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Capítulo noveno 2 page

‑Os equivocáis, Alberto, lo haré, pues lo tengo prometido.

‑Vamos ‑dijo Alberto‑, ¡qué empeño tenéis también vos en casarme!

‑Quiero estar bien con todo el mundo. Pero, a propósito de Debray, ya no le veo en casa de la baronesa.

‑Está reñido.

‑¿Con ella?

‑No, con él.

‑¿Se ha dado cuenta de algo?

‑Vaya con lo que ahora salís.

‑Pues qué, ¿sospechaba antes...? ‑dijo Montecristo con una sencillez encantadora.

‑¡Ah! ¡Diantre! ¿De dónde venís, mi querido conde?

‑Del Congo, si queréis.

‑Pues no está muy lejos.

‑¿Conozco por ventura a vuestros maridos parisienses...?

‑¡Ah!, mi querido conde, los maridos son iguales en todas partes. Desde el momento en que estudiéis al individuo en un país cual­quiera, conocéis la raza.

‑Entonces, ¿qué causa ha podido indisponer a Danglars con Debray? Parecían tan amigos... ‑añadió Montecristo con mayor sencillez aún.

‑¡Ah!, atañe ya a los misterios de familia. Cuando el señor Ca­valcanti se case, se lo podéis preguntar.

El carruaje se detuvo.

‑Ya hemos llegado ‑‑‑dijo Montecristo‑. No son más que las diez y media, subid.

‑Con mucho gusto.

‑Mi carruaje os llevará.

‑No, gracias; mi cabriolé ha debido seguirnos.

‑Ahí viene, en efecto ‑dijo Montecristo, bajando de su ca­rruaje.

Entraron en la casa y luego en el salón, que estaba iluminado.

‑Decid que nos hagan té, Bautista ‑‑‑dijo Montecristo.

Bautista salió sin hablar una palabra. Dos segundos después volvió con una bandeja con el servicio del té, como si hubiera surgido de debajo de la tierra.

‑En verdad ‑dijo Morcef‑, lo que admiro en vos, mi querido conde, no es vuestra riqueza, otros habrá más ricos que vos. No es vuestro talento, Beaumarchais no tendría más, pero sí tanto como vos. Es vuestro modo de ser servido, sin que nadie os responda una palabra, al minuto, al segundo, como si adivinasen en la ma­nera con que llamáis lo que deseáis, y como si todo lo que deseáis estuviese preparado.

‑Lo que decís no deja de tener fundamento. Ya conocen mis costumbres. Por ejemplo, ahora veréis. ¿No deseáis hacer algo des­pués de beber el té?

‑¡Diantre!, deseo fumar.

Montecristo se acercó al timbre y llamó una vez.

Al instante se abrió una puerta particular y Alí se presentó con dos pipas llenas de excelente latakié.

‑Eso es maravilloso‑dijo Morcef.



‑No ‑repuso Montecristo‑, es muy sencillo. Alí sabe que cuando se toma café o té, se fuma generalmente. Sabe que he pe­dido té, sabe que he entrado con vos, oye que le llamo, sospecha la causa y como es de un país donde se ejerce la hospitalidad, con la pipa sobre todo, en lugar de una, trae dos.

‑Seguramente esa es una explicación como otra cualquiera, pero no es menos cierto que sólo vos..., ¿pero qué es lo que oigo...?

Y Morcef se inclinó hacia la puerta, por la que, en efecto, entra­ban sonidos parecidos a los de un arpa.

‑A fe mía, mi querido vizconde, esta noche la música os persi­gue. Acabáis de oír el piano de la señorita Danglars, para oír luego la guzla de Haydée.

‑Haydée, ¡oh, qué nombre tan adorable! ¿Puede haber mujeres que se llamen Haydée, además de las que así se llaman en los poemas de Byron?

‑Desde luego. Haydée es un nombre muy raro en Francia, pero muy común en Albania y en Epiro. Es lo mismo que si dijeseis cas­tidad, pudor, inocencia.

‑¡Oh! ¡Eso es encantador! ‑dijo Alberto‑. ¡Cómo me gustaría el que se llamasen nuestras francesas señorita Bondad, señorita Si­lencio, señorita Caridad cristiana! Decidme, si la señorita Danglars, en lugar de llamarse Clara‑María‑Eugenia, como la llaman, se llamase señorita Castidad‑Pudor‑Inocencia Danglars, ¡diablo! ¿No sería mu­cho más hermoso?

