Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Capítulo primero

El alza y la baja

Transcurridos unos días, después del encuentro referido en el capí­tulo anterior, Alberto de Morcef fue a hacer una visita al conde de Montecristo, a su casa de los Campos Elíseos, que había adquirido ya el aspecto de palacio que acostumbraba a dar el conde de Montecristo aun a sus moradas más provisionales. Iba a reiterarle las gra­cias de la señora de Danglars.

Alberto iba acompañado de Luciano Debray, el cual unió a las pala­bras de su amigo algunas frases corteses, que no le eran habituales, y cuyo fin no pudo penetrar el conde.

Parecióle que Luciano venía a verle impulsado por un sentimiento de curiosidad, y que la mitad de este sentimiento emanaba de la calle de la Chaussée d'Antin. En efecto, era de suponer, sin temor de en­gañarse, que al no poder la señora Danglars conocer por sus propios ojos el interior de un hombre que regalaba caballos de treinta mil francos, y que iba a la ópera con una esclava griega que llevaba un mi­llón en diamantes, había suplicado a la persona más íntima que le die­se algunos informes acerca de tal interior. Mas el conde aparentó no sospechar que pudiera haber la menor relación entre la visita de Luciano y la curiosidad de la baronesa.

‑¿Mantenéis las relaciones casi continuas con el barón Danglars? ‑preguntó a Alberto de Morcef.

‑¡Oh!, sí, señor conde; bien sabéis lo que os he dicho.

‑¿Todavía continúa eso?

‑Más que nunca‑dijo Luciano‑, es un negocio corriente.

Y juzgando sin duda Luciano que esta palabra mezclada en la con­versación le daba derecho a permanecer extraño a ella, colocó su lente en su ojo, y mordiendo el puño de oro de su bastón, comenzó a pasear lentamente alrededor de la sala, examinando las armas y los cuadros.

‑¡Ah! ‑dijo Montecristo‑. Al oíros hablar de eso no creía, en verdad, que se hubiese tomado ya una resolución.

‑¿Qué queréis? Las cosas marchan sin que nadie lo sospeche; mientras que vos no pensáis en ellas, ellas piensan en vos, y cuando volvéis os quedáis asombrado del gran trecho que han recorrido. Mi padre y el señor Danglars han servido juntos en España, mi padre en el ejército, el señor Danglars en las provisiones. Allí fue donde mi padre, arruinado por la revolución, y el señor Danglars, que no tenía patrimonio, empezaron a hacerse ricos.

‑Sí, efectivamente ‑dijo Montecristo‑, creo que durante la visita que le he hecho, el señor Danglars me ha hablado de eso ‑y dirigió una mirada a Luciano, que en aquel momento estaba hojeando un álbum‑. La señorita Eugenia es una joven bellísima, creo que se llama Eugenia, ¿verdad?



‑Bellísima ‑respondió Alberto‑, pero de una belleza que yo no aprecio; soy indigno de ella.

‑¡Habláis de vuestra novia como si ya fueseis su marido!

‑¡Oh! ‑exclamó Alberto, mirando lo que hacía Luciano.

‑¿Sabéis? ‑dijo Montecristo, bajando la voz‑, que no me pa­recéis muy entusiasmado con esa boda?

‑La señorita Danglars es demasiado rica para mí ‑dijo Morcef‑, eso me asusta.

‑¡Bah! ‑dijo Montecristo‑, razón de más, ¿no sois vos también rico?

‑Mi padre tiene algo..., como unas cincuenta mil libras de renta, y me dará diez o doce mil cuando me case.

‑Algo modesto es eso, sobre todo en París; pero no todo consiste en el dinero, algo valen un nombre esclarecido y una elevada posición social. Vuestro nombre es célebre, vuestra posición magnífica; y ade­más, el conde de Morcef es un soldado, y gusta ver que se enlazan la integridad de Bayardo con la pobreza de Duguesclin; el desinterés es el rayo de sol más hermoso a que puede relucir una noble espada. Yo encuentro esta unión muy conveniente; ¡la señorita Danglars os enriquecerá y vos la ennobleceréis!

Alberto movió la cabeza y quedóse pensativo.

‑Aún hay más ‑dijo.

‑Confieso ‑repuso Montecristo‑ que me cuesta trabajo el com­prender esa repugnancia hacia una joven hermosa y rica.

‑¡Oh! ¡Dios mío! ‑dijo Morcef‑, esa repugnancia no es tan sólo de mi parte.

‑¿De quién más?, porque vos mismo me habéis dicho que vuestro padre deseaba ese enlace.

‑De parte de mi madre; y la ojeada de mi madre es prudente y se­gura. ¡Pues bien!, no se sonríe al hablarle yo de esta unión, tiene yo no sé qué prevención contra los Danglars.

‑¡Oh! ‑dijo el conde con un tono algo afectado‑, eso se conci­be fácilmente. La condesa de Morcef, que es la distinción, la aristocra­cia, la delicadeza personificada, vacila en tocar una mano basta, gro­sera y brutal; nada más sencillo.

‑Yo no sé si es eso ‑dijo Alberto‑; pero lo que sé es que este casamiento la hará desgraciada. Ya debían haberse reunido para ha­blar del asunto hace seis semanas; pero tuve tales dolores de cabeza...

‑¿Verdaderos...? ‑dijo el conde sonriendo.

‑¡Oh!, sí, sin duda el miedo..., en fin, aplazaron la cita hasta pa­sados dos meses. No corría prisa, como comprenderéis; yo no tengo todavía más que veintiún años, y Eugenia diecisiete; pero los dos me­ses expiran la semana que viene. Se consumará el sacrificio; no podéis comprender, conde, qué apurado me encuentro... ¡Ah!, ¡qué dichoso sois al ser libre!

‑¡Pues bien!, sed libre también, ¿quién os lo impide?, decid.

‑¡Oh!, sería un desengaño muy grande para mi padre si no me casara con la señorita Danglars.

‑Pues casaos, entonces ‑dijo el conde, encogiéndose de hombros.

‑Sí ‑dijo Morcef‑; mas para mi madre no sería eso desengaño, sino una pesadumbre mortal.

‑Entonces no os caséis ‑exclamó el conde.

‑Yo veré, lo reflexionaré, vos me daréis consejos, ¿no es verdad?; y si es posible, me libraréis del compromiso. ¡Oh!, por no dar un dis­gusto a mi pobre madre, sería yo capaz de quedar reñido hasta con el conde, mi padre.

Montecristo se volvió; parecía sumamente conmovido.

‑¡Vaya! ‑dijo a Debray, que estaba sentado en un sillón, en un extremo del salón, con un lápiz en la mano derecha y en la izquierda una cartera‑, ¿hacéis álgún croquis de uno de estos cuadros?

‑¿Yo? ‑dijo tranquilamente‑. ¡Oh!, sí, un croquis; amo dema­siado la pintura para eso. No; estoy haciendo números.

‑¿Números?

‑Sí, calculo; esto os atañe indirectamente, vizconde; calculo lo que la casa Danglars ha debido ganar en la última alza de Haití; de 206 subieron los fondos en tres días a 409, y el prudente banquero había comprado mucho a 206. Ha debido ganar, por lo menos, 300 000 libras.

