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Las catacumbas de San Sebastián

Ningún otro momento de su vida había sido para Franz tan im­presionable, tan vivo, como el paso rápido que de la alegría a la tris­teza sintió en aquel instante. Hubiérase dicho que Roma, bajo el so­plo mágico de algún demonio nocturno, acababa de cambiarse en una vasta tumba. Por una casualidad que aumentaba aún las tinieblas, la luna se encontraba en su cuarto menguante, no debía salir hasta las doce de la noche. Las calles que el joven atravesaba estaban sumer­gidas en la mayor oscuridad, pero como el trayecto era corto, al cabo de diez minutos su carruaje, o más bien el del conde, se detuvo delan­te de la fonda de Londres.

La comida estaba preparada, pero como Alberto había avisado que no le esperasen, Franz se sentó solo a la mesa. Maese Pastrini, que acostumbraba verlos comer juntos, se informó de la causa de su ausencia, pero Franz limitóse a responder que Alberto había recibido una invitación, a la cual había acudido.

La súbita extinción de los moccoletti, aquella oscuridad que había reemplazado a la luz, aquel silencio que había sucedido al ruido, habían dejado en el espíritu de Franz cierta tristeza que participaba también de alguna inquietud. Comió, pues, sin decir una palabra, a pesar de la oficiosa solicitud‑ de su posadero, que entró dos o tres veces para informarse de si tenía necesidad de algo.

Franz estaba resuelto a esperar a Alberto hasta bastante tarde. Pi­dió, pues, el carruaje para las once, rogando a maese Pastrini que le avisase al instante mismo en que volviese Alberto, pero transcurrie­ron las horas una tras otra, y al dar las once Alberto no había llegado aún. Franz se vistió y partió, avisando a su posadero de que pasaría la noche en casa del duque de Bracciano.

La casa del duque de Bracciano es una de las mejores de Roma; su esposa, una de las últimas herederas de los Colonna, hace los honores de ella de una manera perfecta, y de esto resulta que las fiestas que da tienen una celebridad europea.

Franz y Alberto habían llegado a Roma con cartas de recomenda­ción para él; así, pues, su primera pregunta fue interrogar a Franz qué había sido de su compañero de viaje. Franz le respondió que se había separado de él en el momento de apagar los moccoletti, y le había perdido de vista en la Vía Macello.

‑¿Entonces no habrá vuelto? ‑preguntó el duque.

‑Hasta ahora le he estado aguardando ‑respondió Franz.

‑¿Y sabéis dónde iba?

‑No, exactamente. Sin embargo, creo que se trataba de una cita.

‑¡Diablo! ‑dijo el duque‑. Mal día es éste o mala noche para tardar de ese modo, ¿verdad, señora condesa?



Estas últimas palabras se dirigían a la condesa de G..., que acaba­ba de llegar y que se paseaba apoyada en el brazo del señor de Tor­lonia, hermano del duque.

‑Creo, por el contrario, que es una noche encantadora ‑respondió la condesa‑, y los que están aquí no se quejarán más que de una cosa; de que pasará demasiado pronto.

‑Pero ‑replicó el duque, sonriendo‑, yo no hablo de las perso­nas que están aquí, porque de ellas no corren más peligro los hombres que el de enamorarse de vos, y las mujeres que el de caer enfermas de celos al contemplar vuestra hermosura. Hablo de los que recorren las calles de Roma.

‑¡Oh! ‑preguntó la condesa‑. ¿Y quién recorre las calles de Roma a esta hora, como no sea para venir a este baile?

‑Nuestro amigo, el vizconde de Morcef, señora condesa, de quien me separé dejándole con su desconocida hacia las siete de la noche ‑dijo Franz‑‑, y a quien no he visto después.

‑¡Qué! ¿Y no sabéis dónde está?

‑Ni lo sospecho.

‑¿Y tiene armas?

‑¿Cómo iba a tenerlas, si estaba disfrazado?

‑No deberíais haberle dejado ir ‑‑dijo el duque a Franz‑, vos que conocéis mejor a Roma.

‑Sí, sí, lo mismo hubiera adelantado que si hubiese intentado de­tener al número tres de los barberi que ha ganado hoy el premio de la carrera ‑respondió Franz‑; además, ¿qué queréis que le ocu­rra?

‑¡Quién sabe! La noche está sombría, y el Tíber está cerca de la Via Marcello.

Franz estremecióse al ver que el duque y la condesa estaban tan acordes en sus inquietudes personales.

‑También he dejado dicho en la fonda que tenía el honor de pa‑

sar la noche en vuestra casa, señor duque ‑dijo Franz‑, y deben venir a anunciarme su vuelta.

‑Mirad ‑dijo el duque‑, creo que alli viene buscándoos uno de mis criados.

El duque no se engañaba. Al ver a Franz, el criado se acercó a él.

‑Excelencia ‑dijo‑, el dueño de la fonda de Londres os manda avisar que un hombre os espera en su casa con una carta del vizconde de Morcef.

‑¡Con una carta del vizconde! ‑exclamó Franz.

