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Capítulo diez

Los bandoleros romanos

A1 día siguiente Franz se despertó antes que su compañero, y así que estuvo vestido, tiró del cordón de la campanilla. Aún vibraba el sonido de ésta, cuando maese Pastrini entró en el aposento.

‑¡Y bien! ‑dijo el fondista con aire de triunfo, sin esperar a que Franz le interrogase‑, bien lo sospechaba ayer cuando no que­ría prometeros nada. Habéis acudido demasiado tarde ya, y no hay en Roma un solo carruaje desalquilado, para los tres últimos días, se entiende.

‑Justamente ‑exclamó Franz‑, para los días que más falta nos hace.

‑¿Qué hay? ‑preguntó Alberto entrando‑. ¿No tenemos ca­rruaje?

‑Así es, querido amigo ‑respondió Franz‑, lo habéis adivi­nado.

‑¡Vaya una ciudad! ¡Buena está la tal Roma!

‑Es decir ‑replicó maese Pastrini, que quería mantener digna­mente con los extranjeros el pabellón de la capital del mundo cris­tiano‑, es decir, que no hay carruaje desde el domingo por la mañana, hasta el martes por la noche, pero hasta entonces encontraréis cin­cuenta si queréis.

Alberto dijo:

‑¡Ah!, eso ya es algo. Hoy es jueves, ¿quién sabe de aquí al domingo lo que puede suceder?

‑Que llegarán diez o doce mil viajeros ‑respondió Franz‑, los cuales harán mayor aún la dificultad.

‑Amigo mío ‑dijo Morcef‑, aprovechemos el presente y olvi­démonos por ahora del futuro.

‑Pero a lo menos ‑preguntó Franz‑, ¿tendremos una ventana?

‑¿Dónde?

‑En la calle del Corso.

‑¡Oh! ¡Una ventana! ‑exclamó maese Pastrini‑, completamen­te imposible. Una solamente quedaba en el quinto piso del palacio Doria, y ha sido alquilada a un príncipe ruso por veinte cequíes al día.

Los dos jóvenes se miraron atónitos.

‑Pues mira, querido ‑dijo Franz a Alberto‑‑, lo mejor que po­demos hacer es irnos a pasar el carnaval en Venecia; al menos allí, si no encontramos carruaje, encontraremos góndolas.

‑No, no ‑exclamó Alberto‑. Estoy decidido a ver el carnaval en Roma, y lo veré aunque sea en zancos.

‑¡Caramba! ‑exclamó Franz‑. Es una gran idea, sobre todo para apagar los moccoletti; nos disfrazaremos de polichinelas, de vam­piros o de habitantes de las Landas, y tendremos un éxito magnífico.

‑¿Desean aún sus excelencias tener un carruaje para el domingo?

‑¡Pues qué! ¿Creéis que vamos a recorrer las calles de Roma a pie, como si fuéramos pasantes de escribano?



‑¡Bien!, voy a apresurarme a ejecutar las órdenes de sus excelen­cias ‑dijo maese Pastrini‑, pero les prevengo que el carruaje les costará seis piastras al día.

‑Y yo, querido maese Pastrini ‑dijo Franz‑, yo que no soy vuestro vecino el millonario, os advierto que como es la cuarta vez que vengo a Roma, conozco el precio de los carruajes, tanto los domin­gos y días de fiesta como los que no lo son, os daremos doce piastras por hoy, mañana y pasado, y aún sacaréis muy buen producto.

‑Con todo, excelencia... ‑dijo maese Pastrini procurando rebe­larse.

‑Andad, andad, mi querido huésped ‑‑dijo Franz‑, o voy yo mismo a ajustar el carruaje con vuestro affettatore, que es también el mío. Es un antiguo amigo que durante su vida me ha robado bastante dinero, y que con la esperanza de robarme más, pasará por un precio menor que el que os ofrezco; de este modo perderéis la diferencia y será vuestra la culpa.

‑¡Oh!, no os toméis esa molestia, excelencia ‑dijo maese Pastri­ni con la sonrisa del especulador italiano que se confiesa vencido‑‑, cumpliré vuestro encargo lo mejor que me sea posible y espero que quedaréis contento.

‑Estupendo, eso se llama hablar con juicio.

‑¿Cuándo queréis el carruaje?

‑Dentro de una hora.

‑Pues dentro de una hora estará a la puerta.

En efecto, una hora después el carruaje esperaba a los dos jóvenes. Era un modesto simón que, atendida la solemnidad de la circunstan­cia, habían elevado al rango de carruaje. Pero, a pesar de la mediana apariencia que tuviese, los dos jóvenes se hubieran dado por muy di­chosos con tener una covacha semejante para los tres últimos días.

‑Excelencia ‑gritó el cicerone al ver a Franz asomarse a la ven­tana‑, ¿se acerca la carroza al palacio?

Por muy acostumbrado que estuviese Franz al énfasis italiano, su primer movimiento fue mirar a su alrededor, pero a él era a quien se dirigían en efecto aquellas palabras. Franz era la excelencia, la carro­za era el fiacre, y el palacio era la fonda de Londres. Todo el genio encomiástico de la nación estaba encerrado en aquella frase.

Franz y Alberto bajaron. La carroza se acercó al palacio, sus exce­lencias subieron, y el cicerone saltó a la trasera.

‑¿Adónde quieren sus excelencias que les conduzca?

‑Primero a San Pedro y en seguida al Coliseo‑dijo Alberto.

Pero éste ignoraba que para ver San Pedro se necesitaba un día, y para estudiarlo, un mes.

Quise decir que se pasó el día en ver San Pedro.

Los dos amigos no echaron de ver que se hacía tarde hasta que el día empezó a declinar. Franz sacó su reloj, eran las cuatro y media. Emprendieron inmediatamente el camino de la fonda y al apearse dio Franz al cochero la orden de estar allí a las ocho. Quería hacer con­templar a Alberto el Coliseo a la luz de la luna, tal como le había he­cho ver San Pedro a la luz del sol.

Cuando se hace ver a un amigo una ciudad que uno ya conoce, se usa de la misma coquetería que para enseñarle la mujer a quien se ama; de consiguiente, Franz trazó al cochero su itinerario: debía salir por la puerta del Popolo, costear la muralla exterior y entrar por la puerta de San Juan. Y de esta manera el Coliseo se les aparecería de improviso y sin que el Capitolio, el Foro, el Arco de Septimio Seve­ro, el templo de Antonino Faustino y la Via Sacra, hubiesen servido de escalones situados en medio del camino para acortarlo.

