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Capítulo nueve

El padre y la hija

Ya vimos en capítulos anteriores que la señora de Danglars fue a anunciar oficialmente a la de Villefort el próximo enlace matri­monial de Eugenia con Cavalcanti.

Este anuncio, que indicaba o parecía indicar que se trataba de una decisión tomada por todos los interesados, había sido precedido de una escena de la que vamos a dar cuenta a nuestros lectores.

Y retrocediendo un poco, volvamos a la mañana misma de aquel día de grandes desastres, al hermoso salón dorado que ya conocemos y que era el orgullo de su propietario, el barón Danglars.

En aquel salón, hacia las diez de la mañana, se paseaba el ban­quero, pensativo y visiblemente inquieto, mirando a todas las puertas

y deteniéndose al menor ruido; apurada ya la paciencia, llamó a un criado.

‑Esteban ‑le dijo‑, ved por qué la señorita Eugenia me ha rogado la espere en el salón y cuál es la causa de su tardanza.

Con esto se mitigó un poco su malhumor y recobró en parte su tranquilidad.

Al despertarse, la señorita Danglars había hecho pedir a su padre una entrevista, para lo cual había señalado el salón dorado. La sin­gularidad de aquel paso y su carácter oficial sobre todo habían sor­prendido al banquero, que desde luego accedió a los deseos de su hija, y llegó el primero al salón.

Esteban volvió de cumplir su encargo.

‑La doncella de la señorita ‑dijo‑ me ha encargado diga al señor que la señorita está en el tocador y no tardará en venir.

Danglars hizo una señal con la cabeza, que indicaba que estaba satisfecho. Para con el mundo y aun con sus criados, Danglars afec­taba ser el buen hombre y el padre débil; era un papel que repre­sentaba en la comedia de su popularidad, una fisonomía que había adoptado por conveniencia.

Preciso es decir que en la intimidad de la familia, el hombre débil desaparecía, para dar lugar al marido brutal y al padre absoluto.

‑¿Por qué diantre esa loca que quiere hablarme, según dice ‑murmuraba Danglars‑, no viene a mi despacho, y sobre todo, por qué quiere hablarme?

Por la vigésima vez se presentaba a su imaginación aquella idea, cuando se abrió la puerta y apareció Eugenia, con un traje de raso negro, sin adornos en la cabeza y con los guantes puestos, como si se tratase de ir a sentarse en una butaca del teatro Italiano.

‑Y bien, Eugenia, ¿qué hay? ‑dijo el padre‑, ¿y por qué esta entrevista en el salón cuando podríamos hablar en mi despacho?

‑Tenéis razón, señor ‑respondió Eugenia haciendo señal a su padre de que podía sentarse‑, y acabáis de hacerme dos preguntas, que resumen toda la conversación que vamos a tener; voy a con­testar a las dos, y contra la costumbre, antes a la segunda como a la menos compleja. He elegido este salón a fin de evitar las impresiones desagradables y las influencias del despacho de un banquero: aque­llos libros de caja, por dorados que sean; aquellos cajones cerrados, como puertas de fortalezas; aquellos billetes de banco que vienen, ignoro de dónde, la multitud de cartas de Inglaterra, Holanda, Es­paña, las Indias, la China y el Perú, ejercen un extraordinario influjo en el ánimo de un padre y le hacen olvidar que hay en el mundo un interés mayor y más sagrado que la posición social y la opinión de sus comitentes; he elegido este salón que veis tan alegre, con sus magní­ficos cuadros, vuestro retrato, el mío, el de mi madre y toda clase de paisajes. Tengo mucha confianza en el poder de las impresiones ex­ternas; tal vez me equivoque con respecto a vos, pero ¿qué queréis?, no sería artista si no tuviese ilusiones.



‑Muy bien ‑respondió Danglars, que había escuchado aquella relación con una imperturbable sangre fría, pero sin comprender una palabra, absorto en sí mismo, como todo hombre lleno de pensa­mientos serios, y buscando el hilo de su propia idea en la de su in­terlocutor.

‑Ahí tenéis explicado el segundo punto ‑dijo Eugenia sin tur­barse y con aquella serenidad masculina que la caracterizaba‑, me parece que estáis satisfecho con esta explicación. Ahora volvamos al primer punto: me preguntáis por qué os he pedido esta audien­cia: os lo diré en dos palabras. No quiero casarme con el conde Ca­valcanti.

Danglars dio un respingo en el sillón y levantó los ojos y los brazos al cielo.

‑¡Oh! ¡Dios mío! Sí, señor ‑continuó Eugenia con la misma calma‑, os admiráis, bien lo veo, porque desde que se planeó este asunto no he manifestado la más pequeña oposición, porque estaba determinada, al llegar la hora, a oponer francamente a las personas que no me han consultado y a las cosas que me desagradan una vo­luntad firme y absoluta. Esta vez la tranquilidad, la posibilidad, como dicen los filósofos, tenía otro origen; hija sumisa y obediente... ‑y una ligera sonrisa asomó a los sonrosados labios de la joven‑, quería acostumbrarme a la obediencia.

‑¿Y bien? ‑preguntó Danglars.

‑Lo he intentado con todas mis fuerzas ‑respondió Eugenia‑, y ahora que ha llegado el momento, a pesar de los esfuerzos que he hecho sobre mí misma, me siento incapaz de obedecer.

‑Pero, en fin ‑dijo Danglars, que con un talento mediocre pa­recía abrumado bajo el peso de aquella implacable lógica, cuya calma reflejaba tanta premeditación y firmeza de voluntad‑, ¿la razón de vuestra negativa, Eugenia?

‑La razón ‑replicó la joven‑ no es que ese hombre sea más feo, tonto o desagradable que otro cualquiera, no. El señor conde Cavalcanti puede pasar entre los que miran a los hombres por la cara y el talle por un buen modelo. No es porque mi corazón esté menos interesado por ése que por otro. Ese sería motivo digno de una chiquilla, que considero como indigno de mí. No amo a nadie, lo sabéis, ¿no es cierto? No veo por qué sin una necesidad absoluta

iré a obstaculizar mi vida con un compañero eterno. ¿No dice el sabio: nada de más, y en otra parte: Llevadlo todo con vos mismo? Me enseñaron estos dos aforismos en latín y en griego, el uno creo es de Fedro y el otro de Bias. Pues bien, mi querido padre, en el naufragio de la vida, porque no es otra cosa el naufragio eterno de nuestras esperanzas, arrojo al mar el bajel inútil, me quedo con mi voluntad, dispuesta a vivir perfectamente sola, y por lo tanto, completamente libre.

‑¡Desgraciada! ‑dijo Danglars palideciendo, porque conocía por experiencia la fuerza del obstáculo que encontraba.

