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Capítulo sexto

El desafío

Cuando Mercedes hubo salido, todo quedó en silencio en casa de Montecristo; su espíritu enérgico se adormeció, como el cuerpo des­pués de una gran fatiga.

‑¡Qué! ‑dijo entre sí, mientras la lámpara y las bujías se consumían, y sus criados esperaban impacientes en la antecámara‑, ¡qué!, ¡el edificio preparado con tanto trabajo, edificado con tanto cuidado, ha venido a tierra de un solo golpe, con una sola mirada, con una palabra! ¡Y qué! Era yo quien me creía algo, quien estaba tan confia­do en mí mismo, quien viéndome tan poca cosa en la prisión de If, y quien habiendo sabido llegar a ser tan grande, ¡habré trabajado para ser mañana un poco de polvo! No siendo la muerte del cuerpo, esta destrucción del principio vital ¿no es el reposo al cual todos los des­graciados aspiran? Esa tranquilidad de la materia tras la que he sus­pirado tanto tiempo y a la que me encaminaba por medio del hambre, cuando Faria se presentó en mi calabozo. ¿Qué es la muerte para mí? Uno o dos grados más en el silencio. No, no es la existencia la que lamento perder, es la ruina de mis proyectos combinados con tanto trabajo, llevados a cabo con tanta constancia. La Providencia que yo creía que les favorecía, les es contraria; Dios no quiere que se cum­plan.

»El peso inmenso que sobre mí echara, inmenso como el mundo y que creí poder llevar hasta el fin era según mi voluntad y no según mis fuerzas, y me será preciso abandonarlo a la mitad de mi carrera. ¡Ahl, ¡me convertiré en fatalista cuando catorce años de desesperación y diez de confianza me habían hecho providencial!

»Y todo esto, Dios mío, porque mi corazón, que yo creía muerto, estaba solamente amortiguado, porque se ha despertado y ha latido, porque ha cedido al dolor y la impresión que ha causado en mi pecho la voz de una mujer.

»No obstante ‑continuó el conde, abismándose cada vez más en la idea del terrible día siguiente que había aceptado Mercedes‑, es imposible que esa mujer cuyo corazón es tan noble, haya obrado así por egoísmo, y consentido en que me deje matar yo, lleno de vida y fuerza; es imposible que lleve hasta este punto el amor o delirio ma­ternal; hay virtudes cuya exageración sería un crimen. No, habrá idea­do alguna escena patética, vendrá a ponerse entre las dos espadas, y eso será ridículo sobre el terreno, como ha sido sublime aquí.»

El tinte de orgullo se dejó ver en la frente del conde.

‑¡Ridículo!, y recaería sobre mí... ¡Yo...!, ridículo. Vamos, pre­fiero morir.



Y a fuerza de exagerarse así la acción del día siguiente, llegó a de­cidir:

‑¡Qué tontería! ¡Dárselas de generoso colocándose como un poste a la boca de la pistola que tendrá en la mano aquel joven! Jamás cree­rá que mi muerte ha sido un suicidio, y con todo, importa por el honor de mi memoria... no es vanidad, Dios mío, sino un justo orgullo; im­porta que el mundo sepa que he consentido yo, por mi voluntad, por mi libre albedrío en detener mi brazo. Es preciso, y lo haré.

Y tomando una pluma, sacó un papel de uno de los cajones del se­creter, y trazó al final de este papel, que era su testamento, hecho des­de su llegada a París una especie de codicilo, en el que hacía compren­der su muerte aun a los menos avisados.

‑Hago esto, Dios mío ‑dijo con los ojos levantados al cielo‑, tanto por honor vuestro como por el mío: me he considerado durante diez años como el enviado por vuestra venganza, y es preciso que ese miserable Morcef, y un Danglars y un Villefort no se figuren que la casualidad les ha libertado de su enemigo. Sepan que la Providencia, que había ya decretado su castigo, ha variado, pero que les espera en el otro mundo, y solamente han cambiado el tiempo por la eterni­dad.

Mientras se hallaba vacilante entre estas terribles incertidumbres, verdaderos sueños del hombre despierto por el dolor, el día que en­traba por los cristales vino a iluminar sus manos pálidas, ahogadas

aún en el azulado papel en que acababa de trazar aquella sublime jus­tificación de la Providencia.

Eran las cinco de la mañana.