Se sentaron a la mesa, y aunque maese Pastrini había prometido a sus huéspedes un festín excelente, sin embargo, sólo les dio una co­mida pasable, de la que a lo menos no tuvieron que quejarse.

Al fin de la comida entró el fondista. Franz creyó que era para re­cibir las gracias, y se disponía a dárselas cuando le interrumpió a las primeras palabras.

‑Excelencia ‑dijo‑, mucho me lisonjea vuestra aprobación, pero no he subido para eso a vuestro cuarto.

‑¿Es acaso para decirnos que habéis encontrado carruaje? ‑pre­guntó Alberto, encendiendo un cigarro.

‑Nada de eso. Lo mejor que podéis hacer es no pensar más en ello, y tomar un partido. En Roma las cosas se pueden o no se pue­den, y cuando se os ha dicho que no se podía, punto concluido.

‑¡Oh! En París es mucho más cómodo; cuando una cosa no se puede se paga el doble, y al instante se tiene lo pedido.

‑Sí, sí; ya he oído decir eso a todos los franceses ‑dijo maese Pastrini algún tanto picado‑, y entonces no comprendo cómo viajan.

‑Es que los que viajan ‑dijo Alberto arrojando flemáticamente una bocanada de humo hacia el techo, y balanceándose sobre las pa­tas traseras de su silla‑, son solamente los necios y los locos como yo, pues las personas sensatas no abandonan su habitación en la calle de Helder, el paseo Gand y el café de París.

Excusado es decir que Alberto vivía en dicha calle, daba todos los días su paseo fashionable y comía cotidianamente en el único café en que se come cuando se está en relaciones con los jóvenes solteros de París. Maese Pastrini quedóse un instante silencioso. Era evidente que meditaba la respuesta que le había dado Alberto, respuesta que sin duda alguna no le parecía del todo clara.

‑Pero, en fin ‑dijo Franz a su vez interrumpiendo las reflexiones geográficas de su huésped‑, vos habéis venido aquí para algo; servíos, pues, indicarnos el objeto de vuestra visita.

‑¡Oh! Justamente. ¿Habéis mandado venir el carruaje a las ocho?

‑Sí.

‑¿Teníais intención de visitar el Colosseo?

‑Es decir, el Coliseo.

‑Es exactamente lo mismo.

‑Sea.

‑¿Habéis dicho a vuestro cochero que saliera por la puerta del Popolo, que diese la vuelta por el lado exterior de las murallas y que entrase por la puerta de San Juan?

‑Eso fue lo que dije, en efecto.

‑¡Pues bien! Ese itinerario es imposible, o por lo menos muy pe­ligroso.

‑¿Y por qué es peligroso?

‑A causa del famoso Luigi Vampa.

‑Ante todo, mi querido huésped, ¿quién es el famoso Luigi Vampa? ‑preguntó Alberto‑. Puede ser muy famoso en Roma, pero os advierto que en París es completamente desconocido.

‑¡Cómo! ¿No le conocéis?

‑No tengo ese honor.

‑¡Pues bien! Es un bandido junto al cual son niños de teta los Decesaris y los Gasparone.

‑Atención, Franz ‑exclamó Alberto‑. ¡Al fin encontramos un bandido! Os prevengo, querido huésped, que no voy a creer una pa­labra de lo que digáis. Sabido esto, hablad cuanto queráis, estoy pronto a escucharos. Había una vez... Vaya, ¡y qué! ¿No proseguís?

Maese Pastrini se volvió hacia Franz, que le parecía mucho más juicioso que su compañero, y le dijo gravemente:

‑Excelencia, si creéis que miento, es inútil que os diga lo que que­ría deciros; puedo, sin embargo, afirmaros que lo hacía por el interés de vuestras excelencias.

‑Alberto no dice que mintáis, querido señor Pastrini ‑replicó Franz‑. Dice que no os creerá enteramente, pero yo sí os creeré; tranquilizaos, pues, y hablad.

‑Mas, sin embargo, excelencia, bien comprendéis que si ponéis en duda mi veracidad...

‑Amigo mío ‑interrumpió Franz‑, sois más susceptible que Casandra, la cual era una profetisa a quien nadie escuchaba; siendo así que vos, a lo menos, estáis seguro de la mitad de vuestro audito­rio. Vamos, sentaos, y decidnos quién es ese señor Vampa.

‑Ya os lo he dicho, excelencia, es un bandido cual no se ha visto otro después del famoso Mastrilla.

‑Pero, ¡vamos a ver! ¿Qué tiene que ver ese bandido con la orden que he dado a mi cochero de salir por la puerta del Popolo, y de en­trar por la puerta de San Juan?

‑Tiene ‑repuso maese Pastrini‑ que por la una sin duda po­dréis salir, pero dudo que por la otra podáis entrar.

‑¿Y eso por qué, señor Pastrini? ‑preguntó Franz.

‑Porque llegada la noche, ya no se está seguro a cincuenta pasos de las puertas.

‑¿Palabra de honor? ‑exclamó Alberto.

‑Señor conde ‑dijo maese Pastrini, siempre picado por la duda que tenía Alberto de su veracidad‑, no hablo con vos, sino con vuestro compañero, que conoce a Roma, y que sabe que no se gastan chanzas sobre tal punto.

‑Oye, querido ‑dijo Alberto dirigiéndose a Franz‑, puesto que se nos presenta ocasión de emprender una aventura, oye lo que po­demos hacer: cargamos nuestro coche de pistolas, trabucos y escope­tas de dos cañones. Luigi Vampa viene a prendernos, y en lugar de prendernos él a nosotros, le cogemos nosotros a él. Le llevamos inmediatamente a Su Santidad, que nos pregunta qué puede hacer en reconocimiento a nuestro servicio, y entonces reclamamos lisa y lla­namente una carroza y dos caballos de sus caballerizas, sin contar con que probablemente el pueblo romano, reconocido también, nos coro­ne en el Capitolio, y nos proclame, como a Curcio y a Horacio Coclés, salvadores de la patria.

Entretanto Alberto deducía esta consecuencia, maese Pastrini ges­ticulaba de una manera difícil de describir.

‑En primer lugar ‑preguntó Franz a Alberto‑, dime dónde en­contrarás esas pistolas, esos trabucos, esas escopetas de dos cañones, con que quieres atestar el coche.

‑Lo que es en mi armería no será ‑dijo Alberto‑, pues que en la Terracina me despojaron hasta de mi puñal, ¿y a ti?

‑A mí me sucedió lo mismo en Acuapendente.

