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Capítulo noveno 10 page

‑Alberto ‑le dijo‑, si queréis seguir mi consejo, vamos a salir. Un paseo al bosque de Bolonia en faetón o a caballo os distraerá, almorzaremos juntos en cualquier parte, y os marcharéis después a vuestros asuntos y yo a los míos.

‑Con mucho gusto ‑dijo Alberto‑, pero salgamos a pie, me pa­rece que el cansancio me hará bien.

‑Sea ‑dijo Beauchamp. Y los dos amigos salieron a pie siguiendo el boulevard hasta llegar a la Magdalena.

‑Ya que estamos en camino ‑dijo Beauchamp‑, vamos a visitar a Montecristo. El os distraerá, es un hombre admirable para serenar los espíritus. Jamás pregunta, y según mi modo de pensar, las personas que jamás preguntan son las que con más habilidad consuelan.

‑De acuerdo ‑respondió Alberto‑, vamos a su casa. Ya sabéis que le aprecio.

Capítulo tercero

El viaje

El conde de Montecristo lanzó un grito de alegría al ver llegar juntos a los jóvenes.

‑¡Ah!, ¡ah! ‑dijo‑, muy bien, espero que todo ha podido al fin arreglarse.

‑Sí ‑dijo Beauchamp‑‑, noticias absurdas que han caído en des­crédito por sí mismas, y que si se renovasen me tendrían hoy por su primer antagonista: así, pues, no hablemos más del asunto.

‑Alberto os dirá el consejo que le había dado. Me encontráis, ami­gos, acabando de pasar la mañana peor de mi vida.

‑¿Qué hacéis? ‑dijo Alberto‑, me parece que arregláis vuestros papeles.

‑Mis papeles, a Dios gracias, no; hay siempre en ellos un orden maravilloso, ya que jamás conservo ninguno; pero pongo en orden los del señor Cavalcanti.

‑¿Del señor Cavalcanti? ‑preguntó Beauchamp.

‑¡Oh, sí! ¿No sabéis que es un joven a quien el conde ha lanzado al gran mundo? ‑dijo Morcef.

‑No, no ‑respondió Montecristo‑; entendámonos, yo no lan­zo a nadie, y menos al señor Cavalcanti que a otro cualquiera.

‑Y que contrae matrimonio con la señorita de Danglars ‑conti­nuó Alberto procurando sonreírse‑, y lo podéis conocer, mi querido Beauchamp, pues que esto me afecta cruelmente.

‑¡Cómo! ¿Cavalcanti se casa con la señorita de Danglars? ‑pre­guntó Beauchamp.

‑¿Pero es que llegáis del fin del mundo? ‑dijo Montecristo‑; vos, periodista, el favorito de la Fama: todo París habla de eso.

‑¿Y sois vos, conde, el que ha arreglado ese matrimonio?

‑¡Yo! Silencio, señor noticiero, no digáis semejante cosa: ¡yo! ¡Dios me libre de arreglar matrimonios! No; vos no me conocéis; por el contrario, me he opuesto cuanto he podido, y he rehusado pedir a su padre la mano de la joven.



‑¡Ah! lo comprendo ‑dijo Beauchamp‑; ¿por causa de nues­tro amigo Alberto?

‑¿Por mi causa? ‑dijo el joven‑, ¡oh!, no: el conde me hará justicia en atestiguar que le he rogado que desbaratase mi proyectado matrimonio y que afortunadamente lo ha conseguido: el conde dice que no ha sido él, y que no debo darle las gracias; sea, edificaré como los antiguos un altar Deo ignoto.

‑Escuchad ‑dijo Montecristo‑, no soy yo, puesto que mi amis­tad con el futuro suegro se ha enfriado mucho, lo mismo que con el joven; solamente Eugenia me ha conservado su afecto, porque no teniendo ella gran vocación al matrimonio, ha visto cuán poco dis­puesto estaba yo a contribuir a que ella perdiera su libertad.

‑¿Y decís que ese matrimonio está casi hecho?

‑¡Oh! ¡Dios mío! Sí, a pesar de cuanto yo he dicho; conozco muy poco al joven, pretenden que es rico y de buena familia; pero para mí esto no pasa de dicen que dicen: bastantes veces se lo he dicho a Danglars, pero está encaprichado con su Luques. He llegado incluso a hacerle sabedor de una circunstancia sumamente grave: el joven lo cambiaron mientras estaba criándole el ama, robado por unos gitanos, o perdido por su preceptor, en lo que no estoy muy cierto; pero sí sé que su padre le ha perdido de vista por más de diez años, y sólo Dios sabe lo que habrá estado haciendo durante estos diez años de vida errante; pues bien, nada de esto ha sido bastante, me han encargado que escribiese al mayor pidiendo sus papeles; helos aquí, voy a en­viárselos, pero, como Pilatos, me lavo las manos.