‑¿Desgraciada decís, señor? ‑repitió Eugenia‑, al contrario, y la exclamación me parece teatral y afectada. Más bien dichosa, por­que os pregunto, ¿qué me falta? El mundo me encuentra bella, y esto basta para que me acoja favorablemente; me gusta que me reci­ban bien, eso hace tomar cierta expansión a las fisonomías, y los que me rodean me parecen entonces menos feos. Tengo algo de ta­lento y cierta sensibilidad relativa, que me permite aproveche lo que considero bueno de la existencia general, para hacerlo entrar en la mía como el mono cuando rompe una nuez para sacar lo que contiene. Soy rica, porque poseéis una de las mayores fortunas de Francia, y soy vuestra única hija, y no sois tenaz hasta el punto en que lo son los padres de la Puerta de San Martín y de la Gaité, que desheredan a sus hijas porque no quieren darles nietos. Además, la previsora ley os ha quitado el derecho de desheredarme, al menos del todo, como os ha arrebatado la facultad de obligarme a casarme con éste o con el otro. Así, pues, bella, espiritual, dotada de algún talento, como dicen en las óperas cómicas, y rica, siendo esto la dicha, ¿por que me llamáis desgraciada, señor?

Viendo Danglars a su hija risueña y altanera hasta la insolencia, no pudo contener un movimiento de brutalidad, que se manifestó con un grito, pero fue el único. Bajo el poder de la inquisitiva mi­rada de su hija, y ante sus hermosas cejas negras un poco frunci­das, se volvió con prudencia y se calmó, domado por la mano de hierro de la circunspección.

‑En efecto, hija mía, sois todo lo que acabáis de decir excepto una cosa; no quiero deciros bruscamente cuál, prefiero que la adi­vinéis.

Eugenia miró a su padre, sorprendida de que quisiese quitarle una flor de las de la corona de orgullo que acababa de poner sobre su cabeza.

‑Hija mía ‑continuó el banquero‑‑, me habéis explicado muy bien cuáles son los sentimientos que presiden a las descripciones de una joven como vos, cuando ha decidido que no se casará. Ahora voy a deciros los motivos que tiene un padre como yo para decidir que su hija se case.

Eugenia se inclinó, no como hija sumisa, sino como adversario dis­puesto a discutir y que se mantiene a la expectativa.

‑Hija mía ‑continuó Danglars‑, cuando un padre pide a su hija que se case, siempre tiene alguna razón para desear su matrimo­nio. Los unos tienen la manía que decíais ha un momento, verse renacer en sus nietos. Empezaré por deciros que no tengo esa debi­lidad, los goces de familia me son casi indiferentes. Puedo confesarlo así a una hija bastante filósofa para comprender esta indiferencia, sin reprocharme por ello como si se tratara de un crimen.

‑Sea en buena hora ‑dijo Eugenia‑, hablemos francamente, así me gusta.

‑¡Oh!, veis que sin participar en tesis general de vuestra simpatía por la franqueza, me someto a ella como creo que las circunstancias lo requieren. Proseguiré, entonces. Os he propuesto un marido, no por vos, porque en verdad era lo que menos ‑pensaba en aquel mo­mento. Amáis la franqueza, pues ya veis. Os lo propuse, porque tengo necesidad de que toméis ese esposo, lo más pronto posible, para ciertas combinaciones comerciales que pienso efectuar en estos momentos.

Eugenia hizo un movimiento.

‑Como os lo digo, hija mía, y no debéis tomarlo a mal, porque vos misma me obligáis a ello. Es bien a pesar mío que entro en estas explicaciones aritméticas con una artista como vos, que teme penetrar en el despacho de un banquero, por no recibir impresiones desagra­dables o antipoéticas; pero en aquel despacho de banquero donde entrasteis anteayer para pedirme los mil francos que os entrego men­sualmente para vuestros caprichos, sabed, mi querida, que se apren­den mochas cosas útiles, hasta las jóvenes que no quieren casarse. Se aprende, por ejemplo, y os lo diré en este salón por miedo de vuestros nervios, se aprende que el crédito de un banquero es su vida moral y física; que ese crédito sostiene al hombre como el alma anima al cuerpo, y el señor de Montecristo me hizo ayer un discurso que no olvidaré jamás. Se aprende que, a medida que el crédito se retira, el cuerpo llega a ser un cadáver, y eso le sucederá dentro de poco al banquero que se precia de ser padre de una hija de tan buena lógica.

Eugenia alzó la cabeza con orgullo.

‑¡Arruinado! ‑dijo.

‑Vos decís la expresión exacta ‑dijo Danglars metiendo la mano

por entre el chaleco, conservando, sin embargo, en su ruda fiso­nomía la sonrisa de un hombre sin corazón, pero que no carecía de talento‑. Arruinado; sí, eso es.

‑¡Ah! ‑dijo Eugenia.

‑Sí, arruinado; y bien: he aquí conocido ese secreto lleno de ho­rror, como dice el poeta trágico. Ahora escuchad cómo esta desgracia puede no ser tan grande, no diré para mí, sino para vos.

‑¡Oh! ‑repuso Eugenia‑, sois muy mal fisonomista, si os fi­guráis que siento por mí el desastre que acabáis de contarme. Arrui­nada yo, ¿y qué me importa? ¿No me queda mí talento? ¿No puedo, como la Pasta, la Malibrán y la Grisi, adquirir lo que vos jamás podríais darme, fuese cual fuese vuestra fortuna? Ciento o ciento cincuenta mil libras de renta, que deberé únicamente a mis propios esfuerzos, y que en lugar de llegar a mis manos como esos miserables dote mil francos que me dais, reprochándome mi prodigalidad, lle­garán acompañados de aclamaciones, aplausos y flores. Y aun cuando no tuviese ese talento, del que dudáis, según vuestra sonrisa, ¿no me quedará aún ese furioso amor de independencia, que vale para mí más que todas las riquezas, y que domina en mí hasta el instinto de conservación? No, no lo siento por mí; sabré siempre salir del paso; mis libros, mis pinceles y mi piano, cosas que no cuestan caras, y que podré comprar siempre, me bastan. Pensaréis quizá que me aflijo por la señora Danglars: desengañaos; o estoy muy equivocada, o mi madre ha tornado sus precauciones contra el desastre que os amenaza y que pasará sin alcanzarle; se ha puesto al abrigo, y sus cuidados no le han impedido el pensar seriamente en su fortuna; a mí me ha dejado toda mi independencia, bajo el pretexto de mi amor a la libertad; mochas cosas he visto desde que era niña, y todas las he comprendido; la desgracia no hará en mí más impresión que la que merece; desde que nací no he conocido que me amase nadie, y así a nadie amo; he aquí mi profesión de fe.