‑Sí.

‑¿Y quién es ese hombre?

‑No lo sé.

‑¿Por qué no ha venido a traerla aquí?

‑El mensajero no ha dado ninguna explicación.

‑¿Y dónde está el mensajero?

‑En cuanto me vio entrar en el salón del baile para avisaros, se marchó.

‑¡Oh, Dios mío! ‑dijo la condesa a Franz‑‑. Id pronto, ¡pobre joven! Tal vez le habrá sucedido alguna desgracia.

‑Voy volando ‑dijo Franz.

‑¿Os volveremos a ver para saber de él? ‑preguntó la condesa.

‑Sí, si la cosa no es grave; si no, no respondo de lo que será de mí mismo.

‑En todo caso, prudencia ‑dijo la condesa.

‑Descuidad.

Franz tomó el sombrero y partió inmediatamente. Había mandado venir su carruaje a las dos, pero por fortuna el palacio Bracciano, que da por un lado a la calle del Corso, y por otro a la plaza de los Santos Apóstoles, está a diez minutos de la fonda de Londres. Al acercarse a ésta, Franz vio un hombre en pie en medio de la calle, y no dudó un solo instante de que era el mensajero de Alberto. Se dirigió a él, pero con gran asombro de Franz, el desconocido fue quien primero le diri­gió la palabra.

‑¿Qué me queréis, excelencia? ‑dijo, dando un paso atrás como un hombre que desea estar siempre en guardia.

‑¿No sois vos ‑preguntó Franz‑‑ quien me trae una carta del vizconde de Morcef?

‑¿Es vuestra excelencia quien vive en la fonda de Pastrini?

‑Sí.

‑¿Es vuestra excelencia el compañero de viaje del vizconde?

‑Sí.

‑¿Cómo se llama vuestra excelencia?

‑El barón Franz d'Epinay.

‑Muy bien; entonces es a vuestra excelencia a quien va dirigida esta carta.

‑¿Exige respuesta? ‑preguntó Franz, tomándole la carta de las manos.

‑Sí; al menos, vuestro amigo la espera.

‑Subid a mi habitación; a11í os la daré.

‑Prefiero esperar aquí ‑dijo riéndose el mensajero.

‑¿Por qué?

‑Vuestra excelencia lo comprenderá cuando haya leído la carta.

‑¿Entonces os encontraré aquí mismo?

‑Sin duda alguna.

Franz entró; en la escalera encontró a maese Pastrini.

‑¡Y bien! ‑le preguntó.

‑Y bien, ¿qué? ‑le respondió Franz.

‑¿Visteis al hombre que desea hablaros de parte de vuestro ami­go? ‑le preguntó a Franz.

‑Sí; le vi ‑respondió éste‑, y me entregó esta carta. Haced que traigan una luz a mi cuarto.

El posadero transmitió esta orden a un criado.

El joven había encontrado a maese Pastrini muy asustado, y esto había aumentado naturalmente su deseo de leer la carta. Acercóse a la bujía, así que estuvo encendida, y desdobló el papel. La misiva es­taba escrita de mano de Alberto, firmada por él mismo, y Franz la leyó dos o tres veces una tras otra, tan lejos estaba de esperar su con­tenido.

He aquí lo que decía:

 

Querido amigo: En el mismo instante que recibáis la presente, te­ned la bondad de tomar mi cartera, que hallaréis en el cajón cuadrado del escritorio; la letra de crédito, unidla a la vuestra. Si ello no basta, corred a casa de Torlonia, tomad inmediatamente cuatro mil piastras y entregadlas al portador. Es urgente que esta suma me sea dirigida sin tardanxa. No quiero encareceros más la puntualidad, porque cuento con vuestra eficacia, como en caso igual podríais contar con la mía.

. P. D. I believe now lo be Italian banditti.

Vuestro amigo,

Alberto de Morcef

 

Debajo de estos renglones había escritas, con una letra extraña, es­tas palabras italianas:

 

Se alle sei della mattina, le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.

Luigi Vampa

 

Esta segunda firma fue para Franz sumamente elocuente, y enton­ces comprendió la repugnancia del mensajero en subir a su cuarto. La calle le parecía más segura. Alberto había caído en manos del famoso jefe de bandidos cuya existencia tan fabulosa le había parecido.

No había tiempo que perder. Corrió al escritorio, lo abrió, halló en el cajón indicado la consabida cartera, y en ella la carta de crédito que era de valor de seis mil piastras, pero a cuenta de la cual Alberto había ya tornado y gastado la mitad, es decir, tres mil. Por lo que a Franz se refiere, no tenía ninguna letra de crédito. Como vivía en Flo­rencia y había venido a Roma para pasar en ella siete a ocho días so­lamente, había tornado unos cien luises, y de esos cien luises le que­daban cincuenta a lo sumo. Necesitaba, de consiguiente, siete a ocho­cientas piastras para que entre los dos pudiesen reunir la soma pe­dida. Es verdad que Franz podía montar en un caso semejante con la bondad del señor Torlonia. Así, pues, se disponía a volver al palacio Bracciano sin perder un instante, cuando de súbito una idea cruzó por su imaginación.

