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Capítulo segundo

La Pradera cercada

Permítanos el lector que le conduzcamos a la pradera próxima a la casa del señor de Villefort, y detrás de la valla rodeada de castaños, encontraremos algunas personas conocidas.

Maximiliano había llegado esta vez el primero. También esta vez fue él quien se asomaba a las rendijas de las tablas, quien acechaba en lo profundo del jardín una sombra entre los árboles y el crujir de un borceguí sobre la arena.

Por fin oyó el tan deseado crujido, y en lugar de una sombra, fue­ron dos las que se acercaron. La tardanza de Valentina había sido ocasionada por la señora Danglars y Eugenia, visita que se había pro­longado más de la hora en que era esperada Valentina. Entonces, para no faltar a su cita, la joven propuso a la señorita Danglars un paseo por el jardín, con la intención de mostrar a Maximiliano que su tardanza no había sido culpa suya.

El joven lo comprendió todo al punto, con esa rapidez de penetra­ción particular a los amantes, y su corazón fue aliviado de un gran peso. Por otra parte, sin acercarse mucho, Valentina dirigió su paseo de modo que Maximiliano pudiese verla pasar, una y otra vez; y cada vez que lo hacía, una mirada hacia la valla, que pasó inadvertida a su compañera, pero captada por el joven, le decía:

‑Tened un poco más de paciencia, amigo, bien veis que no es culpa mía.

Y Maximiliano, en efecto, tenía paciencia, admirando el contraste que había entre las dos jóvenes, entre aquella rubia de ojos lánguidos y de cuerpo esbelto como un hermoso sauce, y aquella morena de mi­rada altanera y cuerpo erguido como un álamo: además, en esta com­paración entre dos naturalezas tan opuestas, toda la ventaja, en el corazón del joven por lo menos, estaba por Valentina.

Por fin, al cabo de media hora larga de paseo, las dos jóvenes se alejaron. Maximiliano comprendió que la visita de la señorita Danglars iba a terminarse.

En efecto, pocos momentos después se presentó sola Valentina, que, temiendo que la espiase alguna mirada indiscreta, andaba lenta­mente, y en lugar de dirigirse a la valla, fue a sentarse en un banco, después de haber mirado con naturalidad cada calle de árboles.

Tomadas estas precauciones, corrió a la valla.

‑Buenos días, Valentina ‑dijo una voz.

‑Buenos días, Maximiliano; os he hecho esperar, ¿pero habéis visto la causa?

‑Sí, he reconocido a la señorita Danglars; ignoraba que estuvie­rais tan relacionada con esa joven.

‑¿Quién os ha dicho que fuésemos muy amigas, Maximiliano?

‑Nadie; pero me lo ha parecido así, por el modo con que le da­bais el brazo y con que hablabais; parecíais dos compañeras de cole­gio confesándose mutuamente sus secretos.



‑Es cierto, nos confesábamos nuestros secretos ‑dijo Valenti­na‑; ella me decía su repugnancia por su casamiento con el señor de Morcef, y yo que miraba como una desgracia el casarme con el señor Franz d'Epinay.

‑¡Querida Valentina!

‑Por esto, amigo mío ‑continuó la joven‑, habéis visto esa es­pecie de intimidad entre Eugenia y yo; porque al hablarle yo del hom­bre que no puedo amar, pensaba en el que amo.

‑Cuán buena sois en todo, y poseéis lo que la señorita Danglars no tendrá jamás; ese encanto indefinible que es en la mujer lo que el perfume en la flor, lo que el sabor en la fruta; porque no todo en una flor es el ser bonita, ni en una fruta el ser hermosa.

‑El amor que me profesáis es el que os hace ver las cosas de ese modo, Maximiliano.

‑No, Valentina; os lo juro. Mirad, os estaba mirando a las dos hace poco, y os juro por mi honor, que haciendo justicia también a la belleza de la señorita Danglars, no concebía cómo un hombre pudiera enamorarse de ella.

‑Es que como vos decíais, Maximiliano, yo estaba allí y mi pre­sencia os hacía ser injusto.

‑No; pero, decidme..., respondedme a una pregunta que proviene de ciertas ideas que yo tenía respecto a la señora Danglars.

‑¡Oh!, injustas, desde luego, lo digo sin saberlo. Cuando nos juz­gáis a nosotras, pobres mujeres, no debemos esperar ninguna indul­gencia.

‑¡Como si las mujeres fueseis muy justas las unas con las otras!

‑Porque casi siempre hay pasión en nuestros juicios. Pero volva­mos a vuestra pregunta.

‑¿La señorita Danglars ama a otro, y por eso teme su casamiento con el señor de Morcef?

‑Maximiliano, ya os he dicho que yo no era amiga de Eugenia.

‑¡Oh!, pero sin ser amigas, las jóvenes se confían sus secretos, con­venid en que le habéis hecho algunas preguntas sobre ello! ¡Ah!, os veo sonreír.

‑Si es así, Maximiliano, no vale la pena de tener entre nosotros esta separación...

‑Veamos, ¿qué os ha dicho?

‑Me ha dicho que no amaba a nadie ‑dijo Valentina‑; que te­nía horror al matrimonio; que su mayor alegría hubiera sido llevar una vida libre a independiente, y que casi deseaba que su padre per­diese su fortuna para hacerse artista como su amiga la señorita Luisa de Armilly.

‑¡Ah... !, ya comprendo.

‑¡Y bien... !, ¿qué prueba esto? ‑inquirió Valentina.

‑Nada ‑dijo Maximiliano sonriendo.

‑Entonces ‑preguntó Valentina‑, ¿por qué sois ahora vos quien se sonríe?

‑¡Ah! ‑dijo Maximiliano‑, tampoco a vos se os escapa detalle, Valentina.

‑¿Queréis que me aleje?

‑¡Oh!, no, no; pero volvamos a vos.

‑¡Ah!, sí, es verdad, porque apenas tenemos diez minutos para pasar juntos.

‑¡Dios mío! ‑exclamó Maximiliano consternado.

‑‑‑Sí, Maximiliano, tenéis razón ‑‑‑dijo con melancolía Valentina‑; y en mí tenéis una pobre amiga. ¡Qué vida os hago llevar, pobre Ma­ximiliano, a vos, tan digno de ser feliz! Bien me lo echo en cara, creedme.

‑Y bien, ¿qué os importa, Valentina, si yo me considero feliz así? Si este esperar eterno me parece pagado con cinco minutos de poder veros, con dos palabras de vuestra boca, y con esa convicción profun­da, eterna, de que Dios no ha creado dos corazones tan en armonía como los nuestros, y que no los ha reunido milagrosamente, sobre todo, para separarlos.

‑Bien, gracias, esperad por los dos, Maximiliano, siempre es esto una felicidad.

‑¿Por qué me dejáis hoy tan pronto, Valentina?

‑No sé; la señora de Villefort me ha suplicado que vaya a su habitación para decirme algo, de lo cual depende mi suerte. ¡Oh! ¡Dios mío!, que se apoderen de mis bienes, yo soy bastante rica, y después que me dejen tranquila y libre: vos me amaréis también aunque sea pobre, ¿no es cierto, Morrel?