De pronto llegó a su oído un pequeño ruido, creyó haber oído un suspiro; volvió la cabeza, miró alrededor y no vio a nadie; el ruido sí, se repitió bastante claro para que la certidumbre sucediese a la duds.

Levantóse de su asiento, abrió con cuidado la puerta del salón, y vio sentada en un sillón, con los brazos caídos y su hermosa cabeza indinada atrás, a la bella Haydée, que se había sentado frente a la puerta, a fin de que no pudiese salir sin verla; pero que el desvelo y el cansancio la habían rendido; el ruido que hizo el conde al abrir la puerta no la despertó.

El conde fijó en ella una mirada llena de dulzura.

‑Ella se ha acordado ‑dijo‑ de que tenía un hijo, y yo he olvi­dado que tenía una hija ‑y moviendo la cabeza añadió:‑ Ha que­rido verme, ¡pobre Haydée!, ha querido hablarme; teme o adivina lo que ha sucedido... No, yo no puedo irme sin decide adiós, no puedo morir sin confiarla a alguien.

Volvió a entrar en la estancia, y sentándose de nuevo agregó estas líneas:

 

Lego a Maximiliano Morrel, capitán de spahis, a hijo de mi antiguo patrón Pedro Morrel, armador de Marsella, veinte millones, de los gue dará una parte a su hermana y a su cuñado Manuel, en el caso que no crea que un aumento de fortuna puede perturbar su felicidad; estos veinte millones están enterrados en mi gruta de Montecristo. Bertuccio conoce el secreto.

Si su coraxón está libre, y quiere casarse con Haydée, hija de Alí, bajá de Janina, a la que he educado con el amor de un padre, y que me ha profesado la ternura de una hija, llenará, no diré mi última voluntad, pero sí mi última esperanza.

El presente testamento ha hecho ya a Haydée heredera del resto de mí fortuna, consistente en tierras, rentas en Inglaterra, Austria y Holanda, muebles de mis diferentes palacios y casas, y que fuera de los legados hechos, asciende aún a más de sesenta millones.

 

Apenas había terminado de escribir esta última línea, cuando un grito que resonó a su espalda hizo que se le cayese la pluma de la mano.

‑Haydée ‑dijo‑, ¿habéis leído?

En efecto, la joven, a quien hizo despertar la luz del día que hería sus párpados, se había levantado, y acercándose al conde sin que se percibiesen sus ligeros pasos sobre la alfombra:

‑¡Oh, mi señor! ‑dijo juntando las manos‑, ¿por qué escribís a estas horas? ¿Por qué me legáis toda vuestra fortuna? ¿Os vais a separar de mí?

‑Tengo que hacer un viaje ‑dijo Montecristo con una expresión de inefable ternura‑, y si me sucediese una desgracia...

El conde se detuvo.

‑¿Y bien? ‑preguntó la joven con un tono de autoridad que el conde no le conocía aún.

‑¡Y bien!, si me sucede una desgracia, quiero que mi hija sea di­chosa.

Haydée sonrió con tristeza.

‑Pues bien, si morís ‑dijo‑, legad vuestra fortuna a otros, por­que si morís no tengo necesidad de nada.

Y tomando el papel lo hizo pedazos y lo arrojó en medio del salón; pero aquel esfuerzo la debilitó totalmente y cayó desmayada.

Montecristo la levantó en los brazos, y viendo sus bellos ojos ce­rrados y su hermoso semblante inanimado, le ocurrió por primera vez la idea de que quizá le amaba de otro modo distinto del de una hija.

‑¡Ay! ‑murmuró‑, aún hubiera podido ser dichoso.

Llevó a Haydée hasta su cuarto, y desmayada aún la entregó a sus criadas; volvió a su gabinete, y cerrando la puerta volvió a escribir el testamento.

Al terminar, oyó el ruido de un coche que entraba; acercóse a la ventana y vio bajar a Maximiliano y Manuel.

‑¡Bueno! ‑dijo‑, ya era tiempo ‑y cerró su testamento, po­niéndole tres sellos. Un momento después se oyó ruido en el salón, y fue él mismo a abrir la puerta; presentóse Morrel, que se había ade­lantado veinte minutos a la hora de la cita.

‑Quizá vengo muy temprano, señor conde ‑dijo‑‑, pero os con­fesaré francamente que no he podido dormir un minuto, y lo mismo ha sucedido a todos los de casa. Tenía necesidad de veros tranquilo y animado tan valiente como siempre, para volver conmigo.