‑‑Conque, entonces, señorita, ¿os empeñáis en querer consumar mi ruina? ‑dijo Danglars, pálido de una cólera, que no provenía de la autoridad paterna ofendida.

‑¿Consumar vuestra ruina? ¿Yo...? ‑dijo Eugenia‑, no lo en­tiendo.

‑Tanto mejor; eso me da alguna esperanza. Escuchad.

‑Os escucho ‑dijo Eugenia, mirando tan fijamente a su padre, que fue necesario que éste hiciese un esfuerzo para no bajar los ojos ante la poderosa mirada de la joven.

‑El señor de Cavalcanti se casa con vos, y al casarse os trae tres millones que coloca en mi banco.

‑¡Ah!, muy bien ‑dijo Eugenia con olímpico desdén, jugando con sus dedos, y alisando uno contra otro sus guantes.

‑¿Pensáis que os haré un mal si tomo esos tres millones? No; están destinados a producir más de diez; he obtenido con otro ban­quero, un compañero y amigo, la concesión de un ferrocarril, única industria cuyos resultados son fabulosos hoy día; dentro de ocho días debo depositar cuatro millones, y, os lo repito, me producirán diez o doce.

‑Pero durante la visita que os hice anteayer, y de la que tenéis la bondad de acordaros ‑dijo Eugenia‑, os vi poner en caja cinco millones y medio en dos bonos del Tesoro; y por cierto, os admirabais de que no me llamase la atención un papel que tanto valía.

‑Sí, pero esos cinco millones y medio no son míos únicamente, y sí una prueba de confianza que se tiene en mí; mi título de banquero popular me ha valido la de los hospitales, y a ellos pertenecen los cinco millones y medio; en otro tiempo no hubiera titubeado en em­plearlos, pero hoy se saben las grandes pérdidas que he sufrido; y, como os he dicho, el crédito empieza a alejarse de mí. De un mo­mento a otro puede la administración reclamar este depósito, y si lo he empleado, me veo en el caso de hacer una bancarrota vergonzosa. Yo desprecio las bancarrotas, creedlo; pero no las que enriquecen, sino las que arruinan. Si os casáis con Cavalcanti y tomo los tres millones de dote, o si al menos se cree que voy a tomarlos, mi crédito se res­tablecerá, y mi fortuna, que desde hace uno o dos meses se hunde en un abismo abierto bajo mis pies, por una fatalidad inconcebible, vuelve a consolidarse. ¿Me entendéis?

‑Perfectamente: ¿me empeñáis por tres millones?

‑Cuanto mayor sea la suma, más lisonjero debe ser ello para vos, pues da una idea de vuestro valor.

‑Gracias. Una palabra aún: ¿me prometéis serviros de la dote que debe llevar Cavalcanti, pero sin tocar a la cantidad? No lo hago por egoísmo, sino por delicadeza. Os ayudaré a reedificar vuestra fortuna, pero no quiero ser cómplice en la ruina de otros.

‑Pero si os digo que esos tres millones...

‑Creéis salir adelante sólo con el crédito, y sin tocar a esos tres millones?

‑Así lo espero, pero con la condición de que el matrimonio habrá de consolidar mi crédito.

‑¿Podéis pagar a Cavalcanti los quinientos mil francos que me dais por mi dote?

‑Al volver de la municipalidad los tomará.

‑Bien.

‑¿Qué queréis decir con ese «bien»?

‑Que al pedirme mi firma me dejáis dueña absoluta de mi per­sona. ¿No es eso?

‑Exacto.

‑Entonces, bien, como os decía, estoy pronta a casarme con Ca­valcanti.

‑¿Pero cuáles son vuestros proyectos?

‑¡Ah!, es mi secreto: ¿cómo podría mantenerme en superioridad sobre vos si conociendo el vuestro os revelase el mío?

Danglars se mordió los labios.

‑Así, pues ‑dijo‑, haced las visitas oficiales que son absoluta­mente indispensables: ¿Estáis dispuesta?

‑Sí.

‑Ahora me toca deciros: ¡Bien!

Y Danglars tomó la mano de su hija, que apretó entre las suyas; pero ni el padre osó decir «gracias, hija mía», ni la hija tuvo una sonrisa para su padre.

‑¿La entrevista ha terminado? ‑preguntó Eugenia levantándose.

Danglars indicó con la cabeza que no tenía más que decir.

Cinco minutos después el piano sonaba bajo los dedos de la se­ñorita de Armilly, y Eugenia entonaba « La maldición de Brabancio a Desdémona».

Al final entró Esteban, y anunció que los caballos estaban engan­chados y la baronesa esperaba.

Hemos visto a las dos ir a casa de Villefort, de donde salieron a proseguir sus visitas.

Tres días después de la escena que acabamos de referir, es decir, hacia las cinco de la tarde del día fijado para firmar el contrato de la señorita Eugenia Danglars y el conde Cavalcanti, que el banquero se empeñaba en llamar príncipe, una fresca brisa hacía mover las hojas de los árboles del jardín que daba acceso a la casa del conde de Montecristo, y cuando éste se disponía a salir, y sus caballos le es­peraban piafando, refrenados por el cochero, sentado hacía ya un cuarto de hora en su sitio, el elegante faetón, que ya conocen nues­tros lectores, arrojó, más bien que dejó bajar, al conde de Cavalcanti, tan dorado y pagado de sí mismo como si fuese a casarse con una princesa.

Preguntó por la salud del conde con aquella franqueza que le era habitual, y subiendo en seguida al primer piso, se encontró con él al fin de la escalera.

Al ver al joven, se detuvo Montecristo, pero Cavalcanti estaba llamando, y ya nada le detenía.

‑¡Eh!, buenos días, mi querido señor de Montecristo‑ dijo al conde.

‑¡Ah! ‑exclamó éste con su voz medio burlona‑, señor mío, ¿cómo estáis?

‑Perfectamente, ya lo veis: vengo a hablaros de mil cosas; pero, ante todo, ¿salíais o entrabais?

‑Salía.

‑Entonces, para no deteneros subiré en vuestro carruaje, y Tom nos seguirá conduciendo el mío.

‑No ‑dijo con una leve sonrisa de desprecio el conde, a quien no gustaba sin duda que el joven le acompañara‑, no; prefiero daros audiencia aquí: se habla mejor en un cuarto, y no hay cochero que sorprenda vuestras palabras.

El conde entró en uno de los salones del primer piso, se sentó y, cruzando sus piernas, hizo señas a Cavalcanti para que acercase un sillón. El joven asumió un aire risueño.