Pensó en el conde de Montecristo.

Franz iba a dar la orden de que avisasen a maese Pastrini, cuando éste en persona se presentó a la puerta.

‑Querido señor Pastrini ‑le dijo ansiosamente‑, ¿creéis que el conde esté en su cuarto?

‑Sí, excelencia, acaba de entrar.

‑¿Habrá tenido tiempo de acostarse?

‑Lo dudo.

‑Llamad entonces a su puerta, y pedidle en mi nombre permiso para presentarme en su habitación.

Maese Pastrini se apresuró a seguir las instrucciones que le daban. Cinco minutos después estaba de vuelta.

‑El conde está esperando a vuestra excelencia ‑dijo.

Franz atravesó el corredor, y un criado le introdujo en la habitación del conde. Hallábase en un pequeño gabinete que Franz no había visto aún, y que estaba rodeado de divanes. El mismo conde le salió al encuentro.

‑¡Oh! ¿A qué debo el honor de esta visita? ‑le preguntó‑. ¿Vendríais a cenar conmigo? Si así fuera, me complacería en extre­mo vuestra franqueza.

‑No; vengo a hablaros de un grave asunto.

‑¡De un asunto! ‑dijo el conde mirando a Franz con la fijeza y atención que le eran habituales‑. ¿Y de qué asunto?

‑¿Estamos solos?

El conde se dirigió a la puerta y volvió.

‑Completamente ‑dijo.

Franz le mostró la carta de Alberto.

‑Leed ‑le dijo.

El conde leyó la carta.

‑¡Ya, ya! ‑exclamó cuando hubo terminado la lectura.

‑¿Habéis leído la posdata?

‑Sí, la he leído también.

 

Se alle sei della mattina le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.

Luigi Vampa

‑¿Qué decís a esto? ‑preguntó Franz.

‑¿Tenéis la suma que os pide?

‑Sí; menos ochocientas piastras.

El conde se dirigió a su gaveta, la abrió, y tiró de un cajón lleno de oro que se abrió por medio de un resorte.

‑Espero ‑dijo a Franz‑, que no me haréis la injuria de dirigiros a otro que a mí.

‑Bien veis ‑dijo éste‑ que a vos me he dirigido primero que a otro.

‑Lo que os agradezco mucho. Tomad.

E hizo señas a Franz de que tomase del cajón cuanto necesitase.

‑¿Es necesario enviar esta suma a Luigi Vampa? ‑preguntó el joven, mirando a su vez fijamente al conde.

‑¿Que si es preciso? Juzgadlo vos mismo por la postdata, que ni puede ser más concisa ni más terminante.

‑Creo que vos podríais hallar algún medio que simplificase mu­cho el negocio ‑dijo Franz.

‑¿Y cuál? ‑preguntó el conde, asombrado.

‑Por ejemplo, si fuésemos a ver a Luigi Vampa juntos, estoy per­suadido de que no os rehusaría la libertad de Alberto.

‑¿A mí? ¿Y qué influencia queréis que tenga yo sobre ese ban­dido?

‑¿No acabáis de hacerle uno de esos servicios que jamás pueden olvidarse?

‑¿Cuál?

‑¿No acabáis de salvar la vida a Pepino?

‑¡Ah, ah! ‑dijo el conde‑. ¿Quién os ha dicho eso?

‑¿Qué importa, si lo sé?

El conde permaneció un instante silencioso y con las cejas frun­cidas.

‑Y si yo fuese a ver a Vampa, ¿me acompañaríais?

‑Si no os fuese desagradable mi compañía, ¿por qué no?

‑Pues bien; vámonos al instante. El tiempo es hermoso, y un pa­seo por el campo de Roma no puede menos de aprovecharnos.

‑¿Llevaremos armas?

‑¿Para qué?

‑¿Dinero?

‑Es en vano. ¿Dónde está el hombre que os ha traído este bi­llete?

‑En la calle.

‑¿En la calle?

‑Sí.

‑Voy a llamarle, porque preciso será que averigüemos hacia dónde hemos de dirigirnos.

‑Podéis ahorraros este trabajo, pues por más que se lo dije, no ha querido subir.

‑Si yo le llamo, veréis como no opone dificultad.

El conde se asomó a la ventana del gabinete que caía a la calle, y emitió cierto silbido peculiar. El hombre de la capa se separó de la pared y se plantó en medio de la calle.

¡Salite! ‑dijo el conde con el mismo tono que si hubiera dado una orden a su criado.

El mensajero obedeció sin vacilar, más bien con prisa, y subiendo la escalera, entró en la fonda; cinco minutos después estaba a la puer­ta del gabinete.

‑¡Ah! ¿Eres tú, Pepino? ‑dijo el conde.

Pero Pepino, en lugar de responder, se postró de hinojos, cogió una mano del conde y la aplicó a sus labios repetidas veces.

