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Capítulo octavo

Valentina

El lector habrá adivinado seguramente dónde tenía Morrel queha­cer y en dónde le esperaban; así es que al dejar a Montecristo se en­caminó lentamente a casa de Villefort.

Cuando decimos lentamente es porque Morrel tenía media hora aún para andar quinientos pasos, y sin embargo, se había separado de Montecristo para poder pensar con libertad.

Bien sabía a la hora que podía hallar a Valentina, que era cuando ésta hacía compañía al señor Noirtier, mientras éste estaba desayunan­do. El anciano y la joven le habían permitido viniese dos veces a la semana.

Llegó; Valentina le esperaba inquieta; casi fuera de sí, le cogió por la mano y le llevó delante de su abuelo.

Aquella inquietud extremada provenía del ruido que la aventura de Morcef había hecho en el mundo elegante; nadie dudaba que un duelo se produciría, y Valentina, con el instinto de la mujer, había adivinado que Morrel sería el testigo del conde de Montecristo; co­nociendo además el valor del joven y su gran amistad con el conde, temía que no se contentase con la parte pasiva que le correspondía. Cuando le vio fueron infinitas las preguntas, innumerables los deta­lles dados, y Morrel pudo leer una indecible alegría en los ojos de su amada, cuando supo que el lance había terminado de un modo no menos dichoso que inesperado.

‑Ahora ‑dijo Valentina, haciendo señas a Morrel para que se sentase al lado del anciano, y colocándose ella en el taburete en que éste apoyaba sus pies‑ hablemos algo de nuestros asuntos. ¿Sabéis, Morrel, que mi abuelo quiso dejar esta casa para que fuésemos a vivir separados del señor Villefort?

‑Sí, ciertamente, me acuerdo de aquel proyecto, y lo celebré gran­demente.

‑Pues bien ‑dijo Valentina‑, celebradlo de nuevo, Maximiliano, porque hemos vuelto a pensar en ello.

‑¡Bravo! ‑exclamó Maximiliano.

‑¿Y sabéis la razón que da para salir de casa?

Noirtier miró a su hija para imponerle silencio, pero ésta no lo ad­virtió, porque sus ojos, sus miradas, sonrisas, todo, todo era para Morrel.

‑¡Oh!, cualquiera que sea la razón que dé el señor Noirtier ‑dijo Morrel‑, creo que ha de ser muy buena.

‑Excelente: pretende que el aire del arrabal San Honoré no es bueno para mí.

‑Y tiene razón, Valentina ‑dijo Morrel‑, hace quince días que vuestra salud se ha alterado.

‑Sí, un poco, es verdad ‑respondió Valentina‑; por eso mi abue­lo se ha constituido en mi médico, y como sabe de todo, tengo gran confianza en él.



‑Pero, en fin, ¿es verdad que sufrís, Valentina? ‑preguntó viva­mente Morrel. .

‑¡Oh, Dios mío!, no puede llamarse sufrir; experimento un ma­lestar general, eso es todo; he perdido el apetito y me parece que mi estómago sostiene una lucha como para acostumbrarse a alguna cosa.

Noirtier no perdía una palabra de cuanto decía Valentina.

‑¿Y qué método seguís para esa enfermedad desconocida?

‑Es muy sencillo ‑dijo Valentina‑, todas las mañanas tomo una cucharada de la poción que traen para mi abuelo; cuando digo una cucharada quiero decir que he empezado por una; ahora ya tomo has­ta cuatro.

Valentina se sonrió, pero había algo de tristeza y sufrimiento en aquella sonrisa.

Ebrio de amor, Maximiliano la miraba en silencio; era muy hermo­sa, pero su palidez había aumentado, sus ojos brillaban con un fuego más ardiente que de costumbre, y sus manos, blancas como el nácar, parecían de cera que una tinta pajiza se apodera de ella con el tiempo.

El joven apartó sus ojos de Valentina y los fijó en el señor Noirtier. Este, con su extraña y profunda inteligencia, contemplaba a la joven absorta en su amor; pero al igual que Morrel, seguía la huella de un sufrimiento secreto y tan poco visible que sólo se revelaba a los ojos del padre y del amante.

‑Pero ‑dijo Morrel‑, esa poción de la que habéis llegado a lo. mar cuatro cucharadas, la creo preparada para el señor Noirtier.

‑Sé que es muy amarga; tanto, que cuanto bebo después me pa­rece que tiene el mismo gusto.

Noirtier miró a su nieta con ojos interrogadores.

‑Sí, abuelo dijo Valentina‑, así es; hace un instante, antes de bajar a vuestro cuarto, bebí un vaso de agua con azúcar; pues bien tuve que dejar la mitad, tan amarga me pareció.

Noirtier palideció, a hizo señas de que quería hablar.

Valentina se levantó para ir a buscar el diccionario: Noirtier la se­guía con la vista con una angustia indecible.

En efecto, la sangre subía a la cabeza de la joven. Sus mejillas se enrojecieron.

‑Es singular ‑dijo‑, me mareo, parece que el sol ha herido mis ojos.

Y se apoyó en la ventana.

