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Capítulo noveno 3 page

De repente hizo un movimiento tan brusco que yo me sobrecogí de miedo. Y sin apartar la vista del punto que reclamaba su atención, pidió su anteojo.

Mi madre se lo entregó, más blanca que el estuco contra el que se apoyaba. Yo vi temblar a mi madre.

‑¡Una barca...!, ¡dos...!, tres... ‑murmuró mi padre‑, ¡cuatro!

Y se levantó cogiendo sus armas, llenando de pólvora, me acuer­do, la cazoleta de sus pistolas.

‑Basiliki ‑dijo a mi madre con un visible estremecimiento‑, éste es el instante que va a decidir de nosotros. Dentro de media hora sabremos la respuesta del sublime emperador. Retírate al sutr terráneo con Haydée.

‑No quiero separarme de vos ‑dijo Basiliki‑, si morís, señor, con vos quiero morir también.

‑¡Idos al lado de Selim! ‑gritó mi padre.

‑¡Adiós, señor! ‑murmuró mi madre, obediente a las órdenes de mi padre.

‑¡Acompañad a Basiliki! ‑gritó mi padre a sus palicarios.

Pero a mí me habían olvidado. Me precipité hacia él y extendí mis manos. Me vio, a inclinándose hacia mí, puso sus abrasados labios sobre mi frente. ¡Oh!, ¡este beso! Este beso fue el último y aún lo siento sobre mi frente.

Al bajar distinguíamos a través de las ventanas las barcas, cuyo tamaño aumentaba sobre la superficie de las ondas, y que, semejan­tes a puntos negros, parecían ahora aves marinas deslizándose sobre el agua.

Durante este tiempo, veinte palicarios sentados a los pies de mi padre, y ocultos por los pedestales, esperaban con ojos inyectados en sangre la llegada de las barcas, y tenían preparados sus largos fusiles incrustados de nácar y de plata. Cartuchos en gran número estaban esparcidos sobre el pavimento. Mi padre miraba su reloj y se paseaba con angustia.

Fue lo que más me sorprendió cuando me separé de mi padre después de recibir de él su último beso.

Mi madre y yo atravesamos el subterráneo. Selim continuaba en su puesto. Al vernos se sonrió tristemente. Fuimos a buscar unos almohadones a la parte opuesta de la caverna, y nos sentamos al lado de Selim; en los grandes peligros se siente una impresión inexpli­cable y aunque yo era muy niña, conocía que pesaba sobre nuestras cabezas un grave desastre.

Alberto había oído contar, no a su padre, que jamás hablaba de ello, sino a sus conocidos, los últimos momentos del visir de Janina; había leído varios párrafos que los periódicos dedicaron a describir su muerte. Pero aquella historia, contada por la hija del bajá, y aquel tierno acento, le infundían a la vez un encanto y un horror inexpli­cables.



En cuanto a Haydée, entregada a aquellos terribles recuerdos, había hecho una pausa. Su frente, como una flor que se dobla en un día de tempestad, descansaba sobre su mano, y sus ojos, perdidos vaga­mente, parecían ver en el horizonte las montañas y las aguas azules del lago de Janina, espejo mágico que reflejaba el sombrío cuadro que describía.

Montecristo la miraba con una inefable expresión de interés y de piedad.

‑Continúa, hija mía ‑le dijo en griego.

Haydée levantó su frente, como si las sonoras palabras que aca. baba de pronunciar Montecristo la hubiesen sacado de un sueño, y replicó:

‑Eran las cuatro de la tarde. Pero, aunque el día estaba diáfano y brillante, nos hallábamos sumergidos en la sombra del subterráneo.

Un solo resplandor brillaba en la caverna, semejante a una estrella en el fondo de un cielo negro. Era la mecha de Selim.

Mi madre era cristiana, y rezaba.

Selim repetía de cuando en cuando estas alb ‑¡Dios es grande!

Sin embargo, mi madre tenía alguna desconfianza.

Al bajar había creído reconocer al francés que había sido enviado a Constantinopla, y en el cual mi padre tenía toda su confianza, porque sabía que los soldados del suelo francés son por lo general nobles y generosos.

Avanzó hacia la escalera y se puso a escuchar.

‑Se acercan ‑dijo‑, ¡con tal que traigan la paz y la vida!

‑¿Qué temes, Basiliki? ‑respondió Selim con su voz suave y fiera a la vez‑. Si no traen la vida, les daremos la muerte.