‑¡Ah, ah! ‑dijo el conde‑, ¡aún no has olvidado que lo he sal­vado la vida! Eso es extraño, porque hace ya ocho días.

‑No, excelencia, y no lo olvidaré en toda mi vida ‑respondió Pe­pino, con el acento de un profundo reconocimiento.

‑¡Nunca! Eso es mucho decir, pero en fin, bueno es que así lo creas. Levántate y responde.

Pepino dirigió a Franz una mirada inquieta.

‑¡Oh! , puedes hablar delante de su excelencia ‑dijo‑, es uno de mis amigos. ¿Permitís que os dé este título? ‑dijo en francés el conde, volviéndose hacia Franz‑, es necesario, para excitar la confianza de este hombre.

‑Podéis hablar delante de mí ‑exclamó Franz, dirigiéndose al mensajero‑,soy un amigo del conde.

‑Enhorabuena ‑dijo Pepino volviéndose a su vez hacia el con­de‑; interrógueme su excelencia, que yo responderé.

‑¿Cómo fue a parar el conde Alberto a manos de Luigi?

‑Excelencia, el carruaje del francés se ha encontrado muchas veces con aquel en que iba Teresa.

‑¿La querida del jefe?

‑Sí, excelencia. El francés la empezó a mirar y a hacer señas; Te­resa se divertía en dar a entender que no le disgustaban, el francés le arrojó unos ramilletes y ella hizo otro tanto, pero todo con el con­sentimiento del jefe, que iba en el coche.

‑¡Cómo! ‑exclamó Franz‑. ¿Luigi Vampa iba en el mismo ca­rruaje de las aldeanas romanas?

‑Era el que le conducía disfrazado de cochero ‑respondió Pe­pino.

‑¿Y después? ‑preguntó el conde.

‑Luego el francés se quitó la máscara. Teresa, siempre con con­sentimiento del jefe, hizo otro tanto, el francés pidió una cita, Teresa concedió la cita pedida, pero en lugar de Teresa, fue Beppo quien es­tuvo en las gradas de San Giacomo.

‑¡Cómo! ‑interrumpió Franz‑, ¿aquella aldeana que le arran­có el moccoletto...?

‑Era un muchacho de quince años ‑respondió Pepino‑, pero no debe de ningún modo avergonzarse el amigo de su excelencia de haber caído en el lazo, porque no es el primero a quien Beppo ha echado el guante de esté modo.

‑¿Y qué hizo Beppo? ¿Le condujo fuera de la ciudad? ‑preguntó el conde.

‑Exactamente. Un carruaje esperaba al extremo de la Vía Ma­cello. Beppo subió invitando al francés a que subiera también, el cual no aguardó a que se lo repitiera. Beppo le anunció que iba a condu­cirle a una población que estaba a una legua de Roma, y el francés dijo que estaba a punto de seguirle al fin del mundo. El cochero dirigióse en seguida a la calle de Ripetta, llegó a la puerta de San Pablo, y a unos doscientos pasos de la misma, estando ya en el cam­po, como el francés redoblase sus instancias amorosas, siempre per­suadido de que iba junto a una mujer, Beppo se levantó y le puso en el pecho los cañones de dos pistolas. Al punto el cochero detuvo los caballos, se volvió sobre su asiento a hizo otro tanto. Al propio tiempo, cuatro de los nuestros que estaban ocultos en las orillas del Almo se lanzaron a las portezuelas. El francés tenía, por lo que se vio, bas­tantes deseos de defenderse, y aun estranguló un poquillo a Beppo, según he oído decir, pero nada podía contra cinco hombres comple­tamente armados, y no tuvo por consiguiente más remedio que ren­dirse. Le hicieron bajar del carruaje, siguieron la orilla del río y le condujeron ante Teresa y Luigi, que le esperaban en las catacumbas de San Sebastián.

‑¿Qué tal ‑dijo el conde dirigiéndose a Franz‑. ¿Qué os pa­rece de esta historia?

‑Que la encontraría muy chistosa ‑contestó‑, si no fuese el po­bre Alberto su protagonista.

‑El caso es ‑dijo el conde‑ que si no llegáis a encontrarme en casa, hubiera sido una aventura que hubiese costado bastante cara a vuestro amigo, pero tranquilizaos, tan sólo le costará el susto.

‑¿Conque vamos en su busca en seguida? ‑preguntó Franz.

‑Sí por cierto, y tanto más cuanto que se halla en un lugar no muy pintoresco. ¿Habéis visitado alguna vez las catacumbas de San Sebas­tián?

‑No; jamás he descendido a ellas, pero me había propuesto hacerlo algún día.

‑Pues he aquí que se os presenta una buena ocasión, ocasión la más oportuna que desearse pueda.

‑¿Tenéis a punto vuestro coche?

‑No; pero poco importa, porque es mi costumbre el tener siem­pre uno prevenido y enganchado noche y día.

‑¿Enganchado?

‑Sí; soy muy caprichoso, preciso es confesarlo; muchas veces al levantarme, al acabar de comer, a medianoche, me ocurre marchar a un punto cualquiera, y parto en seguida.