‑¡Loco! ‑dijo el conde‑. No habléis tan alto, podría oíros Haydée.

‑¿Y se enojaría, tal vez?

‑No ‑‑‑dijo el conde con aire altanero.

‑¿Es amable? ‑preguntó Alberto.

‑No es bondad, es deber; una esclava no se enfada nunca contra su amo.

‑¡Vamos!, no os burléis. ¿Hay todavía esclavos?

‑Sin duda, puesto que Haydée lo es mía.

‑En efecto, vos no hacéis ni tenéis nada semejante a los demás. Esclava del señor conde de Montecristo es una posición en Francia. A juzgar por el modo con que empleáis vuestro dinero, ¿es un des­tino que le valdrá cien mil escudos al año?

‑¡Cien mil escudos! La pobre ha poseído mucho más. Ha venido al mundo sobre tesoros, al lado de los cuales no son nada los de las Mil y una noches.

‑¿Es una princesa?

‑Vos lo habéis dicho, y una de las principales de su país.

‑Ya lo ‑sospechaba. ¿Pero cómo siendo princesa ha podido llegar a ser esclava?

‑¿Y cómo llegó a ser Dionisio el Tirano, maestro de escuela? El azar de la guerra, mi querido vizconde, el capricho de la fortuna.

‑¿Y su nombre es un secreto?

‑Para todo el mundo, sí. No para vos, mi querido vizconde, que sois uno de mis amigos, y que lo guardaréis, ¿no es verdad que guardaréis el secreto?

‑¡Oh, palabra de honor!

‑¿Sabéis la historia del bajá de Janina?

‑¿De Alí‑Tebelín?; sin duda, puesto que a su servicio fue donde adquirió mi padre su fortuna.

‑Es verdad, lo había olvidado.

‑¡Y bien! ¿Qué tiene que ver Alí‑Tebelín con Haydée?

‑Es su hija.

‑¡Cómo! ¿Hija de Alí‑pachá?

‑Y de la hermosa Basiliki.

‑¿Y es esclava vuestra?

‑¡Oh, Dios mío, sí!

‑¿Pues cómo?

‑¡Diantre!, un día que pasaba yo por el mercado de Constanti­nopla, la compré.

‑¡Eso es magnífico!, con vos, señor conde, no se vive, se sueña. Ahora, escuchad, voy a pediros una cosa, seré discreto.

‑Hablad.

‑Pero puesto que salís con ella, puesto que la lleváis a la ópera...

‑¿Y qué más?

‑Bien puedo pediros esto.

‑Podéis pedir lo que queráis.

‑Entonces, mi querido conde, os pido que me presentéis a vuestra princesa.

‑Con mucho gusto, pero bajo dos condiciones.

‑Las acepto antes de conocerlas.

‑La primera, que no confiaréis a nadie esta presentación.

‑¡Muy bien, lo juro! ‑dijo Morcef extendiendo la mano.

‑La segunda, que no le diréis que vuestro padre ha servido al suyo.

‑Lo juro también.

‑Muy bien, vizconde, tendréis presentes estos dos juramentos, ¿no es verdad?

‑¡Oh! ‑exclamó Morcef.

‑Perfectamente. Sé que cumpliréis vuestra palabra.

El conde volvió a llamar con el timbre.

Alí se presentó.

‑Es preciso que avises a Haydée ‑le dijo‑, de que voy a tomar café con ella, y hazle comprender que le pido permiso para presen­tarle uno de mis amigos.

Alí se inclinó y salió.

‑De modo que es cosa convenida. Cuidado con las preguntas directas, querido vizconde. Si deseáis saber algo, preguntádmelo a mí y yo se lo preguntaré a ella.

‑Convenido.

Alí compareció por tercera vez, y tuvo levantado el tapiz para indicar a su amo y a Alberto que podían pasar.

Montecristo dijo:

‑Entremos.

Alberto pasó una mano por sus cabellos y se retorció el bigote. El conde tomó su sombrero, se puso los guantes y precedió a Alberto a la estancia guardada por Alí en la antesala, y defendida por las tres camareras mandadas por Myrtho.

Haydée esperaba en la primera pieza, que era el salón, con sus ojos un tanto dilatados por la sorpresa, porque era la primera vez que otro, además de Montecristo, penetraba hasta sus aposentos. Es­taba sentada sobre un sofá, en un ángulo, con las piernas cruzadas a lo oriental, y había hecho, por decirlo así, un nido en las ricas telas de seda rayadas y bordadas, las más hermosas de Oriente. Junto a ella estaba el instrumento cuyos sonidos la habían descubierto. Estaba encantadora.