‑Y la señorita de Armilly, ¿qué cara os pone al ver que le qui­táis su educanda?

‑¡Diantre!, no sé, pero parece que se marcha a Italia; la señora de Danglars me ha hablado de ella, y me ha pedido cartas de recomenda­ción para los empresarios y le he dado una para el director de teatros Valle, que me debe algunos favores. Pero ¿qué os pasa, Alberto? Estáis triste. ¿A que sin saberlo estáis enamorado de la señorita de Danglars?

‑No ‑dijo Alberto sonriendo tristemente. Beauchamp se puso a mirar los cuadros.

‑Pero, en fin ‑continuó Montecristo‑, no estáis en vuestro es­tado normal. ¿Qué os ocurre? Decídmelo.

‑Tengo jaqueca ‑dijo Alberto.

‑Pues bien, mi querido vizconde ‑dijo Montecristo‑, tengo en­tonces un remedio infalible que proponeros, y que me ha salido bien siempre que he sufrido algún contratiempo.

‑¿Cuál? ‑preguntó el joven.

‑Un viaje.

‑¿De veras? ‑dijo Alberto.

‑Sí, y en este momento, que estoy sumamente contrariado, me marcho. ¿Queréis venir conmigo?

‑¿Vos contrariado, conde? ‑dijo Beauchamp‑, ¿y por qué?

‑Vive Dios, quisiera veros con la instrucción de un proceso cri­minal en casa.

‑¡Una instrucción...! ¿Qué instrucción?

‑¡Eh!, la que el señor Villefort dirige contra mi amable asesino, una especie de bandolero escapado del presidio de Tolón, según pa­rece.

‑¡Ah!, es verdad ‑dijo Beauchamp‑, he leído el hecho en los periódicos. ¿Y quién era ese Caderousse?

‑Parece que es un provenzal: el señor de Villefort ha oído hablar de él cuando estaba en Marsella, y el señor Danglars se acuerda de haberlo visto; el resultado es que el señor procurador del rey se ha encargado con mucho interés del asunto, según parece, y ha intere­sado hasta el más alto grado al prefecto de policía; gracias a este in­terés, al que les estoy sumamente reconocido, hace quince días que me envían a cuantos ladrones pueden coger en París y sus cercanías, bajo el pretexto de que son los asesinos del señor Caderousse, y el re­sultado será, si esto continúa, que dentro de tres meses no habrá en el bello reino de Francia un ladrón o asesino que no tenga en la uña el plano de mi casa; tomo, pues, el partido de abandonársela toda, y me voy tan lejos como me alcance la tierra. Venid conmigo, vizconde, os llevo de buena gana.

‑Con mucho gusto.

‑¿Entonces es cosa hecha?

‑Sí; pero ¿adónde vamos?

‑Ya os lo he dicho, donde el aire es puro, donde el ruido adorme­ce, donde por orgulloso que el hombre sea, se siente humillado y pe­queño; amo estas impresiones, yo, a quien llaman el dueño del mun­do como a Augusto.

‑Pero ¿adónde vais?

‑Al mar, vizconde, al mar. Soy un marino; siendo niño me he me­cido en los brazos del viejo Océano, y me he reposado en el seno de la bella Anfitrite; he jugado con la verde capa del uno y con el azula­do vestido de la otra. Amo al mar como se ama a una mujer, y no puedo estar separado mucho tiempo de él.

‑Vamos, conde, vamos.

‑¿Al mar?

‑Sí.

‑¿Aceptáis?

‑Desde luego, acepto.

‑Pues bien, vizconde, esta tarde estará en mi patio un buen briska de viaje, en el que puede uno recostarse como en su cama. Este briska será conducido por cuatro caballos de posta. Señor Beauchamp, ca­ben cuatro cómodamente. ¿Queréis venir con nosotros?, os llevo también.

‑‑Gracias, vengo del mar.

‑¡Cómo! ¿Que venís del mar?

‑Sí, he hecho una pequeña excursión a las islas Borromeas.