Montecristo no pudo resistir a esta prueba de afecto, y no fue la mano la que alargó al joven, sino los brazos los que abrió.

‑Morrel ‑le dijo emocionado‑, es un hermoso día para mí, pues que me veo amado de este modo por un hombre como vos. Buenos días, Manuel. ¿Conque venís conmigo, Maximiliano?

‑¡Vive Dios! ‑dijo el capitán‑. ¿Lo habíais dudado?

‑Pero si yo no tuviese razón...

‑Escuchad: ayer os estuve observando durante toda la escena de la provocación; he pensado toda la noche en vuestra serenidad, y he

concluido o que la justicia está de vuestra parte, o que mentirá siem­pre el exterior de los hombres.

‑Sin embargo, Morrel, Alberto es vuestro amigo.

‑Un simple conocido, conde.

‑Le visteis por primera vez el mismo día que a mí.

‑Sí, es verdad, pero ¿qué queréis? Es preciso que me lo recor­déis para que lo tenga presente.

‑Gracias, Morrel.

Dio en seguida un golpe en el timbre.

‑Toma ‑dijo a Alí, que se presentó inmediatamente‑, lleva eso a casa de mi notario. Es mi testamento. Morrel, si muero, iréis a en­teraros de él.

‑¡Cómo! ‑exclamó Morrel‑, ¿morir vos?

‑¿Y qué, no es necesario preverlo todo? ¿Pero qué hicisteis ayer después que nos separamos, amigo querido?

‑Fui a casa de Tortoni, adonde encontré a Beauchamp y Chateau-Renaud, y os confieso que les buscaba.

‑¿Para qué, puesto que estábamos de acuerdo en todo?

‑Escuchad, conde; el asunto es grave, inevitable.

‑¿Lo dudabais?

‑No. La ofensa fue pública, y todo el mundo habla de ella.

‑Y bien, ¿qué?

‑Esperaba hacer cambiar las armas, empleando la espada en vez de la pistola; la pistola es ciega.

‑¿Lo habéis conseguido? ‑preguntó vivamente Montecristo, que entreveía alguna esperanza.

‑No, porque saben lo bien que tiráis el florete.

‑¡Bah! ¿Y quién lo ha descubierto?

‑Los maestros de armas con quienes os habéis batido.

‑¿Y no habéis logrado al fin nada?

‑Han rehusado decididamente.

‑Morrel ‑dijo el conde‑, ¿me habéis visto tirar a la pistola?

‑No.

‑Pues bien, tenemos tiempo; mirad.

El conde tomó las pistolas que tenía cuando Mercedes entró, y pe­gando una estrella de papel, más pequeña que un franco contra la pla­ca, de cuatro tiros le quitó seguidos cuatro picos.

A cada tiro, Morrel palidecía. Examinó las balas con que Montecristo ejecutaba aquel admirable juego, y vio que eran balines.

‑Es espantoso; ved, Manuel ‑y volviéndose en seguida a Montecristo :

‑No matéis a Alberto, conde ‑le dijo‑, tiene una madre.

‑Es justo ‑dijo Montecristo‑, y yo no tengo...

Pronunció estas palabras con un tono que hizo estremecer a Mo­rrel.

‑Vos sois el ofendido, conde.

‑Sin duda, ¿y qué queréis decir con eso?

‑Quiero decir que vos tiráis el primero.

‑¿Yo tiro el primero?

‑¡Oh!, eso es lo que yo le he exigido, pues demasiadas concesiones les hemos hecho ya para poder exigir esto.

‑¿Y a cuántos pasos?

‑A veinte.

Una espantosa sonrisa se asomó a los labios del conde.

‑Morrel ‑le dijo‑, no olvidéis lo que acabáis de ver.

‑Por eso sólo cuento con vuestros sentimientos para salvar a Al­berto.

‑¿Mis sentimientos?‑dijo Monte‑Crísto.

‑O vuestra generosidad, amigo mío; seguro, como estáis, de vues­tro golpe, os diría una cosa que sería ridícula si la dijese a otro.

‑¿Cuál?

‑Rompedle un brazo, heridle, pero no le matéis.