‑Yo os amaré siempre, sí: ¿qué me importa la riqueza o la pobre­za, si mi Valentina no se ha de apartar de mi lado? ¿Pero no teméis que vayan a comunicaros algo concerniente a vuestro casamiento?

‑No lo creo.

‑Sin embargo, escuchadme, Valentina, y no os asustéis, porque mientras viva no seré jamás de otra mujer.

‑¿Creéis tranquilizarme diciéndome eso, Maximiliano?

‑Perdonad, tenéis razón. ¡Pues bien!, quería decir que el otro día encontré al señor de Morcef.

‑¿Y qué?

‑El señor Franz es su amigo, como vos sabéis.

‑Sí, bien, ¿qué queréis decir con ello?

‑Pues..., que ha recibido una carta de Franz en la que le anuncia su próximo regreso.

Valentina palideció, y tuvo que apoyarse en la valla.

‑¡Ah! ¡Dios mío! ‑dijo‑, ¡si así fuese!, pero no, porque enton­ces no sería la señorita de Villefort la que me habría avisado.

‑¿Por qué?

‑Porque... no sé..., pero me parece que a la señora de Villefort, sin oponerse a él francamente, no le agrada este casamiento.

‑¡Oh!, voy a adorar a la señora de Villefort en lo sucesivo.

‑¡Oh!, esperad, Maximiliano ‑dijo Valentina con triste sonrisa.

‑En fin, si ve con malos ojos esa boda, aunque no fuera más que por desbaratarlo, admitiría tal vez alguna otra proposición.

‑No lo creáis, Maximiliano; no son los maridos lo que rechaza la señora de Villefort, es el casamiento.

‑¡Cómo!, ¡el casamiento! Si tanto detesta el casamiento, ¿por qué se ha casado?

‑No me entendéis, Maximiliano; cuando hace un año hablé de re­tirarme a un convento, a pesar de las observaciones que me hizo antes, ella había adoptado mi proposición con gozo, mi padre también lo hubiera consentido, estoy segura: sólo mi abuelo fue el que me detu­vo. No podéis figuraros, Maximiliano, qué expresión hay en los ojos de ese pobre anciano, que a nadie ama en el mundo sino a mí; y que Dios me perdone, si es una blasfemia, tampoco es amado de nadie más que de mí. ¡Si vierais cómo me miró cuando supo mi resolución, cuántas quejas había en aquella mirada, y cuánta desesperación en aquellas lágrimas que rodaban por sus inmóviles mejillas! ¡Ah!, Maxi­miliano, entonces experimenté una especie de remordimiento, me arrojé a sus pies gritando: ¡perdón, perdón, padre mío!, harán de mí lo que quieran, pero no me separaré de vos. Levantó entonces los ojos al cielo; Maximiliano, mucho puedo sufrir, pero aquella mirada de mi abuelo me ha pagado con creces por todos mis sufrimientos.

‑¡Querida Valentina!, sois un ángel, y en verdad, no sé cómo he merecido la confianza que me dispensáis. Pero, en fin, veamos; ¿qué interés tiene la señora de Villefort en que no os caséis?

‑¿No habéis oído hace poco que os dije que yo era rica, muy rica? Tengo por mi madre 50 000 libras de renta; mi abuelo y mi abuela, el marqués y la marquesa de Saint‑Merán, deben dejarme otro tanto. El señor Noirtier tiene al menos intenciones visibles de hacerme su única heredera. De esto resulta que, comparado conmigo, mi herma­no Eduardo, que no espera ninguna fortuna de parte de su madre, es pobre. Ahora bien, la señora de Villefort ama a este niño con locura, y si yo me hubiese hecho religiosa, toda mi fortuna recaía en su hijo.

‑¡Oh!, ¡qué extraña es esa codicia en una mujer joven y hermosa! ‑Habéis de daros cuenta que no es por ella, Maximiliano, sino por su hijo, y que lo que le censuráis como un defecto, es casi una virtud, mirado bajo el punto de vista del amor maternal.

‑Pero, veamos ‑dijo Morrel‑, ¿y si vos dejaseis gran parte de vuestra fortuna a vuestro hermano?

‑¿Pero cómo se hace tal proposición, y sobre todo a una mujer que tiene sin cesar en los labios la palabra desinterés?

‑Valentina, mi amor ha permanecido sagrado siempre, y como todo lo sagrado, yo lo he cubierto con el velo de mi respeto, lo he en­cerrado en mi corazón; nadie en el mundo lo sospecha, ni siquiera mi hermana. ¿Me permitís confíe a un amigo este amor que no he con­fiado a nadie en el mundo?

Valentina se estremeció.

‑¿A un amigo? ‑dijo‑ Oh, ¡Dios mío! ¡Maximiliano, me es­tremezco sólo al oíros hablar así! ¡A un amigo! ¿Y quién es ese amigo?

‑¿No habéis experimentado alguna vez por alguna persona una de esas simpatías irresistibles, que hacen que aunque la veis por primera vez, creáis conocerla después de mucho tiempo, y os preguntéis a vos misma dónde y cuándo la habéis visto, tanto que, no pudiendo acor­daros del lugar ni del tiempo, lleguéis a creer que fue en un mundo anterior al nuestro, y que esta simpatía no es más que un recuerdo que se despierta?

‑Sí, ¡oh!, sí.

‑¡Pues bien!, eso fue lo que yo experimenté la primera vez que vi a ese hombre extraordinario.

‑¿Un hombre extraordinario?

‑Sí.

‑¿Le conocéis desde hace mucho tiempo?

‑Apenas hará unos ocho días.

‑¿Y llamáis amigo vuestro a una relación de sólo ocho días? ¡Oh!, Maximiliano, os creía más avaro de ese hermoso nombre de amigo.

‑Tenéis razón, Valentina; pero, decid lo que queráis, nada me hará cambiar este sentimiento instintivo. Yo creo que este hombre ha de intervenir en todo lo bueno que envuelva mi porvenir, que parece leer su mirada profunda y su poderosa mano dirigir.

‑¿Es adivino, por ventura? ‑dijo sonriendo Valentina.

‑A fe mía ‑dijo Maximiliano‑, casi estoy tentado por creer que adivina... sobre el bien.

‑¡Oh! ‑dijo Valentina sonriendo tristemente‑, mostradme a ese

hombre, Maximiliano, sepa yo de él si seré bastante amada para cuan­to he sufrido.

‑¡Pobre amiga!, vos sabéis quién es...

‑¿Yo?

‑Sí.

‑¿Cómo se llama?

‑Es el mismo que ha salvado la vida a vuestra madrastra y a su hijo.

‑¡El conde de Montecristo!

‑El mismo.

‑¡Oh! ‑exclamó Valentina‑, nunca será mi amigo, lo es dema­siado de mi madrastra.

‑¡El conde, amigo de vuestra madrastra, Valentina! Mi instinto no puede fallar hasta este punto: estoy seguro de que os engañáis.