Y atizaba la llama de su lanza con un ademán que le hacía ase­mejarse al Dionysos de la antigua Creta.

Pero yo, que no era más que una pobre niña, tenía miedo de aquel valor, que me parecía feroz a insensato, y me asustaba aquella muer­te espantosa en el aire y en las llamas.

Mi madre sufría las mismas impresiones, porque la veía estreme­cerse.

‑¡Dios mío! ¡Dios mío!, mamá ‑exclamé‑. ¿Vamos a morir?

Y al oír esto, el llanto y los lamentos de las esclavas subieron de punto.

‑Hija mía ‑dijo Basiliki‑. ¡Dios lo preserve de llegar a desear esta muerte que tanto temes hoy!

Y después dijo en voz baja:

‑Selim, ¿cuál es la orden de lo señor?

‑Si me manda su puñal, es que el Sultán se niega a perdonarle, y prendo fuego. Si me manda su anillo, es que el Sultán le perdona, y apago la mecha.

‑Amigo ‑díjole mi madre‑, cuando llegue la orden de lo amo, si lo envía el puñal, en lugar de matarnos a las dos con esa muerte que nos espanta, lo presentaremos el cuello y nos matarás antes con el mismo puñal.

‑Está bien, Basiliki ‑respondió tranquilamente Selim.

De repente oímos unos fuertes gritos. Escuchamos. Eran gritos de alegría. El nombre del francés que había sido enviado a Constan­tinopla resonaba repetido por nuestros palicarios: Era evidente que traía la respuesta del sublime emperador y que esta respuesta era favorable.

‑¿Y no os acordáis de ese nombre? ‑dijo Morcef pronto a ayu­dar a la narradora.

Montecristo le hizo una seña.

‑No, no me acuerdo ‑respondió Haydée‑. El ruido aumentaba. y oyéronse pasos más cerca de nosotros. Bajaban la escalera del sub­terráneo. Selim preparó su lama. Pronto apareció una sombra en el crepúsculo azulado que formaban los rayos de luz al penetrar hasta la puerta de la cueva.

‑¿Quién eres? ‑gritó Selim‑. Pero quienquiera que seas, no des un paso más.

‑¡Gloria al Sultán! ‑dijo la sombra‑. Se le ha concedido el perdón al visir Alí, y no sólo puede vivir, sino que hay que devol­verle su fortuna y sus bienes.

Mi madre profirió un grito de alegría y me estrechó contra su rnrazón.

‑¡Detente! ‑le dijo Selim al ver que se lanzaba ya para salir‑. ¡Sabes que necesito el anillo!

‑Es verdad ‑dijo mi madre, y cayó de rodillas, levantándome hacia el cielo, como si al mismo tiempo que rogaba a Dios por mí, quisiera levantarme hacia El.

Haydée se detuvo por segunda vez, vencida por una emoción tal, que su frente pálida estaba bañada por el sudor, y su fatigada voz parecía incapaz de salir de su garganta.

El conde de Montecristo llenó un vaso de agua helada y se lo presentó, diciendo con una dulzura que dejaba traslucir una gran ternura:

‑Valor, hija mía.

Haydée enjugó sus ojos y su frente, y prosiguió:

‑Durante este tiempo nuestros ojos, acostumbrados a la oscuri­dad, habían reconocido al enviado del bajá. Era un amigo.

Selim le había reconocido, pero el valeroso joven no sabía más que una cosa: ¡Obedecer!

‑¿En nombre de quién vienes? ‑dijo.

‑Vengo en nombre de vuestro señor Alí‑Tebelín.

‑¿Sabes lo que debes entregarme, si vienes en nombre de Alí?

‑Sí ‑dijo el enviado‑, lo traigo su anillo.

Al mismo tiempo levantó su mano sobre su cabeza, pero estábamos demasiado lejos para conocer qué era lo que en ella tenía.

‑No veo lo que tienes ahí ‑dijo Selim.

‑Acércate ‑dijo el mensajero‑, o me acercaré yo.

‑Ni uno ni otro ‑respondió el joven soldado‑, deja en el sitio donde estás el objeto que me muestras y retírate hasta que lo haya visto.

‑De acuerdo ‑dijo el mensajero.

Y después de haber colocado la señal de reconocimiento en el sitio indicado, se retiró.

Nuestro corazón palpitaba fuertemente, porque, en efecto, el ob­jeto parecía ser un anillo. Pero... ¿sería el de mi padre?