‑Morrel, escuchad aún ‑dijo el conde‑: no tengo necesidad de que intercedan por el señor de Morcef; el señor de Morcef, os lo pre­vengo, volverá tranquilo con sus dos amigos, mientras que yo...

‑¿Y bien, vos?

‑A mí me traerán.

‑¡Vamos, pues! ‑gritó Maximiliano exasperado.

‑Como os lo digo, mi querido Morrel, el señor de Morcef me ma­tará.

Morrel miró al conde como un hombre a quien no se comprende.

‑¿Qué os ha sucedido de ayer tarde acá, conde?

‑Lo que a Bruto la víspera de la batalla de Filipos: he visto un fantasma.

‑¿Y ese fantasma?

‑Ese fantasma, Morrel, me ha dicho que ya he vivido bastante. Maximiliano y Manuel se miraron; Montecristo sacó el reloj.

‑Vámonos ‑dijo‑, son las siete y cinco minutos, y la cita es a las ocho en punto.

Le esperaba un coche. Montecristo subió a él con sus dos testigos. Al atravesar el corredor, el conde se detuvo a escuchar junto a una puerta, y Maximiliano y Manuel, que, por discreción, siguieron an­dando, creyeron oírle suspirar.

A las ocho en punto llegaron al lugar de la cita.

‑Henos aquí ‑dijo Morrel, asomándose por la ventanilla del co­che‑, y somos los primeros.

‑El señor me perdonará ‑dijo Bautista, que había seguido a su amo con un terror indecible‑, pero me parece que hay alli un coche entre los árboles.

Montecristo saltó al suelo con ligereza y dio la mano a Manuel y Maximiliano para ayudarlos a bajar. Maximiliano retuvo entre las su­yas la mano del conde.

‑He aquí ‑dijo‑, una mano como me gusta ver en un hombre que confía en la bondad de su causa.

‑En efecto ‑dijo Manuel‑, creo que allí hay dos jóvenes que es­peran.

Montecristo, sin llamar aparte a Morrel, se separó dos o tres pasos de su cuñado.

‑Maximiliano ‑le preguntó‑, ¿tenéis el corazón libre?

Morrel miró a Montecristo con admiración.

‑No exijo de vos una confesión, mi querido amigo, os hago sola­mente una sencilla pregunta.

‑Amo a una joven, conde.

‑¿Mucho?

‑Más que a mi propia vida.

‑Vamos ‑dijo Montecristo‑, he aquí una esperanza perdida ‑y añadió suspirando:‑ ¡Pobre Haydée...!

‑En verdad, conde, que si no supiese lo valiente que sois, du­daría.

‑¡Porque pienso en alguien que voy a dejar y porque suspiro! Mo­rrel, un soldado debe tener más conocimientos en cuanto a valor. ¿Creéis que siento perder la vida? ¿Qué me importa morir o vivir cuando he pasado veinte años entre la vida y la muerte? Además, es­tad tranquilo, Morrel; esta debilidad, si lo es, es sólo para vos. Sé que el mundo es un gran salón del que es necesario salir con cortesía, saludando y pagando sus deudas de juego.

‑Sea enhorabuena, eso se llama hablar razonablemente ‑le dijo Morrel‑; a propósito, ¿habéis traído vuestras armas?

‑¡Yo! ¿Para qué? Espero que esos señores traerán las suyas.

‑Voy a informarme ‑dijo Morrel.

‑Sí; pero nada de negociaciones, ¿entendéis?

‑Sí; descuidad.

Morrel se dirigió hacia Beauchamp y Chateau‑Renaud; éstos, al ver el movimiento de Maximiliano, se adelantaron a su encuentro; saludá­ronse los tres jóvenes, si no con afabilidad, al menos con cortesía.

‑Perdón, señores ‑dijo Morrel‑, pero no veo al señor Morcef.

‑Esta mañana nos ha avisado que vendría a reunirse con nosotros sobre el terreno.

‑¡Ah! ‑dijo Morrel.

‑Son las ocho y cinco minutos; todavía no hay tiempo perdido, señor de Morrel ‑dijo Beauchamp.

‑¡Oh! ‑dijo Maximiliano‑, no lo he dicho con esa intención.

‑Además ‑añadió Chateau‑Renaud‑, he allí un carruaje.

Efectivamente, venía un carruaje al gran trote hacia el sitio en que ellos estaban.

‑Señores ‑dijo Morrel‑,sin duda habréis traído vuestras pisto­las. El señor de Montecristo dice que renuncia al derecho que tiene de servirse de las suyas.