‑¡Ah!, querido huésped ‑dijo Alberto encendiendo su segundo cigarro en la punta del primero‑, sabéis que es muy cómoda para los ladrones esa medida, y que me parece que ha sido tomada de acuerdo con ellos.

Sin duda maese Pastrini encontró aquella pregunta muy embarazo­sa, pues no respondió sino a medias, dirigiendo aún la palabra a Franz como al único ser razonable con el cual pudiera entenderse.

‑¿Sabe su excelencia que cuando uno es atacado por bandidos, no es costumbre defenderse?

‑¡Cómo! ‑exclamó Alberto, cuyo valor se rebelaba a la sola idea de dejarse robar sin decir una palabra‑. ¡Cómo! ¿Que no es costum­bre defenderse?

‑No, porque toda defensa sería inútil. ¿Qué queréis hacer contra una docena de bandidos que salen de un foso, de una choza o de la misma tierra, si así puede decirse, y que os apuntan a boca de jarro todos a un tiempo?

Alberto exclamó:

‑Pues quiero que me maten.

El posadero se volvió hacia Franz, con un aire que quería decir: «Decididamente, vuestro camarada está loco.»

‑Querido Alberto ‑replicó Franz‑, vuestra respuesta es subli­me, y vale tanto como el qu'il mourut de Corneille, sólo que cuando Horacio respondía esto, se trataba de la salvación de Roma, y la cosa valía por cierto la pena. Pero, en cuanto a nosotros, daos cuenta de que se trata sólo de un capricho que queremos satisfacer y que sería ridículo que por este capricho arriesgásemos nuestra vida.

‑¡Ah! ¡Per Bacco! ‑exclamó maese Pastrini‑, eso se llama sa­ber hablar.

Alberto se llenó un vaso de Lacryma‑Christi, el cual bebió a pe. queños sorbos murmurando palabras ininteligibles.

‑Y bien, maese Pastrini ‑replicó Franz‑, ya que mi compañero está tranquilo, y ya que habéis podido apreciar mis disposiciones pa­cíficas, decidnos ahora, ¿quién es ese señor Vampa? ¿Es pastor o pa­tricio? ¿Es joven o viejo? ¿Alto o bajo? Describidnos su figura con objeto de que si le encontramos por casualidad en el mundo, como Juan Sbogard o Lara, podamos a lo menos reconocerle.

‑Pues para obtener detalles exactos, a nadie mejor que a mí pu­dierais dirigiros, porque he conocido desde la niñez a Luigi Vampa, y un día que había caído en sus manos al ir de Florencia a Alatri, se acordó, felizmente para mí, de nuestro antiguo conocimiento. Me dejó ir entonces, no tan sólo sin hacerme pagar nada, sino que quiso dárse­las de generoso, me regaló un precioso reloj y me contó su historia.

‑Mostradnos el reloj ‑dijo Alberto.

Maese Pastrini sacó de su bolsillo un magnífico Breguet en que se veía grabado el nombre de su autor, el timbre de París y una corona de conde.

‑Aquí está.

‑¡Diantre! ‑exclamó Alberto‑. Os doy la enhorabuena. Tengo uno semejante ‑añadió sacando a su vez el reloj del bolsillo de su chaleco‑, que me ha costado tres mil francos.

‑Ahora contadnos la historia ‑dijo Franz a su vez, haciendo señas a maese Pastrini para que se sentara.

‑Si permiten sus excelencias...

‑¡Qué diablos! ‑dijo Alberto‑, no sois ningún predicador para estar hablando de pie.

E1 posadero se sentó, después de haber hecho a cada uno de sus oyentes una respetuosa y profunda cortesía, lo cual indicaba que es­taba pronto a dar los informes que le pedían acerca del famoso ban­dido Luigi Vampa.

‑A propósito ‑exclamó Franz deteniendo a maese Pastrini en el momento en que iba a empezar a hablar‑, decís que habéis conocido a Luigi Vampa desde su niñez; ¿es todavía joven?

‑¡Cómo!, pues no ha de ser joven, excelencia, si apenas tiene veintidós años. ¡Oh!, todavía ha de meter mucho ruido.

‑¿Qué os parece, Alberto? Es muy raro el haberse adquirido ya a los veintidós años una reputación ‑dijo Franz.

‑Sí, ciertamente, y a su edad Alejandro, César y Napoleón, que después han figurado tanto, no habían adelantado lo que él.

‑Así pues ‑replicó Franz dirigiéndose a su huésped‑, ¿el héroe cuya historia vais a relatar, tiene veintidós años?

‑Tal vez aún no los ha cumplido, como he tenido el honor de deciros.

‑¿Es alto o bajo?

‑De estatura mediana, así como vuestra excelencia ‑dijo el hués­ped, señalando a Alberto.

‑Gracias por la comparación ‑dijo éste, inclinándose.

‑¡Vaya!, proseguid, maese Pastrini ‑replicó Franz, sonriéndose de la susceptibilidad de su amigo‑. ¿Y a qué clase de la sociedad pertenecía?

‑Era un pobre pastor de la quinta de San Felice, situada entre Palestrina y el lago de Cabri; había nacido en Pampinara, y entrado a la edad de cinco años al servicio del conde. Su padre, pastor en Anagui, poseía un pequeño rebaño, y vivía de la lana de sus carneros y de la leche de sus ovejas que venía a vender a Roma. De niño, el pe­queño Vampa tenía un carácter muy raro. Un día, a la edad de siete años, fue a buscar al cura de Palestrina y le rogó que le enseñase a leer, lo cual era difícil, pues el joven pastor no podía abandonar un instante su ganado, pero el buen cura iba todos los días a decir misa a una pobre aldea demasiado reducida para pagar un sacerdote, y que no teniendo nombre, era conocida bajo el de Borgo. Le dijo a Luigi que le esperase en el camino por donde él precisamente pasaba a su vuelta, y que de este modo le daría su lección, previniéndole que ésta sería corta y que por consiguiente tendría que aprovecharse de ella. El pobre muchacho aceptó lleno de júbilo.