El conde tiró de la campanilla y se presentó su ayuda de cámara.

‑Que saquen el coche y sacad las pistolas de las bolsas. En cuan­to al cochero, es inútil que se le despierte, porque Alí lo condu­cirá.

Al cabo de un instante oyóse el ruido del carruaje, que se detuvo delante de la puerta. El conde sacó su reloj.

‑Las doce y media ‑dijo‑; hubiéramos tenido tiempo hasta las cinco de la mañana para marchar, aún habríamos llegado a tiempo, pero tal vez esta demora hubiese hecho pasar una mala noche a vues­tro compañero. Vale más que vayamos en seguida a arrancarle del po­der de los infieles. ¿Estáis aún decidido a acompañarme?

‑Más que nunca.

‑Venid, pues.

Franz y el conde salieron, seguidos de Pepino. A la puerta encon­traron el carruaje. A1í estaba ya en el pescante y Franz reconoció en él al esclavo mudo de la gruta de Montecristo. Franz y el conde montaron en el carruaje, Pepino fue a sentarse al lado de Alí, y los caballos arrancaron a escape. Seguramente había recibido instruccio­nes de antemano, puesto que se dirigió a la calle del Corso, atravesó el campo Vacciano, subió por la Vía de San Gregorio y llegó a la Puerta de San Sebastián. Al llegar a ella el conserje quiso oponer difi­cultades, mas el conde de Montecristo le presentó un permiso del gobernador de Roma para entrar y salir de la ciudad a cualquier hora, así de día como de noche. Abrióse, pues, el rastrillo, recibió el conserje un luis por este trabajo, y pasaron.

El camino que siguió el coche fue la antigua Vía Appia, que ostenta una pared de tumbas a uno y otro lado. De trecho en trecho, a la luz de la luna que comenzaba a salir, parecíale a Franz ver un centinela destacarse de las ruinas, mas al punto, a una señal de Pepino, volvía a ocultarse en la sombra y desaparecía. Un poco antes de llegar al circo de Caracalla, el carruaje se paró. Pepino fue a abrir la portezuela, y el conde y Franz se apearon.

‑Dentro de diez minutos ‑dijo el conde a su compañero‑ ha­bremos llegado al término de nuestro viaje.

Llamó a Pepino aparte, le dio una orden en voz baja, y Pepino se marchó después de haberse provisto de una antorcha que sacó del ca­jón del coche. Transcurrieron cinco minutos, durante los cuales Franz vio al pastor entrar por un estrecho y tortuoso sendero practicado en el movedizo terreno que forma el piso de la llanura de Roma, desapa­reciendo tras los gigantescos arbustos rojizos, que parecen las erizadas melenas de algún enorme león.

‑Ahora ‑dijo el conde‑, sigámosle.

Franz y el conde avanzaron a su vez por el mismo sendero, el que, a unos cien pasos, declinando notablemente el terreno, les condujo al fondo de un pequeño valle, en el que divisaron dos hombres plati­cando a la sombra de los arbustos.

‑¿Hemos de seguir avanzando ‑preguntó Franz al conde‑ o será preciso esperar?

‑Avancemos, porque Pepino debe haber comunicado al centinela nuestra llegada.

En efecto, uno de aquellos dos hombres era Pepino, el otro un ban­dido que estaba de centinela. Franz y el conde se le acercaron, y el ban­dido les saludó.

‑Excelencia ‑dijo Pepino dirigiéndose al conde‑, si queréis seguirme, la entrada que conduce a las catacumbas está a dos pasos de aquí.

‑No tengo inconveniente ‑contestó el conde‑, marcha delante.

En efecto, detrás de un espeso matorral y en medio de unas rocas veíase una abertura por la que apenas podía pasar un hombre.

Pepino se deslizó el primero por aquella hendidura, mas apenas se internó algunos pasos, el subterráneo fue ensanchándose. Entonces se detuvo, encendió su antorcha y volvió el rostro para ver si le se­guían.

El conde fue el primero que se introdujo por aquella especie de lumbrera y Franz siguió tras él. El terreno se inclinaba en una pen­diente suave, y a medida que se iba uno internando, mayores dimen­siones presentaba aquel conducto subterráneo, mas Franz y el conde se veían aún precisados a caminar agachados y en manera alguna podían avanzar dos personas a la vez. Anduvieron así trabajosamente como unos cincuenta pasos, cuando se vieron detenidos por un ¡quién vive!, viendo al mismo instante brillar en medio de la oscuridad sobre el cañón de una carabina el reflejo de su propia antorcha.

‑¡Amigos! ‑dijo Pepino.

Y adelantándose solo, dijo en voz baja algunas palabras a este se­gundo centinela, quien, como el primero, saludó a los nocturnos visi­tantes, dando a entender con un gesto que podían continuar su ca­mino. El centinela guardaba la entrada de una escalera, que conten­dría unas veinte gradas, por las que bajaron el conde y Franz, hallán­dose en una especie de encrucijada de edificios mortuorios. Cinco caminos diferentes salían divergentes de aquel punto como los rayos de una estrella, y las paredes que los limitaban, llenas de nichos sobre­puestos y que guardaban la forma del ataúd, indicaban que habían por fin entrado en las catacumbas. En una de aquellas cavidades cuya extensión era imposible apreciar, divísábase una luz, o por lo menos sus reflejos. El conde golpeó amigablemente con una mano el hom­bro de Franz.