‑No hay sol ‑dijo Morrel, más inquieto aún por la expresiva cara de Noirtier que por la indisposición de Valentina, y corrió hacia ella.

Valentina se sonrió.

‑¡Tranquilízate, abuelo mío! ‑dijo a Noirtier‑. No os inquie­téis, Maximiliano, no es nada, ya pasó; pero escuchad..., ¿no oís el ruido de un carruaje en el patio de entrada?

Abrió la puerta del cuarto de Noirtier, se asomó a la ventana del corredor y regresó precipitadamente.

‑Sí ‑dijo‑, la señora Danglars y su hija que vienen a visitarnos; adiós, me marcho, porque vendrían a buscarme aquí, o mejor dicho, hasta la vuelta; permaneced aquí, Maximiliano, os prometo no tardar.

Maximiliano la siguió con la vista, la observó mientras cerraba la puerta, y la oyó subir por la escalera que conducía al mismo tiempo al cuarto de la señora de Villefort y al suyo.

Cuando la joven hubo salido, Noirtier hizo señas a Morrel de que tomase el diccionario.

Morrel obedeció; guiado por Valentina se había acostumbrado a comprender las señas del anciano, mas como era preciso recorrer las letras del alfabeto y buscar palabra por palabra en el diccionario, sólo al cabo de diez minutos pudo traducir el pensamiento de Noirtier.

‑Buscad el vaso de agua y la botella que están en el cuarto de Va­lentina.

Morrel tiró de la campanilla y se presentó el criado que había sus­tituido a Barrois, al que dio esta orden en nombre de Noirtier.

El criado volvió al instante; la botella y el vaso estaban vacíos. Noirtier hizo señal de que quería hablar.

‑¿Por qué el vaso y la botella están vacíos? ‑preguntó‑. Va­lentina dijo que no había bebido más que la mitad del vaso.

‑No sé ‑respondió el criado‑, pero la camarera está en el cuar­to de la señorita Valentina, y ella quizá los habrá vaciado.

‑Preguntadle ‑dijo Morrel, adivinando esta vez el pensamiento del señor Noirtier por su mirada.

El criado salió y volvió en seguida.

‑La señorita Valentina ha pasado por su cuarto para ir al de la señora de Villefort ‑dijo‑, y teniendo sed bebió lo que quedaba del vaso; la botella la vació el señorito Eduardo para hacer un estan­que para sus pájaros.

Noirtier levantó los ojos al cielo, como hace el jugador que aven­tura a un solo golpe toda su fortuna.

A partir de aquel momento, los ojos del anciano se fijaron en la puerta y no se apartaron de aquella dirección.

Eran la señora Danglars y su hija las que vio Valentina; las hicie­ron pasar a la habitación de la señora de Villefort, que dijo recibiría en ella y he aquí por qué Valentina había pasado por su cuarto que comunicaba con el de Eduardo y el de la señora de Villefort.

Las dos mujeres penetraron en el salón con aquella seria frialdad que anunciaba una comunicación oficial.

Entre las personas del gran mundo, pronto se conoce y se adopta un sistema: la señora de Villefort tomó una actitud igual a la de sus visitas; Valentina se presentó en aquel momento y empezaron de nue­vos los cumplidos.

‑Querida amiga ‑dijo la baronesa, mientras las jóvenes se daban las manos‑, vengo con Eugenia a anunciaros su próximo enlace con el príncipe Cavalcanti.

Danglars daba siempre a éste el título de príncipe; al banquero le parecía que sonaba mejor que el de conde.

‑Permitidme, pues, que os dé mis sinceros parabienes ‑respondió la señora de Villefort‑. El príncipe Cavalcanti parece un joven dota­do de excelentes cualidades.

‑Si hablamos como dos amigas ‑dijo sonriéndose la baronesa‑, debo deciros que el príncipe no es aún lo que será: hay todavía en él algunas de aquellas rarezas que hacen que los franceses reconozcamos a primera vista al gentilhombre italiano o alemán. Parece, con todo, que tiene muy buen corazón, bastante talento, y en cuanto a lo demás, dice Danglars, que su fortuna es majestuosa: estas son sus palabras.

‑Y además ‑añadió Eugenia, pasando las hojas del álbum de la señora de Villefort‑, añadid, señora, que tenéis una inclinación par­ticular a ese joven.

‑Y ‑dijo la señora de Villefort‑ considero inútil preguntaros si participáis de esa inclinación.

‑¡Yo! ‑respondió Eugenia con serenidad imperturbable‑, ¡oh!, nada de eso, señora, mi vocación no es la de encadenarme, sujetán­dome a los cuidados de una casa y a los caprichos de un hombre, sea el que quiera: mi vocación es la de artista, y tengo siempre libre el corazón, mi persona y mi pensamiento.

Eugenia dijo estas palabras con un tono tan enérgico y resuelto que Valentina se sonrojó; la tímida joven no podía comprender aquella naturaleza vigorosa que parecía no participar en nada de la timidez de la mujer.

‑Por lo demás ‑continuó‑, puesto que estoy destinada al ma­trimonio, debo dar gracias a la Providencia, que me ha procurado los desdenes del señor Alberto de Morcef, porque sin eso me vería hoy convertida en la esposa de un hombre perdido.