»Diariamente, Luigi llevaba a apacentar su ganado hacia el camino de Palestrina a Borgo, y todos los días, a las nueve de la mañana, el cura y el muchacho se sentaban sobre la hierba y el pastorcillo daba su lección en el breviario del sacerdote. A1 cabo de tres meses, sabía leer, pero no era esto suficiente, necesitaba aprender a escribir. En­cargó el sacerdote a un profesor de escritura de Roma que le hiciera tres alfabetos: Uno con letra muy gruesa, otro con letra mediana y el tercero con una letra muy pequeña. A1 recibirlós, el cura dijo a Luigi que copiando aquellas letras en una pizarra, podía, con ayuda de una punta de hierro, aprender a escribir. Aquella misma noche, así que hubo metido el ganado en la quinta, Vampa corrió a casa del cerrajero de Palestrina, cogió un grueso clavo, lo forjó, lo machacó, lo redon­deó, consiguiendo hacer de él una especie de estilete antiguo. Al día siguiente, había reunido una porción de pizarras y trabajaba en ellas. Al cabo de tres meses ya sabía escribir.

»El cura quedó asombrado de aquella maravillosa inteligencia, e interesándose vivamente por tan rara disposición, le regaló unos cuantos cuadernos de papel, un mazo de plumas y un cortaplumas. Éste fue un nuevo estudio, estudio que no era nada al lado del primero, así que ocho días después manejaba la pluma lo mismo que el esthete. Contó el cura esta anécdota al conde de San Felíce, que quiso ver al pastorcito, le hizo leer y escribir delante de él, mandó a su mayordo­mo que le hiciese comer con sus criados, y le dio dos piastras al mes. Con este dinero, Luigi compró libros y lápices.

»Había aplicado a todos los objetos aquella facultad de imitación que tenía, y, como Giotto, dibujaba sobre las pizarras sus ovejas, los árboles, las casas y con la punta de su cortaplumas empezó a tallar la madera y a darle todas las formas que quería. Así fue como empezó Pinelli, el escultor popular. Una niña de seis o siete años, es decir, un poco más joven que Vampa, guardaba por su parte el rebaño de una quinta próxima a Palestrina; era huérfana, había nacido en Val­montone y se llamaba Teresa. Los dos niños se encontraban, sentában­se uno al lado del otro, dejaban que sus rebaños se mezclasen y pa­ciesen juntos, charlaban, reían y jugaban, y después por la noche, apartaban los carneros del conde de San Felice, de los del barón de Cervetri, y se separaban para volver a sus respectivas quintas, prome­tiendo reunirse al día siguiente. Cada día volvían a darse y cumplir la cita, y de ese modo fueron creciendo juntos. Vampa llegó a los doce años y Teresa a los once.

»Iban entretanto desarrollándose también sus caracteres diferentes. A su noble afición a las artes, en que había sobresalido cuanto le era posible en su aislamiento, unía Luigi crueles arrebatos de un carácter imperioso, colérico, burlón. Ninguno de los jóvenes de Pampinara, de Palestrina o de Valmontone había podido, no solamente tener influen­cia alguna sobre él, sino que ni llegar a ser su compañero. Altanero era su temperamento, siempre dispuesto a exigir, sin querer nunca conceder, apartaba de su lado todo instinto amistoso, toda demostra­ción simpática. Teresa era la única que mandaba con una palabra, con una mirada, con un gesto, aquel carácter fiero que se humillaba bajo la mano de una mujer, y que bajo la de un hombre cualquiera hubiérase rebelado como una serpiente al sentirse pisoteada.

»El carácter de Teresa era entera y totalmente opuesto; viva, ale­gre, pero coqueta hasta el extremo, las dos piastras que daba a Luigi el mayordomo del conde de San Felice, y el precio de todos los jugue­tillos que vendía en Roma, se gastaban en pendientes de perlas, en collares, en alfileres, así es que gracias a la prodigalidad de su joven amigo, Teresa era la aldeana más hermosa y elegante de los alrededo­res de Roma. Los dos jóvenes seguían creciendo, pasando todo el día juntos, y entregándose sin obstáculos a los instintos de su carácter; así, pues, en sus conversaciones, en sus deseos, en sus sueños, Vampa

se veía siempre hecho un capitán de navío, general de ejército o go­bernador de una provincia, y Teresa se imaginaba rica, envidiada, ves­tida con un hermoso traje, adornada con hermosos diamantes y segui­da de lacayos con librea. Además, cuando habían pasado el día jun­tos, adornando su porvenir con aquellos locos y brillantes arabescos, se separaban para conducir los rebaños a los establos y descender des­de la elevación de su sueño hasta la real humildad de su posición. Un día, el joven pastor dijo al mayordomo del conde que había visto que un lobo salido de las montañas de la Sabina acechaba su ganado. El mayordomo le entregó una escopeta; esto era lo que quería Vampa.

»El arma aquella tenía por casualidad un excelente cañón de Bres­cia, que calzaba bala como una carabina inglesa, sólo que un día el conde, persiguiendo a un zorro, rompió la culata, y ya habían arrin­conado el arma como inútil. Pero no era esto una dificultad para un escultor como Vampa. Examinó la culata primitiva, calculó la figura que había de tener, y al cabo de unos cuantos días hizo otra culata cargada de adornos tan maravillosos que, si hubiera querido vender­la sin el cañón, hubiera seguramente ganado quince o veinte piastras; pero él no pensaba hacer tal use de ella, porque una escopeta había sido durante su vida el pensamiento fijo del joven.

»En la totalidad de los países en que la independencia ha sustituido a la libertad, la primera necesidad que experimenta todo corazón fuerte, toda organización poderosa, es la de un arma que asegure al propio tiempo el ataque y la defensa, y que haciendo terrible al que la lleva, le haga también temido. Desde este momento Vampa dedicó todo el tiempo que le quedaba libre al ejercicio del arma. Compró pólvora y balas a hizo servir de blanco todos los objetos que se le ponían delante. Tan pronto ensayaba su puntería en el tronco de un olivo, como en el zorro que salía de su cueva al anochecer para dar comienzo a su caza nocturna. Tan pronto era su blanco la mata más insignificante del borde de un camino, como el águila que orgullosa­mente se cernía en el aire. Pronto llegó a ser tan diestro que Teresa dominó el temor que en un principio experimentara al oír la detona­ción, y se divertía en ver a su joven compañero poner la bala en el punto que de antemano advertía, con tanta exactitud y limpieza como si la colocara allí con su propia mano.

»Salió, en efecto, una noche un lobo de un bosque cerca del cual tenían por costumbre reunirse los dos jóvenes, pero apenas hubo dado el animal diez pasos por el llano, cayó atravesado por una bala. Enva­necido Luigi de tan buen tiro, cargóse el lobo a cuestas y lo llevó a la quinta.