‑¿Queréis ver un campamento de bandidos? ‑le dijo.

‑Con muchísimo gusto ‑contestó Franz.

‑Pues bien, venid conmigo... ¡Pepino, apaga la antorcha!

Pepino obedeció y Franz y el conde se hallaron sumidos en la más profunda oscuridad; tan sólo a unos cincuenta pasos de distancia continuaban reflejándose en las paredes algunos destellos rojizos, que se habían hecho más visibles cuando Pepino hubo apagado la an­torcha. Avanzaron, pues, silenciosamente, guiando el conde a Franz como si hubiese tenido la singular facultad de distinguir los objetos a través de las tinieblas. Al fin, Franz empezaba a distinguir con mayor claridad los lugares por los que pasaba, a medida que se aproxima­ban a los reflejos que les servían de orientación.

Tres arcos, de los cuales el del centro servía de puerta de entrada, les daban paso. Estos arcos daban por un lado al corredor en que es­taba Franz y el conde, y por el otro a un grande espacio cuadrado, enteramente cuajadas sus paredes de nichos semejantes a los de que ya hemos hablado. En medio de este aposento se elevaban cuatro piedras que probablemente en otro tiempo sirvieron de altar, como lo indicaba la cruz en que terminaban. Una sola lámpara colocada sobre el pedestal de una columna iluminaba con su pálida y vacilante luz la extraña escena que se ofreció a la vista de los dos visitantes ocultos en la sombra.

Un hombre estaba sentado, apoyando el codo en dicha columna, le­yendo, vuelto de espaldas a los arcos, por cuya abertura le observa­ban los recién llegados. Este era el jefe de la banda, Luigi Vampa. A su alrededor, agrupados a su capricho, envueltos en sus capas o ten­didos sobre una especie de banco de piedra que circuía todo aquel Columbarium, se distinguían una veintena de bandidos, todos con las armas junto a sí. En el fondo, silencioso, apenas visible, y semejante a una sombra, paseábase un centinela por delante de una especie de agujero que apenas se distinguía, porque parecían ser en aquel punto las tinieblas mucho más densas.

Cuando el conde creyó que Franz había contemplado bastante este pintoresco cuadro, aplicó el dedo sobre sus labios para recomendarle silencio, y subiendo los tres escalones que mediaban entre el corredor y el Columbarium, entró en la sala por el arco del centro, dirigiéndose a Vampa, el cual estaba tan embebido en su lectura que ni tan si­quiera oyó el ruido de sus pasos.

‑¿Quién vive? ‑gritó el centinela, menos preocupado, y que dis­tinguió a la luz de la lámpara una especie de sombra que aumentaba de tamaño a medida que se acercaba por detrás a su jefe.

A este grito, Vampa se levantó con prontitud, sacando al propio tiempo una pistola que llevaba en su cinturón. En un abrir y cerrar de ojos todos los bandidos estuvieron en pie, y veinte bocas de cara­binas apuntaron al conde.

‑¿Qué es eso? ‑dijo tranquilamente éste, con voz enteramente segura y sin que se contrajese un solo músculo de su rostro‑. ¿Qué es eso, mi querido Vampa? ¡Creo que movéis mucho estrépito para recibir a un amigo!

‑¡Abajo las armas! ‑gritó el jefe, haciendo con la mano un ade­mán imperativo, mientras que con la otra se quitaba respetuosamente el sombrero, y luego, dirigiéndose al singular personaje que dominaba

en esta escena‑: Perdonad, señor conde ‑le dijo‑, pero estaba tan lejos de esperar el honor de vuestra visita que no os había reconocido.

‑Creo, Vampa, que sois falto de memoria en muchas cosas ‑dijo el conde‑, y que no tan sólo olvidáis las facciones de ciertos suje­tos, sino también los pactos que median entre vos y ellos.

‑¿Y qué pactos he olvidado, señor conde? ‑preguntó el bandido con un tono que demostraba estar dispuesto a reparar el error, caso de haberlo cometido.

‑¿No habíamos convenido ‑dijo el conde‑, en que no tan sólo mi persona, sino también las de mis amigos, os serían sagradas?

‑¿Y en qué he faltado a tales pactos, excelencia?

‑Habéis hecho prisionero esta noche y transportado aquí al viz­conde Alberto de Morcef ‑añadió el conde con un timbre tal de voz que hizo estremecer a Franz‑, que es uno de mis amigos, vive en la misma fonda que yo, ha paseado el Corso los ocho días de Carnaval en mi propio coche y, sin embargo, os lo repito, le habéis hecho prisio­nero, le habéis transportado aquí y ‑añadió el conde sacando una carta de su bolsillo‑ le habéis puesto el precio como si fuese una per­sona cualquiera.