‑No es ésa su mejor jugada ‑dijo Morcef‑, no ha ganado este año un millón. ..

‑Escuchad, querido ‑dijo Luciano‑, escuchad a Montecristo, que os dirá, como los italianos:

Denaro a santità

Metá della metá.

 

Y es mucho todavía. Así, pues, cuando me hablan de eso me encojo de hombros.

‑¿Pero no hablabais de Haití? ‑dijo Montecristo. ‑¡Oh!, Haití; eso es otra cosa; ese écarté del agiotaje francés. Se puede amar el whist, el boston, y sin embargo, cansarse de todo esto; el señor Danglars vendió ayer a 409 y se embolsó 300 000 francos; si hubiese esperado a hoy, los fondos bajaban a 205, y en vez de ganar 300 000, perdía 20 ó 25 000.

‑¿Y por qué han bajado los fondos de 409 a 205? ‑preguntó Montecristo‑. Perdonad, soy muy ignorante en todas estas intrigas de bolsa.

‑Porque ‑respondió Alberto‑ las noticias se siguen unas a otras y no se asemejan.

‑¡Ah, diablo! ‑dijo el conde‑. ¿El señor Danglars juega a ga­nar o perder 300 000 francos en un día? ¡Será inmensamente rico!

‑¡No es él quien juega! ‑exclamó vivamente Luciano‑, es la señora Danglars; es una mujer verdaderamente intrépida.

‑Pero vos que sois razonable, Luciano, y que conocéis la poca se­guridad de las noticas, pues que estáis en la fuente, debierais impe­dirlo‑, dijo Morcef sonriendo.

‑¿Cómo es eso posible, si a su marido no le hace ningún caso? ‑respondió Luciano‑. Vos conocéis el carácter de la baronesa; nadie tiene influencia sobre ella, y no hace absolutamente sino lo que quiere.

‑¡Oh, si yo estuviera en vuestro lugar... ! ‑dijo Alberto.

‑¿Y bien?

‑Yo la curaría; le haría un favor a su futuro yerno.

‑¿Pues cómo?

‑Nada más sencillo. Le daría una lección.

‑¡Una lección!

‑Sí; vuestra posición de secretario del ministro hace que dé mu­cha fe a vuestras noticias; apenas abrís la boca y al momento son ta­quigrafiadas vuestras palabras. Hacedle perder unos cuantos miles de francos, y esto la volverá más prudente.

‑No os entiendo ‑murmuró Luciano.

‑Pues bien claro me explico ‑respondió el joven, con una sen­cillez que nada tenía de afectada‑; anunciadle el mejor día una no­ticia telegráfica que sólo vos hayáis podido saber; por ejemplo, que a Enrique IV le vieron ayer en casa de Gabriela; esto hará subir los fondos; ella obrará inmediatamente, según la noticia que le hayáis dado, y seguramente perderá cuando Beauchamp escriba al día si­guiente en su periódico:

«Personas mal informadas han dicho que el rey Enrique IV fue visto anteayer en casa de Gabriela; esta noticia es completamente falsa; el rey Enrique IV no ha salido de Pont‑Neuf.»

Luciano se sonrió.

El conde, aunque indiferente en la apariencia, no había perdido

una palabra de esta conversación, y su penetrante mirada creyó leer un secreto en la turbación del secretario del ministro.

De esta turbación de Luciano, que no fue advertida por Alberto, resultó que Debray abreviase su visita; se sentía evidentemente dis­gustado. El conde, al acompañarle hacia la puerta, le dijo algunas palabras en voz baja, a las cuales respondió:

‑Con mucho gusto, señor conde, acepto.

Montecristo se volvió hacia Morcef.

‑¿No pensáis ‑le dijo‑ que habéis hecho mal en hablar de vuestra suegra delante de Debray?

‑Escuchad, conde ‑dijo Morcef‑, no digáis en adelante una palabra acerca de esto.

‑Decid la verdad, ¿la condesa se opone a ese matrimonio?

‑Rara vez viene a casa la baronesa, y mi madre creo que no ha estado dos veces en su vida en la de la señora Danglars.

‑Entonces ‑dijo el conde‑ eso me alienta a hablaros con fran­queza: el señor Danglars es mi banquero; el señor de Villefort me ha colmado de atenciones en agradecimiento al servicio que una dichosa casualidad me proporcionó hacerle. Bajo todo esto yo des­cubro una infinidad de comidas y diversiones, y además, para tener siquiera el mérito de adelantarme, si queréis, he proyectado reunir en mi casa de campo de Auteuil al señor y señora Danglars, y al señor y señora Villefort. Yo os invito a esa comida, así como al señor conde y a la señora condesa de Morcef; esto, sin que nadie sospeche que ha de ser una entrevista matrimonial; por lo menos, la señora condesa de Morcef no considerará la cosa así, sobre todo si el barón Danglars me hace el honor de no traer a su hija. De lo contrario, vuestra madre me cobraría antipatía; de ningún modo quiero yo que suceda esto, y haré todo lo posible por que nó llegue a odiarme.

‑A fe mía, conde ‑‑dijo Morcef‑, os doy mil gracias por esa franqueza que usáis conmigo, y acepto la proposición que me hacéis. Decís que no queréis que mi madre os cobre antipatía, y sucede todo lo contrario.

‑¿Lo creéis así? ‑exclamó el conde con interés.

‑¡Oh!, estoy seguro. Cuando os separasteis el otro día dè no­sotros estuvimos hablando una hora de vos; pero vuelvo a lo que decíamos antes. ¡Pues bien!, si mi madre pudiese saber esa aten­ción de vuestra parte, estoy seguro de que os quedaría sumamente reconocida; es verdad que mi padre se pondría furioso.

Montecristo soltó una carcajada.

‑¡Y bien! ‑dijo a Morcef‑, ya estáis prevenido. Pero ahora que me acuerdo, no sólo vuestro padre se pondrá furioso; el señor y la señora Danglars me considerarán como a un hombre de malas maneras. Saben que nos tratamos con cierta intimidad, que sois mi amigo parisiense más antiguo, y si no os encuentran en mi casa, me preguntarán por qué no os he invitado. Al menos, buscad un compromiso anterior que tenga alguna apariencia de probabilidad, y del cual me daréis parte por medio de cuatro letras. Ya sabéis, con los banqueros, sólo los escritos son válidos.

‑Yo haré otra cosa mejor, señor conde ‑dijo Alberto‑; mi padre quiere ir a respirar el sire del mar. ¿Qué día tenéis señalado para vuestra comida?

‑El sábado.

‑Hoy es martes, bien; mañana por la tarde partimos, y pasado estaremos en Tréport. ¿Sabéis, señor conde, que sois un hombre muy complaciente en proporcionar así a todas las personas su co­modidad?

‑¡Yo!, en verdad que me tenéis en más de lo que valgo, deseo seros útil y nada más.

‑¿Qué día empezaréis a hacer las invitaciones?

‑Hoy mismo.