‑Es cierto ‑dijo la baronesa, con aquella extraña sencillez que se encuentra a veces en las señoras, y que el trato con personas de otra esfera no les hace perder‑ A no ser por las dudas de Morcef, mi hija se casaba con Alberto; el general tenía mucho empeño en ello, y había venido expresamente a ver a Danglars para que consintiese: de buena nos hemos librado.

‑Pero ‑‑observó Valentina‑, ¿la deshonra del padre recae sobre el hijo? Alberto me parece muy inocente de la traición del general.

‑Escuchadme, mi buena amiga ‑dijo la implacable Eugenia‑. Alberto recibirá y merece su parte; después de haber provocado ayer en la Opera al conde de Montecristo, hoy le ha presentado sus excu­sas sobre el terreno.

‑¡Eso es imposible! ‑dijo la señora de Villefort.

‑¡Ay!, amiga mía ‑‑dijo la señora Danglars, con aquella senci­llez que ya hemos visto en ella‑, es cierto, lo sé por Debray que se halló presente.

Valentina también sabía la verdad, pero guardó silencio. Aquella conversación llevó su pensamiento a la habitación de Noirtier, adon­de la esperaba Morrel.

Absorta en estas ideas hacía ya un momento que no tomaba parte en la conversación, y aun le hubiera sido imposible el decir de lo que hablaban hacía rato, cuando de pronto la mano de la señora de Dan­glars, que se apoyaba en su brazo, la sacó de su ensimismamiento.

‑¿Qué hay, señora? ‑dijo Valentina, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

‑Hay, mi querida Valentina ‑dijo la baronesa‑, que sufrís sin duda alguna.

‑¿Yo? ‑dijo la joven pasando la mano sobre su frente, que ardía.

‑Sí; miraos en ese espejo. Os habéis puesto encarnada y pálida dos veces en menos de un minuto.

‑Realmente, estáis muy pálida ‑dijo Eugenia.

Por poco que lo estuviese, aprovechó la ocasión para retirarse; ade­más, la señora de Villefort vino en su ayuda.

‑Retiraos, Valentina ‑dijo‑, sufrís realmente, y estas señoras tendrán la bondad de excusaros; tomad un vaso de agua pura, que os hará bien.

Valentina abrazó a Eugenia, saludó a la señora de Danglars, que es­taba ya en pie para retirarse, y salió.

‑Esta pobre niña me tiene con cuidado y no me admiraría que le sucediese algún accidente ‑dijo la señora de Villefort.

Entretanto Valentina, con una especie de exaltación desconocida para ella, sin responder a unas palabras que le dijo el niño, salió a la escalera. Bajó todos los escalones, menos los tres últimos; oyó la voz de Morrel, cuando de repente perdió la vista, su pie perdió el escalón, sus manos no tuvieron fuerza para sujetarse al pasamano y rodó por la escalera.

Morrel abrió la puerta, dio un salto y halló a Valentina en el suelo; ésta abrió los ojos.

‑¡Oh! ¡Qué torpe soy! ‑‑‑dijo‑, ya no sé andar, ¡había olvidado que aún me faltaban tres escalones!

‑¿Os habéis lastimado, Valentina? ‑‑exclamó Maximiliano‑‑, ¡Dios mío! ¡Dios mío!

‑No, no; os digo que todo ha pasado, no ha sido nada; ahora de­jadme que os diga una cosa: dentro de tres días hay un banquete, una comida de boda; todos estamos invitados, mi padre, la señora de Villefort y yo, según he oído.

‑¿Cuándo nos ocuparemos nosotros de esos preparativos? ¡Oh! ¡Valentina! Vos que tanto ascendiente tenéis sobre vuestro abuelo, procurad que diga: muy pronto.

‑Entonces, ¿contáis conmigo para estimular la lentitud y avivar la memoria de mi abuelo?

‑Sí, pero haced que sea pronto; hasta que no seáis mía, Valentina, tengo miedo de perderos.

‑¡Oh! ‑respondió Valentina con un movimiento convulsivo‑. ¡Oh!, de veras, Maximiliano, resultáis muy miedoso para ser oficial; vos de quien se dice que jamás conocisteis el miedo. ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!

Y prorrumpió en una risa dolorosa, sus brazos se enderezaron retorciéndose, su cabeza cayó sobre el sillón y quedó sin movió. El grito de terror que Dios había quitado de los labios del anciano salió de su mirada.

Morrel comprendió que se trataba de llamar para que la socorrie­sen.

El joven tiró fuertemente del cordón de la campanilla. La camarera que estaba en el cuarto de Valentina y el criado que reemplazó a Ba­rrois acudieron al mismo tiempo.

Valentina estaba tan pálida, fría a inmóvil, que sin escuchar lo que les decían, salieron por el corredor, pidiendo socorro; tal era el mie­do que reinaba en aquella casa maldita.

La señora de Danglars y Eugenia, que salían, pudieron enterarse de la causa de aquel rumor.

‑Ya os lo había dicho ‑dijo la señora de Villefort‑, ¡pobre cria­tura!