‑¡Oh!, si supieseis, Maximilíano..., pero no es Eduardo quien rei­na en la casa, es el conde, estimado por la señora Villefort, que le con­sidera como el compendio de los conocimientos humanos; admirado de mi padre, que, según dice, no ha oído nunca formular con más elo­cuencia ideas más elevadas; idolatrado de Eduardo, que, a pesar de su miedo a los grandes ojos negros del conde, corre a su encuentro ape­nas le ve venir, y le abre la mano, donde siempre halla algún admira­ble juguete: El señor de Montecristo no está aquí en casa de mi pa­dre; el señor de Montecristo no está aquí en casa de la señora de Vi­llefort; el señor de Montecristo está en su casa.

‑Pues bien, querida Valentina, si las cosas son como decís, ya de­béis sentir o sentiréis los efectos de su presencia. Si encuentra a Al­berto de Morcef en Italia, es para librarle de las manos de los bandi­dos; ve a la señora Danglars, y es para hacerle un regio regalo; vues­tra madrastra y vuestro hermano pasan por delante de la puerta de su casa, y es para que su esclavo nubio les salve la vida. Este hombre ha recibido evidentemente el poder de influir sobre los acontecimientos, sobre los hombres y sobre las cosas; jamás he visto gustos más senci­llos unidos a una magnificencia tan soberana. Su sonrisa es tan dulce cuando me sonríe a mí, que olvido cuán amarga la encuentran otros. ¡Oh!, decidme, Valentina, ¿os ha sonreído a vos? ¡Oh!, si lo ha hecho así, seréis feliz.

‑Yo ‑dijo la joven‑, ¡oh, Dios mío!, ni siquiera me mira, Ma­ximiliano, o más bien, si paso por casualidad por su lado, vuelve los ojos a otra parte. ¡Oh!, no es generoso, o no posee esa mirada profun­da que lee en los corazones y que vos le suponéis; porque si la tu­viese, habría visto que yo soy muy desdichada; porque si hubiera sido generoso, al verme sola y triste en medio de esta casa, me habría protegido con esa influencia que ejerce; y puesto que él representa, se­gún vos decís, el papel del sol, habría calentado mi corazón con uno de sus rayos. Decís que os ama, Maximiliano, ¡oh, Dios mío!, ¿qué sa­béis vos? Los hombres siempre ponen rostro risueño a un oficial de cinco pies y ocho pulgadas como vos, que tiene un buen bigote y un gran sable, pero no hacen caso de una pobre mujer que no sabe más que llorar.

‑¡Oh, Valentina!, os engañáis, os lo juro.

‑De no ser así, Maximiliano; si me tratase diplomáticamente, es decir, como un hombre que de un modo a otro quiere aclimatarse en la casa, una vez, aunque no fuese más, me hubiera honrado con esa sonrisa que tanto me ponderáis, pero no; me ha visto desdichada, comprende que no puedo serle útil en nada, y no fija la atención en mí. ¿Quién sabe si para hacer la corte a mi padre, a la señora de Vi­llefort o a mi hermano, no me perseguirá siempre que pueda? Vea­mos, francamente, Maximiliano, yo no soy una mujer que se deba des­preciar así, sin razón, vos me lo habéis dicho. ¡Ah, perdón! ‑conti­nuó la joven al ver la impresión que causaban en Maximiliano estas palabras‑. Hago mal, muy mal en deciros acerca de ese hombre cosas que ni siquiera sospechaba tener en el corazón. Mirad, no niego que exista esa influencia de que me habláis, y que hasta la ejerce sobre mí; pero, si la ejerce, es de un modo pernicioso y que corrompe, como veis, los buenos pensamientos.

‑Está bien, Valentina ‑dijo Morrel dando un suspiro‑; no ha­blemos más de esto; no le diré nada.

‑¡Ay!, amigo mío ‑dijo Valentina‑; os aflijo mucho, ya lo veo. ¡Oh!, ¡y no poder estrechar vuestra mano para pediros perdón!, pero convencedme al menos, sólo os pido eso; decidme: ¿qué ha hecho por vos ese conde de Montecristo?

‑Confieso que me ponéis en un aprieto preguntándome qué es lo que el conde ha hecho por mí; nada, bien lo sé, como que mi afecto hacia él es instintivo y nada tiene de fundado. ¿Ha hecho acaso algo por mí el sol que me alumbra? No; me calienta y os estoy viendo a su luz.

-¿Ha hecho algo por mí este o el otro perfume? No; su olor recrea agradablemente uno de mis sentidos; nada más tengo que decir cuan­do me preguntan por qué pondero este perfume; mi amistad hacía él es extraña, como la suya hacia mí. Una voz secreta me advierte que hay más que casualidad en esta amistad recíproca a imprevista. Casi encuentro una relación en sus pequeñas acciones, en sus más secretos pensamientos, con mis acciones y mis pensamientos. Os vais a reír de mí, Valentina; pero desde que conozco a ese hombre, se me ha ocurrido la idea absurda de que todo el bien que me suceda no puede proceder de nadie más que de él. Sin embargo, he vivido treinta años sin este protector, ¿no es verdad?, no importa; mirad un ejemplo: él me ha convidado a comer para el sábado, ¿no es verdad?, nada más natural en el punto de amistad en que nos hallamos. Pues bien; ¿qué he sabido después? Vuestro padre está invitado a esta comida, vues­tra madre también irá. Yo me encontraré con ellos, ¿y quién sabe lo que resultará de esta entrevista? Estas son circunstancias muy senci­llas en apariencia; sin embargo, yo veo en esto una cosa que me asom­bra; tengo en ello una confianza extremada. Yo pienso que el conde, ese hombre singular que todo lo adivina, ha querido buscar una oca­sión para presentarme a los señores de Villefort; y algunas veces, os lo juro, procuro leer en sus ojos si ha adivinado nuestro amor.

‑Amigo mío ‑dijo Valentina‑, os tomaría por visionario, y te­mería realmente por vuestra razón, si no escuchase tan buenos razo­namientos. ¡Cómo! , ¿creéis que no es casualidad ese encuentro? En verdad, reflexionadlo bien. Mi padre, que no sale nunca, ha estado a punto de rehusar esa invitación más de diez veces; pero la señora de Villefoi t, que está ansiosa por ver en su casa a ese hombre extraordi­nario, obtuvo con mucho trabajo que la acompañase. No, no, creedme, excepto a vos, Maximiliano, no tengo a nadie a quien pedir que me socorra en este mundo, más que a mi abuelo, un cadáver.

‑Veo que tenéis razón, Valentina, y que la lógica está en favor vuestro ‑dijo Maximiliano‑; pero vuestra dulce voz tan poderosa siempre para mí, hoy no me convence.

‑Ni la vuestra a mí tampoco ‑repuso Valentina‑, y confieso que como no tengáis más ejemplos que citarme...

‑Uno tengo ‑dijo Maximiliano vacilando un poco‑; pero, en verdad, Valentina, me veo obligado a confesarlo, es más absurdo que el primero.

‑Tanto peor‑dijo Valentina sonriendo.

‑Y con todo ‑prosiguió Morrel‑, no es menos concluyente para mí, hombre de inspiración y sentimiento que en diez años que hace que sirvo en el ejército, he debido la vida varias veces a uno de esos instintos que os dicen que hagáis un movimiento hacia atrás o hacia adelante para que la bala que debía mataros pase más alta o más la­deada.