‑¡Pues bien!, corro a casa del señor Danglars, y le anuncio que mañana mi madre y yo saldremos de París. Yo no os he visto; por consiguiente, no sé nada de vuestra comida.

‑¡Qué loco sois! ¡Y el señor Debray, que acababa de veros en mi casa!

‑¡Ah!, es cierto.

‑Al contrario, os he visto y os he convidado aquí sin ceremonia, y me habéis respondido ingenuamente que no podíais aceptar por­que partíais para Tréport.

‑¡Pues bien!, ya está todo arreglado; pero vos vendréis a ver a mi madre entre hoy y mañana.

‑Entre hoy y mañana es difícil; porque estaréis ocupados en vuestros preparativos de viaje.

‑¡Pues bien!, haced otra cosa; antes no erais más que un hom­bre encantador; seréis un hombre adorable.

‑¿Qué he de hacer para llegar a esa sublimidad?

‑¿Qué habéis de hacer?

‑Sí, eso es lo que os pregunto.

‑Sois libre como el sire; venid a comer conmigo; seremos pocos: vos, mi madre y yo solamente. Aún no habéis casi conocido a mi madre, pero la veréis de cerca. Es una mujer muy notable, y no siento más que una cosa, y es no encontrar una mujer como ella con

veinte años menos; pronto habría, os lo juro, una condesa y una viz­condesa de Morcef. En cuanto a mi padre, no le encontraréis en casa; está de comisión, y come en la del gran canciller. Venid, ha­blaremos de viajes; vos que habéis visto el mundo entero, nos habla­réis de vuestras aventuras; nos contaréis la historia de aquella bella griega que estaba la otra noche con vos en la ópera, a la que llamáis vuestra esclava, y a quien tratáis como a una princesa. Hablaremos italiano y español, ¿aceptáis?, mi madre os dará las gracias.

‑También yo os las doy ‑dijo el conde‑; el convite es de los más halagüeños, y siento vivamente no poder aceptarlo. Yo no soy libre, como pensáis; y tengo, por el contrario, una cita de las más importantes.

‑¡Ah!, acordaos, conde, que me acabáis de enseñar cómo se zafa uno de las cosas desagradables. Necesito una prueba. Afortunadamen­te, yo no soy banquero como el señor Danglars, pero os prevengo que soy tan incrédulo como él.

‑Por lo mismo, voy a dárosla ‑dijo el conde.

Y llamó.

‑¡Hum! ‑dijo Morcef‑; ya son dos veces seguidas que rehu­sáis comer con mi madre. ¿Habéis tomado ese partido, conde?

Montecristo se estremeció.

‑¡Oh!, no lo creáis ‑dijo‑; además, pronto os demostraré lo contrario.

Bautista entró y se quedó a la puerta en pie y esperando.

‑Yo no estaba prevenido de vuestra visita, ¿no es verdad?

‑Sois tan extraordinario, que no aseguraría que no lo estuvieseis.

‑Por lo menos, ¿no podía adivinar que me invitaríais a comer?

‑¡Oh!, en cuanto a eso, es probable.

‑Escuchad, Bautista: ¿qué os dije yo esta mañana, cuando os llamé a mi gabinete de estudio?

‑Que no dejase entrar a nadie a ver al señor conde después de las cinco ‑respondió el criado.

‑¿Y qué más?

‑¡Oh!, señor conde... ‑dijo Alberto.

‑No, no, quiero absolutamente librarme de esa reputación mis­teriosa que me habéis adjudicado, mi querido vizconde: es muy difícil representar eternamente el Manfredo. ¿Qué más.. . ?, conti­nuad, Bautista.

‑En seguida no recibir más que al señor mayor Bartolomé Caval­canti y a su hijo.

‑Ya lo oís, al señor mayor Bartolomé Cavalcanti, de la más an­tigua nobleza de Italia; además, su hijo, un apuesto joven de vuestra edad, o poco más, vizconde, que lleva el mismo título que vos, y que hace su entrada en el mundo con los millones de su padre. El mayor me trae esta tarde a su hijo Andrés, el contessino, como decimos en Italia. Me lo confía y yo lo protegeré si tiene algún mérito. Me ayudaréis, ¿no es así?

‑¡Desde luego! ¿Es algún antiguo amigo vuestro ese mayor Ca­valcanti? ‑preguntó Alberto.

‑No, por cierto, es un digno señor, muy modesto, discreto, como muchos de los que hay en Italia, descendiente de una de las más antiguas familias. Lo he encontrado muchas veces en Florencia, en Bolonia, en Luca, y me ha avisado de su llegada. Los conocimientos de viaje son exigentes, reclaman de vos en todas partes la amistad que se les ha manifestado una vez por casualidad. Este mayor Caval­canti va a volver a París, que no ha visto más que de paso en tiem­pos del Imperio, y va a helarse a Moscú. Yo le daré una buena co­mida y me dejará su hijo; le prometeré vigilarle, le dejaré hacer todas las locuras que quiera y estamos en paz.

‑¡Estupendo! ‑dijo Alberto‑; veo que sois un excelente men­tor. Adiós, pues, estaremos de vuelta el domingo. A propósito, he recibido noticias de Franz.

‑¡Ah!, ¿de veras? ‑dijo Montecristo‑; ¿sigue divirtiéndose en Italia?

‑Creo que sí; no obstante, os echa mucho de menos. Dice que sois el sol de Roma, y que sin vos está eclipsado. Yo no sé si aun llega a decir que llueve. Aún persiste en errores fantásticos, y he aquí por lo que os echa de menos.

‑Es un muchacho muy simpático ‑dijo Montecristo‑‑, y por el cual he sentido una viva simpatía la primera tarde que le vi bus­cando una cena cualquiera, y que tuvo a bien aceptar la mía. Creo que es hijo del general d'Epinay.

‑Justamente.

‑El mismo que fue tan vilmente asesinado en 1815.

‑¿Por los bonapartistas?

‑¡Cierto! ¿No tiene él proyectos de matrimonio?

‑Sí, debe casarse con la señorita de Villefort.

‑¿Es eso cierto?

‑Tan cierto como que yo debo casarme con la señorita Danglars ‑respondió Alberto riendo.

‑¿Os reís?

‑Sí.

‑¿Y por qué?

‑Porque creo que Franz tiene tanta simpatía por su matrimonio

como la hay entre la señorita Danglars y yo. Pero, en verdad, conde, que hablamos de las mujeres como las mujeres hablan de los hom­bres; esto es imperdonable.

Alberto se levantó.

‑¿Os vais?

‑Me gusta la pregunta: hace dos horas que os estoy molestando y tenéis la bondad de preguntarme si me voy.

‑¡Oh!, de ningún modo.

‑¡En verdad, conde, sois el hombre más diplomático de la tierra! Y vuestros criados, ¡qué bien educados están! ¡Especialmente, el señor Bautista! Jamás he podido tener uno como ése. Los míos parece que toman el ejemplo de los del teatro francés, que, precisamente porque no tienen que decir más que una palabra, siempre la dicen mal. Conque si despedís alguna vez a Bautista, os lo pido para mí antes que nadie.

‑Convenido ‑respondió Montecristo.