En el mismo instante, oyóse la voz del señor de Villefort, que grita­ba desde su despacho:

‑¿Qué ocurre?

Morrel consultó con una mirada a Noirtier, que había recobrado su serenidad, y con la vista le indicó el despacho en el que otra vez, en circunstancia semejante, se había refugiado. Apenas tuvo tiempo para coger el sombrero y entrar en el despacho, ya se oían los pasos del procurador del rey en el pasillo.

Villefort entró precipitadamente en la estancia, corrió hacia Valen­tina y la tomó en sus brazos.

‑¡Un médico! ¡Un médico!, el señor d'Avrigny... Pero será mejor que vaya yo mismo ‑y salió del cuarto. Por la otra puerta se escapó Morrel.

Su corazón acababa de ser herido por un recuerdo terrible. Aquella conversación que oyó entre el doctor y Villefort, la noche en que fa­lleció la señora de Saint‑Merán, acudió a su imaginación. Aquellos sín­tomas, aunque en un grado más espantoso, eran también los que pre­cedieron a la muerte de Barrois.

Al mismo tiempo, parecióle que resonaba en su oído la voz de Montecristo que le había dicho no hacía aún dos horas:

‑Cualquier cosa que necesitéis, Morrel, acudid a mí, puesto que yo puedo mucho.

Más veloz que el pensamiento, corrió desde el arrabal San Honoré a la calle de Matignón, y desde allí a la entrada de los Campos Elíseos.

Al mismo tiempo, el señor de Villefort llegaba en un carruaje de alquiler a la puerta de la casa del doctor d'Avrigny. Llamó con tanta energía que el portero salió asustado; subió la escalera sin fuerzas

para hablar; el portero, que le conocía, le dejó pasar gritándole so­lamente:

‑En su despacho, señor procurador del rey, en su despacho.

Villefort empujaba ya, o más bien forzaba la puerta.

‑¡Ah! ‑dijo el doctor‑. ¿Sois vos?

‑Sí ‑dijo Villefort, cerrando la puerta‑; sí, doctor, soy yo, que vengo a preguntaros a mi vez si estamos solos. Doctor, mi casa es una casa maldita.

‑¿Qué ocurre? ‑dijo éste fríamente en apariencia, pero con gran­de conmoción interior‑. ¿Tenéis algún enfermo?

‑Sí, doctor ‑gritó Villefort mesándose los cabellos con mano con­vulsiva‑; sí, doctor.

La mirada de d'Avrigny significaba:

‑Os lo había predicho.

En seguida sus labios pronunciaron lentamente estas palabras:

‑¿Quién va a morir? ¿Qué nueva víctima va a acusaros ante Dios de vuestra debilidad?

Un suspiro doloroso salió del corazón de Villefort. Se acercó al mé­dico y le agarró por un brazo.

‑¡Valentina! ‑dijo‑. ¡Ha tocado el turno a Valentina!

‑¡Vuestra hija! ‑exclamó d'Avrigny lleno de dolor y de sorpresa.

‑¿Veis como estabais equivocado? ‑dijo el magistrado‑, venid a verla, y junto a su lecho de dolor pedidle perdón por haber sos­pechado de ella.

‑Cada vez que me habéis avisado ha sido ya tarde ‑dijo el doc­tor‑; no importa, voy, pero démonos prisa, no puede perderse tiempo con los enemigos que atacan vuestra casa.

‑¡Oh!, esta vez no me echaréis en cara mi debilidad. Esta vez co­noceré al asesino y le castigaré.

‑Tratemos de salvar la vida a la víctima antes de pensar en vengar su muerte. Vamos.

Y el carruaje en que había ido Villefort le condujo de nuevo rápi­damente acompañado de d'Avrigny, al mismo tiempo en que por su parte Morrel llamaba a la puerta de Montecristo.

El conde se hallaba en su despacho, y pensativo leía dos renglones que Bertuccio acababa de escribirle.

Al oír anunciar a Morrel, del que no hacía dos horas que se había separado, el conde levantó la cabeza.

Para él como para el conde, habían ocurrido muchas cosas durante aquellas dos horas, porque el joven que le dejó con la risa en los la­bios, se presentaba con la fisonomía alterada. El conde se levantó y salió al encuentro de Morrel.

‑¿Qué ocurre, Maximiliano? Estáis pálido y con la frente bañada en sudor.

Morrel cayó en un sillón.

‑Sí ‑dijo‑; he venido corriendo, tenía necesidad de hablaros.

‑¿Todos están bien en vuestra casa? ‑preguntó el conde con un tono tan afectuoso que nadie podía dudar de su sinceridad.

‑Gracias, conde, gracias ‑dijo el joven visiblemente perplejo so­bre el modo de iniciar la conversación‑. Sí, mi familia está bien.

‑Tanto mejor. ¿Y sin embargo, tenéis algo que decirme? ‑le dijo el conde cada vez más inquieto.

‑Sí ‑dijo Morrel‑, acabo de salir de una casa en que la muerte ha entrado, para correr a vos.

‑¿Venis de casa de Morcef? ‑dijo Montecristo.

‑No ‑dijo Morrel‑; ¿es que ha muerto alguien en casa de Morcef?