‑Querido Maximiliano, ¿por qué no atribuir a mis oraciones ese alejamiento de las balas? Cuando estáis fuera, no es por mí por quien ruego a Dios y a mi madre, sino por vos.

‑Sí, desde que os conozco ‑dijo Morrel sonriendo‑; pero ¿para quién rezabais antes de que os conociese, Valentina?

‑Veamos, puesto que nada queréis deberme, ingrato, volvamos a ese ejemplo que vos mismo confesáis que es absurdo.

‑¡Pues bien!, mirad por las rendijas de las tablas aquel caballo nuevo en que he venido hoy.

‑¡Oh, qué hermoso animal! ‑exclamó Valentina‑. ¿Por qué no lo habéis traído junto a la valla para contemplarlo mejor?

‑En efecto, como veis, es un animal de gran valor ‑dijo Maxi­miliano‑. ¡Bueno! Vos sabéis que mi fortuna es limitada. ¡Pues bien!, yo había visto en casa de un tratante de caballos ese magnífico Medeah. Pregunté cuánto valía, me respondieron que cuatro mil qui­nientos francos; como comprenderéis, yo me abstuve de comprarlo por algún tiempo, y me fui, lo confieso, bastante entristecido, porque el caballo me miró con ternura, y me había acariciado con su cabeza. Aquella misma tarde se reunieron en mi casa algunos amigos, el señor de Chateau‑Renaud, el señor Debray, y otros cinco o seis malas cabe­zas, que vos tenéis la dicha de no conocer ni aun de nombre. Propusie­ron que se jugase un poco, yo no juego nunca, porque no soy rico para poder perder. Pero, en fin, estaba en mi casa, y no tuve más re­medio que ceder. Cuando íbamos a empezar, llegó el conde de Montecristo , ocupó su lugar, jugaron y yo gané; apenas me atrevo a confe­sarlo. Valentiná, gané cinco mil francos. Nos separamos a mediano­che. No pude contenerme, tomé un cabriolé, a hice que me condujeran a casa de mi tratante en caballos. Palpitábame el corazón de alegría. Llamé, me abrieron; apenas vi la puerta abierta, me lancé a la cuadra, miré al pesebre. ¡Oh, qué suerte! Medeah estaba allí, salté sobre una silla que yo mismo le puse, le pasé la brida, prestándose a todo Me­deah con la mejor voluntad del mundo. Entregando después los 4500 francos al dueño del caballo, salgo y paso la noche dando vueltas por los Campos Elíseos. He visto luz en una ventana de la casa del con­de, más aún, me pareció ver su sombra detrás de las cortinas... Aho­ra, Valentina, juraría que el conde ha sabido que yo deseaba poseer aquel caballo y que ha perdido expresamente para que yo pudiese comprarlo.

‑Querido Maximiliano ‑dijo Valentina‑, sois demasiado fantás­tico... ¡Oh!, no me amaréis mucho tiempo..., un hombre así se can­saría pronto de una pasión monótona como la nuestra... ¡Pero, gran Dios!, ¿no oís que me llaman?

‑¡Oh! ¡Valentina! ‑dijo Maximiliano‑, no, la rendija de las tablas..., dadme un dedo vuestro siquiera para que lo bese.

‑Maximiliano, hemos dicho que seríamos el uno para el otro; dos voces, dos sombras.

‑¡Ah...!, como gustéis, querida Valentina.

‑¿Quedaréis contento si hago lo que me pedís?

‑¡Oh!, ¡sí!, ¡sí!, ¡sí...!

Valentina subió sobre un banco, y pasó, no un dedo, sino toda su mano por encima de las tablas.

El joven lanzó un grito de alegría, y subiéndose a su vez sobre las tablas, se apoderó de aquella mano adorada, y estampó en ella sus la­bios ardientes; pero al punto la delicada mano se escabulló de entre las suyas, y el joven oyó correr a Valentina, asustada tal vez de la sensación que acababa de experimentar.

Ahora veremos lo que había pasado en casa del procurador del rey después de la partida de la señora Danglars y de su hija, y durante la conversación que acabamos de referir.

El procurador del rey había entrado en la habitación ocupada por su padre, seguido de su esposa; en cuanto a Valentina ya sabemos dónde estaba.

Después de haber saludado al anciano los dos esposos, y despedido a Barrois, antiguo criado que hacía más de veinte años que servía en la casa, tomaron asiento a su lado.

El anciano paralítico, sentado en su gran sillón con ruedas, donde le colocaron por la mañana y de donde le sacaban por la noche delan­te de un espejo que reflejaba toda la habitación y le permitía ver, sin hacer un movimiento imposible en él, quién entraba en su cuarto y quién salía: el señor Noirtier, inmóvil como un cadáver, contempla­ba con ojos inteligentes y vivos a sus hijos, cuya ceremoniosa reve­rencia le anunciaba que iban a dar algún paso oficial inesperado.

La vista y el oído eran los dos únicos sentidos que animaban aún, como dos llamas, aquella masa humana, que casi pertenecía a la rum­ba; mas de estos dos sentidos uno solo podía revelar la‑ vida interior que animaba a la estatua, y la vista, que revelaba esta vida interior se asemejaba a una de esas luces lejanas que durante la noche mues­tran al viajero perdido en un desierto que aún hay un ser viviente que vela en aquel silencio y aquella oscuridad.

Así, pues, en aquellos ojos negros del anciano Noirtier, cuyas cejas negras contrastaban con la blancura de su larga cabellera, se habían concentrado toda la actividad, toda la vida, toda la fuerza, toda la inteligencia, que antes poseía aquel cuerpo; pero aquellos ojos suplían a todo; él mandaba con los ojos, daba gracias con los ojos también, era un cadáver con los ojos animados, y nada era más espantoso a ve­ces que aquel rostro de mármol, cuyos ojos expresaban unas veces la cólera, otras la alegría; tres personas únicamente sabían comprender el lenguaje del pobre paralítico: Villefort, Valentina y el antiguo criado de que hemos hablado.

Sin embargo, como Villefort no le veía sino muy rara vez, y por decirlo así, cuando no tenía otro remedio, como cuando le veía no procuraba complacerle comprendiéndole, toda la felicidad del an­ciano reposaba en su nieta, y Valentina había logrado, a fuerza de cariño y constancia, comprender por la mirada todos los pensamientos del anciano; a este lenguaje mudo que otro cualquiera no habría podido entender, respondía con toda su voz, toda su fisonomía, toda su alma, de suerte que se entablaban diálogos animados entre aquella joven y aquel cadáver, que era, sin embargo, un hombre de inmenso talento, de una penetración inaudita, y de una voluntad tan poderosa como puede serlo el alma encerrada en una materia por la cual ha perdido el poder de hacerse obedecer.

Valentina había resuelto el extraño problema .de comprender el pensamiento del anciáno y hacerle que entendiera el suyo; y gracias a este estudio, ni siquiera una palabra dejaban de comprender tanto el uno como el otro.