‑No es esto todo; saludad de mi parte a vuestro discreto mayor, al señor de Cavalcanti, y si por casualidad desease establecer a su hijo, buscadle una mujer muy rica, noble, baronesa cuando menos, yo os ayudaré por mi parte.

‑¡Vaya! ¿Hasta eso llegaríais?

‑Sí, sí.

‑¡Oh!, no se puede decir de esta agua no beberé.

‑¡Ah, conde! ‑exclamó Morcef‑, qué gran favor me haríais y cómo os apreciaría cien veces más si lograseis dejarme soltero si­quiera por diez años.

‑Todo es posible ‑respondió gravemente Montecristo, y des­pidiéndose de Alberto entró en su habitación y llamó tres veces con el timbre.

Bertuccio compareció.

‑Señor Bertuccio ‑le dijo‑, ya sabéis que el sábado recibo en mi casa de Auteuil.

Bertuccio se estremeció levemente.

‑Bien, señor‑dijo.

‑Os necesito ‑continuó el conde‑, para que todo se prepare como sabéis. Aquella casa es muy hermosa, o al menos puede llegar a serlo.

‑Para eso sería preciso cambiarlo todo, señor conde; las paredes han envejecido.

‑Cambiadlo todo, excepto una sola habitación; la de la alcoba de damasco encarnado; la dejaréis tal como está actualmente.

Bertuccio se inclinó.

‑Tampoco tocaréis el jardín; pero del patio haréis lo que mejor os parezca; me alegraría de que nadie pudiese reconocerlo.

‑Haré todo lo que pueda para que el señor conde quede satis­fecho; sin embargo, quedaría más tranquilo si quisiera vuestra ex­celencia darme sus instrucciones para la comida.

‑En verdad, mi querido señor Bertuccio ‑dijo el conde‑, desde que estáis en París, os encuentro desconocido; ¿no os acordáis ya de mis gustos, de mis ideas?

‑Pero, en fin, ¿podría decirme vuestra excelencia quién asistirá? ‑Aún no lo sé, y tampoco vos tenéis necesidad de saberlo.

Bertuccio se inclinó y salió.

Acababan de dar las siete, y el mayordomo partió acto seguido para Auteuil, según la orden que acababa de recibir. En el mismo momento, un coche de alquiler se detuvo a la puerta del palacio, y pareció huir avergonzado apenas hubo dejado junto a la reja a un hombre como de cincuenta y dos años, vestido con una de esas largas levitas verdes, cuyo color es indefinible, un ancho pantalón azul, unas botas muy limpias, aunque con un barniz bastante agrietado; guantes de ante, un sombrero con la forma del de un gendarme, y una corbata negra. Tal era el pintoresco traje bajo el cual se presentó el personaje que llamó a la reja, preguntando si era allí donde vivía el conde Montecristo, y que apenas hubo oído la respuesta afirma­tiva del portero, se dirigió hacia la escalera.

La cabeza pequeña y angulosa de este hombre, sus cabellos canos, su bigote espeso y gris, fueron reconocidos por Bautista, que ya tenía conocimiento del aspecto del personaje que le esperaba en el ves­tíbulo. Así, pues, apenas pronunció su nombre, fue introducido en uno de los salones más sencillos.

El conde le esperaba allí y salió a su encuentro con aire risueño. ‑¡Oh!, caballero, bien venido seáis. Os esperaba.

‑¡De veras! ‑dijo el mayor Cavalcanti‑, ¿me esperaba vuestra excelencia?

‑Sí, me avisaron de vuestra visita para hoy a las siete.

‑¿De mi visita? ¿Conque estabais avisado?

‑Completamente.

‑¡Ah!, tanto mejor; temía, lo confieso; yo creía que habrían ol­vidado esta precaución.

‑¿Cuál?

‑La de avisaros.

‑¡Oh!, ¡no!

‑¿Pero estáis seguro de no equivocaros?

‑Segurísimo.

‑¿Era a mí a quien esperaba vuestra excelencia?

‑A vos, sí. Por otra parte, pronto estaremos seguros de ello.

‑¡Oh!, si me esperabais ‑dijo el mayor‑, ¡no merece la penal

‑¡Al contrario! ‑‑dijo Montecristo.

El mayor pareció ligeramente inquieto.

‑Veamos ‑dijo Montecristo‑, sois el marqués Bartolomé Ca­valcantí, ¿verdad?

‑Bartolomé Cavalcanti ‑repitió el mayor‑, eso es.

‑¿Ex mayor al servicio de Austria?

‑¡Ah!, ¿era mayor...? ‑preguntó tímidamente el veterano.

‑Sí ‑dijo Montecristo‑, mayor. Este nombre se da en Fran­cia al grado que teníais en Italia.

‑Bueno ‑dijo el mayor‑, no pregunto más, ya comprendéis...

‑Por otro lado, ¿no venís aquí por vuestro propio interés? ‑re­puso Montecristo.

‑¡Oh!, seguramente.

‑¿Venís dirigido a mí por alguna persona?

‑Sí.

‑¿Por el excelente abate Busoni?

‑Eso es ‑exclamó el mayor con alegría.

‑¿Y tenéis una carta?

‑Aquí está.

‑Dádmela, entonces.

Y Montecristo tomó la carta que abrió y leyó.

El mayor miraba al conde con ojos asombrados, que dirigía con curiosidad a cada objeto del salón, pero que se volvían inmediata­mente hacia el dueño de la casa.

‑Esto es... ¡Oh!, ¡querido abate!, < el mayor Cavalcanti; un digno patricio de Luca», descendiente de los Cavalcanti de Florencia ‑con­tinuó Montecristo leyendo‑, que tiene medio millón de renta...

Èl conde levantó los ojos por encima del papel y saludó.

‑Medio millón ‑dijo‑; ¡diantre!, querido señor Cavalcanti.

‑¿Dice medio millón? ‑preguntó el mayor.

‑Con todas sus letras, y así debe ser; el abate Busoni es el hom­bre que mejor conoce todos los caudales de Europa.

‑¡De acuerdo con que sea medio millón! ‑dijo el mayor‑; pero es doy mi palabra de honor de que no sabía que ascendiese a tanto.

‑Porque tendréis un mayordomo que os robará; ¿qué queréis, señor Cavalcanti?, ¡es preciso pasar por todo!

‑Acabáis de darme una idea ‑dijo gravemente el mayor‑; pon­dré al muy bribón en la calle.

Montecristo continuó:

‑«Y al cual no le faltaba más que una cosa para ser dichoso.»

‑¡Oh! ¡Dios mío, sí! una sola ‑‑dijo el mayor suspirando.

‑Encontrar un hijo adorado.»

‑¿Un hijo adorado?

‑Robado en su niñez, o por un enemigo de su noble familia, o por unas gitanas.

‑¡A la edad de cinco años, caballero! ‑dijo el mayor con un profundo suspiro y levantando los ojos al cielo.

‑¡Pobre padre! ‑dijo Montecristo.

El conde prosiguió:

‑«Le devuelvo la esperanza, la vida, señor conde, anunciándole que vos le podéis hacer encontrar este hijo, a quien busca en vano hace quince años.»