‑El general se ha saltado la tapa de los sesos ‑respondió fríamen­te Montecristo.

‑¡Pobre condesa! ‑dijo Maximiliano‑, es a ellos a quien com­padezco.

‑Compadeced también a Alberto, Maximiliano; porque, creedme, es un hijo digno de la condesa. Sin embargo, volvamos a vos: ¿veníais para decirme algo? ¿Tendría la dicha de que necesitaseis de mí?

‑Sí; necesito de vos. Es decir, he creído como un insensato que po­dríais socorrerme en unas circunstancias en que sólo Dios puede ha­cerlo.

‑Hablad ‑respondió Montecristo.

‑¡Oh! ‑dijo Morrel‑, no sé si me será permitido revelar seme­jante secreto a oídos humanos, pero la fatalidad me conduce y la ne­cesidad me obliga a ello, conde...

Morrel se detuvo vacilante.

‑¿Creéis que os quiero? ‑le preguntó Montecristo, cogiéndole cariñosamente la mano.

‑Vos me animáis, y además hay algo aquí ‑y puso la mano sobre el corazón‑ que me dice que no debo tener secretos para vos...

‑Tenéis razón, Morrel; Dios habla por vuestro corazón, seguid sus impulsos.

‑Conde, ¿me permitís que mande a Bautista a preguntar de parte vuestra por una persona a quien conocéis?

‑Me he puesto completamente a vuestra disposición, y con mucha mayor razón mis criados.

‑¡Ahl, es que no puedo vivir hasta que no sepa que está mejor. ‑¿Queréis que llame a Bautista?

‑No; voy a hablarle yo mismo.

Morrel salió, llamó a Bautista, le dijo en secreto algunas palabras, y el criado salió corriendo.

‑Y bien, ¿le habéis enviado ya? ‑preguntó Montecristo, vien­do entrar a Morrel.

‑Sí; y voy a estar algo más tranquilo.

‑Sabéis que estoy esperando ‑dijo Montecristo sonriéndose.

‑Sí, y yo hablo: escuchad. Una tarde que estaba en un jardín ocul­to entre las flores, y que nadie podia pensar que yo me hallaba allí, pasaron dos personas tan cerca, permitid que calle por ahora sus nom­bres, que pude oír toda su conversación, sin perder una palabra, aunque hablaban en voz baja.

‑Me vais a contar algo terrible, a juzgar por vuestra palidez y vuestro temblor.

‑¡Oh!, sí, muy terrible, amigo mío; acababa de morir uno en la casa del amo del jardín en que yo me hallaba: una de las dos personas cuya conversación oía era el amo del jardín, la otra el médico: el pri­mero confiaba al segundo sus temores y sus penas, porque era la se­gunda vez en un mes que la muerte, rápida a inesperada, se presenta­ba en aquella casa que se creería designada por algún ángel extermi­nador, a la cólera del Señor.

‑¡Ah!, ¡ah! ‑dijo Montecristo mirando fijamente al joven y vol­viéndose en su sillón, de modo que su cara quedó en la sombra, mien­tras la de Morrel quedaba de lleno inundada por la luz.

‑Sí ‑continuó éste‑, la muerte había entrado dos veces en esta casa en un mes.

‑¿Y qué respondía el doctor? ‑inquirió Montecristo.

‑Respondía... que aquella muerte no era natural, y debía atri­buirse...

‑¿A qué?

‑Al veneno.

‑¿De veras? ‑dijo Montecristo, con aquella tos ligera que en los momentos de gran emoción le servía para disimular, ya sea lo son­rosado o pálido de su rostro, ya la atención misma con que escucha­ba‑, ¿de veras, Maximiliano, habéis oído todas esas cosas?

‑Sí, querido conde, las he oído, y el doctor añadió que si un suceso como éste se repetía, se creería obligado a dar parte a la jus­ticia.

Montecristo escuchaba o parecía escuchar con la mayor calma y se­renidad.

‑Y bien, la muerte se ha presentado por tercera vez ‑dijo Maxi­miliano‑, y ni el amo de la casa, ni el doctor han hecho nada. La muerte va a asestar su cuarto golpe, conde, ¿a qué creéis que me obliga el conocimiento de este secreto?

‑Querido amigo ‑le respondió Montecristo‑, me parece que contáis una aventura que todos conocemos. La casa en que habéis oído eso yo la conozco, o al menos una igual, en que hay jardín, padre de familia, doctor y tres muertes extrañas a inesperadas; pues bien, yo que no he interceptado secretos, pero lo sabía como vos, ¿tengo escrúpulos de conciencia? No, nada tengo que ver en todo ello. Decís que un ángel exterminador parece que ha señalado esa casa a la cólera del Señor; ¿y quién os dice que vuestra suposición no es una reali­dad? No veáis las cosas que no ven los que tienen un interés en ello. Si es la justicia y no la cólera de Dios, la que está en esa casa, Maxi­miliano, volved la cabeza y dejad paso a la justicia de Dios.

Morrel tembló: había un no sé qué de terrible, lúgubre y solemne en las palabras de conde.