Por lo que al criado se refiere, después de veinticinco años, se­gún hemos dicho, servía a su amo, por lo cual conocía tan bien todas sus costumbres, que rara vez tenía que pedirle algo Noirtier.

De consiguiente, no necesitaba Villefort de los socorros ni de uno ni de otro para entablar con su padre la extraña conversación que ve­nía a provocar. También él conocía el vocabulario del anciano, y si no se servía de él con más frecuencia, era por pereza o por indiferencia. Decidió, pues, que Valentina bajara al jardín, alejó a Barrois, y des­pués de haber tomado asiento a la derecha de su padre, mientras que la señora de Villefort se sentaba a la izquierda, dijo:

‑Señor, no os admiréis de que Valentina no haya subido con nos­otros, y que yo haya mandado alejar a Barrois, porque la conversa­ción que vamos a tener juntos es de esas que no pueden tenerse de­lante de una joven o de un criado; la señora de Villefort y yo tene­mos que comunicaros algo importante.

El rostro de Noirtier permaneció impasible durante este preámbu­lo; en vano procuró Villefort penetrar los pensamientos profundos del anciano en aquel momento.

‑Y estamos seguros ‑continuó el procurador del rey, con aquel tono que parecía no sufrir ninguna contradicción‑ de que os agradará.

El anciano sejuía impasible, si bien no perdía una sola palabra.

‑Caballero ‑repuso Villefort‑, casamos a Valentina.

Una figura de cera no permanecería más fría que el rostro del an­ciano al oír esta noticia.

‑La boda se efectuará dentro de tres semanas ‑repuso Villefort.

Los ojos del anciano siguieron tan inanimados como antes.

La señora de Villefort tomó a su vez la palabra, y se apresuró a añadir:

‑Creímos que esta noticia sería de algún interés para vos, señor; por otra parte, Valentina ha parecido merecer siempre vuestro afecto; solamente nos resta deciros el nombre del joven que le ha sido desti­nado. Es uno de los mejores partidos a que puede aspirar: una buena fortuna y perfectas garantías de felicidad en la conducta y los gustos del que le destinamos, y cuyo nombre no puede seros desconocido. Se trata del señor Franz de Quesnel, barón d'Epinay.

Durante estas palabras de su mujer, Villefort fijaba sobre el ancia­no una mirada más atenta que nunca. Cuando la señora de Villefort pronunció el nombre de Franz, los ojos de Noirtier se estremecieron, y dilatándose los párpados como hubieran podido hacerlo los labios para dejar salir una palabra, dejaron salir una chispa.

El procurador del rey que conocía las antiguas enemistades políticas que habían existido entre su padre y el padre de Franz, comprendió este fuego y esta agitación; pero, sin embargo, disimuló, y volviendo a tomar la palabra donde la había dejado su mujer:

‑Señor ‑dijo‑, es muy importante que, próxima como se en­cuentra Valentina a cumplir los diecinueve años, se piense en estable­cerla. No obstante, no os hemos olvidado en nuestras deliberaciones, y nos hemos asegurado de antemano de que el marido de Valentina aceptaría vivir, si no a nuestro lado, porque tal vez incomodaríamos a unos jóvenes esposos, al menos con vos, a quien tanto cariño pro­fesa Valentina, cariño al que parecéis corresponder: es decir, que vos viviréis a su lado, de suerte que no perderéis ninguna de vuestras cos­tumbres, con la diferencia de que tendréis a dos hijos en vez de uno, para que os cuiden.

Los ojos de Noirtier se inyectaron en sangre.

Algo espantoso debía pasar en el alma de aquel anciano, segura­mente el grito del dolor y la cólera subía a su garganta, y no pudiendo estallar, le ahogaba, porque su rostro enrojecía y sus labios se amora­taron.

Villefort abrió tranquilamente una ventana, diciendo:

‑Mucho calor hace aquí, y este calor puede hacer daño al señor de Noirtier.

Después volvió, pero ya no se sentó.

‑Este casamiento ‑añadió la señora de Villefort‑ es del agrado del señor d'Epinay y de su familia, que se compone solamente de un tío y de una tía. Su madre murió en el momento de darle a luz, y su padre fue asesinado en 1815, es decir, cuando el niño contaba dos años de edad; de consiguiente, esta boda depende de su voluntad.

‑Asesinato misterioso ‑dijo Villefort‑, y cuyos autores han permanecido desconocidos, aunque las sospechas han parecido recaer sobre muchas personas.

Noirtier hizo tal esfuerzo, que sus labios se contrajeron como para esbozar una sonrisa.

‑Ahora, pues ‑continuó Villefort‑, los verdaderos culpables, los que saben que han cometido el crimen, aquellos sobre los cuales puede recaer durante su vida la justicia de los hombres y la justicia de Dios después de su muerte, serían felices en hallarse en nuestro lugar y tener una hija que ofrecer al señor Franz d'Epinay para apa­gar hasta la apariencia de la sospecha.

Noirtier se había calmado con una rapidez que no era de esperar de aquella organización tan febril.

‑Sí, comprendo ‑respondió con la mirada a Villefort, y aquella mirada expresaba el desdén profundo y la cólera inteligente.

Villefort, por su parte, respondió a esta mirada encogiéndose lige­ramente de hombros.

Luego hizo señas a la señora de Villefort de que se levantase.

‑Ahora, caballero ‑dijo la señora de Villefort‑, recibid todos mis respetos. ¿Queréis que venga a presentaros los suyos Eduardo?

Se había convenido que el anciano expresase su aprobación ce­rrando los ojos, su negativa cerrándolos precipitadamente y repetidas veces, y cuando miraba al cielo era que tenía algún deseo que expre­sar.

Cuando quería llamar a Valentina cerraba solamente el ojo derecho.

Si quería llamar a Barrois, el ojo izquierdo.

A la proposición de la señora de Villefort, guiñó los ojos repetidas veces.

La señora de Villefort se mordió los labios.

‑¿Queréis que os envíe a Valentina? ‑‑‑dijo.

‑Sí ‑expresó el anciano al cerrar los ojos.

Los señores de Villefort saludaron y salieron, dando en seguida la orden de que llamasen a Valentina.

Transcurridos unos breves instantes, ésta entró en la habitación del señor Noirtier, con las mejillas aún coloradas por la emoción. No ne­cesitó más que una mirada para comprender cuánto sufría su abuelo, cuántas cosas tenía que decirle.

‑¡Oh!, buen papá ‑exclamó‑, ¿qué lo ha pasado?, ¿te han hecho enfadar?, estás enojado, ¿verdad?

‑Sí ‑dijo cerrando los ojos.

‑¿Contra quién?, ¿contra mi padre?, no; ¿contra la señora de Vi­llefort?, ¿contra mí?

‑¡Contra mí! ‑exclamó Valentina asombrada.

El anciano hizo señas de que sí.

‑¿Y qué lo he hecho yo, querido y buen papá? ‑exdamó Valen­tina.

El anciano renovó las señas.

Ninguna respuesta; entonces continuó la joven.

‑Yo no lo he visto hoy aún..., ¿te han contado algo de mí?

‑Sí ‑dijo la mirada del anciano con viveza.