‑¿Sabéis, querido conde ‑dijo‑, que la ceremonia se celebra esta noche? A las nueve se firma el contrato en casa del futuro suegro.

‑¡Ah! ¿De veras? ‑dijo Montecristo.

‑¡Cómo! ¿No lo sabíais, no os ha prevenido el señor Danglars?

‑Sí; recibí ayer una carta, pero me parece que no indica la hora.

‑Es posible que se le haya olvidado.

‑Y bien ‑dijo el conde‑, ya sois dichoso, señor Cavalcanti; es una de las mejores alianzas, y además, la señorita de Danglars es bonita.

‑Sí ‑respondió Cavalcanti con modestia.

‑Y, sobre todo, es muy rica; al menos, según creo.

‑¡Muy rica! ¿Vos lo creéis? ‑repitió el joven.

‑Sin duda; se dice que el señor Danglars oculta por lo menos la mitad de su fortuna.

‑Y confiesa que posee de quince a veinte millones ‑dijo Caval­canti, en cuyos ojos brillaba la alegría.

‑Sin contar ‑añadió Montecristo‑ que está en vísperas de en­trar en una negociación, ya muy usada en los Estados Unidos y en Inglaterra, pero que en Francia es completamente nueva.

‑Sí, sí; sé de lo que queréis hablar, del camino de hierro, cuya adjudicación acaba de obtener, ¿no es eso?

‑Exacto. Ganará en ella por lo menos diez millones.

‑¡Diez millones!, es magnífico ‑decía Cavalcanti, a quien em­briagaban las doradas palabras del conde.

‑Aparte de que toda esa fortuna será vuestra un día, y que es

justo, pues la señorita de Danglars es hija única: vuestra fortuna, al menos vuestro padre me lo ha dicho, es casi igual a la de vuestra futura; pero dejemos por un momento las cuestiones de dinero; ¿sabéis, señor Cavalcanti, que habéis conducido admirablemente este asunto?

‑Sí, no muy mal ‑respondió el joven‑; yo había nacido para ser diplomático.

‑Pues bien, entraréis en la diplomacia. Ya sabéis que no es cosa que se aprenda, es instintiva... ¿Tenéis interesado el corazón?

‑En verdad, lo temo ‑respondió el joven con tono teatral.

‑¿Y os ama?

‑Preciso es que me ame un poco cuando se casa; sin embargo, no olvidemos una cosa esencial.

‑¿Cuál?

‑Que me han ayudado eficazmente en ese asunto.

‑¡Bah!

‑De veras lo digo.

‑¿Las circunstancias?

‑No; vos mismo.

‑¡Yo! Dejadme en paz, príncipe ‑dijo Montecristo recalcando singularmente el título‑. ¿Qué he hecho yo por vos? ¿Vuestro nombre y vuestra posición social no bastan?

‑No ‑dijo el joven‑; no, y por más que digáis, señor conde, yo sostendré que la posición de un hombre como vos ha hecho más que mi nombre, mi posición social y mi mérito.

‑Os equivocáis ‑dijo con frialdad Montecristo, que conocía la perfidia del joven, y adónde iban a parar sus palabras‑ mi pro­tección la habéis adquirido merced al nombre de la influencia y for­tuna de vuestro padre; jamás os había visto, ni a vos ni a él, y mis dos buenos amigos, lord Wilmore y el abate Busoni, fueron los que me procuraron vuestro conocimiento, que me ha animado, no a serviros de garantía, pero sí a patrocinaros, y el nombre de vuestro padre, tan conocido y respetado en Italia; por lo demás, yo perso­nalmente no os conozco.

Aquella calma, aquella libertad tan completa, hicieron comprender a Cavalcanti que estaba cogido por una mano fuerte y no era fácil quebrar el lazo.

‑¿Pero mi padre es dueño en realidad de esa gran fortuna, señor conde?

‑Así parece ‑respondió Montecristo.

‑¿Sabéis si ha llegado la dote que me ha prometido?

‑He recibido carta de aviso.

‑¿Pero los tres millones?

‑Los tres millones están en camino, con toda probabilidad.

‑¿Pero los recibiré efectivamente?

‑Me parece que hasta el presente el dinero no os ha faltado.

Cavalcanti se sorprendió tanto que permaneció un momento pen­sativo; luego dijo:

‑Me falta solamente pediros una cosa, y ésa la comprenderéis aun cuando deba no seros agradable.

‑Hablad ‑dijo Montecristo.

‑Gracias a mi posición, estoy en relaciones con muchas perso­nas de distinción, y en la actualidad tengo una porción de amigos; pero al casarme, como lo hago ante toda la sociedad parisiense, debo ser sostenido por un hombre ilustre, y a falta de mi padre, una mano poderosa debe conducirme al altar; mi padre no vendrá a París, ¿verdad?

‑Es viejo, está cubierto de llagas, y sufre una agonía en un viaje.

‑Lo comprendo; y ¡bien!, vengo a pediros una cosa.

‑¿A mí?

‑Sí, a vos.

‑¿Y cuál? ¡Dios mío!

‑Que le sustituyáis.

‑¡Ah!, mi querido joven; ¿después de las muchas conversacio­nes que he tenido la dicha de tener con vos, me conocéis tan mal que me pedís semejante cosa? Decidme que os preste medio millón, y aunque sea un préstamo raro, os lo daré. Sabed, y me parece que ya os lo he dicho, que el conde de Montecristo no ha dejado de tener jamás escrúpulos; mejor, las supersticiones de un hombre de Oriente en todas las cosas de este mundo; ahora bien, yo que tengo un se­rrallo en El Cairo, otro en Constantinopla y otro en Esmirna, ¿que presida un matrimonio?; eso no, jamás.

‑¿De modo que rehusáis?

‑Claro, y aunque fueseis mi hijo, aunque fueseis mi hermano, rehusaría lo mismo.

‑¡Ah! ¡Dios mío! ‑dijo Cavalcanti desorientado‑, ¿cómo haré entonces?

‑Tenéis cien amigos, vos mismo lo habéis dicho.

‑Sí; pero el que me presentó en casa de Danglars, fuisteis vos.

Nada de eso; rectifiquemos los hechos: os hice comer en mi casa un día en que él comió también en Auteuil, y después os Pre­sentasteis solo; es muy diferente.

‑Sí; pero habéis contribuido a mi bolo.

‑¡Yo!, en nada, creedlo, y acordaos de lo que os respondí cuando

vinisteis a rogarme que pidiese a la joven para vos; jamás contribuyo a ningún matrimonio; es un principio del que nunca me aparto.

Cavalcanti se mordió los labios.

‑Pero, al fin ‑‑dijo‑, ¿estaréis presente al menos?

‑¿Todo París estará?