El mayor miró a Montecristo con una inefable expresión de in­quietud.

‑Yo puedo hacerlo ‑respondió Montecristo.

El mayor se incorporó.

‑¡Ah, ah! ‑dijo‑ ¿La carta era verdadera?

‑¿Lo dudabais, querido señor Bartolomé?

‑¡No, jamás! ¡Como, un hombre grave, un hombre investido de un carácter religioso como el abate Busoni, no había de mentir! ¡Pero vos no lo habéis leído todo, excelencia!

‑¡Ah!, es verdad‑dijo Montecristo‑,hay una posdata.

‑Sí ‑replicó el mayor‑, sí..., hay... una... posdata.

‑«Para no causar al mayor Cavalcanti la molestia de sacar fon­dos de casa de su banquero, le envío una letra de dos mil francos para sus gastos de viaje, y el crédito contra vos de la suma de cuarenta y ocho mil francos.»

El mayor seguía con la mirada esta posdata con visible ansie­dad.

‑¡Bueno! ‑dijo Montecristo.

‑Ha dicho bueno ‑murmuró el mayor‑, conque... ‑repuso el mismo.

‑¿Conque?... ‑inquirió el conde.

‑Conque, la posdata...

‑¡Y bien!, la posdata...

‑¿Es acogida por vos de un modo tan favorable como el resto de la carta?

‑Claro. Ya nos entenderemos el abate Busoni y yo. Vos, según veo, ¿dabais mucha importancia a esa posdata, señor Cavalcantí?

‑Os confesaré ‑respondió el mayor‑, que confiado en la carta del abate Busoni, no me había provisto de fondos; de modo que

si me hubiese fallado este recurso, me habría encontrado muy mal en París.

‑¿Es que un hombre como vos se puede encontrar apurado en alguna parte? ‑dijo Montecristo.

‑¡Diablo!, no conociendo a nadie... ‑¡Oh!, pero a vos os conocen... ‑Sí, me conocen; conque...

‑Acabad, querido señor Cavalcanti.

‑¿Conque me entregaréis esos cuarenta y ocho mil francos?

‑Al momento.

El mayor no podía disimular su estupor.

‑Pero sentaos ‑dijo Montecristo‑, en verdad, no sé en qué estoy pensando..., hace un cuarto de hora que os tengo ahí de pie...

‑No importa, señor conde. ..

El mayor tomó un sillón y se sentó.

‑Ahora ‑dijo el conde‑, ¿queréis tomar alguna cosa? ¿Un vaso de Jerez, de Oporto, de Alicante?

‑De Alicante, puesto que tanto insistís, es mi vino predilecto.

‑Lo tengo excelente; con un bizcochito, ¿verdad?

‑Con un bizcochito, ya que me obligáis a ello.

Montecristo llamó; se presentó Bautista, y el conde se adelantó hacia él.

‑¿Qué traéis? ‑preguntó en voz baja.

‑EL joven está ahí ‑respondió en el mismo tono el criado.

‑Bien, ¿dónde le habéis hecho entrar?

‑En el salón azul, como había mandado su excelencia.

‑Perfectamente. Traed vino de Alicante y bizcochos.

Bautista salió de la estancia.

‑En verdad ‑dijo el mayor‑, os molesto de una manera...

‑¡Bah!, ¡no lo creáis! ‑dijo Montecristo.

Bautista entró con los vasos, el vino y los bizcochos.

El conde llenó un vaso y vertió en el segundo algunas gotas del rubí líquido que contenía la botella cubierta de telas de araña y de todas las señales que indican lo añejo del vino. El mayor tomó el vaso lleno y un bizcocho.

El conde mandó a Bautista que colocase la botella junto a su hués­ped, que comenzó por gustar el Alicante con el extremo de sus labios, hizo un gesto de aprobación, a introdujo delicadamente el bizcocho en el vaso.

‑De modo, caballero ‑dijo Montecristo‑, ¿vos vivíais en Luca, erais rico, noble, gozabais de la consideración general, teníais todo cuanto puede hacer feliz a un hombre?

‑Todo, excelencia ‑dijo el mayor, comiendo el bizcocho‑, abso­lutamente todo.

‑¿Y no faltaba más que una cosa a vuestra felicidad?

‑¡Ay!, una sola‑repuso el mayor.

‑¿Encontrar a vuestro hijo?

‑¡Ah! ‑‑exclamó el mayor tomando un segundo bizcocho‑ eso únicamente me faltaba.

El digno mayor levantó los ojos al cielo a hizo un esfuerzo para suspirar.

‑Veamos ahora, señor Cavalcanti ‑dijo Montecristo‑, ¿de dónde os vino ese' hijo tan adorado? Porque a mí me habían dicho que vos habíais permanecido en el celibato.

‑Así creía, caballero ‑dijo el mayor‑, y yo mismo...

‑Sí ‑repuso Montecristo‑, y vos mismo habíais acreditado ese rumor. Un pecado de juventud que vos queríais ocultar a los ojos de todos.

El mayor asumió el aire más tranquilo y más digno que pudo, mientras bajaba modestamente los ojos, para asegurar su aplomo, o ayudar a su imaginación, mirando de reojo al conde, cuya sonrisa anunciaba siempre la más benévola curiosidad.

‑Sí, señor ‑dijo‑; falta que yo quería ocultar a los ojos de todos.

‑No por vos ‑dijo Montecristo‑, porque un hombre no se inquieta por esas cosas.

‑¡Oh!, no por mí, ciertamente ‑dijo el mayor sonriendo ma­liciosamente.

‑Sino por su madre ‑‑dijo el conde.

‑¡Eso es! ‑exclamó el mayor tomando un tercer bizcocho‑, ¡por su pobre madre!

‑Bebed, querido Cavalcanti ‑dijo Montecristo llenando un ter­cer vaso‑; la emoción os embarga.

‑¡Por su pobre madre! ‑murmuró el mayor haciendo los ma­yores esfuerzos por humedecer sus párpados con una falsa lágrima.

‑¿Que según tengo entendido, pertenecía a las primeras familias de Italia?, según creo.

‑¡Patricia de Fiesole, señor conde, patricia de Fiesole!

‑¿Y se llamaba. .. ?

‑¿Deseáis saber su nombre?

‑Es inútil que me lo digáis ‑dijo el conde‑; lo sé yo.

‑El señor conde lo sabe todo ‑dijo el mayor inclinándose.

‑Olivia Corsinari, ¿no es verdad?

‑¡Olivia Corsinari!

‑¿Marquesa...?

‑¡Marquesa!

‑Y finalmente os casasteis con ella, a pesar de la oposición de la familia...

‑Señor conde, al fin y al cabo me casé. –

¿Y traéis en regla los papeles? ‑repuso Montecristo.

‑¿Qué papeles? ‑preguntó el mayor.

‑Vuestra acta de casamiento con Olivia Corsinari y la fe de bau­tismo del niño. ¿No se llamaba Andrés?

‑Creo que sí ‑dijo el mayor.

‑¡Cómo!, ¿no estáis seguro?

‑¡Diantre! , hace mucho tiempo que le he perdido.