‑¿Por qué no me informasteis de todas estas circunstancias, vos­otros? ‑dijo el jefe dirigiéndose hacia aquellos hombres, que retro­cedían ante su mirada‑. ¿Por qué me habéis expuesto de este modo a faltar a mi palabra con un sujeto como el señor conde, que tiene nuestra vida en sus manos? ¡Por la sangre de Cristo! Si llegase a sos­pechar que alguno de vosotros sabía que el joven era amigo de su ex­celencia, yo mismo le levantaría la tapa de los sesos.

‑¿Lo veis? ‑dijo el conde dirigiéndose a Franz‑. ¿No os había dicho yo que en esto había alguna equivocación?

‑¿Qué, no venís solo? ‑preguntó Vampa con inquietud.

‑He venido con la persona a quien iba dirigida esta carta, y a quien he querido probar que Luigi Vampa es un hombre que sabe guardar su palabra. Aproximaos, excelencia ‑dijo a Franz‑, aquí tenéis a Luigi Vampa, que va a deciros lo contrariado que le tiene el error que ha cometido.

Franz se acercó, el jefe se adelantó unos pasos.

‑Sed bien venido entre nosotros, excelencia ‑le dijo‑; ya ha­béis oído lo que acaba de decir el señor conde y lo que yo he respon­dido. Ahora os añadiré que desearía, aunque me costara las cuatro mil piastras en que había fijado el rescate de vuestro amigo, que no hubiese acontecido semejante suceso.

‑Pero ‑dijo Franz, mirando con inquietud a su alrededor‑, no veo al prisionero... ¿Dónde está?

‑Supongo que no le habrá sobrevenido alguna desgracia ‑pre­guntó el conde frunciendo las cejas casi imperceptiblemente.

‑El prisionero está allí ‑dijo Vampa señalando con la mano el agujero ante cuya entrada se paseaba el bandido de centinela‑, y voy yo mismo a anunciarle que está en libertad.

El jefe se adelantó seguido del conde y de Franz hacia el sitio que había destinado como cárcel de Alberto.

‑¿Qué hace el prisionero? ‑preguntó Vampa al centinela.

‑Os juro, capitán, que no lo sé ‑contestó éste‑. Hace más de una hora que ni siquiera le he oído moverse.

‑Venid, excelencias ‑dijo Vampa.

El conde y Franz subieron siete a ocho escalones, precedidos por el jefe, que descorrió un cerrojo y empujó una puerta. Entonces, a la luz de una lámpara, semejante a la que iluminaba el Columbarium, vieron a Alberto que, envuelto en una capa que le prestara uno de los bandidos, estaba tendido en un rincón gozando las dulzuras del sueño más profundo y pacífico.

‑Vaya ‑dijo el conde sonriendo del modo que le era peculiar‑, no me parece mal para un hombre que había de ser fusilado a las siete de la mañana.

Vampa miraba al dormido joven con cierta admiración, pudiéndose deducir muy bien de su mirada que no era en verdad insensible a una prueba, si no de valor, cuando menos de serenidad.

‑Tenéis razón, señor conde ‑dijo‑, este hombre debe ser uno de vuestros amigos.

Luego acercóse a Alberto y le tocó en un hombro.

‑Excelencia ‑dijo‑, haced el favor de despertaros, si os place.

Alberto extendió los brazos, se frotó los párpados y abrió los ojos.

‑¡Ah! ‑‑dijo‑ ¿Sois vos, capitán? Pardiez, que hubierais he­cho muy bien en dejarme dormir. Tenía un sueño muy agradable y creía que bailaba un galop en casa de Torlonia con la condesa G...

Dicho esto, sacó el reloj y lo miró para saber el tiempo que había transcurrido.

‑La una y media de la madrugada, ¿por qué diablos me despertáis a esta hora?

‑Para deciros que estáis en libertad, excelencia.

‑Amigo mío ‑dijo Alberto con perfecta serenidad‑, en lo su­cesivo guardad bien en la memoria esta máxima del gran Napoleón: «No me despertéis sino para las malas nuevas.» Si me hubieseis de­jado dormir, hubiera acabado mi galop y os hubiera estado reconocido toda mi vida... Pero, puesto que decís que estoy libre, quiere decir que habrán pagado mi rescate, ¿no es esto?

‑No, excelencia.

‑¿Pues cómo me ponéis en libertad?

‑Un individuo al que nada puede negarse ha venido a reclamaros.

‑¿Hasta aquí?

‑Hasta aquí.

‑¡Oh! ¡Por Cristo, que es una tremenda galantería!

Alberto miró a su alrededor y descubrió a Franz.

‑¡Cómo! ‑le dijo‑, ¿sois vos, mi querido Franz? ¿Es posible que vuestra amistad para conmigo haya llegado a tal extremo?

‑No ‑contestó éste‑; a quien se lo debéis es a nuestro vecino, el conde de Montecristo.