‑Además ‑continuó con un cambio de voz tan marcado que ha­bríase dicho que aquellas palabras no salían de la boca del mismo hom­bre‑, ¿quién os ha dicho que volverá a empezar?

‑Empieza de nuevo, conde, y he aquí por qué he venido a bus­caros.

‑Y bien, ¿qué queréis que haga, Morrel? ¿Quisierais, por casuali­dad que avisara al procurador del rey?

Montecristo articuló estas últimas palabras con tanta claridad y una acentuación tan marcada, que Morrel se levantó gritando:

‑¡Conde!, ¡conde! sabéis de quién quiero hablar, ¿no es verdad?

‑Desde luego, mi buen amigo, y voy a probároslo indicándoos las personas; os paseasteis una tarde, en el jardín del señor de Villefort, y según lo que me habéis dicho, presumo que fue la tarde de la muerte de la señora de Saint‑Merán; habéis oído a Villefort hablar con d'Avri­gny, de la muerte del señor de Saint‑Merán y de la no menos espantosa de la baronesa. El doctor decía que creía ver en aquello un envene­namiento, y he aquí vos, hombre de bien por excelencia, hace dos meses ocupado en sondear vuestro corazón para saber si debéis reve­lar este secreto o callarlo. No nos encontramos en la Edad Media, amigo querido, y no hay Santa Vehma, ni jueces francos: ¿qué diablos queréis con esa gente? Conciencia, ¿qué me quieres?, como dice Sterne. ¡Eh!, querido mío, dejadles dormir, si duermen; dejadles pa­lidecer en sus insomnios, si tienen insomnios, y por el amor de Dios, dormid vos, que no tenéis remordimientos que os impidan el hacerlo.

Un dolor espantoso reflejóse en el rostro de Morrel; cogió la mano de Montecristo.

‑¡Pero empieza de nuevo, os he dicho!

‑¡Y bien! dijo el conde, admirado de aquella tenacidad que no comprendía, y mirando con atención a Maximiliano‑‑, dejad que empiece: es una familia de Atridas. Dios les ha condenado, y sufri­rán su sentencia. Todos desaparecerán, como frailes que los niños hacen con las cartas, y que caen con un soplo aunque sean doscientos. Hace tres meses fue el señor de Saint‑Merán; poco después, su mujer. Hace pocos días, Barrois; hoy será el viejo Noirtier o la joven Va­lentina.

‑¡Vos lo sabíais! ‑exclamó Morrel con un terror tal, que el pro­pio Montecristo, que si hubiese visto hundirse el cielo hubiera per­manecido impávido, tuvo que estremecerse y temblar‑. ¿Lo sabíais, y nada me habéis dicho?

‑¿Y qué importa? ‑respondió Montecristo‑, ¿conozco yo aca­so a esa gente? ¿Y es preciso que pierda a uno por salvar a otro? Por vida mía que entre el culpable y la víctima no sé a quién dar la pre­ferencia.

‑¡Pero yo! ¡Yo! ‑gritó Morrel fuera de sí‑. ¡Yo la amo!

‑¿Vos amáis? ¿A quién? dijo Montecristo, cogiendo las dos manos que Morrel elevaba hacia el cielo.

‑Amo como un insensato, locamente, como un hombre que daría toda su sangre por evitar que derramase una lágrima; amo a Valentina de Villefort, a quien asesinan en este instante. ¿Lo oís?, la amo, y pido a Dios y a vos que me ayuden a salvarla.

Montecristo dio un grito parecido al rugido del salvaje, y ex­clamó:

‑¡Desdichado! ¡Amas a Valentina! ¡A esa hija de una raza mal­dita!

Jamás había visto Morrel semejante expresión. Jamás mirada tan terrible se había presentado ante sus ojos; ni el genio del terror, que tantas veces apareciera en los campos de batalla y en las noches homi­cidas de Argelia, se le había presentado con fulgor más siniestro. Quedóse aterrado.

Montecristo, después de pronunciar aquellas palabras, cerró un momento los ojos, como alucinado por una revelación interior; du­rante un instante permaneció recogido en sí, con tal poder que poco a poco viose sosegarse su alterado pecho; aquel silencio, aquella lucha duraron unos veinte segundos.

En seguida, el conde, levantando su pálida frente, dijo:

‑Ya veis, querido amigo, cómo Dios sabe castigar a los hombres más fanfarrones, a los más indiferentes con los terribles espectáculos que presenta a su vida; yo, que miraba, espectador impasible y cu­rioso, el desenlace de esa lúgubre tragedia; yo, que parecido al ángel malo, reía del mal que hacen los hombres al abrigo del secreto, y el secreto es fácil para los ricos y poderosos, he aquí que a mi vez me siento mordido por la serpiente, cuya tortuosa marcha observaba, y mordido en el mismo corazón.

Morrel dio un suspiro.

‑Vamos, vamos ‑continuó el conde‑, basta de quejas. Sed hombre, sed fuerte y esperad, porque estoy yo aquí y velo por vos.

Morrel meneó tristemente la cabeza.

‑Os digo que esperéis, ¿me comprendéis? Habéis de saber que jamás miento y nunca me engaño. Son las doce, querido amigo; dad gracias al cielo que habéis venido a esta hora, en lugar de esta tarde o de mañana por la mañana. Prestad atención a lo que voy a deciros, Morrel: si Valentina no ha muerto a la hora presente, no morirá.