‑¡Qué importa!, venid ‑dijo Alberto.

‑No, mi querido Morcef, debéis conocer que cuando rehúso es porque me es imposible. Además ‑añadió bajando la voz‑, convie­ne que permanezca en París, aunque no sea más que para cuidar de las comunicaciones que puedan hacerse al periódico.

‑¡Ah!, sois un excelente amigo ‑dijo Alberto‑; vigilad, mi que­rido Beauchamp, y procurad descubrir al enemigo a quien debemos esta fatal revelación.

Alberto y Beauchamp se separaron y estrechándose la mano, se dije­ron cuanto delante de un extraño no podían pronunciar sus labios.

‑Excelente joven es este Beauchamp ‑dijo Montecristo des­pués que se marchó el periodista‑. ¿Verdad, Alberto?

‑¡Ah!, sí; un hombre singular, os lo aseguro, le quiero con toda mi alina; pero ya que estamos solos, aunque me es indiferente, os pre­guntaré ¿adónde vamos?

‑A Normandía, si os parece.

‑¿Estaremos completamente en el cameo, sin sociedad, sin veci­nos?

‑Sí; no tendremos más que caballos para correr, perros para cazar y una barca para pescar; he aquí todo.

‑Es cuanto necesito; voy a prevenir a mi madre, y estoy a vues­tras órdenes.

‑Pero ‑dijo Montecristo‑, ¿os permitirán venir?

‑¿Cómo?

‑Venir a Normandía.

‑¡A mí! Soy completamente fibre.

‑Para ir donde os parezca, solo, sí, lo sé, pues os he encontrado en Italia.

‑¡Y bien!

‑¡Pero viajar con el hombre misterioso, a quien llaman el conde de Montecristo... !

‑Poca memoria tenéis, conde.

‑¿Por qué?

‑Porque habéis olvidado el gran afecto y simpatía que os he dicho que mi madre os profesa.

‑Muchas veces la mujer varía, ha dicho Francisco I: la mujer es como la onda, dijo Shakespeare; el uno era un gran rey, el otro un gran poeta, y ambos debían conocer bien a la mujer.

‑Sí, la mujer; pero mi madre no es la mujer, es una mujer...

‑Permitid a un extranjero ignorar la fuerza de las expresiones de vuestro idioma.

‑Quiero decir que mi madre es poco pródiga en sus afectos, pero una vez que los concede, son para siempre.

‑¡Ah! ‑dijo suspirando Montecristo‑, ¿y creéis que me haga el honor de dispensarme algún afecto particular y no la más pura in­diferencia?

‑Oídme bien ‑respondió Morcef‑, os lo he dicho y os lo repito: es preciso que seáis un hombre muy superior.

‑¡Oh!

‑Sí; porque mi madre ha sido subyugada por vos, le inspiráis un gran interés, y cuando estamos solos no hace sino hablarme de vos.

‑¿Os dice que desconfiéis de Manfredo?

‑Al contrario, me dice: Morcef, creo al conde noble y generoso, procura que lo quiera.

Montecristo volvió la vista y lanzó un suspiro.

‑¡Ah! , verdaderamente ‑dijo.

‑De suerte que ‑continuó Alberto‑, conoceréis que lejos de oponerse a mi viaje, lo aprobará, puesto que entra en las recomenda­ciones que me hace diariamente.

‑Id, pues ‑dijo Montecristo‑, y hasta la tarde: estad aquí a las cinco, llegaremos allá a las doce o a la una, a más tardar.

‑¡Cómo! ¿A Treport?

‑A Treport o a sus cercanías.

‑¿No necesitáis más que ocho horas para andar cuarenta y ocho leguas?

‑Y aún es mucho ‑dijo Montecristo.

‑Desde luego. Sois el hombre de los prodigios, y conseguiréis no sólo ir más veloz que los vagones de los trenes, lo que en Francía no es muy difícil, sino que sobrepujaréis en velocidad al telégrafo.

‑Con todo, vizconde, como necesitamos siete a ocho horas para llegar allá, sed puntual.

‑Descuidad, no tengo hasta esa hora ninguna otra cosa más que hacer que preparar mi viaje.

‑Hasta las cinco, pues.

‑Hasta las cinco.

Alberto salió. Montecristo, después de saludarle sonriendo, per­maneció un instante pensativo y como absorto en una profunda me­ditación; finalmente, pasando la mano por su frente, como para apar­tar una molesta idea, se levantó, se acercó a un timbre y llamó dos veces.