‑Habíamos previsto que el conde tendría esta delicadeza, señor de Morrel ‑dijo Beauchamp‑; he traído armas que compré hace ocho días, creyendo las necesitaría para un asunto como éste. Son nue­vas, y no han servido aún. ¿Queréis examinarlas?

‑¡Oh!, señor Beauchamp ‑dijo Morrel‑, me aseguráis que el señor de Morcef no conoce esas armas y podéis creer que vuestra pa­labra me basta.

‑Señores ‑dijo Chateau‑Renaud‑, no era Morcef el que llegaba en aquel coche: son Franz y Debray.

En efecto, se acercaban los dos hombres acabados de nombrar.

‑Vosotros aquí, caballeros ‑les dijo Chateau‑Renaud‑, ¿y por qué casualidad?

‑Porque Alberto nos ha rogado que esta mañana nos encontrá­semos aquí.

Beauchamp y Chateau‑Renaud se miraron asombrados.

‑Señores ‑dijo Morrel‑, me parece que lo comprendo.

‑Veamos.

‑Ayer a mediodía recibí una carta del señor de Morcef, en la que me rogaba no faltase al teatro.

‑Y yo también ‑dijo Debray.

‑Y yo ‑exclamó Franz.

‑Y también nosotros ‑dijeron Beauchamp y Chateau‑Reanud.

‑Sí, eso es ‑dijeron los jóvenes‑; Maximiliano, según todas las probabilidades, habéis acertado.

‑Sin embargo, Alberto no llega, y ya se retrasa de diez minutos ‑dijo Chateau‑Renaud.

‑Allí viene ‑dijo Beauchamp‑, y a caballo; miradlo, corre a es­cape, y le sigue su criado.

‑¡Qué imprudencia, venir a caballo para batirse a pistola, y yo que le he enseñado lo que debía hacer!

‑Y además ‑añadió Beauchamp‑,con el cuello por encima de la corbata, frac abierto y chaleco blanco; ¿por qué no se ha hecho pintar un blanco en el estómago, y hubiera sido mucho más rápido concluir con él?

Mientras hacían estos comentarios, Alberto había llegado a diez pa­sos del grupo que formaban los cinco jóvenes, paró el caballo, se apeó, y alargó la brida a su criado.

Acercóse, estaba pálido, sus ojos enrojecidos a hinchados; se conocía que no había dormido un minuto en toda la noche.

‑Gracias, señores ‑les dijo‑, porque habéis tenido la bondad de hallaros aquí como os había rogado: os estoy infinitamente reco­nocido por esta prueba de amistad.

Al acercarse Morcef, Morrel se había retirado diez o doce pasos, y permanecía aparte.

‑Y a vos también os debo gracias, Morrel ‑dijo Alberto‑, acer­caos, pues no estáis de más.

‑¿Ignoráis quizá ‑dijo Maximiliano‑, que soy testigo de Montecristo ?

‑No estaba seguro, pero lo sospechaba; tanto mejor: mientras más hombres de honor haya aquí, más satisfecho estaré.

‑Señor Morrel ‑dijo Chateau‑Renaud‑, podéis anunciar al con­de de Montecristo que el señor de Morcef ha llegado, y estamos a su disposición.

Morrel hizo un movimiento como para ir a cumplir su encargo. Al mismo tiempo Beauchamp fue a sacar del coche la caja de las pistolas.

‑Esperad, señores ‑dijo Alberto‑, tengo que decir dos palabras al conde de Montecristo.

‑¿En particular? ‑preguntó Morrel.

‑No; delante de todos.

Los testigos de Alberto se miraron sorprendidos, Franz y Debray se dijeron algunas palabras en voz baja; Morrel, contento con este in­cidente inesperado, fue a buscar al conde, que se paseaba por una cer­cana alameda, hablando con Manuel.

‑¿Qué quiere de mí? ‑preguntó Montecristo.

‑Lo ignoro, pero quiere hablaros.

‑¡Oh! ‑dijo Montecristo‑, que no tiente a Dios con un nuevo ultraje.

‑No creo que sea esa su intención ‑dijo Morrel.

El conde avanzó acompañado de Maximiliano y de Manuel: su ros­tro tranquilo y sereno formaba un extraño contraste con la cara des­compuesta de Alberto, quien por su parte se acercaba también, seguido de sus cuatro jóvenes amigos; a tres pasos el uno del otro, ambos se detuvieron.