‑Desde luego.

‑Pues estaré como todo París ‑dijo el conde.

‑¿Firmaréis el contrato?

‑No veo ningún inconveniente; no llegan a tanto mis escrúpulos.

‑En fin, puesto que no queréis condecerme más, preciso me será contentarme; pero una palabra aún, conde.

‑¿Qué más?

‑Un consejo.

‑Cuidado, un consejo es más que un favor.

‑¡Oh!, éste podéis dármelo sin comprometeros.

‑Decid.

‑¿El dote de mi mujer es de quinientos mil francos?

‑Eso es lo que me dijo el propio Danglars.

‑¿Debo recibirlo o dejarlo en las manos del notario?

‑Os diré lo que sucede generalmente cuando esas cosas se hacen con delicadeza. Los dos notarios quedan citados el día del contrato para el siguiente; en él cambian los dotes y se entregan mutuamente recibo; después de celebrado el matrimonio los ponen a vuestra dis­posición, como jefe de la comunidad.

‑Es que yo ‑dijo el joven con cierta inquietud mal disimulada­ he oído decir a mi suegro que tenía intención de colocar nuestros fondos en ese famoso negocio del camino de hierro de que me habla­bais hace poco.

‑Y bien ‑repuso el conde‑, según asegura todo el mundo, es un medio de que vuestros capitales se tripliquen en un año. El barón Danglars es buen padre y sabe contar.

‑Vamos, pues, todo va bien, excepto vuestra negativa, que me parte el corazón.

‑Atribuidla solamente a mis escrúpulos, muy naturales en estas circunstancias.

‑Vaya ‑dijo Cavalcanti‑, de todos modos, sea como queréis: hasta esta noche a las nueve.

‑Hasta luego.

Y a pesar de una ligera resistencia de Montecristo, cuyos labios palidecieron, pero que conservó su sonrisa, el joven cogió una de sus manos, la apretó, montó en su faetón y desapareció.

Las cuatro o cinco horas que faltaban hasta las nueve, las dedicó Cavalcanti a visitar a sus numerosos amigos, invitándolos a que se hallasen presentes a la ceremonia, y tratando de deslumbrarles con la promesa de acciones, que volvieron locos después a tantos, y cuya iniciativa pertenecía a Danglars.

En efecto, a las ocho y media de la noche, el gran salón de Dan­glars, las galerías y tres salones más estaban llenos de una multitud perfumada, a la que no atraía la simpatía, sino la irresistible nece­sidad de la novedad.

No hace falta decir que los salones resplandecían con la claridad de mil bujías y dejaban ver aquel lujo de mal gusto que sólo tenía en su favor la riqueza.

Eugenia Danglars estaba vestida con la sencillez más elegante: un vestido de seda blanco, una rosa blanca medio perdida entre sus cabellos más negros que el ébano, componían todo su adorno, sin que la más pequeña joya hubiese tenido entrada en él. En sus ojos un mentís dado a cuanto podía tener de virginal y sencillo aquel cándido vestido.

La señora de Danglars, a treinta pasos de su hija, hablaba con Debray, Beauchamp y Chateau‑Renaud. Debray había vuelto a entrar en la casa para aquella solemnidad, pero como otro cualquiera y sin ningún privilegio especial.

Cavalcanti, del brazo de uno de los más elegantes dandys de la Opera, le explicaba impertinentemente, en atención a que era ne­cesario ser bien atrevido para hacerlo, sus futuros proyectos y el pro­greso de lujo que pensaba hacer con sus ciento setenta y cinco mil libras de renta.

La multitud se movía en aquellos salones como un flujo y reflujo de turquesas, rubíes y esmeraldas; como sucede siempre, las más viejas eran las más adornadas, y las más feas las que se exhibían con más obstinación. Si había algún blanco lirio o alguna rosa suave y perfumada, era preciso buscarlas en un rincón apartado, custo­diadas por una vigilante madre o tía.

A cada instante, en medio de un tumulto y risas se oía la voz de un servidor, que anunciaba un nombre conocido en la Hacienda, res­petado en el Ejército o ilustre en las Letras: veíase entonces un li­gero movimiento en los grupos; pero para uno que fijase la atención, cuántos pasaban inadvertidos o burlados.

En el momento en que la aguja del macizo reloj de bronce, que representaba a Endimión dormido, señalaba las nueve, y la campana daba aquella hora, el nombre del conde de Montecristo resonó tam­bién, y como impelida por un rayo eléctrico, toda la concurrencia se volvió hacia la puerta.

El conde venía vestido de negro, con su sencillez habitual; su chaleco blanco destacaba perfectamente las formas de su hermoso y noble pecho, su corbata negra hacía resaltar la palidez de su rostro; llevaba sobre el chaleco una cadena de oro sumamente fina.

Formóse inmediatamente un círculo alrededor de la puerta. De una ojeada divisó el conde a la señora de Danglars en un lado del salón, a Danglars en el opuesto, y delante de él a Eugenia.

Acercóse a la baronesa, que hablaba con la señora de Villefort, que había venido sola, porque Valentina aún no se hallaba restablecida; y sin variar de camino, porque todos le abrían paso, se dirigió de la baronesa a Eugenia, a quien cumplimentó en términos tan rápidos y reservados, que llamaron la atención de la orgullosa artista. Encontrá­base a su lado Luisa de Armilly, que dio gracias al conde por las cartas de recomendación que había tenido la bondad de darle para Italia, y de las que pensaba muy pronto hacer uso. Al separarse de aquellas señoras, se encontró con Danglars, que se había acercado para darle la mano.

Cumplidos aquellos tres deberes de sociedad, se detuvo Montecristo , paseando a su alrededor aquella mirada propia de la gente del gran mundo y que parece decir a los demás: he hecho lo que debía; ahora, que los demás hagan lo que deben.

Cavalcanti, que se hallaba en un salón contiguo, oyó el murmullo que la presencia de Montecristo había suscitado, y vino a saludar al conde. Hallóle rodeado por la muchedumbre, que se disputaba sus palabras, como sucede siempre con aquellos que hablan poco y jamás dicen una palabra en vano.

En aquel momento entraron los notarios, y fueron a situarse junto a la dorada mesa cubierta de terciopelo, preparada para firmar el contrato. Sentóse uno de ellos y permaneció el otro a su lado en pie.

Iban a leer el contrato que la mitad de París presente a aquella solemnidad debía firmar: colocáronse todos; las señoras formaron círculo alrededor de la mesa, mientras los hombres, más indiferentes al estilo enérgico, como dice Boileau, hacían sus comentarios sobre la agitación febril de Cavalcanti, la atención de Danglars, la impa­sibilidad de Eugenia, y la manera frívola y alegre con que la baronesa trataba aquel importante asunto.