Entró Bertuccio.

‑Señor Bertuccio ‑le dijo‑, no es ya mañana o pasado mañana, como había pensado antes, sino esta tarde mismo, cuando quiero salir para Normandía; desde ahora hasta las cinco tenéis tiempo sobrado; haced que estén prevenidos los palafreneros del primer relevo; el se­ñor de Morcef me acompaña, id pues.

Bertuccio obedeció; un postillón salió a escape a Poutoise para de­cir que a las seis en punto pasaría la silla de posta; desde Poutoise transmitió el aviso al relevo siguiente, y así continuó de relevo en re­levo, de suerte que seis horas después todos estaban advertidos y prontos.

Antes de salir, el conde subió a ver a Haydée, le anunció su viaje y puso toda la casa a su disposición. Alberto fue puntual; el viaje, triste al principio, se modificó poco a poco: Morcef no tenía idea de un modo de viajar tan acelerado y al mismo tiempo cómodo; mani­festólo así al conde, y éste le dijo:

‑Es cierto, no podéis tener idea de este modo de viajar con vues­tras postas, que corren solamente dos leguas por hora, y mucho me­nos con la estúpida ley que prohíbe que ningún viajero pase antes que otro, de modo que un enfermo o majadero detiene y encadena, por decirlo así, tras él a los demás, aunque éstos, sanos y alegres, quieran correr doble; para evitar estos inconvenientes viajo siempre con pos­tillones y caballos míos. ¿No es así, Alí?

Y el conde, asomando la cabeza por la portezuela, dio una especie de chillido para excitar a los caballos; parecía como si les hubieran na­cido alas.

El coche corría veloz como el rayo, y todos volvían la cabeza al ver­lo pasar. Alí se sonreía mostrando sus blancos dientes; repetía este chillido, y llevando apretadas las riendas, excitaba a los caballos, cu­yas bellas crines flotaban con el viento: Alí, el hijo del desierto, se encontraba en su elemento, y con su cara negra, sus ardientes ojos y su turbante blanco parecía, en medio del torbellino de polvo que levan­taban los caballos, el genio del simún o el dios del huracán.

‑He aquí un placer que no conocía ‑dijo Morcef, y desaparecie­ron de su frente las últimas señales de tristeza‑. ¿Pero dónde habéis encontrado semejantes caballos? ‑preguntó al conde‑, ¿los habéis criado ex profeso?

‑Adivinasteis. Hace seis años que hallé en Hungría un caballo se­mental, famoso por la ligereza: lo compré, no me acuerdo en cuánto. Bertuccio lo pagó. En aquel año tuvo treinta y dos hijos; vamos a pa­sar revista a toda esa prole. Son todos iguales, negros, sin una mancha, excepto una estrella blanca en la frente, porque tuve cuidado de que se le escogiesen yeguas excelentes, como el sultán escoge favoritas.

‑¡Es admirable... ! Pero decidme, conde, ¿qué habéis hecho con to­dos esos caballos?

‑Ya lo veis, viajo con ellos. Cuando no los necesite, Bertuccio los venderá. Dice que ganará treinta o cuarenta mil francos en ellos.

‑Pero no habrá rey en Europa bastante rico para comprarlos todos.

‑Los venderá a algún visir del Oriente, que dejará vacío su teso­ro para pagarlos y que lo volverá a llenar administrando a sus súbdi­tos la bastonada en la planta de los pies.

‑¿Queréis, conde, que os participe una idea que acaba de ocurrír­seme?

‑Decid.

‑Que, después de vos, Bertuccio debe ser el simple particular más rico de Europa.

‑Pues bien, os engañáis, vizconde, estoy seguro de que no tiene dos reales.

‑¿Es posible? ‑preguntó el joven‑. Ese Bertuccio es un fenó­meno; mi querido conde, me contáis cosas maravillosas, casi increí­bles.

‑Nada hay de maravilloso, Alberto: los números y la razón os lo probarán; escuchad pues: cuando un mayordomo roba, ¿por qué lo hace?

‑Porque tal es la condición de todos ellos, según creo ‑dijo Al­berto.

‑Os equivocáis. Roba porque tiene mujer, hijos y deseos ambicio­sos para él y su familia; roba principalmente porque no tiene la cer­teza de permanecer siempre con su amo, y quiere asegurar su porve­nir. Ahora bien, Bertuccio es solo, no tiene pariente alguno, toma de mi dinero lo que necesita sin tener que darme cuenta, y está seguro de que no se separará nunca de mí.