‑Es justo ‑dijo Montecristo‑. En fin, ¿traéis todos esos pa­peles?

‑Señor conde, con gran sentimiento de mi parte, os anuncio que no sabiendo lo necesarios que eran, se me olvidó traerlos.

‑¡Diablo! ‑exclamó el conde.

‑¿Tanto urgían?

‑Como que son indispensables.

El mayor se rascó la frente.

‑¡Ah! , per Baccho ‑dijo‑, ¡indispensables!

‑Claro está; ¿y si surgiesen aquí algunas dudas acerca de vues­tro casamiento, de la legitimidad de vuestro hijo?

‑Es verdad ‑dijo el mayor‑; podría muy bien suceder.

‑Eso sería muy triste para ese joven.

‑Sería fatal.

‑Pudiera hacerle perder algún magnífico casamiento.

‑O peccato!

‑En Francia, ya comprenderéis, hay en este asunto mucha seve­ridad; no basta, como en Italia, ir a buscar un sacerdote y decide: nos amamos, echadnos la bendición. Hay casamiento civil, y para casarse civilmente se necesitan papeles que hagan Constar la iden­tidad de las personas.

‑Pues ahí está la desgracia; me faltan esos documentos.

‑Por fortuna los tengo yo ‑dijo Montecristo.

‑¿Vos?

‑Sí.

‑¿Que vos los tenéis?

‑Sí.

‑¡Ah! ‑dijo el mayor‑, he aquí una felicidad que yo no es­peraba.

‑¡Diantre!, ya lo creo; no se puede pensar en todo a la vez.

‑Otro, felizmente el abate Busoni, ha pensado en ello en lugar

‑¡Oh! , el abate, ¡qué hombre tan amable!

‑¡Es un hombre precavido!

‑Es un hombre admirable ‑dijo el mayor‑; ¿y os los ha en­viado?

‑Aquí están.

El mayor juntó las manos en señal de admiración.

‑Os habéis casado con Olivia Corsinari en la iglesia de San Pablo de Monte Cattini; aquí tenéis el certificado del sacerdote.

‑Sí, a fe mía, éste es ‑dijo el mayor, mirándolo estupefacto.

‑Y ésta es la partida de bautismo de Andrés Cavalcanti, dada por el cura de Saravezza.

‑Todo está en regla ‑dijo el mayor.

‑Tomad, entonces, estos papeles, que a mí no me hacen ninguna falta; los entregaréis a vuestro hijo, que los guardará cuidadosa­mente.

‑¡Ya lo creo... ! ¡Si los perdiese!

‑Si los perdiese, ¿qué? ‑preguntó Montecristo.

‑Sería muy difícil procurarse otros ‑repuso el mayor.

‑Muy difícil, en efecto‑dijo Montecristo.

‑Casi imposible ‑respondió el mayor.

‑Me alegro que comprendáis el valor de esos documentos.

‑Los miro como impagables.

‑Ahora ‑dijo Montecristo‑, en cuanto a la madre del joven...

‑En cuanto a la madre del joven... ‑repitió el mayor lleno de inquietud.

‑En cuanto a la marquesa Corsinari...

‑¡Dios mío! ‑dijo el mayor, quien a cada palabra se enredaba en una nueva dificultad‑; ¿tendrían acaso necesidad de ella?

‑No, señor‑repuso Montecristo‑, por otra parte ha...

‑¡Ah, sí! ‑dijo el mayor‑, ha... ‑Pagado su tributo a la naturaleza.. .

‑¡Ah, sí! ‑dijo vivamente el mayor.

‑Ya lo sé ‑repuso Montecristo‑, murió hace diez años.

‑Y todavía lloro yo su muerte, señor ‑dijo el mayor, sacando de su bolsillo un pañuelo a cuadros y enjugándose alternativamente primero el ojo izquierdo, después el derecho.

‑¿Qué queréis? ‑dijo Montecristo‑, todos somos mortales. Ahora, ya comprenderéis, señor Cavalcanti, que es inútil que en Fran­cia se sepa que estáis separado desde hace quince años de vuestro hijo. Todas estas historias de gitanos que roban niños no están en

toga entre nosotros. Vos le habéis enviado a instruirse a un colegio de provincia, y queréis que acabe su educación en el mundo pari­siense. He aquí por qué habéis salido de Vía Regio, donde vivíais desde la muerte de vuestra mujer. Esto bastará.

‑¿Lo creéis así?

.‑Así lo creo.

‑Pues entonces, muy bien.

‑Si supiesen algo de esta separación...

‑¡Ah!, sí, ¿qué decía?

‑Que un preceptor infiel, vendido a los enemigos de vuestra fa­milia...

‑¿A los Corsinari?

‑En efecto..., había robado a ere niño para que se extinguiese vuestro nombre.

‑Exacto, puesto que es hijo único...

‑¡Pues bien!, ahora que todo lo sabéis, ¿sin duda habéis adivi­nado que os preparaba una sorpresa?

‑¿Agradable? ‑preguntó el mayor.

‑¡Ah! ‑dijo Montecristo‑, observo que nada se escapa a los ojos ni al mrazón de un padre.

‑¡Hum! ‑‑exclamó el mayor.

‑¿Os han hecho alguna revelación indiscreta, o habéis adivinado que estaba aquí?

‑¿Quién?

‑Vuestro hijo, vuestro Andrés.

‑Lo he adivinado ‑respondió el mayor con la mayor flema del mundo‑‑, ¿de modo que está aquí?

‑Aquí mismo ‑dijo Montecristo‑; al entrar hace poco el cria­do, me anunció su llegada.

‑¡Ah!, ¡perfectamente, perfectamente! ‑dijo el mayor cruzando las manos y arrimándoselas al pecho a cada exclamación.

‑Señor mío, comprendo vuestra emoción ‑dijo Montecristo‑; es preciso daos tiempo para que os repongáis; quiero también pre­parar al joven para esta entrevista tan deseada. Porque yo presumo que no estará menos impaciente que vos.

Cavalcanti dijo:

‑¡Ya lo creo!

‑¡Pues bien!, dentro de un cuarto de hora estaré con vos.

‑¿Me lo vais a traer? ¿Llevaréis vuestra amabilidad hasta el ex­tremo de presentármelo?

‑No; yo no quiero colocarme entre un padre y un hijo; estaréis solos, señor mayor; pero tranquilizaos, en el caso en que no le reconocierais, os daré algunas señas: es un joven rubio, demasiado rubio, de modales desenvueltos, esto os bastará.

‑A propósito ‑dijo el mayor‑; sabéis que no traje conmigo más que los dos mil francos que tuvo la bondad de darme el bueno del abate Busoni... Con esto he hecho el viaje y...

‑Y necesitáis dinero..., es muy natural, querido señor Cavalcanti; tomad, aquí tenéis ocho billetes de mil francos para empezar.

Los ojos del mayor brillaron de codicia.

‑Os quedo a deber cuarenta mil francos ‑dijo el conde.

‑¿Quiere vuestra excelencia un recibo? ‑dijo el mayor introdu­ciendo los billetes en uno de los bolsillos de su chaleco, de una he­chura antiquísima.

‑¿Para qué?