Leyóse el contrato en medio del silencio más profundo, pero con­cluida la lectura empezó de nuevo el murmullo, doble de lo que antes era: aquellas inmensas sumas, aquellos millones, que venían a completar los regalos de la esposa y las joyas exhibidas en una sala destinada a aquel objeto, habían doblado la hermosura de Eugenia a los ojos de los jóvenes, y el sol se oscurecía entonces ante ella.

Las mujeres, codiciando aquellos millones, consideraban, con todo, que no tenían necesidad de ellos para ser bellas.

Cavalcanti, rodeado de sus amigos, agasajado, adulado, empezaba a creer en la realidad del sueño que se había forjado: poco le faltaba para perder el juicio.

El notario tomó solemnemente la pluma, se levantó y dijo:

‑Señores, va a firmarse el contrato.

El barón debía firmar el primero, en seguida el apoderado del señor Cavalcanti padre, la baronesa, los futuros esposos, como se dice en ese lenguaje que es corriente en el papel sellado.

El barón tomó la pluma y firmó. En seguida lo hizo el apoderado de Cavalcanti padre.

La baronesa se asió del brazo de la señora de Villefort.

‑Amigo mío ‑dijo tomando la pluma‑, ¿no es algo muy triste que un incidente imprevisto ocurrido en la causa de asesinato y robo de que faltó poco fuese víctima el señor de Montecristo, nos prive del placer de ver al señor de Villefort?

‑¡Oh! ¡Dios mío! ‑dijo Danglars, de un modo que equivalía a decir: «me es absolutamente indiferente».

‑Tengo motivos ‑dijo Montecristo acercándose ‑para temer que soy la causa involuntaria de esta ausencia.

‑¡Cómo! ¿Vos, conde? ‑dijo la señora Danglars firmando‑‑, cuidado, que si es así no os perdonaré.

Cavalcanti tenía el oído listo y atento.

‑No será mía la culpa ‑dijo el conde‑, y por esto quiero ma­nifestarla.

Escuchaban ávidamente a Montecristo, cuyos labios raras veces se desplegaban.

‑¿Recordáis ‑dijo el conde en medio del más profundo silen­cio‑ que el desgraciado que había venido a robarme y murió en mi casa fue asesinado al salir de ella por su cómplice, según creo?

‑Sí ‑dijo Danglars.

‑Pues bien, al querer auxiliarle, le desnudaron y arrojaron sus vestidos no sé dónde; la justicia los recogió; pero al tomar la cha­queta y el pantalón, olvidó el chaleco.

Cavalcanti palideció visiblemente; veía formarse una nube en el horizonte, le parecía que la tempestad que en ella se escondía iba a descargar sobre él.

‑Pues bien, aquel chaleco se ha encontrado hoy, todo lleno de sangre y agujereado en el lado del corazón.

Las señoras dieron un grito; dos o tres se dispusieron a desma­yarse.

‑Me lo trajeron, nadie podía adivinar de dónde provenía aquel harapo; solamente yo pensé que sería probablemente el chaleco de la víctima. Dé repente, registrando mi camarero con repugnancia y precaución aquella fúnebre reliquia, encontró un papel en el bol­sillo y lo sacó; era una carta dirigida a vos, barón.

‑¿A mí? ‑dijo Danglars.

‑¡Oh!, a vos; llegué a leer vuestro nombre, a pesar de las man­chas de sangre que tenía el papel ‑respondió Montecristo, en medio de la general sorpresa.

‑Pero ‑preguntó la señora Danglars mirando a su marido‑‑, cómo impide eso al señor de Villefort...

‑Es muy sencillo, señora ‑respondió Montecristo‑; el chaleco y la carta constituyen lo que se llama piezas de convicción, y los he enviado al procurador del rey. Bien conocéis, mi querido barón, que en materias criminales, las vías legales son las seguras. Quizá sería alguna trama urdida contra vos.

Cavalcanti miró fijamente a Montecristo y pasó al segundo salón.

‑Es posible ‑dijo Danglars‑; ¿el hombre asesinado, no era un antiguo presidiario?

‑Sí ‑respondió el conde‑, un antiguo presidiario llamado Ca­derousse.

Danglars palideció levemente. Cavalcanti salió del segundo salón, y fue a la antecámara.

‑Pero firmad, firmad ‑dijo Montecristo‑‑. Veo que mis pa­labras han conmovido a todo el mundo; os pido perdón, señora baro­nesa, y a vos, señorita Danglars.

La baronesa, que acababa de estampar su firma, entregó la pluma al notario.

‑El señor príncipe de Cavalcanti ‑dijo el Tabelión‑. Señor príncipe de Cavalcanti, ¿dónde estáis?

‑¡Cavalcanti! ¡Cavalcanti! ‑repitieron los jóvenes, que habían llegado a tal intimidad con el italiano, que le llamaban por el ape­llido sin nombrarle por su título.

‑Llamad, pues, al príncipe, advertidle que le toca firmar ‑dijo Danglars a un criado.

Pero, en aquel momento, la multitud de amigos retrocedió espan­tada hacia el salón principal, como si un espantoso monstruo hu­biese invadido la habitación. Había motivo para huir, espantarse y gritar.

Un oficial de gendarmería colocaba a la puerta dos gendarmes, y se dirigía a Danglars precedido de un comisario de policía con su faja puesta.

La señora Danglars lanzó un grito y se desmayó.

Danglars, que se creía amenazado, porque ciertas conciencias jamás están tranquilas, ofreció a la vista de sus convidados un rostro des­compuesto por el terror.

‑¿Qué ocurre, caballero? ‑preguntó Montecristo dirigiéndose al comisario.

‑¿Cuál de ustedes, señores ‑preguntó el magistrado sin respon­der al conde‑, se llama Andrés Cavalcanti.

Un grito de estupor se dejó oír por doquier.

Buscaron, preguntaron.

‑¿Pero quién es ese Cavalcanti? ‑inquirió Danglars casi fuera de sí.

‑Un presidiario escapado de Tolón.

‑¿Y qué crimen ha cometido?

‑Se le acusa ‑‑dijo el comisario con su voz impasible‑ de haber asesinado al llamado Caderousse, su antiguo compañero de cadena, en el instante en que salía de robar en casa del señor conde de Montecristo.

El conde dio una rápida ojeada alrededor.

Cavalcanti había desaparecido.