Selim, siempre con su lanza en la mano y la mecha encendida, se dirigió a la abertura, se inclinó radiante hacia el rayo de luz y reco­gi6 la señal.

‑¡El anillo del visir! ‑dijo besándolo‑. ¡Dios es grande!

Y agarró la mecha, la tiró contra el suelo y allí la apagó con el pie.

El mensajero lanzó un grito de alegría y dio tres palmadas. Al oír esta señal, cuatro soldados del seraskier Kourchid aparecieron en la puerta y Selim cayó atravesado de cinco puñaladas. Cada cual había dado la suya.

Y, en seguida, ebrios de codicia, aunque pálidos de miedo, se pre­cipitaron en el subterráneo, buscando por todos los rincones y reco­giendo sacos de oro.

Entretanto, mi madre me cogió en sus brazos, y con toda la agili­dad de que era capaz, se precipitó hacia unas sinuosidades, llegó a una escalerilla falsa, en la cual reinaba un tumulto espantoso.

Las salas bajas estaban pobladas enteramente por los tehodoars de Kourchid, es decir, por nuestros enemigos.

Cuando mi madre iba a empujar la puertecita, oímos la terrible y amenazadora voz de mi padre.

Mi madre se asomó a las hendiduras de las planchas. Una abertura había también delante de mis ojos y miré.

‑¿Qué queréis? ‑decía mi padre a unos hombres que tenían en la mano un papel con caracteres dorados.

‑Queremos ‑respondió uno de ellos‑ comunicarte las órdenes de Su Alteza ¿Ves esta firma?

‑La veo ‑dijo mi padre.

‑Pues bien, lee. Pide lo cabeza.

Mi padre arrojó una carcajada más espantosa que una amenaza, y aún no había cesado, cuando disparó dos pistoletazos matando a dos hombres.

Los palicaros que se hallaban escondidos alrededor de mi padre se levantaron a hicieron fuego. La sala se llenó de ruido, llamas y humo.

Al momento empezó el fuego en la parte opuesta y las balas aguje­rearon los tabiques alrededor de nosotras.

¡Oh! ¡Cuán bello y majestuoso estaba el visir Alí‑Tebelín, mi pa­dre, en medio de las balas, con la cimitarra empuñada, y el rostro ennegrecido por la pólvora! ¡Cómo huían sus enemigos!

‑¡Selim! ¡Selim!, guardián del fuego, ¡cumple con lo deber!

‑¡Selim ha muerto! ‑respondió una voz sorda que parecía salir delas profundidades del quiosco‑, y tú, Alí, estás perdido.

Al mismo tiempo se oyó una detonación sorda, y un tabique voló en mil pedazos alrededor de mi padre.

Sin embargo, no estaba herido.

Los tehodoars tiraban por las aberturas de los tabiques. Tres o cuatro palicarios cayeron mortalmente heridos.

Mi padre rugía como un león. Introdujo sus dedos por los agujeros de las balas y arrancó una tabla entera, dejando un hueco bastante grande para podet huir, como pensaba.

Sin embargo, al mismo tiempo, estallaron veinte tiros por esta abertura, y las llamas, que salían como de un volcán, llegaron hasta los arabescos del techo.

En medio de todo este espantoso tumulto, en medio de estos gritos terribles, dos de ellos más fuertes que los demás, dos de ellos más desgarradores que todos, me helaron de espanto.

Aquella última explosión hirió mortalmente a mi padre y él fue quien lanzó los dos gritos.

No obstante, había permanecido en pie y habíase agarrado a una ventana. Mi madre sacudía la puerta para ir a morir con él, pero la puerta estaba cerrada por dentro.

A su alrededor los palicarios luchaban con las convulsiones de la agonía. Dos o tres que no estaban heridos se lanzaron por las ven­tanas.

Al mismo tiempo, el pavimento se estremeció, mi padre cayó sobre una rodilla. Al punto se extendieron hacia él veinte brazos, armados de sables, pistolas y puñales, a hirieron a la vez a un solo hombre, y mi padre desapareció en un torbellino de fuego, atizado por aquellos demonios rugientes, como si el infierno se hubiera abierto a sus pies.

Yo caí al suelo. Mi madre también se había desmayado.

Haydée dejó caer sus brazos, lanzando un gemido y mirando al conde como para preguntarle si estaba satisfecho de su obediencia.