‑Veamos. ¡Dios mío!, lo juro..., abuelito... ¡Ah!, los señores de Villefort acaban de salir, ¿no es verdad?

‑Sí.

‑¿Y son ellos los que han dicho esas cosas que tanto lo han enoja­do...? ¿Qué es...? ¿Quieres que se lo vaya a preguntar?

‑No, no ‑dijo la mirada.

‑¡Oh!, me asustas. ¡Qué han podido decirte, Dios mío! ‑y co­menzó a reflexionar.

‑¡Ah!, ya caigo ‑dijo bajando la voz y acercándose al anciano‑. ¿Han hablado tal vez de mi casamiento?

‑Sí ‑replicó la mirada enojada.

‑Comprendo; me reprochas mi silencio. ¡Oh!, mira, es porque me habían recomendado que no lo dijese nada; tampoco a mí me habían hablado de ello, y en cierto modo yo he sorprendido este secreto por indiscreción: he aquí por qué he sido tan reservada contigo. ¡Perdó­name, mi buen papá Noirtier!

No obstante, la mirada parecía decir:

‑No es tan sólo lo casamiento lo que me aflige.

‑¿Pues qué es? ‑preguntó la joven‑, ¿tú crees tal vez que yo lo abandonaría, buen papá, y que mi casamiento me haría olvidadiza?

‑No ‑dijo el anciano.

‑¿Te han dicho entonces que el señor d'Epinay consentía en que permaneciésemos juntos?

‑Sí.

‑¿Por qué estás enojado, entonces?

Los ojos del anciano tomaron una expresión de dulzura infinita.

‑Sí, comprendo ‑dijo Valentina‑, porque me amas.

El anciano hizo señas de que sí.

‑¡Y temes que sea desgraciada!

‑Sí.

‑¿Tú no quieres al señor Franz?

Los ojos repitieron tres o cuatro veces:

‑No, no, no.

‑¡Entonces debes de sufrir mucho, buen papá!

‑Sí.

‑¡Pues bien!, escucha ‑dijo Valentina, arrodillándose delante de Noirtier, y pasándole sus brazos alrededor de su cuello‑, yo también tengo un gran pesar, porque tampoco amo al señor Franz d'Epinay.

Una expresión de alegría se reflejó en los ojos del anciano.

‑Cuando quise retirarme al convento, recuerda que lo enfadaste mucho conmigo, ¿verdad?

Los ojos del anciano se humedecieron.

‑¡Pues bien! ‑continuó Valentina‑, sólo era para librarme de este casamiento, que causa mi desesperación.

Noirtier estaba cada vez más conmovido.

‑¿También a ti lo disgusta esta boda, abuelito? ¡Oh, Dios mío! Si tú pudieses ayudarme, abuelito, si los dos pudiésemos romper ere proyecto. Pero no puedes hacer nada contra ellos; ¡tú, que tienes un espíritu tan vivo y una voluntad tan fume!, pero cuando se trata de luchar eres tan débil y aún más débil que yo. ¡Ay!, tú hubieras sido para mí un protector muy poderoso en los días de lo fuerza y de lo salud; pero hoy no puedes hacer más que comprenderme y regocijarte o afligirte conmigo; ésta es la última felicidad que Dios se ha olvida­do de arrebatarme junto con las otras.

Al oír estas palabras, hubo tal expresión de malicia y sagacidad en los ojos de Noirtier, que la joven creyó leer en ellos estas otras:

‑Te engañas, aún puedo hacer mucho por ti.

‑¿Puedes hacer algo por mí, abuelito? ‑dijo Valentina.

‑Sí.

Noirtier levantó los ojos al cielo. Esta era la señal convenida entre él y Valentina cuando deseaba algo.

‑¿Qué quieres, querido papá? ¡Veamos!

Valentina reflexionó un instante, y luego expresó en voz alta sus pensamientos a medida que iban acudiendo a su imaginación, y vien­do que a todo respondía su abuelo ¡no!

‑Pues, señor ‑dijo‑, recurramos al gran medio, soy una torpe.

Entonces recitó una tras otra todas las letras del alfabeto, desde la A hasta la N, mientras que sus ojos interrogaban la expresión de los del paralítico: al pronunciar la N, Noirtier hizo señas afirmativas.

‑¡Ah! ‑dijo Valentina‑, lo que deseáis empieza por la letra N, bien. Veamos qué letra ha de seguir a la N: na, ne, ni, no...

‑Sí, sí, sí ‑expresó el anciano.

‑¡Ah!, ¿conque es no?

‑Sí.

La joven fue a buscar un gran diccionario, que colocó sobre un atril delante de Noirtier; abriólo, y cuando hubo visto fijar en las hojas la mirada del anciano, su dedo recorrió rápidamente las columnas de arriba abajo. Después de seis años que Noirtier había caído en el lastimoso esta­do en que se hallaba, la práctica continua le había hecho tan fácil este manejo, que adivinaba tan pronto el pensamiento del anciano co­mo si él mismo hubiese podido buscar en el diccionario.

A la palabra notario, Noirtier le hizo señas de que se parase.

‑Notario ‑dijo‑, ¿quieres un notario, abuelito?

‑Sí ‑exclamó el paralítico.

‑¿Debe saberlo mi padre?

‑Sí.

‑¿Tienes prisa porque vayan en busca del notario?

‑Sí.

‑Pues entonces le enviaremos a llamar inmediatamente. ¿Es eso todo lo que quieres?

‑Sí.

La joven corrió a la campanilla y llamó a un criado para suplicarle que hiciese venir inmediatamente a los señores de Villefort al cuar­to de su padre.

‑¿Estás contento? ‑dijo Valentina‑. Sí..., lo creo, bien..., ¡no era muy fácil de adivinar eso!

Y Valentina sonrió mirando a su abuelo como lo hubiera hecho con un niño.

El señor de Villefort entró, precedido de Barrois.

‑¿Qué queréis, caballero? ‑preguntó al paralítico.

‑Señor, mi abuelo desea que se mande llamar a un notario.

Ante este deseo extraño a inesperado, el señor de Villefort cambió una mirada con el paralítico.

‑Sí ‑dijo este último con una firmeza que indicaba que con ayu­da de Valentina y de su antiguo servidor, que sabía lo que deseaba, estaba pronto a sostener la lucha.

‑¿Pedís un notario? ‑repitió Villefort‑. ¿Para qué?

Noirtier no respondió.

‑¿Y para qué necesitáis un notario? ‑preguntó de nuevo Ville­fort.

La mirada del paralítico permaneció inmóvil, y por consiguiente muda, lo cual quería decir: Persísto en mi voluntad.

‑¿Para jugarnos alguna mala pasada? ‑dijo Villefort‑; no po­día saber...

‑Pero, en fin ‑dijo Barroís, pronto a insistir con la perseveran­cia propia de los criados antiguos‑, sí el señor desea que venga un notario, será porque tiene necesidad de él. Así, pues, voy a buscarle.

Barrois no reconocía otro amo más que Noirtier, y no permitía nunca que su voluntad fuese contrariada.

‑Sí, quiero un notario ‑‑dijo el anciano, cerrando los ojos con una especie de desconfianza, y como si hubiese dicho:

‑Veamos si se me niega lo que pido.