Al ver a Montecristo se levantó con aquella su peculiar sonrisa, que expresaba a la par los sentimientos de hija y de enamorada. Montecristo se dirigió hacia donde ella estaba, y le presentó su mano, sobre la cual, como siempre, imprimió sus labios.

Alberto se había quedado junto a la puerta, subyugado por aquella belleza extraña que veía por primera vez, y de la que nadie podía formarse una idea en Francia.

‑¿A quién me traes? ‑preguntó en griego la joven a Montecristo ‑. ¿A un hermano, a un amigo, a un simple conocido o a un enemigo?

‑A un amigo ‑dijo Montecristo en la misma lengua.

‑¿Su nombre?

‑El conde Alberto, es el mismo a quien yo libré de las manos de los bandidos en Roma.

‑¿En qué lengua quieres que le hable?

Montecristo se volvió a Alberto y le preguntó:

‑¿Sabéis el griego moderno?

‑¡Ah! ‑‑‑dijo Alberto‑, ni el moderno, ni el antiguo, mi que­rido conde. Ni Homero ni Platón han tenido nunca un discípulo más pobre y, casi me atrevo a decir, más desdeñoso.

‑Entonces ‑‑dijo Haydée, probando por la pregunta que hacía, que había entendido la de Montecristo, y la respuesta de Alberto‑, hablaré en francés o italiano, si mi señor lo permite.

Montecristo reflexionó un instante.

‑Hablarás en italiano ‑‑dijo.

Y volviéndose a Alberto:

‑Lástima que no sepáis el griego moderno o el griego antiguo, pues Haydée los habla admirablemente. La pobre tendrá que habla­ros en italiano, lo cual os dará una idea falsa de ella.

E hizo una seña a Haydée.

‑Bien venido seas, amigo, que vienes con mi señor y amo ‑dijo la joven en excelente toscano y con su dulce acento romano que hace la lengua de Dante tan sonora como la de Homero‑. Alí, café y pipas.

Y Haydée manifestó a Alberto que se aproximase mientras que Alí se retiraba para ejecutar las órdenes de su señora. Montecristo mostró a Alberto dos almohadones, y cada cual fue a buscar el suyo para acercarse a un magnífico velador cargado de flores naturales, dibujos y libros de música.

Entró Alí, trayendo el café y las pipas. En cuanto a Bautista, la entrada a aquella parte de la casa le estaba prohibida. Alberto rehusó la pipa que le presentaba el nubio.

‑¡Oh!, tomad, tomad ‑dijo Montecristo‑. Haydée está casi tan civilizada como una parisiense. Le desagrada el habano porque no le gustan los malos olores, pero el tabaco de Oriente es un perfu­me, bien lo sabéis.

Alí salió.

Las tazas estaban preparadas, pero habían añadido un azucarero para Alberto. Montecristo y Haydée tomaban el licor árabe a la usanza de los árabes, es decir, sin azúcar.

La joven extendió la mano y tomó con el extremo de sus afilados dedos la taza de porcelana del Japón, que llevó a sus labios con el sencillo placer de un niño que bebe o come una cosa que ama con pasión.

Al mismo tiempo entraron dos mujeres con dos bandejas cargadas de helados y sorbetes que colocaron sobre dos mesitas destinadas a tal efecto.

‑Mi querido huésped, y vos, signora ‑dijo Alberto, en italia­no‑, disculpad mi estupor. Estoy aturdido, y es natural. Me encuen­tro en Oriente, en el verdadero Oriente, no como yo lo he visto, sino como lo he soñado. En el seno de París, hace poco oía rodar los ómnibus y sonar las campanillas de los vendedores de limonada. ¡Oh!, signora, ¡que no sepa yo hablar griego!, entonces vuestra con­versación, unida a este conjunto mágico, me haría recordar esta noche, como la noche más deliciosa de toda mi vida.

‑Hablo bastante bien el italiano para dialogar con vos, caballero ‑‑dijo tranquilamente Haydée‑, y haré todo lo posible, si os gusta el Oriente, para que lo encontréis aquí.

‑¿De qué le he de hablar? ‑preguntó en voz baja Alberto a Montecristo.