El conde se levantó, se dirigió a ella, le cogió una mano y le dijo en griego:

‑Descansa, hija mía, y recobra un poco de valor pensando que hay un Dios que castiga a los traidores.

‑Es una historia espantosa, conde ‑repuso Alberto asustado de la palidez de Haydée‑, y ahora me echo en cara el haber sido tan cruelmente indiscreto.

‑Eso no es nada ‑respondió Montecristo, y poniendo su mano sobre la cabeza de la joven, continuó‑, Haydée es una valerosa mujer; algunas veces ha encontrado alivio a sus males hablando de sus dolores.

‑Porque mis dolores me recuerdan tus beneficios, señor ‑dijo vivamente la joven.

Alberto le dirigió una mirada de curiosidad, porque aún no le había contado lo que deseaba saber, es decir, cómo había llegado a ser esclava del conde.

Haydée vio expresado el mismo deseo en las miradas del conde y en las de Alberto y continuó:

‑Al recobrar mi madre los sentidos, nos hallábamos delante del seraskier.

‑Matadme ‑dijo‑, pero respetad el honor de la viuda de Alí­Tebelín.

‑No es a mí a quien tienes que dirigirte ‑dijo Kourchid.

‑¿A quién, pues?

‑A lo nuevo amo.

‑¿Quién es?

‑Mírale ahí.

Y Kourchid nos mostró uno de los que habían contribuido más ka la muerte de mi padre ‑continuó la joven con cólera sombría.

‑Luego ‑preguntó Alberto‑, ¿fuisteis esclavas de aquel hom­bre?

‑No ‑respondió Haydée‑, no se atrevió a quedarse con noso­tras, nos vendió a unos mercaderes de esclavos que iban a Constan­tinopla. Atravesamos Grecia y llegamos moribundas a la Puerta Im­perial, atestada de curiosos que se hacían a un lado para dejarnos pasar, cuando de repente mi madre siguió con la vista la dirección de sus miradas, lanzó un grito y cayó, mostrándome una cabeza que había encima de la Puerta. Debajo de esta cabeza estaban escritas estas palabras:

 

«Esta es la cabeza de Alí‑Tebelín, bajá de Janina.»

 

Yo me eché a llorar, procuré levantar a mi madre, pero estaba muerta.

Me condujeron al bazar. Un armenio rico me compró, me instruyó, me dio maestros, y cuando tuve trece años me vendió al sultán Mahmud.

.‑Al cual ‑dijo Montecristo‑ yo la compré, como os he dicho, Alberto, por la esmeralda compañera de la que me sirve para guardar mis pastillas de hachís.

‑¡Oh! ¡Tú eres bueno! ¡Tú eres grande!, señor ‑dijo Haydée besando la mano de Montecristo‑, y yo soy feliz al pertenecerte.

Alberto estaba absorto. Apenas podía dar crédito a lo que acababa de oír.

‑Acabad vuestra taza de té ‑le dijo el conde‑, pues la historia ha concluido.

Retrocedamos un poco.

Franz había salido del cuarto de Noirtier tan aterrado, que la misma Valentina tuvo piedad de él.

Villefort, que sólo había articulado algunas palabras incoherentes y que había salido de su despacho, recibió dos horas después la si­guiente carta.

«Después de las revelaciones de esta mañana, no podrá suponer el señor Noirtier de Villefort que sea posible una alianza entre su familia y la del señor Franz d'Epinay, que se horroriza al pensar que el señor de Villefort, que parecía conocer los acontecimientos conta­dos esta mañana, no le haya avisado antes.»

El que hubiese visto en este momento al procurador, abatido por el golpe, no hubiese pensado lo que preveía. En efecto, nunca hubiera creído que su padre llevaría la franqueza, más bien la rudeza, hasta contar semejante historia. Es cierto que el señor Noirtier nunca se había ocupado de aclarar este hecho a los ojos de su hijo, y éste había creído siempre que el general Quesnel, o el barón d'Epinay, había muerto asesinado y no en un duelo leal como se le había demos­trado.

Esta carta tan dura de un joven hasta entonces tan respetuoso era mortal para el orgullo de un hombre como Villefort.

Apenas acababa de entrar en su despacho cuando entró en él también su mujer.

La salida de Franz, llamado por el señor Noirtier, había asombrado de tal modo a todo el mundo, que la posición de la señora de Villefort, que se quedó sola con el notario y los testigos, era cada vez más embarazosa. Entonces la señora de Villefort tomó un partido y salió anunciando que iba a ver lo que ocurría.

