, vestidas ambas con su traje de señora, subían a la silla de posta.

Habían cerrado la puerta de la fonda para librarlas de las primeras miradas, pero con todo fue necesario pasar por medio de dos hileras de curiosos que murmuraban.

‑¡Oh! ¿Por qué el mundo no es un desierto? ‑dijo Eugenia ba­jando las persianas de la silla para que no la viesen.

Al día siguiente se apeaban en la fonda de Flandes, en Bruselas.


Date: 2015-12-17; view: 521


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