‑Vendrá un notario, puesto que os empeñáis, pero yo me discul­paré con él, y también tendré que disculparos a vos, porque la escena va a ser muy ridícula.

‑No importa ‑dijo Barrois‑, yo voy a buscarle; ‑y el antiguo criado salió triunfante.

En el instante en que salió Barrois, Noirtier miró a Valentina con aquel interés malicioso que anunciaba tantas cosas. La joven com­prendió esta mirada y Villefort también, porque su frente se oscure­ció y sus cejas se fruncieron.

Tomó una silla y se instaló en .el cuarto del paralítico. El anciano lo miraba con una perfecta indiferencia, pero había mandado a Va­lentina de reojo que no se inquietase y que se quedara también.

Tres cuartos de hora después entró el criado con el notario.

‑Caballero ‑dijo Villefort, después de los primeros saludos‑, os ha llamado el señor Noirtier de Villefort, a quien tenéis presente; una parálisis completa le ha quitado el use de todos los miembros y de la voz, y nosotros solos, con gran trabajo, logramos entender algunas palabras de lo que dice.

Noirtier dirigió a su nieta una mirada tan grave a imperativa, que la joven respondió al momento:

‑Caballero, yo comprendo todo cuanto dice mi abuelo.

‑Es cierto ‑añadió Barrois‑, todo, absolutamente todo, como os decía cuando veníamos.

‑Permitid, caballero, y vos también, señorita ‑dijo el notario dirigiéndose a Villefort y Valentina‑; es éste uno de esos casos en que el oficial público no puede proceder sin contraer una responsabi­lidad peligrosa. Lo primero que hace falta es que el notario quede convencido de que ha interpretado fielmente la voluntad del que le dicta. Ahora, pues, yo no puedo estar seguro de la aprobación de un cliente que no habla; y como no puede serme probado claramente el objeto de sus deseos o de sus repugnancias, mi ministerio es inútil y sería ejercido con ilegalidad.

El notario dio un paso para retirarse; una sonrisa imperceptible de triunfo se dibujó en los labios del procurador del rey.

Por su parte; Noirtier miró a su nieta con una expresión tal de do­lor, que la joven detuvo al notario.

‑Caballero ‑dijo‑, la lengua que yo hablo con mi abuelo se pue‑

de aprender fácilmente, y lo mismo que la comprendo yo, puedo en­señárosla en pocos minutos. Veamos, caballero, ¿qué necesitáis para quedar perfectamente convencido de la voluntad de mi abuelo?

‑‑Lo que el instrumento público requiere para ser válido ‑res­pondió el notario‑; es decir, la certeza del consentimiento. Se pue­de estar enfermo de cuerpo, pero sano de espíritu.

‑Pues bien, señor, con dos señales, tendréis la seguridad de que mi abuelo no ha gozado nunca mejor que ahora de su completa inte­ligencia. El señor Noirtier, privado de la voz, del movimiento, cierra los ojos cuando quiere decir que sí, y los abre muchas veces cuando quiere decir que no. Ahora ya lo sabéis lo suficiente para entenderos con el señor Noirtier, probad.

La mirada que lanzó el anciano a Valentina era tan tierna y ex­presaba tal reconocimiento, que fue comprendida aun por el nota­rio.

‑¿Habéis entendido bien lo que acaba de decir vuestra nieta? ‑preguntó aquél.

Noirtier cerró poco a poco los ojos y los volvió a abrir después de un momento.

‑¿Y aprobáis lo que se ha dicho?, es decir, ¿que las señales indi­cadas por ella son las que os sirven para expresar vuestro pensa­miento?

‑Sí ‑dijo de nuevo el paralítico.

‑¿Sois vos quien me ha mandado llamar?

‑Sí.

‑¿Para hacer vuestro testamento?

‑Sí.

‑¿Y no queréis que yo me retire sin haberlo hecho?

El anciano cerró vivamente y repetidas veces los ojos.

‑¡Pues bien!, caballero, ¿comprendéis ahora? ‑preguntó la jo­ven‑, ¿y descansará vuestra conciencia?

Pero antes de que el notario pudiese responder, Villefort le llamó aparte.

‑Caballero ‑dijo‑‑, ¿creéis que un hombre haya podido experi­mentar impunemente un choque físico tan terrible como el que expe­rimentó el señor Noirtier de Villefort, sin que la parte moral haya recibido también una grave lesión?

‑No es eso precisamente lo que me inquieta, caballero ‑respon­dió el notario‑; pero ¿cómo conseguiremos adivinar sus pensamien­tos, a fin de provocar las respuestas?

‑Ya veis que ello es imposible ‑dijo Villefort.

Valentina y el anciano oían esta conversación. Noirtier fijó una mirada tan firme sobre Valentina, que esta mirada exigía evidentemen­te una respuesta.

‑Caballero ‑dijo la joven‑, no os preocupéis por eso; por difícil que sea o que os parezca descubrir el pensamiento de mi abuelo, yo os lo revelaré de modo que desvanezca todas vuestras dudas. Ya hace seis años que estoy con el señor Noirtier, pues que os diga si durante ese tiempo ha tenido que guardar en su corazón alguno de sus deseos por no poder hacérmelo comprender.

‑No ‑respondió el anciano.

‑Probemos, pues ‑dijo el notario‑‑, ¿aceptáis a esta señorita por intérprete?

El paralítico respondió que sí.

‑Bien, veamos, caballero, ¿qué es lo que queréis de mí? ¿Qué cla­se de acto queréis hacer?

Valentina fue diciendo todas las letras del alfabeto hasta llegar a la t.

En esta letra la detuvo la elocuente mirada de Noirtier.

‑La letra t es la que pide el señor ‑dijo el notario‑, está claro...

‑Esperad ‑dijo Valentina, y volviéndose hacia su abuelo‑, también ta, te...

El anciano la detuvo en seguida de estas sílabas.

Valentina tomó entonces el diccionario y hojeó las páginas a los ojos del notario, que atento lo observaba todo.

‑Testamento ‑señaló su dedo, detenido por la ojeada de Noir­tier.

‑Testamento ‑exclamó el notario‑, es evidente que el señor quiere testar.

Sí ‑respondió el anciano.

‑Esto es maravilloso, caballero ‑dijo el notario a Villefort.

‑En efecto ‑replicó‑, y lo sería asimismo ese testamento, por­que yo no creo que los artículos se puedan redactar palabra por pala­bra, a no ser por mi hija. Ahora, pues, Valentina estará tal vez inte­resada en este testamento, para ser intérprete de las oscuras volunta­des del señor Noirtier de Villefort.

‑¡No, no, no! ‑protestó con los ojos el señor Noirtier.

‑¡Cómo! ‑repuso el señor de Villefort‑. ¿No está Valentina in­teresada en vuestro testamento?

‑No.