El señor de Villefort se contentó con decirle que, a consecuencia de una discusión entre él, el señor Noirtier y el señor d'Epinay, el casamiento de Valentina con Franz se había desbaratado.

Difícil era comunicar esto a los que esperaban. Así, pues, la señora de Villefort, al entrar, se contentó con decir que el señor Noirtier tuvo al comienzo de la conversación un ataque apopléjico, y que por esta razón el contrato se dilataba, naturalmente, para después de algunos días.

Esta noticia, aunque era falsa, causó tal extrañeza después de las dos desgracias del mismo género, que los testigos se miraron asom­brados y se retiraron sin decir una palabra.

Entretanto, Valentina, feliz y espantada a la vez, después de haber abrazado y dado gracias al débil anciano que acababa de romper de un solo golpe una cadena que ella miraba como indisoluble, pidió que la dejasen retirarse a su cuarto, y Noirtier le concedió permiso para ello.

Pero, en lugar de subir a su cuarto, Valentina entró en el corredor, y saliendo por la puertecita, se lanzó hacia el jardín. En medio de to­dos los acontecimientos que acababan de sucederse unos a otros, un terror sordo había oprimido constantemente su corazón. Esperaba de un momento a otro ver aparecer a Morrel pálido y amenazador como el aire de Ravenswod en el contrato de Lucía de Lammer­moor.

En efecto, era tiempo de que llegase a la reja Maximiliano, que había sospechado lo que iba a ocurrir al ver a Franz salir del cemen­terio con el señor de Villefort. Le había seguido, después de haberle visto salir y entrar de nuevo con Alberto y Chateau‑Renaud. Para él ya no había duda. Se dirigió a su huerta preparado a cualquier evento, y seguro de que en su primer momento de libertad, Valentina corre­ría en su busca.

No se había engañado Morrel. Con los ojos arrimados a las tablas de la valla, vio aparecer, en efecto, a la joven que, sin tomar ninguna de las acostumbradas precauciones, corría hacia donde él se encon­traba.

A la primera ojeada que le dirigió Maximiliano se tranquilizó. A la primera palabra que pronunció ella, saltó de alegría.

‑¡Salvados! ‑dijo Valentina.

‑¡Salvados! ‑repitió Morrel, no pudiendo creer en semejante felicidad‑. ¿Salvados, por quién?

‑Por mi abuelo. ¡Oh! ¡Amadle mucho, Morrel!

Morrel juró amar al anciano con toda su alma, y este juramento lo pronunciaba con un placer tanto mayor, cuanto que desde aquel ins­tante no sólo le amaba como a su amigo, sino que le adoraba como a un dios.

‑Pero ¿cómo es posible? ‑preguntó Morrel‑. ¿De qué medios se ha valido?

Valentina iba a abrir la boca para contárselo todo, pero se acordó de que había en el fondo de todo aquello un terrible secreto que no pertenecía sólo a su abuelo.

‑Más tarde ‑dijo‑ os lo contaré todo.

‑¿Pero cuándo?

‑Cuando sea vuestra mujer.

Esto era poner la conversación en un estado en que Morrel accedía gustoso a todo cuanto le pedía Valentina. Dijo para sí que bastante era para un día lo que acababa de saber, pero no consintió en retirar­se sino después de haber exigido la promesa de que vería a Valentina al día siguiente por la noche.

Esta prometió hacer lo que él quisiera.

Todo había cambiado a sus ojos, y seguramente le era menos difícil creer ahora que se casaría con Maximiliano, que convencerse una hora antes que no se casaría con Franz...

Durante este tiempo, la señora de Villefort había subido al cuarto del señor Noirtier, que la miró con aquellos ojos sombríos y severos con que acostumbraba hacerlo.

‑Caballero ‑le dijo ella‑, no necesito comunicaros que el casa­miento de Valentina se ha desbaratado, puesto que aquí es donde ha tenido lugar este acto.

Noirtier permaneció inmóvil.

‑Pero ‑continuó la señora de Villefort‑ lo que vos no sabéis es que yo siempre me había opuesto a tal enlace y que éste se iba a celebrar a pesar mío.

Noirtier miró a su nuera como pidiéndole una explicación.