‑¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ‑exclamó Morrel‑, ¡yo que la dejé expirando!

El conde puso una mano sobre su frente. ¿Qué ocurriría dentro de aquella cabeza llena de tan espantosos secretos? ¿Qué dijo a aquel espíritu implacable y humano a la vez el ángel de la luz o el de las tinieblas? Dios sólo lo sabe. Montecristo levantó la cabeza, y su fisonomía estaba tranquila como el niño que se despierta.

‑Maximiliano ‑dijo‑. Regresad tranquilamente a vuestra casa; os recomiendo que no deis un paso, que nada intentéis, que no dejéis ver en vuestro semblante la más pequeña sombra de precaución; yo os daré noticias, id.

‑¡Dios mío! ‑dijo Morrel‑, me asustáis, conde, con vuestra sangre fría. ¿Podéis algo contra la muerte? ¿Sois algo más que un hombre? ¿Sois un ángel o‑un dios?

Y el joven, a quien ningún peligro había hecho dar un paso atrás, retrocedió ante el conde, lleno de terror indecible.

‑Puedo bastante, amigo mío ‑respondió el conde‑; id, tengo necesidad de estar solo.

El pobre joven, fascinado por el ascendiente que el conde ejercía sobre cuantos le rodeaban, no procuró sustraerse a él. Estrechóle la mano y salió.

Detúvose a la puerta, esperando a Bautista, al que vio venir co­rriendo por la calle de Matignón.

Entretanto Villefort y d'Avrigny, que habían llegado, encontraron a Valentina desmayada aún; el médico examinó a la enferma con el cuidado que reclamaban las circunstancias y con la profundidad que le daba el conocimiento del secreto. Villefort, pendiente de sus miradas y de sus labios, esperaba el resultado de aquel examen; Noir­tier, más pálido que la joven y más ansioso de una solución que el

mismo Villefort, esperaba también, y todo era en él impaciencia y ansiedad.

Al fin, d'Avrigny dijo lentamente estas palabras.

‑Aún vive.

‑¡Aún! ‑dijo Villefort‑, ¡oh!, doctor, ¡qué palabras tan dulces acabáis de pronunciar!

‑Sí ‑dijo el médico‑; repito mi frase; aún vive, y me sorpren­de mucho.

‑¿Pero se salvará? ‑preguntó el padre.

‑Sí, puesto que vive aún.

En aquel momento, la mirada de d'Avrigny se encontró con la de Noirtier; sus ojos brillaban con una alegría extraordinaria; leíase en su vista un pensamiento tan profundo que llamó la atención del facultativo.

Dejó caer de nuevo en el sillón a la joven, cuyos blanquecinos la­bios apenas se distinguían de su rostro, y permaneció inmóvil, mi­rando a Noirtier, por el que todos los movimientos del médico eran comentados y comprendidos.

‑Caballero ‑dijo d'Avrigny a Villefort‑, llamad a la doncella de Valentina, os lo ruego.

Villefort dejó la cabeza de su hija que sostenía en sus manos, y fue él mismo a llamar a la doncella. En el momento se cerró la puerta; d'Avrigny se acercó a Noirtier.

‑¿Queréis decirme algo? ‑le preguntó.

El anciano cerró y abrió prontamente los ojos; era la única señal afirmativa que podía hacer.

‑¿A mí solo?

‑Sí ‑dijo Noirtier.

‑Bien, entonces me quedaré con vos.

Villefort entró seguido de la doncella, y tras ésta, la señora de Villefort.

‑¿Pero qué le ocurre a esta niña querida? ‑dijo‑, salió de mi cuarto, se quejaba, decía que estaba indispuesta, pero nunca creí que fuese cosa tan seria.

Y con los ojos llenos de lágrimas y con todas las señales de amor de una verdadera madre, se acercó a la joven, cuyas manos cogió.

El médico continuaba mirando a Noirtier. Vio los ojos del anciano dilatarse, abrirse redondos, sus mejillas ponerse cárdenas y temblar, y el sudor inundar su frente.

‑¡Ah! ‑exclamó involuntariamente, siguiendo la dirección de la mirada de Noirtier, es decir, fijando sus ojos en la señora de Villefort, que repetía:

‑¡Pobre niña! Mejor estará en su cama; venid, Fanny, la acosta­remos.

D'Avrigny, que vio en aquella proposición un medio de quedarse a solas con Noirtier, hizo señal con la cabeza de que efectivamente era lo mejor que podía hacerse, pero prohibió expresamente que to­mase nada sin que él lo mandase.

Lleváronse a Valentina, que había vuelto en sí, pero que no podía moverse ni casi hablar, tal era el estado en que la había dejado aquel ataque.

Saludó con la vista a su abuelo, al que parecía que le arrancaban el alma al verla salir.