‑De lo que queráis. De su juventud, de sus recuerdos, y si que­réis, de Roma, de Nápoles o de Florencia.

‑¡Oh! ‑dijo Alberto‑, no vale la pena teniendo una griega delante, hablarle de todo lo que debía de hablarse a una francesa. Dejadme que le hable de Oriente.

‑Como gustéis, querido Alberto. Por otra parte, es la conver­sación que más le agrada.

Alberto se volvió hacia Haydée.

‑¿A qué edad salisteis de Grecia? ‑preguntó.

‑A los cinco años ‑respondió Haydée.

‑¿Y os acordáis de vuestra patria? ‑preguntó Alberto.

‑Cuando cierro los ojos, veo todo lo que he visto. Hay dos mira­das: La mirada del cuerpo puede olvidar a veces, pero la del alma recuerda siempre.

‑¿Y cuál es la época más remota de que tenéis memoria?

‑Apenas andaba. Mi madre, a quien llaman Basiliki, Basiliki quiere decir real ‑añadió la joven levantando la cabeza‑ mi madre me cogía de la mano y cubiertas las dos con un velo, después de haber puesto en el fondo de la bolsa todo el oro que poseíamos, íbamos a pedir limosna para los prisioneros, diciendo:

‑El que da a los pobres presta al Eterno. Luego, cuando estaba llena la bolsa, volvíamos al palacio, y sin decir nada a mi padre, enviábamos este dinero que nos habían dado, tomándonos por unas mendigas, a un convento que lo repartía entre los prisioneros.

‑Yen esa época, ¿qué edad teníais?

‑Tres años ‑dijo Haydée.

‑Entonces o; tiempo.

‑De todo.

‑Conde ‑dijo en voz baja Morcef a Montecristo‑, debierais permitir a la signora que nos contase algo de su historia. Me habéis prohibido que le hable de mi padre, pero tal vez ella me hablará de él, y no sabéis cuánto gusto tendré en oír pronunciar mi nombre por una boca tan hermosa.

Montecristo se volvió hacia Haydée, y con una seña que indicaba prestase la mayor atención a la recomendación que iba a hacerle, le dijo en griego:

‑Patros men aten, ma de onoma prodotu kai prodosiam, eipe emin[L2] .

Haydée lanzó un suspiro y una nube sombría pasó por su frente tan pura.

‑¿Qué le decís? ‑preguntó en voz baja Morcef.

‑Le repito que sois mi amigo y que no tiene por qué ocultarse delante de vos.

‑Así, pues ‑dijo Alberto‑, aquella piadosa cuestación para los prisioneros es vuestro primer recuerdo, ¿cuál es el otro?

‑¿El otro...? Me veo bajo la sombra de los sicómoros, junto a un lago cuyas aguas temblorosas percibo a través de las hojas de los árboles. Contra el más viejo y el más frondoso estaba mi padre sen­tado sobre almohadones, y yo, débil niña, mientras mi madre estaba recostada a sus pies, jugaba con su larga barba blanca, que le llegaba hasta el pecho, y con el alfanje de puño de diamantes que de su cintura pendía. Luego, veo cuando se le acerca un albanés que le decía algunas palabras a las cuales daba muy poca importancia y respondía con el mismo tono de voz: Matadle o ¡perdonadle!

‑Es extraño ‑dijo Alberto‑ oír tales cosas de boca de una joven, fuera del teatro y pudiendo decir: Esto no es ficción, no es mentira. ¡Ah! ‑añadió‑. ¿Cómo halláis Francia después de haber visto aquel Oriente tan poético, aquellos paisajes tan maravillosos?

‑Creo que es un hermoso país ‑dijo Haydée‑, pero yo miro a Francia tal cual es, porque la miro con ojos de mujer. Mientras que, al contrario, mi país que sólo he visto con mis ojos infantiles, está siempre envuelto en la niebla luminosa o sombría, según mis re­cuerdos hacen de ella una hermosa patria o un lugar de amargos su­frimientos.

acordáis de todo lo que os ha ocurrido desde aquel

‑Tan joven, signora ‑dijo Alberto, cediendo a pesar suyo a un sentimiento de compasión‑, ¿cómo habéis podido sufrir?

Haydée se volvió hacia Monte‑Cirsto, que murmuró haciéndola una seña imperceptible.

‑¡Eipe[L3] !

‑Nada hay que forme el fondo del alina como los primeros recuer­dos, y excepto los dos que acabo de citaros, todos los demás de mi juventud son tristes.