‑Ahora que se ha deshecho ese matrimonio, por el cual yo sabía la repugnancia que sentíais, voy a dar un paso que no podrían dar el señor de Villefort ni su hija.

Los ojos de Noirtier preguntaron qué pasó era éste.

‑Vengo a suplicaros ‑continuó la señora de Villefort‑, como la única que tiene derecho a hacerlo, porque no reportaré utilidad algu­na de ello. Vengo a suplicaros que devolváis la herencia a vuestra nieta.

Los ojos de Noirtier permanecieron un instante inciertos. Eviden­temente buscaba los motivos de este paso y no podía hallarlos.

‑¿Puedo esperar, caballero, que vuestras intenciones estén en ar­monía con la súplica que vengo a haceros?

‑Sí ‑indicó Noirtier.

‑Entonces me retiro feliz y llena de reconocimiento hacia vos.

Y saludando al señor Noirtier se retiró.

En efecto, al día siguiente mandó Noirtier llamar a un notario. Se rompió el primer testamento y redactóse otro nuevo, en el que dejó todos sus bienes a Valentina, bajo las condiciones de que no la sepa­rarían de él.

Algunas personas calcularon entonces que la señorita de Villefort, heredera del marqués y de la marquesa de Saint‑Merán, y amada de su abuelo, tendría algún día trescientas mil libras de renta.

Mientras en casa de los Villefort se rompía este casamiento, el con­de de Morcef recibió la visita del de Montecristo, y para mostrar sus deseos de complacer a Danglars, se vistió su uniforme de gala de te­niente coronel con todas sus cruces, y pidió sus mejores caballos.

Luego se dirigió a la calle de Chaussée d'Antin y se hizo anunciar a Danglars, que en aquel momento estaba efectuando sus pagos de fin de mes. No era éste el momento más a propósito para encontrar a Danglars en su mejor humor.

Así, pues, al ver a su antiguo amigo, Danglars tomó su aire majes­tuoso y se repantigó en su sillón.

Morcef, tan grave por lo general, había afectado al contrario un aire risueño y afable. De consiguiente, seguro como estaba de que su pri­mera frase produciría una buena acogida, no hizo más cumplidos, y fue derecho al asunto.

‑Barón ‑dijo‑, aquí me tenéis. Mucho tiempo ha que no hemos hablado acerca de la palabra que mutuamente nos dimos...

Morcef esperaba que se alegrase la fisonomía del banquero al oír estas palabras, pero, al contrario, volvióse casi más impasible y frío que antes.

Por esto Morcef se detuvo en medio de su frase.

‑¿Qué palabra, señor conde? ‑preguntó el banquero, como si buscase en su imaginación la explicación de lo que el general quería decir.

‑¡Oh! ‑dijo el conde‑, vos sois formalista, señor mío, y me re­cordáis que el ceremonial debe hacerse en toda regla. Disculpadme, ¡qué diantre! Perdonadme, como no tengo más que un hijo, y es la primera vez que pienso casarle, estoy aún en el aprendizaje. Vaya..., veamos ahora.

Y Morcef, con una sonrisa forzada, se levantó, hizo una profunda reverencia a Danglars, y le dijo:

‑Tengo el honor, señor barón, de pediros la mano de la señorita Danglars, vuestra hija, para mi hijo, el vizconde Alberto de Morcef.

Pero Danglars, en vez de acoger estas palabras como un favor que Morcef podía esperar de él, frunció las cejas y sin invitar al conde a volverse a sentar, repuso:

‑Señor conde, antes de responderos, tengo necesidad de refle­xionar.

.‑¡De reflexionar! ‑repuso Morcef cada vez más asombrado‑. ¿No habéis tenido tiempo todavía de reflexionar después de ocho años que hablamos de ese casamiento por vez primera?

‑Señor conde, todos los días están sucediendo cosas que hacen que se renueven las reflexiones.

‑¿Pues cómo? ‑preguntó Morcef‑, no os comprendo, barón.

‑Me refiero, caballero, a que hace quince días, nuevas circuns­tancias...

‑Permitid ‑dijo Morcef‑, ¿es eso una comedia o no lo es?, qui­siera saberlo.

‑¿Cómo, una comedia?

‑Sí, pongamos las cartas boca arriba.

‑No os pido otra cosa.

‑¿Habéis visto a Montecristo?

‑Le veo muy a menudo ‑dijo Danglars con petulancia‑. Es uno de mis amigos.


Date: 2015-12-17; view: 466


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