»Estos y parecidos detalles daban a Vampa cierta reputación en todos aquellos alrededores, porque es verdad que el hombre superior, doquiera que se halle y por ignorado que sea, se forma un círculo más o menos mayor de admiradores. Por todos los alrededores se ha­blaba de aquel joven pastor como del más fuerte y del más valiente contadino que había en el circuito de diez leguas, y aunque Teresa por su parte pasase por una de las jóvenes más hermosas de la Sabina, nadie osaba decirle una palabra, porque sabían que Vampa la amaba.

»Y, sin embargo, no se habían confesado nunca tal amor. Habían ido creciendo el uno y el otro como dos árboles que mezclan sus raíces bajo la tierra, sus ramas en el aire, su perfume en el cielo, pero su deseo de vivir juntos era el mismo. Unicamente que este deseo había llegado a ser una necesidad y mejor hubieran preferido la muerte que la separación de un solo día, por más que esta idea no les hubiese venido jamás a la imaginación. Teresa tenía dieciséis años y Vampa diecisiete.

»Fue por entonces cuando se empezó a hablar mucho de una cuadri­lla de bandidos que se iba organizando en los montes Lepini.

»Los salteadores no han sido nunca enteramente extinguidos en los alrededores de Roma, y aunque algunas veces les faltan jefes, cuando se presenta uno jamás le falta una partida. El famoso Cucumetto, perseguido en los Abruzzos, arrojado del reino de Nápoles, donde había sostenido una verdadera guerra, atravesó el Garigliano, como Manfredo, y fue a refugiarse entre Sonnino y Juperno, a orillas del Almasina. Este era quien se ocupaba en reorganizar alguna tropa y quien seguía las huellas de Decesaris y de Gasparone, a quienes pronto esperaba sobrepujar. Muchos jóvenes de Palestrina, de Fras­cati y de Pampinara desaparecieron, y aunque al principio sus amigos y allegados ignoraron su paradero, pronto supieron que se habían ido a unirse a la banda de Cucumetto. Al cabo de algún tiempo, Cucumet­to llegó a ser el objeto de la atención general, citándose a propósito de este jefe rasgos llenos de una audacia y de una brutalidad extra­ordinarias y casi sin ejemplo.

»Un día raptó a una joven, era la hija del agrimensor de Frosino­ne. Las leyes de los bandidos son en cuanto a esto terminantes: una joven pertenece al que la ha raptado, después a cada uno por suerte, y la desgraciada sirve para los placeres de toda la compañía hasta que la abandonan o muere. Cuando los parientes son bastante ricos para rescatarla, envían un mensajero que trata del rescate, y la cabeza del prisionero responde de la seguridad del emisario. Pero si son rehusa­das las condiciones del rescate, el prisionero es condenado irrevoca­blemente.

»La joven de que hemos hablado tenía a su amante en la partida de Cucumetto; se llamaba Carlini. Ál reconocer al joven, se creyó salva­da y le tendió los brazos, pero el pobre Carlini al verla sintió que se le partía el corazón, porque aún ignoraba la suerte que estaría desti­nada a su amada.

»Sin embargo, como era el favorito de Cucumetto, como había com­partido con él sus peligros hacía más de tres años, como le había sal­vado la vida matando de un pistoletazo a un carabinero que tenía ya el sable levantado sobre su cabeza, esperó que Cucumetto se apiada­ría de él. Llamó aparte, pues, a su capitán, mientras que la joven se apoyaba contra el tronco de un gran pino que se elevaba en medio de una plazuela del bosque; había hecho un velo con su adorno, traje pintoresco de las paisanas romanas, y escondía su rostro a las lujurio­sas miradas de los bandidos. Allí se lo contó todo: sus amores con la prisionera, sus juramentos de fidelidad, y cómo cada noche, desde que estaban en aquellos alrededores, se daban cita en unas ruinas. Precisamente aquella noche Cucumetto envió a Carlini a un pueblo vecino, y no pudo acudir a la cita. Pero el capitán se había hallado allí por casualidad, según decía, y entonces raptó a la joven.

»Carlini suplicó a su jefe que se le hiciese una excepción en su fa­vor y que respetase a Rita, diciéndole que su padre era rico y que pa­garía un buen rescate. Cucumetto pareció rendirse a las súplicas de su amigo y le encargó que buscase un pastor a quien pudiese enviar a casa del padre de Rita, a Frosinone. Carlini se acercó entonces muy gozoso a la joven, le dijo que estaba salvada, y la invitó a que escri­biese a su padre una carta en la cual le contase todo lo que había pasado, y le anunciase que su rescate estaba fijado en trescientas pias­tras. Concedían al padre por todo término doce horas, es decir, hasta el día siguiente, a las nueve de la mañana.

»Una vez escrita la carta, Carlini cogióla al punto, corrió a la llanura para buscar un mensajero, y encontró a un joven pastor que guardaba un rebaño. Los mensajeros naturales de los bandidos son los pastores que viven entre la ciudad y la montaña, entre la vida salvaje y la vida civilizada. El joven pastor partió en seguida, prometiendo estar en Frosinone antes de una hora, y Carlini volvió lleno de gozo a reunir­se con su querida para anunciarle aquella buena noticia.

»Toda la banda se encontraba en la plazuela, donde cenaba alegre­mente las provisiones que los bandidos exigían de los paisanos como un tributo; tan sólo en medio de aquellos alegres compañeros buscó en vano a Cucumetto y a Rita. Preguntó por ellos y los bandidos le respondieron con una carcajada.

»Carlini sintió que un sudor frío empezaba a inundar su frente y que una mortal zozobra empezaba a helar su corazón. Renovó su pregunta; uno de los bandidos llenó un vaso de vino de Orvieto y se lo mostró, diciendo:

»‑¡A la salud del valiente Cucumetto y de la hermosa Rita!

»En aquel instante Carlini creyó oír un grito de mujer; todo lo adi­vinó. Tomó el vaso y lo rompió contra el rostro del que se lo presen­taba y se lanzó en dirección de donde oyera el grito. A los cien pa­sos, a la vuelta de un matorral, vio a Rita desmayada en los brazos de Cucumetto. Al ver a Carlini, Cucumetto se levantó pistola en mano y ambos bandidos se miraron durante un momento, el uno con la sonrisa de la injuria en los labios, el otro con la palidez de la muerte en la frente. Hubiérase creído que iba a suceder alguna escena terrible entre aquellos dos hombres, pero poco a poco las facciones de Carlini se apaciguaron volviendo a su estado normal. Su mano, que había llegado a una de las pistolas de su cinturón, permaneció in­móvil; Rita estaba tendida entre los dos y la luna iluminaba esta es­cena.

»‑¡Y bien! ‑le dijo Cucumetto‑. ¿Has hecho la comisión que lo había encargado?