‑Pardiez, señor conde ‑dijo con jovialidad Alberto, ajustándose el corbatín y arreglándose el traje‑, que sois un hombre magnífico en todos conceptos. Espero que me consideraréis ligado a vos con los vínculos de una eterna gratitud, primero por la cesión de vuestro ca­rruaje, luego, por este suceso ‑y tendió al conde su mano, que éste vaciló un momento en estrechar, pero se la estrechó al fin del modo más cordial.

El bandido contemplaba esta escena con aire estupefacto. Hallába­se acostumbrado a ver temblar en su presencia a los prisioneros, pero ahora había encontrado a uno cuyo humor festivo no sufriera la menor alteración. Por lo que hace a Franz, estaba altamente satisfecho y halagado al considerar que Alberto había sabido sostener el honor nacional ante toda una reunión de bandidos.

‑Mi querido Alberto ‑le dijo‑, si queréis daros prisa, todavía llegaremos a tiempo de poder acabar la noche en casa de Torlonia. Continuaréis vuestro galop en el punto mismo en que lo suspendis­teis, y de este modo no guardaréis rencor alguno al señor Luigi, que realmente se ha portado en este asunto con una extremada galantería.

‑Tenéis razón, en efecto, puesto que si nos apresuramos podemos llegar casi antes de las dos. Señor Luigi ‑continuó Alberto‑, ¿hay que cumplir alguna otra formalidad antes de marcharse?

‑Ninguna, caballero ‑contestó el bandido‑, sois tan libre como el aire.

‑En este caso, que lo paséis bien. Vamos, señores, vamos.

Y Alberto, seguido de Franz y del conde, bajó la escalera y atravesó la gran sala cuadrada. Todos los bandidos estaban de pie, sombrero en mano.

‑Pepino ‑dijo el jefe‑, dadme la antorcha.

‑¿Qué vais a hacer? ‑inquirió Montecristo.

‑Conduciros hasta fuera ‑dijo el capitán‑, es la más pequeña prueba que puedo dar de mi adhesión a vuestra excelencia.

Dichas estas palabras, tomando la antorcha encendida de las ma­nos del pastor, marchó delante de sus huéspedes, no como un criado que ejecuta un acto de servidumbre, sino como un rey que precede a los embajadores. Al llegar a la puerta se inclinó.

‑Ahora, señor conde ‑dijo‑, os renuevo mis protestas y espero que no me guardéis ningún resentimiento por lo que acaba de suce­der.

‑No, mi querido Vampa. Por otra parte, enmendáis vuestros erro­res con tanta galantería, que casi uno se ve tentado a agradecer el que los hayáis cometido.

‑Señores ‑repuso el jefe, dirigiéndose a los dos jóvenes‑, tal vez la oferta os presentará poco atractivo, mas si algún día llegaseis a te­ner deseos de hacerme una nueva visita, estad seguros de que seréis bien recibidos dondequiera que me encuentre.

Franz y Alberto saludaron. El conde salió el primero, Alberto en seguida, Franz quedó el último.

‑¿Vuestra excelencia tiene algo que mandarme? ‑dijo Vampa sonriendo.

‑Sí ‑contestó Franz‑, deseo, quiero decir, tengo curiosidad por saber qué obra era la que leíais con tanta atención cuando hemos lle­gado.

‑Los Comentarios de César ‑dijo el bandido‑, es mi libro pre­dilecto.

‑¡Qué hacéis! ‑preguntó Alberto‑. ¿Nos seguís a os quedáis?

‑Al momento, heme aquí ‑contestó Franz.

Y salió a su vez del pasadizo. Habrían andado ya algunos pasos, cuando Alberto les detuvo para volver atrás.

‑¿Me permitís, capitán?

Y encendió tranquilamente un cigarro en la antorcha de Luigi Vampa.

‑Ahora, señor conde ‑dijo, así que hubo concluido‑, apresu­rémonos cuanto sea posible, porque deseo con viva impaciencia ter­minar la noche en casa del duque Bracciano.

Hallaron el coche en el punto en que lo dejaron. El conde dijo una sola palabra en árabe a Alí y los caballos partieron a escape. Marcaba las dos en punto el reloj de Alberto cuando los dos amigos entraban en el salón de baile. Su regreso llamó altamente la atención, mas como entraron juntos, todas las inquietudes que la ausencia de Alberto motivara, cesaron en seguida.

‑Señora ‑dijo Morcef dirigiéndose a la condesa‑, ayer tuvis­teis la bondad de prometerme un galop; cierto es que vengo algo tar­de a reclamaros tan satisfactoria promesa, pero aquí está mi amigo,

cuya veracidad conocéis, que os dirá que la tardanza no ha sido por culpa mía.

Y como en este instante la música preludiaba un galop, Alberto ciñó con su brazo el talle de la condesa y desapareció con ella entre el torbellino de danzantes.

En todo el resto de la noche, Franz no pudo apartar de su imagi­nación el singular estremecimiento que recorrió todo el cuerpo del conde de Montecristo en el instante en que se vio precisado a estre­char la mano que Alberto le tendiera.

 


Date: 2015-12-17; view: 524


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