‑¿Por qué?

‑Porque no encontraré otro tan bueno.

‑No salís de un círculo vicioso, cual es el de las probabilidades.

‑¡Oh!, no; estoy en lo cierto: el buen criado para mí es aquel so­bre quien tengo derecho de vida y muerte.

‑¿Y lo tenéis sobre Bertuccio?

‑Sí ‑respondió con frialdad el conde.

Hay palabras que ponen fin para siempre a una conversación; el sí del conde era una de ellas. El viaje continuó con la misma velocidad; los treinta y dos caballos, divididos en ocho relevos corrieron las cua­renta y ocho leguas en ocho horas.

Llegaron a medianoche a la puerta de un hermoso parque; el conserje tenía la reja abierta, y de pie junto a ella parecía esperar a su amo; le había advertido de su llegada el postillón del último relevo.

A las dos y media de la mañana llevaron a Morcef a su cuarto, halló un baño y la cena preparada; el criado que venía durante el camino sentado detrás estaba a sus órdenes. Bautista, que había venido en la delantera, servía al conde.

Alberto tomó un baño, cenó y se acostó; adormecióle el ruido de las alas, melancólico y triste; al levantarse se fue derecho a la ventana, la abrió y se encontró en una azotea, desde la que veía perfectamente el mar, es decir, la inmensidad, y por la espalda, el hermoso parque y un bosque.

En una rada inmediata mecíase una ligera corbeta, estrecha en la carena, elegante en su armadura, y que llevaba en el árbol mayor un pabellón con las armas de Montecristo, que era un monte de oro, con una cruz sobre un mar azul, lo que podía muy bien ser una alu­sión a su título, recordando el Calvario, que la pasión de Nuestro Se­ñor convirtió en una montaña más preciosa que el oro, y la cruz, infa­me antes, que su pasión divina hizo santa, o también alguna alusión personal al sufrimiento y regeneración que se ocultaba en los antece­dentes, ignorados de todos, de aquel hombre misterioso.

En torno a la goleta había un grupo de barcas de pescadores de los lugarcillos inmediatos, que parecían súbditos esperando la orden de su reina. Allí, como en cualquier otra parte en que Montecristo se dete­nía, se encontraban todas las comodidades de la vida tan perfec­tamente metodizadas, que con facilidad se acostumbraba cualquiera a ellas.

Alberto encontró en su antecámara dos escopetas y todos los utensi­lios necesarios a un cazador; una pieza situada en el piso bajo estaba destinada a guardar todas las ingeniosas máquinas que los ingleses, grandes pescadores, porque son muy cachazudos y ociosos, no han podido aún hacer adoptar a los rutinarios franceses.

Pasóse el día en estos ejercicios, en los que Montecristo era sobre­saliente; mataron una docena de faisanes en el parque, pescaron infi­nidad de truchas, y tomaron el té en la biblioteca.

Al tercer día por la tarde Alberto, fatigado de una vida tan activa, y que parecía un juego para Montecristo, dormía en un sillón inme­diato a la ventana, y el conde trazaba con su arquitecto el plan de un invernadero que quería construir en su jardín, cuando el galope de un caballo despertó al joven; miró por la ventana, y con desagradable sorpresa vio a su camarero, a quien no había querido traer consigo, por no causar tantas molestias a Montecristo.

‑¡Florentín, aquí! ‑gritó levantándose apresurado‑. ¿Está mala mi madre?

Y salió con precipitación. Montecristo le siguió con la vista, le vio, acercóse al criado, y éste, sin poder respirar aún, sacó del bolsillo un paquete cerrado y sellado, y se lo entregó: contenía una carta y un periódico.

‑¿De quién es esa carta? ‑inquirió Alberto.

‑Del señor Beauchamp ‑respondió Florentín.

‑¿Es Beauchamp el que os ha enviado?

‑Sí, señor; me llamó a su casa, me dio el dinero necesario para el viaje, hizo que me entregasen un caballo de posta, y que le prometiera no pararme hasta llegar a veros; he corrido quince horas seguidas.

Alberto abrió la carta conmovido; apenas leyó los primeros renglo­nes, lanzó un grito y cogió el periódico con manos trémulas. De repen­te oscurecióse su vista, flaquearon sus piernas, y viendo que iba a caerse se apoyó en el brazo que Florentín le presentaba.