»‑‑Sí, capitán ‑respondió Carlini‑, y el padre de Rita estará aquí mañana a las nueve, con el dinero.

»‑Perfectamente. Mientras tanto vamos a pasar una noche deli­ciosa. Esta joven es encantadora. Te aseguro que tienes buen gusto, Carlini; así, pues, como no soy egoísta, vamos a volver al lado de los camaradas y sortear a quién tocará ahora.

»‑Entonces, ¿estáis decidido a abandonarla a la ley común? ‑pre­guntó Carlini.

» ¿Y por qué había de hacer una excepción en su favor?

»‑Creí que mis súplicas. ..

»‑‑¿Y por qué has de ser tú más que los demás?

»‑Es justo.

»‑Vamos, tranquilízate ‑prosiguió Cucumetto riendo‑, un po­co antes, un poco después, ya llegará lo turno.

»Los dientes de Carlini rechinaban de rabia.

»-Vamos ‑dijo Cucumetto, dando un paso hacia los bandidos‑, ¿vienes?

»‑Os sigo al momento.

»Cucumetto se alejó sin perder de vista a Carlini, porque temía que le hiriese por detrás, pero nada anunciaba en el bandido una inten­ción hostil. En pie, con los brazos cruzados, estaba al lado de Rita, que continuaba sin haber recobrado el conocimiento. Cucumetto creyó por un instante que el joven iba a tomarla en sus brazos y huir con ella, pero poco le importaba, había conseguido lo que deseaba,

y en cuanto al dinero, trescientas piastras repartidas entre los compa­ñeros hacían una suma tan pobre que le era indiferente el que se las diesen o no. Continuó, pues, su camino hacia la plazuela, pero con gran asombro suyo, Carlini llegó casi al propio tiempo que él.

»‑¡El sorteo! ¡El sorteo! ‑gritaron todos los bandidos al divisar a su jefe.

»Y brillaron de alegría los ojos de aquellos hombres, mientras que la llama de la hoguera esparcía sobre sus rostros un resplandor rojizo que los hacía asemejarse a los demonios.

»Nada más justo que lo que pedían, y por lo tanto hizo el capitán un signo con la cabeza indicando que accedía a su demanda. Pusiéron­se todos los nombres en un sombrero, así el de Carlini como los de los demás, y el más joven de la compañía sacó una papeleta de aquella improvisada urna y leyó en alta voz el nombre que en ella estaba es­crito. Era el de Diavolaccio, el mismo que había propuesto a Carlini un brindis a la salud del jefe y a quien Carlini contestó haciendo pe­dazos el vaso contra su rostro. Una extensa herida le cogía de la sien hasta la boca, de la que manaba sangre en abundancia. Diavolaccio, al verse así favorecido por la fortuna, soltó una carcajada.

»‑Capitán ‑dijo‑, hace poco que Carlini no quiso beber a vues­tra salud; proponedle que beba a la mía. Tal vez tenga para con vos más condescendencia que para conmigo.

»Todos esperaban una explosión de parte de Carlini, pero, con gran asombro de los bandidos, tomó con la mano un vaso, con la otra una botella y llenando el vaso dijo con perfecta mente tranquila:

»¡A lo salud, Diavolaccio! ‑y bebió el contenido del vaso sin que el más mínimo temblor agitase su mano.

»Hecho esto, fue a sentarse junto a la hoguera.

»‑Dadme la parte de cena que me toca ‑dijo‑, pues el camino que acabo de hacer me ha abierto el apetito.

»‑¡Viva Carlini! ‑exclamaron los bandidos.

»‑Enhorabuena, eso se llama tomar las cosas como buenos com­pañeros.

»Y todos formaron un círculo en torno a la hoguera, mientras que Diavolaccio se alejaba.

»Carlini comía y bebía como si nada hubiese sucedido.

»Los bandidos le observaban asombrados, sin comprender aquella impasibilidad, cuando oyeron resonar de pronto, junto a ellos, unos pasos lentos y pausados.

»Se volvieron y divisaron a Diavolaccio que conducía a la joven en sus brazos; tenía la cabeza inclinada hacia atrás, de modo que sus lar­gos cabellos rozaban la tierra. A medida que iban entrando en el círculo de la luz proyectada por la hoguera, notaban la palidez de la joven y del bandido. Esta aparición tenía un aspecto tan extraño y tan solemne, que todos se levantaron, menos Carlini, que se quedó sen­tado y continuó comiendo y bebiendo, como si nada pasase a su alre­dedor. Diavolaccio siguió avanzando en medio del más profundo si­lencio y depositó a Rita a los pies del capitán.

»Entonces todos conocieron la causa de la gran palidez de la joven y del bandido, porque Rita tenía un cuchillo clavado hasta la empu­ñadura en el corazón.

»Todas las miradas se fijaron en Carlini; la vaina que colgaba de su faja estaba vacía.

»‑¡Ya! ‑dijo el capitán‑, ¡ya!, ahora comprendo por qué se quedó atrás Carlini.

»Por salvaje que sea todo carácter, se inclina ante una acción subli­me, y aunque es probable que ninguno de los bandidos hubiese hecho lo que Carlini, todos apreciaron el valor de aquella acción.

»‑¿Y ahora ‑dijo Carlini levantándose a su vez con la mano apo­yada en el gatillo de una de sus pistolas‑, y ahora, se atreverá al­guien a disputarme esta mujer?

»‑No‑dijo el jefe‑ Es tuya.

»Entonces Carlini la tomó en sus brazos y la condujo fuera del círculo de luz que proyectaba la llama de la hoguera.

»Distribuyó Cucumetto los centinelas como de costumbre, y los bandidos se tendieron en sus capas alrededor de la hoguera.

»A medianoche el centinela dio la señal de alarma y en seguida el capitán y sus compañeros estuvieron en pie. Era el padre de Rita que venía en persona a traer el rescate de su hija.

»‑Toma ‑dijo a Cucumetto, presentándole un saco lleno de dine­ro‑, aquí tienes trescientos doblones; devuélveme a mi hija.

»El jefe, sin pronunciar siquiera una palabra y sin tomar el dinero, le hizo señas de que le siguiese.

»El anciano obedeció. Los dos se alejaron y perdieron entre los ár­boles, a través de cuyas ramas penetraban los débiles rayos de la luna. Cucumetto se detuvo finalmente, tendió la mano, y mostrando al an­ciano dos personas agrupadas al pie de un árbol, le dijo:

»‑Mira, pide lo hija a Carlini, que él más que nadie puede darte cuenta.