Unos instantes después de la escena de confusión producida en los salones del señor Danglars por la inesperada aparición del oficial de gendarmería y por la revelación que había seguido, el inmenso palacio se había ido quedando vacío con la misma rapidez que habría ocasionado el anuncio de un caso de peste o de cólera morbo que se hubiera producido entre los invitados. En algunos minutos, por todas las puertas, por todas las escaleras, por todas las salidas, se apresu­raron todos a retirarse o, mejor dicho, a huir; porque ésa era una de aquellas circunstancias en que incluso están de más aquellas palabras de consuelo que tan importunos hacen hasta a los mejores amigos en las grandes desgracias.

En la casa del banquero no había quedado más que el propio Dan­glars, encerrado en su despacho y prestando su declaración entre las manos del oficial de gendarmería. La señora de Danglars, aterrada en el tocador que ya conocemos, y Eugenia, que con la mirada alta­nera se había retirado a su cuarto, con su inseparable compañera, la señorita Luisa de Armilly.

En cuanto a los numerosos criados, todavía más numerosos en esta noche que de costumbre, porque se les había agregado con motivo de la fiesta los encargados de los helados, los cocineros y los reposteros del café de París, formaban corros en las cocinas y en sus cuartos, acu­sando a sus amos de lo que ellos llamaban su afrenta, cuidándose muy

poco del servicio, que por otra parte se encontraba naturalmente in­terrumpido.

En medio de todas las personas a quienes hacían estremecer dis­tintos intereses, únicamente dos merecen que nos ocupemos de ellas: Eugenio Danglars y Luisa de Armilly.

Como hemos dicho, Eugenia retiróse con aire altanero, y con el paso de una reina ultrajada, seguida de su compañera, más pálida y más conmovida que ella. Al llegar a su cuarto, cerró la puerta por dentro, mientras Luisa cayó en su silla.

‑¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué horror! ‑‑dijo la joven filarmónica‑. ¿Quién lo habría imaginado? El señor Cavalcanti..., un asesino.... un desertor de presidio..., un presidiario...

Una sonrisa irónica contrajo los labios de Eugenia.

‑Estaba predestinada ‑dijo‑ ¡Me escapo de un Morcef para caer en manos de un Cavalcantí!

‑¡Oh!, no confundas a uno con el otro, Eugenia.

‑Calla, todos los hombres son unos niños, y me alegro de tener motivo para hacer algo más que aborrecerlos, ahora los desprecio.

‑¿Qué vamos a hacer? ‑preguntó Luisa.

‑¿Qué vamos a hacer?

‑Sí.

‑Lo que habíamos de hacer dentro de tres días..., marchar.

‑¡Cómo!, a pesar de que no lo cases, ¿quieres...?

‑Escucha, Luisa: detesto esta vida ordenada, acompasada y su­jeta a reglas como nuestro papel de música. Lo que siempre he de­seado, querido y ambicionado, es la vida de artista, la vida libre, independiente, en que una no depende más que de sí misma, y en que a nadie debe dar cuenta de sus actos. ¿Para qué me he de que­dar? ¿Para qué tratar de nuevo de aquí a un mes de casarme? ¿Y con quién? ¿Con el señor Debray, quizá, como ya se pensó en ello? No, Luisa, no; la aventura de esta noche me servirá de pretexto.

‑Qué fuerte y animosa eres ‑dijo la rubia y delicada joven a su morena compañera.

‑¿No me conocías aún? Vamos. Veamos, Luisa, hablemos de todos nuestros asuntos. La silla de posta.

‑Por suerte, hace tres días que se ha comprado.

‑¿La has hecho llevar al sitio donde debemos tomarla?

‑Sí.

‑¿Nuestro pasaporte?

‑Helo aquí.

Y Eugenia, con su natural aplomo, desdobló un papel impreso y leyó:

 

aEl señor León de Armilly, edad veinte años; profesión artista, pelo negro, ojos negros, viaja con su hermana.»

‑¡Magnífico! ¿Quién lo ha facilitado ese pasaporte?

‑Cuando fui a pedir al conde de Montecristo cartas para los directores de los teatros de Roma y Nápoles, le manifesté mis te­mores de viajar en calidad de mujer. El conde los comprendió per­fectamente, y se puso a mi disposición, para facilitarme un pasa­porte de hombre, y dos días más tarde recibí éste, en el que he aña­dido de mi letra: viaja con su hermana.

‑¡Bravo! ‑dijo Eugenia alegremente‑, ya sólo se trata de hacer nuestras maletas.

‑Piénsalo bien, Eugenia.

‑¡Oh!, todo está reflexionado. Estoy cansada de oír hablar de fines de mes, de alza, de baja, de fondos españoles, de cuentas, etcé­tera. En lugar de todo eso, Luisa, el aire, la libertad, el canto de los pájaros, las llanuras de Lombardía, los canales de Venecia, los pala­cios de Roma y la playa de Nápoles. ¿Cuánto tenemos?

Luisa sacó de su bolsillo una cartera, que abrió, y que contenía veintitrés billetes de banco.

‑¿Veintitrés mil francos? ‑dijo.

‑Y por lo menos otro tanto en perlas, diamantes y alhajas ‑aña­dió Eugenia‑. Somos ricas. Con cuarenta y cinco mil francos tene­mos para vivir por espacio de dos años como princesas, o discreta­mente por espacio de cuatro. Pero antes de medio año habremos doblado nuestro capital, tú con lo música y yo con mi voz. Vamos, encárgate del dinero, yo me encargo de las alhajas. De modo que si una de las dos tuviese la desgracia de perder su tesoro, la otra con­servaría el suyo. Ahora las maletas, sin pérdida de tiempo.

‑Aguarda ‑dijo Luisa, yendo a escuchar a la puerta de la señora de Danglars.

‑¿Qué es lo que temes?

‑Que nos sorprendan.

‑La puerta está cerrada.

‑Que nos manden abrirla.

‑Que lo manden. No obedeceremos.

‑Eres una verdadera amazona, Eugenia.

Y las dos jóvenes se pusieron con una prodigiosa actividad a co­locar en una maleta todos los objetos que creían necesitar.

‑Cierra tú la maleta mientras yo me cambio de vestido ‑dijo Eugenia.

Luisa apoyó sus pequeñas y hermosas manos sobre la tapa de la maleta.

‑No puedo ‑dijo‑, no tengo bastante fuerza; ciérrala tú.

‑¡Ah!, verdad ‑dijo riendo Eugenia‑, olvidaba que yo soy Hércules y que tú eres la pálida Onfala.

Y la joven Eugenia, apoyando la rodilla sobre la maleta, enga­rrotó sus blancos y musculosos brazos hasta que juntó las dos divi­siones de la maleta y la señorita de Armilly echó el candado a la cadena.

Concluida esta operación, Eugenia abrió una cómoda, cuya llave llevaba siempre consigo, sacó una mantilla de viaje de seda color violeta y dijo:

‑Toma, con esto no tendrás frío. Ya ves que he pensado en todo.