‑Hablad, hablad, signora ‑dijo Alberto‑, sabed que os escucho con un gozo inexplicable.

Haydée se sonrió con tristeza.

‑¿Queréis que pase a mis otros recuerdos?

‑Os lo suplico ‑exclamó Alberto.

‑¡Pues bien!, tenía yo cuatro años, cuando un día fui despertada por mi madre. Estábamos en el palacio de Janina, me tomó en sus brazos, y al abrir los ojos vi los suyos llenos de lágrimas.

Sin pronunciar una palabra me llevó consigo violentamente. Al ver que lloraba, yo también iba a llorar.

‑¡Silencio, niña! ‑me dijo.

Generalmente, a pesar de los consuelos o de las amenazas mater­nas, caprichosa como todos los niños, seguía yo llorando, pero esta vez había en la voz de mi madre una entonación tai de terror, que al punto me callé.

Seguía caminando rápidamente.

Entonces vi que descendíamos por una escalera muy ancha. De­lante de nosotros todas las servidores de mi madre llevando cofres, cajas, objetos preciosos, adornos, joyas, bolsas llenas de oro, descen­dían la misma escalera, o más bien se precipitaban por ella.

Detrás de las mujeres venía una guardia de veinte hombres arma­dos con largos fusiles y pistolas, y vestidos con ese traje que conocéis en Francia desde que Grecia llegó a ser nación.

Algo de siniestro había, creedme ‑añadió Hydée moviendo la cabeza y palideciendo sólo al recordar este incidente‑, en aquella larga fila de esclavos y de mujeres, adormecidas aún, o al menos así lo creía, porque lo estaba yo.

En la escalera veía sombras gigantescas que las antorchas hacían temblar en las bóvedas.

‑¡Pronto, pronto! ¡No hay que perder un instante! ‑dijo una voz en el Tondo de la galería.

Esta voz hizo inclinarse a todo el mundo, a la manera que el

viento inclina con una de sus bocanadas un campo sembrado de espigas.

A mí también me hizo estremecer. Era la de mi padre. Iba el último, cubierto con un magnífico traje, y llevaba en la mano su carabina, que le había regalado vuestro emperador, y apoyado sobre su favorito Selim, nos conducía delante de sí, como conduce un pastor su rebaño de ovejas.

‑Mi padre ‑dijo Haydée‑ era un hombre ilustre, conocido en toda Europa bajo el nombre de Alí‑Tebelín, bajá de Janina y de­lante del cual ha temblado Turquía.

Alberto, sin saber por qué, se estremeció al oír estas, palabras, pro­nunciadas con un acento indefectible de altanería y dignidad. Pare­cióle ver brillar algo de sombrío y espantoso en los ojos de la joven, cuando, semejante a una pitonisa que evoca un espectro, despertó el recuerdo de aquella sangrienta figura, a quien su muerte hizo apa­recer gigantesca a los ojos de Europa.

‑Pronto ‑prosiguió Haydée‑ se detuvo la comitiva al pie de la escalera y a orillas de un lago. Mi madre me estrechaba contra su palpitante pecho y a dos pasos de donde yo estaba vi a mi padre que dirigía miradas inquietas a todos lados.

Delante de nosotros se extendían cuatro escalones de mármol, y junto al último se mecía blandamente una barca.

Todos bajamos a ella. Todavía recuerdo que los remos no hacían ningún ruido al tocar el agua. Me incliné para mirarlos y vi que esta­ban envueltos en ceñidores de nuestros soldados griegos, o palicarios.

Después de los barqueros, no había en la barca más que mujeres, mi padre, mi madre, Selim y yo.

Los palicarios se habían quedado a orillas del lago, prontos a sostener la retirada, arrodillados en el último escalón, y dispuestos a hacer con sus cuerpos un muro en el caso de que hubiesen sido perseguidos.

Nuestra barca se deslizaba sobre las aguas, veloz como el viento.

‑¿Por qué va tan de prisa la barca? ‑pregunté a mi madre.

‑¡Calla, hija mía! ‑dijo‑, es porque huimos.

No comprendí por qué huía mi padre, mi padre, tan poderoso, de­lante del cual huían siempre los demás, y que había tomado por divisa:

¡Me odian, luego me temen!

En efecto, aquello era una fuga. Después me dijeron que la guar­nición del castillo de Janina, fatigada de un largo servicio...