»Y sin decir una sola palabra más, volvió la espalda, encaminándose al sitio donde se hallaban sus compañeros.

»El anciano permaneció inmóvil y con los ojos fijos. Sentía que pe­saba sobre su cabeza alguna desgracia desconocida, inmensa, pero to­mando de pronto una resolución, dio algunos pasos hacia el grupo.

Con el ruido que hizo, Carlini levantó la cabeza, y las formas de dos personas comenzaron a aparecer más distintas a los ojos del anciano. Vio a una mujer tendida en tierra, con la cabeza apoyada sobre las rodillas de un hombre sentado a inclinado hacia ella. Al levantarse este hombre, fue cuando pudo descubrir el rostro de la mujer que apretaba contra su corazón. El anciano reconoció a su hija y Carlini reconoció al anciano.

»‑Te esperaba ‑dijo el bandido al padre de Rita.

»‑¡Miserable! ‑contestó éste‑. ¿Qué has hecho?

»Y miraba con terror a Rita, inmóvil, pálida, ensangrentada, con un cuchillo hundido en el pecho. Un rayo de luna la iluminaba con su blanquecina luz.

»‑Cucumetto había violado a lo hija ‑dijo el bandido‑, y como yo la amaba más que a mí mismo, la he matado, porque después de él iba a servir de juguete a toda la compañía.

»Los labios del anciano no se entreabrieron para murmurar la más mínima palabra, pero su rostro volvióse tan pálido como el de un ca­dáver.

»‑Ahora ‑prosiguió Carlini‑, si he hecho mal, véngala.

»Y arrancó el cuchillo del seno de la joven, que presentó con una mano al anciano, mientras que con la otra apartaba su camisa y le presentaba su pecho desnudo.

»‑Has hecho bien ‑le dijo el anciano con voz sorda‑. ¡Abráza­me, hijo mío!

»Carlini se arrojó llorando en los brazos del padre de su amada. Eran aquellas las primeras lágrimas que vertían los ojos de aquel hombre.

»Y ya que todo acabó ‑dijo con tristeza el anciano a Carlini‑, ayúdame a enterrar a mi hija.

»Carlini fue a buscar dos azadones y el padre y el amante se pu­sieron a cavar al pie de una encina cuyas espesas ramas debían cubrir la tumba de la joven. Así‑que hubieron abierto una fosa suficiente, el padre fue el primero en abrazar el cadáver, el amante después, y en seguida levantándolo el uno por los pies y el otro por los brazos, lo colocaron en el hoyo. Luego se arrodillaron a ambos lados y rezaron las oraciones de difuntos. Cuando concluyeron, cubrieron el cadáver con la tierra que habían sacado hasta tanto que la fosa estuvo llena. Entonces, presentándole la mano, dijo el anciano a Carlini:

»‑Ahora déjame solo. Gracias, hijo mío.

»‑Pero... ‑replicó éste.

»‑Déjame solo..., lo lo mando.

»Carlini obedeció. Fue a reunirse con sus compañeros, se envolvió en su capa, y pronto pareció tan profundamente dormido como los demás. Como el día anterior se había decidido que iban a cambiar de campamento, cosa de una hora antes de amanecer, Cucumetto des­pertó a sus camaradas y se dio la orden de partir, pero Carlini no quiso abandonar el bosque sin saber lo que había sido del padre de Rita. Dirigióse hacia el lugar donde le había dejado y encontró al an­ciano ahorcado de una de las ramas de la encina que daba sombra a la tumba de su hija. Hizo entonces sobre el cadáver del uno y la tumba de la otra, el juramento de vengarlos, mas este juramento no pudo realizarse, porque dos días después, en un encuentro con los carabi­neros romanos, Carlini fue muerto. Aunque lo que a todos llenó de asombro fue que haciendo frente al enemigo hubiese recibido la bala por la espalda. Cesó, sin embargo, este asombro cuando uno de los bandidos hizo notar a sus compañeros que Cucumetto estaba colocado diez pasos detrás de Carlini cuando éste cayó.

» En la madrugada del día en que partieron del bosque de Frosino­ne, había seguido a Carlini en la oscuridad y escuchado el juramento que hiciera, por lo que a fuer de hombre cauto y previsor había trata­do de evitar el resultado, que para él podía ser muy desagradable.

»Aún se contaban sobre este terrible jefe de bandidos otras mu­chas historias no menos curiosas que ésta, de manera que desde Fondi a Perusa todo el mundo temblaba al solo nombre de Cucumetto.

» Estas historias habían sido con frecuencia el objeto de las con­versaciones de Luigi Vampa y de Teresa. Esta temblaba al oír tales aventuras, pero Vampa la tranquilizaba con una sonrisa dirigiendo una mirada a su soberbia escopeta que tan certero tiro tenía, y si esto no bastaba a tranquilizarla, le mostraba a cien pasos un cuervo sobre alguna rama, le apuntaba, la bala salía y el animal herido caía al pie del árbol. Sin embargo, el tiempo corría, los dos jóvenes habían pro­yectado casarse cuando Vampa tuviese veinte años y Teresa diecinue­ve y como los dos eran huérfanos y no tenían que pedir permiso a na­die más que a sus amos, a éstos se lo habían pedido ya y les había sido concedido.

» Hablando de sus futuros proyectos, un día oyeron dos o tres tiros y de repente un hombre salió del bosque, cerca del cual acostumbra­ban los dos jóvenes llevar a apacentar sus ganados, y corrió hacia ellos.

» Así que estuvo a distancia de poder ser oído, exclamó:

»‑Me persiguen, ¿podéis ocultarme?

» Los jóvenes diéronse cuenta inmediatamente de que aquel fugiti­vo debía ser algún bandido, pero hay entre el aldeano y el bandido romano una simpatía desconocida que hace que el primero esté siempre pronto a hacer un servicio al segundo. Vampa, sin pronunciar una palabra, corrió a la piedra que encubría la entrada de la gruta, descu­brió dicha entrada apartándola, hizo una señal al fugitivo para que se refugiase en aquel sitio desconocido de todos, luego volvió a colocar en su lugar la piedra y se sentó tranquilamente junto a su novia.

»Pocos instantes tardaron en salir de la espesura del bosque cuatro carabineros a caballo; tres de ellos parecían buscar al fugitivo, el cuarto conducía por el cuello a un bandido prisionero. Los tres pri­meros exploraron el terreno con una ojeada, percibieron a los dos jóvenes, corrieron a galope hacia ellos y les hicieron varias pregun­tas; nada sabían ni nada habían visto.