‑Pero ¿y tú?

‑¡Yo! jamás tengo frío, bien lo sabes, y luego con mis vestidos de hombre...

‑¿Vas a vestirte aquí?

‑Desde luego.

‑¿Tendrás tiempo?

‑No temas, cobarde. Todos están ocupados del ruidoso suceso. Además, ¿es extraño que permanezca encerrada, cuando deben su­ponerme en un estado fatal?

‑Tienes razón, con ello me tranquilizas.

‑Ven, ayúdame.

Y del mismo cajón de donde sacó la mantilla que acababa de dar a la señorita de Armilly, y que ésta tenía ya puesta, sacó un vestido completo de hombre, desde las botas hasta la levita, con provisión de ropa blanca, y si bien no se veía nada superfluo, tampoco se echa­ba de menos lo necesario.

Con una rapidez que indicaba que no era la primera vez que por broma se había puesto los vestidos del sexo contrario, Eugenia se calzó las botas, se puso un pantalón, anudó la corbata, abrochó hasta arriba su chaleco y se puso una levita que dejaba ver su fino talle.

‑Estás muy bien, de veras, muy bien ‑dijo Luisa contemplán­dola con admiración‑, pero y esos hermosos cabellos negros, y esas trenzas magníficas que hacen respirar de envidia a todas las mujeres, ¿se disimularán en un sombrero de hombre como el que veo allí?

‑Voy a comprobarlo ‑respondió Eugenia.

Y cogiendo con la mano izquierda la espesa trenza que no cabía entre sus dedos, tomó con la derecha unas largas tijeras. Pronto rechinó el acero entre aquella hermosa cabellera, que cayó a los pies de la joven.

Cortada la trenza superior, pasó a las de las sienes, que cortó sucesivamente sin la menor señal de pesar. Sus ojos, por el contrario, brillaron con más alegría que de costumbre, bajo sus negras pes­tañas.

‑¡Oh! ¡Qué lástima de cabellos tan hermosos! ‑dijo Luisa.

‑¿Y qué, no estoy cien veces mejor así? ‑dijo Eugenia alisando sus bucles‑, ¿no me encuentras más bonita?

‑Siempre lo eres ‑respondió Luisa‑. ¿Ahora, adónde vamos?

‑A Bruselas, si lo parece. Es la frontera más próxima. De allí iremos a Lieja, a Aquisgrán, subiremos al Rin hasta Estrasburgo, y atravesando Suiza bajaremos a Italia por San Gotardo. ¿Te parece bien así?

‑Sí.

‑¿Qué miras?

‑Te miro; estás adorable así. Diríase que me estás raptando.

‑Y, por Dios, tienes razón.

‑¡Oh! Creo que has jurado, Eugenia.

Y las dos jóvenes, a las que creían anegadas en llanto, la una por sí misma y la otra por amor a su amiga, prorrumpieron en una risa estrepitosa, al mismo tiempo que hacían desaparecer las señales más visibles del desorden que naturalmente había acompañado a sus preparativos de fuga.

Después apagaron las luces, y con el ojo alerta y el oído atento, las dos fugitivas abrieron la puerta del tocador, que daba a una escalera interior y conducía hasta el patio de entrada. Eugenia iba delante, sosteniendo con una mano la maleta que por el asa opuesta Luisa apenas podía sostener con las dos.

Estaban dando las doce, y el gran patio estaba solitario. El por­tero velaba aún, o por lo menos estaba levantado.

Eugenia se acercó poco a poco y vio al suizo que dormía en su cuarto, tendido en un sillón. Volvióse a Luisa, tomó el pequeño baúl que habían dejado un instante en el suelo, y las dos siguieron la sombra del muro y se dirigieron al arco de entrada.

Eugenia hizo ocultar a Luisa en el ángulo de la puerta, de modo que el conserje, si se despertaba no viese más que una persona. Luego, colocándose ella en el sitio que daba de lleno el farol que alumbraba la entrada:

‑La puerta ‑dijo con su bella voz de contralto, tocando al vidrio.

El conserje se levantó y dio algunos pasos para reconocer al que salía, como Eugenia había previsto, y viendo un joven que golpeaba impaciente su pantalón con el bastón, abrió al momento.

Luisa se escabulló como una culebra por la puerta entreabierta y saltó fuera. Luego salió Eugenia, tranquila en apariencia, aunque es

probable que su corazón latiese con más violencia que de costumbre.

Pasaba un mandadero y le cargaron con el baúl, le indicaron el sitio adonde debía dirigirse, calle de la Victoria, número 3, y mar­charon tras aquel hombre cuya compañía daba ánimo a Luisa. Euge­nia era tan fuerte como Judit o Dalila.

Llegaron al número indicado y Eugenia dio orden al mandadero de que dejase el baúl en el suelo. Pagóle, retiróse aquél, y entonces llamó a una ventanilla. Vivía en el cuarto una costurera que estaba avisada de antemano y no se había acostado todavía.

‑Señorita ‑dijo Eugenia‑, haced sacar por el portero mi silla de posta y enviadle a buscar caballos. Dadle esos cinco francos por su trabajo.

‑De veras lo admiro respeto.

La costurera miraba asombrada, pero como le dieron veinte luises no hizo observación alguna.

Al cuarto de hora volvió el conserje con el postillón y los caba­llos, que éste enganchó, mientras aquél colocaba el baúl en la parte trasera.

‑He aquí el pasaporte ‑dijo el postillón‑, ¿qué camino toma­mos, mi joven señor?

‑El de Fontaineblau ‑respondió Eugenia con una voz casi mas­culina.

‑¿Qué dices? ‑preguntó Luisa.

‑Le doy unas señas falsas ‑respondió Eugenia‑. Esa mujer a quien damos veinte luises puede vendernos por cuarenta. Al llegar al Boulevard, tomaremos otra dirección.

Y la joven subió al carruaje casi sin tocar el estribo.

‑Siempre tienes razón ‑dijo la maestra de canto, colocándose junto a su amiga.

Al cuarto de hora el postillón, puesto ya en el camino que debían seguir, pasaba la barrera de San Martín, haciendo resbalar su látigo.

‑¡Ah! ‑dijo Luisa respirando‑, ya estamos fuera de París.

‑Sí, querida mía, el rapto es bello y bien consumado ‑respondió Eugenia.

‑Sí, pero sin violencia.

‑Lo haré valer como circunstancia atenuante.

Estás palabras se perdieron en medio del estrépito de las ruedas sobre el camino de La Villete.

El barón Danglars ya no tenía hija.

‑Dijo Luisa‑, y casi diría que me inspiras

 


Date: 2015-12-17; view: 460


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