‑Pobre joven ‑dijo Montecristo, pero tan bajo que nadie pudo oír aquellas palabras de compasión‑. Está escrito que las faltas de los padres recaerán sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación.

Alberto había ido entretanto recobrando sus fuerzas; continuó le­yendo, separando con la mano los cabellos que cayeron sobre su fren­te bañada de sudor, y arrugó entre sus manos la carta y el perió­dico.

‑Florentín ‑dijo‑, ¿vuestro caballo está en disposición de to­mar el camino de París?

‑Es un mal jaco de posta y está desherrado.

‑¡Oh! ¡Dios mío! ¿Y cómo estaban en casa cuando salisteis?

‑Bastante tranquilos; pero cuando volví de casa del señor Beau­champ encontré a la señora llorando, me llamó para que la informase de cuándo volveríais; le dije que iba a buscaros de parte del señor Beauchamp, hizo un movimiento como para detenerme, mas luego re­flexionó un instante y me dijo:

‑Id, Florentín, y que vuelva pronto.

‑Sí, madre mía, sí ‑dijo Alberto‑, volveré; ¡ah!, tranquilizaos, ¡y ay del infame... ! Pero lo primero es pensar en volver ‑y dirigióse al cuarto en que había dejado a Montecristo.

No era ya el mismo hombre; cinco minutos habían sido suficientes para producir una triste metamorfosis en Alberto; había salido del cuarto en estado normal; volvió a entrar con la voz alterada, la cara enrojecida, los ojos centelleantes y el modo de andar incierto de un hombre ebrio.

‑Conde ‑dijo‑, os doy las gracias por vuestra generosa hospitalidad, hubiera deseado disfrutar de ella más tiempo, pero me es pre­ciso volver a París.

‑¿Pues qué ha ocurrido?

‑Una gran desgracia; mas permitidme que me vaya: se trata de una cosa que es mil veces más preciosa que la vida; no me preguntéis, conde, os lo suplico; mandad, eso sí, que me den un caballo.

‑Todos los míos están a vuestra disposición, vizconde, pero vais a destrozaros corriendo la posta a caballo; tomad mi silla, o si no un cabriolé.

‑No; tardaría más, y además, ese mismo cansancio me hará bien, no temáis.

Dio una vuelta en derredor, como un hombre herido por una bala, y fue a caer en un sillón junto a la puerta. Montecristo no vio este segundo momento de debilidad porque estaba asomado a la ventana, gritando:

‑Alí, un caballo para el señor de Morcef; pronto, que lleva prisa.

Estas palabras volvieron la vida a Alberto, lanzóse fuera del cuarto y el conde le siguió.

‑Gracias ‑‑dijo el joven montando a caballo‑, venid tras de mí, lo más pronto que podáis, Florentín. ¿Qué debo decir para que con­tinúen dándome caballos?

‑Nada, basta que vean el que montáis para que os ensillen inme­diatamente otro.

Alberto iba a partir, pero se detuvo.

‑Pensaréis que mi viaje es extraño ‑dijo el joven‑, no com­prenderéis cómo algunas líneas escritas en un periódico han podido reducir a un hombre a la desesperación. Pues bien ‑añadió dándole el periódico‑, leed eso, pero solamente cuando yo me haya marchado, a fin de que no veáis mi confusión.

Y mientras el conde recibía el periódico, hincó las espuelas al ca­ballo, que admirado de que hubiese jinete que pudiese creer que las necesitaba, partió a escape, veloz como una flecha.

Siguióle el conde con la vista, y su mirada expresaba un sentimien­to de compasión indefinible, y cuando desapareció leyó lo siguiente en el periódico:

El oficial francés al servicio de Alí‑Bajá, de Janina, de que hablaba hace tres semanas El Imparcial, y que no solamente vendió el castillo de Janina, sino que entregó a los turcos a su bienhechor, se llamaba, efectivamente, Fernando en aquella época, como dijo nuestro honora­ble colega, pero después agregó a su nombre un título de nobleza y el de una de sus tierras.

Actualmente se llama el conde de Morcef, y es miembro de la Cá­mara de los Pares.

 

Por consiguiente, aquel terrible secreto que Beauchamp había ocul­tado tan generosamente aparecía como un fantasma armado; y otro periódico cruelmente informado había publicado al día siguiente de la salida de Alberto para Normandía, aquellos pocos renglones que casi volvieron loco al joven.

 


Date: 2015-12-17; view: 582


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