D'Avrigny siguió a la enferma, terminó sus recetas, mandó a Ville­fort que tomase un coche, y fuese en persona a la botica a hiciese pre­parar a su vista los medicamentos recetados, que los trajese él mismo, y le esperase en el cuarto de su hija. Y renovando la prohibición de darle nada, bajó al cuarto de Noirtier, cerró la puerta, y después de asegurarse de que no podía ser oído por nadie de fuera, le dijo:

‑Veamos, ¿sabéis algo de la enfermedad de vuestra nieta?

‑Sí ‑hizo el anciano.

‑Escuchad, no podemos perder tiempo; voy a preguntaros, vos me responderéis.

Noirtier hizo señal de que estaba pronto a responder.

‑¿Habíais previsto el accidente que ha sucedido hoy a Valentina?

‑Sí.

El doctor reflexionó un instante, y luego se acercó a Noirtier.

‑Perdonad lo que voy a deciros, pero en las terribles circunstan­cias en que estamos, no debe descuidarse el menor indicio. ¿Visteis morir al pobre Barrois?

Noirtier levantó los ojos al cielo.

‑¿Sabéis de qué murió? ‑preguntó d'Avrigny, apoyando una ma­no sobre el hombro de Noirtier.

‑Sí ‑respondió el anciano.

‑¿Pensáis que su muerte fue natural?

Algo parecido a una sonrisa quiso asomarse a los inertes labios de Noirtier.

‑¿Entonces habéis creído que Barrois fue envenenado?

‑Sí.

‑¿Creéis que el veneno de que fue víctima se había preparado para él?

‑No.

‑¿Creéis que sea la misma mano que envenenó a Barrois, que­riendo hacerlo con otro, la que ha envenenado a Valentina?

‑Sí.

‑¿Entonces va a sucumbir? ‑preguntó d'Avrigny, fijando en Noirtier una profunda mirada y esperando el efecto que producirían en él estas palabras.

‑¡No! ‑respondió con un aire de triunfo que hubiese bastado a desbaratar las conjeturas del más hábil adivino.

‑¿Esperáis? ‑dijo sorprendido d'Avrigny.

‑Sí.

‑¿Qué es lo que esperáis?

El anciano dio a entender con los ojos que no podía responder.

‑¡Ah!, sí; es verdad ‑dijo d'Avrigny, y volviéndose a Noirtier, dijo‑; ¿Esperáis que el asesino se cansará?

‑No.

‑¿Esperáis que el veneno resulte ineficaz para Valentina?

‑Sí.

‑No creo enseñaros nada de nuevo, si os digo que han tratado de envenenarla, ¿verdad? ‑añadió d'Avrigny.

El anciano le hizo seña de que no le quedaba duda de ello.

‑¿Cómo esperáis entonces que Valentina se libre de la muerte?

Noirtier mantuvo los ojos obstinadamente fijos en el mismo sitio. D'Avrigny siguió la dirección de los ojos del anciano, y vio que se dirigían a una botella que contenía la poción que tomaba todas las mañanas.

‑¡Ah!, ¡ah! ‑dijo d'Avrigny iluminado por aquella señal‑, ¿habéis tenido la idea... ?

Noirtier no le permitió acabar la frase.

‑Sí ‑expresó con la mirada.

‑De precaverla contra el veneno.

‑Sí.

‑¿Acostumbrándola paulatinamente?

‑Sí, sí, sí ‑hizo Noirtier con los ojos, encantado de que le com­prendiesen.

‑En efecto, ¿me habéis oído decir que entraba en la composición de las pociones que os daba?

‑Sí.

‑Y acostumbrándola a ese veneno, ¿habéis querido neutralizar los efectos de otro semejante?

La misma alegría del triunfo se dejó ver en el semblante de Noir­tier.

‑Y lo habéis conseguido ‑dijo el doctor‑; sin esa precaución, Valentina moriría hoy, sin remedio. El ataque ha sido terrible, pero al menos de este golpe Valentina no morirá.

Una alegría sobrenatural brillaba en los ojos del anciano, le­vantados al cielo con una indecible expresión de reconocimiento.

En aquel momento entró Villefort.

D'Avrigny tomó la botella, vertió algunas gotas del contenido en su mano, y las bebió.

‑Bien, subamos al cuarto de Valentina ‑dijo‑; daré mis ins­trucciones a todo el mundo, y cuidad vos mismo, señor de Villefort, de que nadie se aparte de ellas.

En el instante en que d'Avrigny entraba en el cuarto de Valentina acompañado de Villefort, un sacerdote italiano, con su aire severo, palabras dulces y tranquilas, alquilaba para habitarla la casa inme­dita a la de Villefort.

Ignorábase en virtud de qué transacción se mudaron a las dos horas los tres inquilinos que la ocupaban, pero se dijo en el barrio que la casa no estaba segura y amenazaba ruina, lo cual no fue obstáculo para que el nuevo arrendatario se estableciese en ella la misma noche con sus modestos muebles.

El arrendamiento fue por tres, seis o nueve años, que según la costumbre establecida por los propietarios, pagó seis meses ade­lantados el nuevo arrendatario, que se llamaba Giaccomo Busoni.

En seguida llamaron a unos obreros, y en la misma noche los que se acostaron tarde vieron a los carpinteros empezando las reparacio­nes necesarias.

 


Date: 2015-12-17; view: 432


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