‑Caballero ‑dijo el notario, que maravillado de esta prueba se proponía contar a las gentes los detalles de este episodio pintores­co‑‑; caballero, nada me parece más fácil ahora que lo que hace un momento consideraba imposible, y ese testamento será un testamen‑

lo místico; es decir, previsto y autorizado por la ley, con tal que sea leído delante de siete testigos, aprobado por el testador delante de ellos y cerrado por el notario, siempre delante de ellos. Por lo que al tiempo se refiere, apenas durará más que un testamento ordinario; primero están las fórmulas, que siempre son las mismas; y en cuanto a los detalles, la mayor parte serán adivinados por el estado de los asuntos del testador y por vos, que habiéndolos administrado, los co­noceréis. Sin embargo, por otra parte, para que esta acta permanezca inatacable, vamos a hacerlo con la formalidad más completa; uno de mis colegas me ayudará, y, contra toda costumbre, asistirá al acto. ¿Estáis satisfecho, caballero? ‑continuó el notario dirigiéndose al an­ciano.

‑Sí ‑respondió Noirtier, contento, al parecer, por haber sido comprendido.

«¿Qué va a hacer? » pensó Villefort, a quien su elevada posición imponía mucha reserva, y que no podía adivinar las intenciones de su padre.

Volvíóse para mandar llamar al segundo notario, pedido por el pri­mero; pero Barrois, que todo lo había oído, y adivinado el deseo de su amo, había salido ya en su busca.

El procurador del rey envió entonces a decir a su mujer que subiese.

Al cabo de un cuarto de hora todo el mundo estaba reunido en el cuarto del paralítico, y el segundo notario había llegado.

Con pocas palabras estuvieron los dos de acuerdo. Leyeron a Noir­tier una fórmula de testamento; y para empezar, por decirlo así, el exa­men de su inteligencia, el primer notario, volviéndose hacia él, le dijo:

‑Cuando se otorga testamento es en favor o en perjuicio de algu­na persona.

‑Sí ‑respondió Noirtier.

‑¿Tenéis alguna idea de la cantidad a que asciende vuestro cau­dal?

‑Sí.

‑Iré diciéndoos algunas cantidades en orden ascendente; ¿me de­tendréis cuando creáis que es la vuestra?

‑Sí.

Había en este interrogatorio una especie de solemnidad; por otra parte, jamás fue tan visible la lucha de la inteligencia contra la mate­ria; era un espectáculo curioso.

Todos formaron un círculo alrededor de Noirtier; el segundo nota­rio estaba sentado a una mesa, dispuesto a escribir; el primero, en pie, a su lado, interrogaba al anciano.

‑Vuestra fortuna pasa de trescientos mil francos, ¿no es verdad? ‑preguntó.

Noirtier permaneció inmóvil.

‑¿Quinientos mil?

La misma inmovilidad.

‑¿Seiscientos mil...?, ¿setecientos mil...?, ochocientos mil...?, ¿novecientos mil...?

Noirtier hizo señas afirmativas.

‑¿Posee novecientos mil francos?

‑Sí.

‑¿Inmuebles?

‑No.

‑¿En escrituras de renta?

Noirtier hizo señas afirmativas.

‑¿Están en vuestro poder estas inscripciones?

Una mirada dirigida a Barrois hizo salir al antiguo criado, que vol­vió un instante después con una cajita.

‑¿Permitís que se abra esta caja? ‑preguntó el notario.

Noirtier dijo que sí.

Abrieron la caja y encontraron novecientos mil francos en escritu­ras.

El primer notario pasó una tras otra cada escritura a su colega; la cuenta estaba cabalmente como había dicho Noirtier.

‑Esto es ‑dijo‑; no se puede tener la cabeza más firme y des­pejada. ‑Y volviéndose luego hacia el paralítico:‑ ¿Conque ‑le dijo‑ poseéis novecientos mil francos de capital, que, del modo que están invertidos, deberán produciros cuarenta mil francos de renta?

‑Sí.

‑¿A quién deseáis dejar esa fortuna?

‑¡Oh! ‑dijo la señora de Villefort‑, no cabe la menor duda; el señor Noirtier aura únicamente a su nieta, la señorita Valentina de Villefort; ella es quien le cuida hace seis años; ha sabido cautivar con sus cuidados asiduos el afecto de su abuelo, y casi diré su reconoci­miento; justo es, pues, que recoja el precio de su cariño.

Los ojos de Noirtier lanzaron miradas irritadas a la señora de Vi­Ilefort por las intenciones que le suponía.

‑¿Dejáis, pues, a la señorita Valentina de Villefort los novecien­tos mil francos? ‑inquirió el notario persuadido de que ya no faltaba más que el asentimiento del paralítico para cerrar el acto.

Valentina se había retirado a un rincón y lloraba, el anciano la miró un instante con la expresión de la mayor ternura; volviéndose des‑

pués hacia el notario, cerró los ojos mochas veces de la manera más significativa.

‑¡Ah!, ¿no? ‑dijo el notario‑; ¿conque no es a la señorita de Villefort a quien hacéis heredera universal?

Noirtier hizo seña negativa.

‑¿No os engañáis? ‑exclamó el notario asombrado‑; ¿decís que no?

‑No‑repitió Noirtier‑, no...

Valentina levantó la cabeza; estaba asombrada, no por haber sido desheredada, sino por haber provocado el sentimiento que dicta or­dinariamente semejantes actos.

Pero Noirtier la miró con una expresión tal de ternura, que la joven exclamó:

‑¡Oh!, ¡mi buen padre!, bien lo veo, sólo me quitáis vuestra fortune, pero reserváis pare mí vuestro corazón.

‑¡Oh!, sí, seguramente ‑dijeron los ojos del paralítico cerrándo­se con una expresión ante la cual Valentina no podia engañarse.

‑¡Gracias!, ¡gracias! ‑murmuró la joven.

Sin embargo, esta negativa había hecho nacer en el corazón de la señora de Villefort una esperanza inesperada, y se acercó al an­ciano.

‑¿Entonces, será a vuestro nietecito Eduardo Villefort a quien dejáis vuestra fortuna, querido señor Noirtier? ‑inquirió la madre.

El movimiento negativo de los ojos fue terrible, casi expresaba odio.

‑No ‑exclamó el notario‑; ¿es a vuestro señor hijo, que está presente?

‑¡No! ‑repuso el anciano.

Los dos notarios se miraron asombrados; Villefort y su mujer se sonrojaron, el uno de vergüenza, la otra de despecho.

‑Pero ¿qué os hemos hecho, padre? ‑dijo Valentina‑, ¿no nos amáis ya?

La mirada del anciano pasó rápidamente sobre su hijo y su nuera, y se fijó en Valentina con una expresión de ternura.

‑¡Entonces! ‑dijo ésta‑; si me auras, veamos, padre mío, procu­re unir este amor a lo que haces en este momento. Tú me conoces, sabes que nunca he pensado en la fortuna. Además, aseguran que soy rico por parte de mi madre, demasiado rice tal vez; explícate, pues.

Noirtier fijó su mirada ardiente sobre la mano de Valentina.

‑¿Mi mano? ‑dijo ella.

‑Sí ‑dijo.

‑¿Su mano? ‑repitieron todos los concurrentes, asombrados.

‑¡Ah!, señores, bien veis que todo es inútil, y que mi pob


Date: 2015-12-17; view: 494


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