Aquí Haydée fijó su mirada en Montecristo, cuyos ojos no se apartaban de los suyos.

La joven continuó, pues, lentamente, como si suprimiera o in­ventara.

‑Signora, decíais ‑dijo Alberto, que prestaba la mayor atención a este relato‑ que la guarnición de Janina, fatigada por un largo servicio...

‑Había tratado con el seraskier Kourdhid, enviado por el sultán para apoderarse de mi padre, que tomó éntonces la resolución de retirarse, después de haber enviado al sultán un oficial francés, en el cual tenía mucha confianza, al asilo que él mismo se había pre­parado mucho tiempo antes, y que llamaba Kasaphygion, es decir, refugio.

‑¿Y os acordáis del nombre de ese oficial, señora? ‑preguntó Alberto.

Montecristo cambió con la joven una mirada rápida como un relámpago, que pasó inadvertida de Morcef.

‑No ‑dijo ella‑; no me acuerdo, pero tal vez más tarde lo recuerde, y lo diré.

Alberto iba a pronunciar el nombre de su padre, cuando Montecristo levantó suavemente el dedo en señal de silencio. El joven recordó su juramento y se calló.

‑Bogábamos hacia un quiosco.

Un piso bajo, adornado de arabescos que bajaban hasta el agua, y un piso principal, cuyos balçones caían al lago, he aquí lo único visible que este palacio ofrecía a la vista. Sin embargo, debajo del quiosco, internándose en la isla, había un subterráneo, vasta caverna donde nos condujeron a mi madre, a mí y a nuestras mujeres, y donde habían depositado, formando dos montones, sesenta mil bolsas y dos­cientos toneles. En estas bolsas había veinticinco millones de oro, y en los barriles mil libras de pólvora. Junto a estos barriles estaba Selim, el favorito de mi padre, del cual os he hablado ya. Velaba día y noche con una lama, en el extremo de la cual ardía una mecha en­cendida constantemente. Tenía orden de hacerlo volar todo, quiosco, guardias, bajá, mujeres y oro, a la primera señal de mi padre.

Recuerdo que nuestras esclavas, sabiendo los proyectiles que las rodeaban, pasaban día y noche orando, llorando y gimiendo.

En cuanto a mí, siempre veo al joven soldado de pálida tez y brillantes ojos, y cuando el ángel de la muerte descienda hasta mí, estoy segura de que reconoceré a Selim.

No sabría decir cuántos días estuvimos así. Aún ignoraba yo lo que era el tiempo en aquella época. Algunas veces mi padre nos mandaba llamar a mi madre y a mí a la azotea del palacio. Estas eran mis horas de fiesta, pues en el subterráneo no veía nunca más que sombras gimientes y doloridas, y la encendida mecha de Selim. Mi padre, sentado delante de una gran abertura, fijaba una mirada som­bría en las profundidades dcl horizonte, interrogando cada punto negro que aparecía en el lago. Mientras mi madre, medio recostada a su lado, apoyaba su cabeza sobre su hombro, jugaba yo a sus pies, admirando con ese asombro de la infancia que hace que los objetos sean mayores de lo que son, las escarpadas montañas que se elevan en el horizonte, los castillos de Janina, que surgían blancos y angulosos del fondo de las aguas del lago, los inmensos árboles que nacen en la montaña y que de lejos parecen otras tantas manchas negras.

Una mañana nos mandó llamar mi padre. Mi madre había llorado toda la noche. Le encontramos bastante tranquilo, pero más pálido que de costumbre.

‑Ten paciencia, Basiliki ‑dijo‑. Hoy se acabará todo. Hoy llega el permiso del señor y mi suerte quedará decidida. Si la gracia es entera, volveremos triunfantes a Janina. Si la nueva es mala, huire­mos esta noche.

‑Pero ¿y si no nos dejan huir? ‑dijo mi madre.

‑¡Oh!, tranquilízate ‑respondió Alí sonriendo‑. Selim y su mecha me responden de ellos. Quisieran verme muerto, mas no bajo la condición de morir junto conmigo.

Mi madre no respondía sino con suspiros a estos consuelos que no salían en verdad del corazón de mi padre.

Preparóle agua helada, que bebía a cada instante, porque después de su retirada al quiosco se hallaba consumido por una fiebre ardien­te. Perfumó su blanca barba y encendió su pipa, en la que a veces durante horas enteras seguía distraído con los ojos el humo que se dispersaba en el aire.


Date: 2015-12-17; view: 563


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