‑Para arreglar vuestras cuentas con el abate Busoni.

‑Ya me daréis un recibo global cuando tengáis en vuestro poder los cuarenta mil francos que aún no os he dado. Entre hombres honrados, siempre están de más semejantes precauciones.

‑¡Ah, sí, es verdad ‑dijo el mayor‑, entre hombres honrados!

‑Escuchad ahora una palabrita, marqués.

‑Decid.

‑¿Me permitís una ligera observación?

‑¡Oh, señor conde, os la suplico!

‑Haríais bien en quitaros ese chaleco, que más bien parece una chupa.

‑¿De veras? ‑dijo el mayor sonriéndose.

‑Sí, eso aún se lleva en Vía Regio; pero en París hace mucho tiempo que ha pasado esa moda, por elegante que sea.

‑¡Caramba! ‑dijo el mayor‑. Lo haré así.

‑Si queréis, ahora os podéis mudar.

‑¿Pero qué queréis que me ponga?

‑Lo que encontréis en vuestras maletas.

‑¿Cómo en mis maletas?, si no he traído ninguna.

‑Tratándose de vos, no lo dudo. ¿Para qué os habíais de inco­modar? Por otra parte, un antiguo soldado gusta siempre de llevar poco equipaje.

‑Esa es la verdad...

‑Pero vos sois hombre precavido y habéis enviado antes vues­tras maletas. Ayer llegaron a la fonda de los Príncipes, calle de Ri­chelieu. Allí creo que es donde habéis fijado vuestra morada.

‑Luego, entonces, en esas maletas...

‑Supongo que vuestro mayordomo habrá tenido la precaución de hacer encerrar en ellas todo lo que necesitéis: trajes de calle,

uniformes. En ciertas circunstancias os vestiréis de uniforme, es una costumbre establecida aquí. No olvidéis vuestras cruces. De esto se burlan bastante en Francia, pero todos los que las tienen las llevan.

‑¡Bravo, bravo, bravísimo! ‑exclamó el mayor cada vez más sorprendido.

‑Y ahora ‑dijo Montecristo‑, ahora que vuestro corazón está preparado para recibir una fuerte emoción, disponeos, señor Caval­canti, a volver a ver a vuestro hijo Andrés.

Y haciendo una gentil inclinación al mayor, desapareció Montecristo por una puertecita oculta hasta entonces por un tapiz.

Entró en el salón próximo, que Bautista había designado con el nombre de salón azul, y donde acababa de precederle un joven de maneras desenvueltas, vestido con elegancia, y a quien un cabriolé de alquiler había dejado media hora antes a la puerta del palacio.

Bautista no tardó en reconocerle; aquél era el joven de elevada estatura, de cabellos cortos y rubios, de barba casi roja, ojos negros y una tez blanquísima que su amo le había descrito.

Al entrar el conde en el salón, el joven estaba muellemente recli­nado en un sofá, dando golpecitos por distración sobre su bota con un junquito con puño de oro.

Al ver a Montecristo, se levantó vivamente.

‑¿Sois el conde de Montecristo? ‑dijo.

‑El mismo ‑respondió éste‑; ¿y yo tengo el honor de hablar, según creo, al señor conde de Cavalcanti?

‑El conde Andrés de Cavalcanti ‑repitió el joven acompañando estas palabras de un saludo lleno de petulancia.

‑Debéis traer una carta de recomendación, supongo ‑dijo Montecristo.

‑No os he hablado ya de ella a causa de la firma, que me ha parecido bastante extraña.

‑Simbad el Marino, ¿no es verdad?

‑Exacto, pero como yo no he conocido nunca otro Simbad el Marino que el de Las mil y una noches...

‑¡Pues bien!, éste es uno de sus descendientes, uno de mis ami­gos, muy rico, un inglés más que original, cuyo nombre verdadero es lord Wilmore.

‑¡Ah!, eso ya va aclarando mis dudas ‑‑‑dijo Andrés‑. Enton­ces ése es el mismo inglés que yo he conocido... en... sí, ¡muy bien... !

‑Si es verdad lo que me estáis diciendo ‑repuso sonriendo el conde‑, espero que tengáis la bondad de darme algunos detalles acerca de vuestra familia..., y de vos.

‑Con mucho gusto, señor conde ‑repuso el joven con una volu­bilidad que probaba la solidez de su memoria‑. Yo soy, como habéis dicho, el conde Andrés Cavalcanti, hijo del mayor Bartolomé Caval­canti, descendiente de los Cavalcanti, inscritos en el libro de oro de Florencia. Nuestra familia, aunque muy rica, puesto que mi padre posee medio millón de renta, ha sufrido bastantes desgracias, y yo fui raptado a la edad de cinco a seis años, por un ayo infiel, de suerte que hace quince que no veo al autor de mis días. Desde que entré en la edad de la razón, desde que soy libre y dueño de mi volun­tad, le busco, pero inútilmente. En fin..., esta carta de vuestro amigo Simbad el Marino me anuncia que está en París, y me autoriza para dirigirme a vos a recibir noticias suyas.

‑Desde luego, caballero, todo lo que me contáis es muy intere­sante ‑dijo el conde, que miraba con sombría satisfacción aquel ros­tro atrevido, de una belleza semejante a la del ángel malo‑, y habéis hecho muy bien en conformaros en todo con la invitación de mi amigo Simbad, porque vuestro padre está aquí en efecto y os busca.

Desde que entró en el salón, el conde no había cesado de observar al joven, habiendo admirado la firmeza de su mirada y la seguridad de su voz; pero a estas palabras tan naturales: vuestro padre está aquí en efecto y os busca, el joven Andrés se estremeció y excla­mó:

‑¡Mi padre! ¿Mi padre, aquí?

‑Sin duda ‑respondió Montecristo‑, vuestro padre, el mayor Bartolomé Cavalcanti.

La expresión de terror que se pintó en las facciones del joven se borró inmediatamente.

‑¡Ah!, sí, es verdad ‑dijo‑, el mayor Bartolomé Cavalcanti. ¿Y decís, señor conde, que está aquí mi querido padre?

‑Sí, señor, aún podría añadir que acabo de separarme de él; que la historia que me ha contado de su hijo perdido me ha conmovido mucho realmente; sus dolores, sus temores, sus esperanzas sobre este punto compondrían un poema sumamente tierno. En fin, un día re­cibió ciertas noticias que le anunciaban que los raptores de su hijo le ofrecían devolvérselo mediante una suma bastante crecida. Pero nada detuvo a este buen padre; la noticia fue enviada a la frontera del Piamonte, con 'un pasaporte para Italia. ¿Vos estabais en el Mediodía de Francia, según creo?

‑Sí, señor ‑respondió Andrés con aire confuso‑: sí, yo estaba en el mediodía de Francia.

‑¿Os esperaba en Niza un carruaje?

‑Eso es, caballero, me llevó de Niza a Génova, de Génova a

Turín, de Turín a Chambery, de Chambery a Pont de Beauvoisin, y de Pont de Beauvoisin a París.

‑Exacto; esperaba hallaros en el camino, porque era el mismo que él seguía; por lo mismo fue trazado vuestro itinerario de esta manera.