‑Señores ‑dijo Alberto‑, aproximaos: deseo no perdáis una palabra de las que tendré el honor de decir al señor conde de Montecristo , porque deberéis repetirlas a todo el mundo, por extrañas que os parezcan.

‑Espero, caballero... ‑dijo el conde.

‑Caballero ‑dijo Alberto, cuya voz conmovida al principio se se­renó poco a poco‑. Os provoqué porque divulgasteis la conducta del señor de Morcef en Epiro; porque por culpable que fuese el conde de Morcef, no creía que fueseis vos quien tuviese el derecho de castigar­le; pero hoy sé que ese derecho os pertenece. No es la traición de Fer­nando Mondego con Alí‑Bajá lo que me hace excusaros; es, sí, la trai­ción del pescador Fernando con vos y las desgracias nunca oídas que produjo; por esto lo digo y lo proclamo. Tenéis razón para vengaros de mi padre, y yo su hijo os doy gracias porque no habéis hecho más.

El rayo que hubiese caído en medio de los que presenciaban aquella inesperada escena los hubiera admirado menos que la declaración de Alberto.

El conde de Montecristo había levantado lentamente los ojos al cielo con una expresión indecible de reconocimiento; no sabía admi­rar bastante esta acción conociendo el carácter fogoso y el valor de Alberto a quien había visto inerme en medio de los bandidos ita­lianos. No se cansaba de pensar cómo se había humillado hasta aquel extremo. Reconoció la influencia de Mercedes y comprendió por qué aquel noble corazón no se había opuesto a un sacrificio que sabía era inútil.

‑Si creéis ahora, caballero ‑dijo Alberto‑, que las excusas que acabo de haceros son suficientes, dadme vuestra mano, os lo ruego. Después del mérito de la infalibilidad, que parece ser el vuestro, el mayor es saber reconocer una sinrazón, pero esta confesión me corres­ponde a mí únicamente. Yo obraba bien según los hombres, pero vos obrabais bien según Dios. Un ángel sólo podía salvar a uno de los dos de la muerte, y el ángel ha bajado del cielo, si no para hacer de nos­otros dos amigos, porque la fatalidad lo hace imposible, al menos dos hombres que se estiman.

El conde de Montecristo, con los ojos humedecidos, el pecho palpi­tante y la boca entreabierta, alargó a Alberto una mano, que éste tomó y apretó con un sentimiento de religioso respeto.

‑Caballeros ‑dijo‑, el conde de Montecristo acepta mis excu­sas; obré con precipitación con respecto a él; ya está reparada mi falta, espero que el mundo no me tendrá por un cobarde por haber hecho lo

que me mandaba la conciencia, pero en todo caso, si se engañasen ‑añadió el joven levantando su cabeza con fiereza, y como si dirigie­se un mentís a amigos y enemigos‑, procuraré rectificar su opinión.

‑¿Qué sucedió anoche? ‑preguntó Beauchamp a Chateau‑Re­naud‑, me parece, en todo caso, que hacemos aquí un papel bien triste.

‑En efecto, lo que Alberto acaba de hacer es muy bajo o muy su­blime ‑dijo el barón.

‑¡Ah!, veamos ‑preguntó Debray a Franz‑. ¿Qué significa eso? ¡CÓmo! ¡El conde de Montecristo deshonra al señor de Morcef, y tie­ne razón a los ojos de su hijo! Aunque tuviese yo diez Janinas en mi familia, no me creería obligado más que a una cosa, a batirme diez veces.

Con la cabeza inclinada, los brazos caídos, aterrado con el peso de veinticuatro años de recuerdos, Montecristo no pensaba ni en Al­berto, ni en Beauchamp, ni en Chateau‑Renaud, ni en ninguna de las personas que le rodeaban: pensaba sólo en aquella mujer que había ido a pedirle la vida de su hijo, a la que había ofrecido la suya, y que acababa de libertarla por la confesión de un secreto de familia, capaz de extinguir para siempre en el corazón de aquel joven el sentimiento de piedad filial.

‑Siempre la Providencia ‑murmuró‑, ¡ah!, ¡desde hoy sí que es­toy persuadido de que soy el enviado de Dios!

 


Date: 2015-12-17; view: 449


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