‑Pero ‑dijo Andrés‑, en el caso de que me hubiese encontrado m¡ querido padre, dudo que me hubiera reconocido: desde que le vi por última vez he cambiado bastante.

‑¡Oh!, la voz de la sangre ‑‑dijo Montecristo.

‑¡Oh!, sí, es verdad ‑repuso el joven‑, no me acordaba de la voz de la sangre.

‑Ahora ‑dijo Montecristo‑, una sola cosa inquieta al mar­qués de Cavalcanti, y es que vos os habéis alejado de él: cómo habéis sido tratado por vuestros perseguidores; si han guardado todas las consideraciones debidas a vuestra cuna; en fin, si no seguís sufriendo a causa de tantos pesares ese sufrimiento moral, cien veces peor que el sufrimiento físico, alguna debilidad de las facultades de que os ha dotado la naturaleza, y si vos mismo creéis poder sostener en el mundo el rango que os corresponde.

‑Caballero ‑balbuceó el joven con turbación‑, espero que nin­guna calumnia...

‑¡Yo...! oí hablar de vos por primera vez a mi amigo Wilmore, el filantrópico. Supe que os había conocido en una situación bas­tante triste, ignoro cuál, y nada le pregunté acerca de esto; no soy curioso. Vuestras desgracias le han interesado vivamente. Me ha dicho que quería devolveros en el mundo la posición que habéis perdido, que buscaría a vuestro padre, que le hallaría; le ha buscado, le ha encontrado, en efecto, según parece, puesto que está ahí; en fin, ayer me previno vuestra llegada, dándome algunas noticias relati­vas a vuestra fortuna. Yo sé que es persona original mi amigo Wil­more, pero al mismo tiempo como es una mina de oro, y por consi­guiente, puede permitirse tales originalidades sin que le arruinen, he prometido seguir sus instrucciones. Ahora, caballero, no os ofendáis de una pregunta que voy a haceros; como habré de patrocinaros, de­searía saber si las desgracias que os han acaecido independientes de vuestra voluntad, y que de ningún modo disminuyen la consideración que yo os guardo, no os han hecho algo extraño a este mundo en que vuestra fortuna y vuestro nombre os llaman a figurar tanto.

‑Tranquilizaos, caballero ‑respondió el joven, recobrando su aplomo a medida que el conde hablaba‑; los raptores que me ale­jaron de mi padre, y que sin duda se proponían venderme más tarde, como en efecto hicieron, calcularon que para sacar más partido de mí, era necesario dejarme todo mi valor personal y aumentarlo, si era posible; he recibido, pues, una buena educación, y he sido tra­tado por los ladrones de niños como lo eran en Asia los esclavos, a los cuales sus amos les hacían seguir las carreras de médicos, filó­sofos, etc., para venderlos después a un precio exorbitante.

Montecristo se sonrió, satisfecho: no había esperado tanto del señor Andrés Cavalcanti.

‑Por otra parte ‑repuso el joven‑, si hallasen en mí algún defecto de educación o poco trato social, yo creo que tendrían un poco de indulgencia, en consideración a las desgracias que han acompa­ñado a mi nacimiento y a mi juventud.

‑Mirad, conde ‑dijo Montecristo con sencillez‑‑‑, vos haréis lo que queráis, porque sois muy dueño de hacerlo, pero yo no diría una palabra de todas esas aventuras; vuestra historia es una novela, y el mundo, que adora las novelas entre dos cubiertas de papel ama­rillo, se escama de las encuadernadas en vitela viva, aunque estén do­radas, como podéis estarlo vos. Esta es la dificultad que yo me ade­lanto a deciros, señor conde; apenas hayáis contado a alguien vuestra tierna historia, correrá por el mundo completamente desnaturalizada. Entonces pasaréis por un expósito. Os veréis obligado a imitar a Antony, y el tiempo ese de los Antony ha pasado ya. Tal vez así daréis el golpe por curiosidad, pero no todos gustan de ser blanco de las habladurías y de los comentarios. Tal vez esto os fatigará.

‑Me parece que tenéis razón, señor conde ‑dijo el joven, pali­deciendo a su pesar, bajo las miradas inflexibles de Montecristo‑, ése es un grave inconveniente.

‑¡Oh!, tampoco hay que exagerar ‑dijo Montecristo‑, por­que para evitar una falta puede que rayarais en la locura. No, es un simple plan de conducta que se debe tener; para un hombre inteli­gente como vos, este plan es tanto más fácil de adoptar cuanto que está conforme a vuestros intereses: será preciso combatir con hon­rosas amistades todo lo oscuro que haya podido haber en vuestro pasado.

Andrés perdió visiblemente su sangre fría.

‑Yo puedo responder de vos ‑dijo Montecristo‑;sin embargo, debo advertiros que soy un poco desconfiado con mis amigos; así representaría aquí un papel fuera de mi carácter, como dicen los trágicos, y me expondría a ser silbado, lo cual no es conveniente.

‑Sin embargo, señor conde ‑dijo Andrés‑, en consideración a lord Wilmore, que me ha recomendado a vos...

‑Sí, seguramente ‑repuso Montecristo‑; pero lord Wilmore no me ha ocultado que habíais tenido una juventud algún tanto borrascosa. ¡Oh! ‑dijo el conde al ver el movimiento que hizo An­drés‑, yo no os pido una confesión; además, para que no tengáis necesidad de nada, han hecho venir de Luca al señor marqués de Cavalcanti, vuestro padre. Vais a verlo, es un poco serio, más bien brusco; pero tan pronto como se sepa que desde la edad de dieciocho años está al servicio de Austria, todo se le excusará. En fin, es un buen padre, os lo aseguro.

‑¡Ah!, me tranquilizáis, caballero; estamos separados hace tanto tiempo, que ningún recuerdo tengo de él.

‑Y, sobre todo, sabéis muy bien que una buena fortuna lo cubre todo.

‑¿Mi padre es realmente rico, caballero?

‑Millonario...; quinientas mil libras de renta.

‑Entonces ‑preguntó el joven con ansiedad‑, ¿me encontraré en una posición... agradable?

‑De las más agradables, caballero; os pasa cincuenta mil libras de renta al año todo el tiempo que permanezcáis en París.

Entonces, permaneceré en París toda mi vida.

‑¡Psch!, ¿quién puede responder de las circunstancias, caballero? El hombre propone y Dios dispone.

Andrés lanzó un suspiro.

‑Pero, en fin ‑dijo‑, todo el tiempo que yo permanezca en París..., ¿tendré ese dinero sin falta?

‑¡Oh!, no tengáis el menor recelo...

‑¿Y será mi padre quien me lo proporcione? ‑preguntó Andrés con inquietud.

‑Sí, pero protegido por lord Wilmore, que os ha abierto un crédito de cien mil francos al mes en casa del señor Danglars, uno de los banqueros más fuertes de París.

‑¿Y piensa estar mi padre en París mucho tiempo? ‑volvi&oacu


Date: 2015-12-17; view: 537


<== previous page | next page ==>
Capítulo diez | Capítulo segundo
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.07 sec.)