»‑Lo lamento ‑dijo el cabo‑, porque el bandido a quien bus­camos es el capitán.

»‑¡Cucumetto! ‑exclamaron a la vez Luigi Vampa y Teresa.

>‑Sí ‑contestó el cabo‑, y como su cabeza está valorada en mil escudos romanos, os darían quinientos a vosotros si nos hubieseis ayudado a descubrirle.

»Los dos jóvenes se miraron y el cabo tuvo alguna esperanza.

»Quinientos escudos romanos son tres mil francos, y tres mil fran­cos son una inmensa fortuna para dos pobres huérfanos que van a ca­sarse.

»‑Sí, también lo siento yo, pero no le hemos visto ‑dijo Vampa.

»Entonces los carabineros recorrieron el terreno en diferentes di­recciones, pero fueron inútiles todas las pesquisas. Al fin se retiraron.

»Vampa apartó entonces la piedra y Cucumetto salió del escondrijo.

»Había visto, al través de las rendijas de la trampa de granito, a los dos jóvenes hablar con los carabineros, dudó al pronto del resultado de la conversación, pero leyó en el rostro de Luigi Vampa y de Teresa la firme resolución de no entregarle. Sacó entonces de su bolsillo una bolsa llena de oro y se la ofreció, mas Vampa levantó la cabeza con orgullo, y en cuanto a Teresa, sus ojos brillaron al pensar en las ricas joyas y hermosos vestidos que podría comprar con aquella gran can­tidad de oro.

»Cucumetto era un demonio muy astuto, pero había tomado la for­ma de un bandido en vez de tomar la de una serpiente. Sorprendió aquella mirada, reconoció en Teresa una digna hija de Eva, y entró en el bosque volviendo muchas veces la cabeza bajo el pretexto de sa­ludar a sus libertadores. Transcurrieron muchos días sin que se vol­viese a ver a Cucumetto, sin que se oyese hablar de él.

 

Capítulo once

Vampa

»El tiempo del carnaval se acercaba y el conde de San Felice anun­ció que iba a dar un baile de máscaras, al cual sería convidada toda la elegancia de Roma, y como abrigaba Teresa vivos deseos de ver este baile, Luigi Vampa pidió a su protector el mayordomo, permiso para asistir él y Teresa a la función mezclados entre los sirvientes de la casa, permiso que le fue concedido.

» Si el conde daba este baile, era sólo para complacer a su hija Car­mela, a quien adoraba. Carmela tenía la misma edad y la misma es­tatura de Teresa, y Teresa era por lo menos tan hermosa como Car­mela.

» La noche del baile, Teresa se puso su traje más bello, se adornó con sus más brillantes alhajas. Llevaba el traje de las mujeres de Fras­cati. Luigi Vampa vestía el de campesino romano en los días de fies­ta y ambos se mezclaron, como se les había permitido, entre los sir­vientes y paisanos.

»La fiesta era magnífica. No solamente la quinta estaba profusa­mente iluminada, sino que millares de linternas de varios colores es­taban suspendidas de los árboles del jardín.

»En cada salón había una orquesta y refrescos, las máscaras se de­tenían, formábanse cuadrillas, y se bailaba donde mejor les parecía. Carmela iba vestida de aldeana de Sonnino, llevaba su gorro bordado de perlas, las agujas de sus cabellos eran de oro y de diamantes, su cinturón era de seda turca con grandes flores, su sobretodo y su ju­bón de cachemir, su delantal de muselina de las Indias, y por fin los botones de su jubón eran otras tantas piedras preciosas. Otras dos de sus compañeras iban vestidas, la una de mujer de Nettuno, la otra de mujer de la Riccia.

»Cuatro jóvenes de las más ricas familias y más notables de Roma las acompañaban con esa libertad italiana que no tiene igual en nin­gún otro país del mundo. Iban vestidos de aldeanos de Albano, de Velletri, de Civita‑Castellane y de Sora. Además, tanto en los trajes de los aldeanos como en los de las aldeanas, el oro y las piedras preciosas deslumbraban.

»Deseó formar Carmela una cuadrilla uniforme, pero faltaba una mujer, y aunque la hija del conde no cesaba de mirar a su alrededor, ninguna de las convidadas llevaba un traje análogo al suyo y a los de sus compañeros. El conde de San Felice le señaló, en medio de las al­deanas, a Teresa, que se apoyaba en el brazo de Luigi Vampa.

»‑¿Permitís acaso, padre mío?

»‑Sin duda ‑respondió el conde‑, ¿no estamos en carnaval?

»Se inclinó Carmela hacia un joven que la acompañaba y le dijo algunas palabras en voz baja, mostrándole con el dedo a la joven. El caballero siguió con los ojos la dirección de la linda mano que le ser­vía de conductor, hizo un ademán de obediencia y fue a invitar a Te­resa para figurar en la cuadrilla dirigida por la híja del conde.

»Teresa sintió que su frente ardía. Interrogó con la mirada a Luigi Vampa, que no podía rehusar. Vampa dejó deslizar lentamente el brazo de Teresa que se apoyaba en el suyo, y Teresa, alejándose con­ducida por su elegante caballero, fue a ocupar, temblando, su puesto en la aristocrática cuadrilla.

»A los ojos de un artista seguramente el exacto y severo traje de Teresa hubiera tenido un carácter muy distinto del de Carmela y sus compañeras, pero Teresa era una joven frívola y coqueta, y los bor­dados de muselina, las perlas de los brazaletes y pendientes, el brillo de la cachemira, el reflejo de los zafiros y de los diamantes la enlo­quecían.

»Por su parte, Luigi sentía nacer en su corazón un sentimiento desconocido, una especie de dolor sordo desgarraba su alma y des­pués circulaba por sus venas y se apoderaba de todo su cuerpo. Se­guía con la vista los menores movimientos de Teresa y de su pareja, cuando sus manos se tocaban, sus arterias latían con violencia, y hu­biérase dicho que vibraba en sus oídos el sonido de una campana. Cuando se hablaban, aunque Teresa escuchase tímida y con los ojos bajos los discursos de su caballero, como Luigi Vampa leía en los ojos ardientes del bello joven que aquellos discursos eran lisonjas, le parecía que la tierra se abría bajo sus pies y que todas las voces del infierno murmuraban sordamente a su oído palabras de muerte y de asesinato. Luego, temiendo dejarse arrastrar por su locura, se cogía con una mano al sillón en el cual se apoyaba, y con la otra oprimía con un movimiento convulsivo el puñal de mango cincelado que pendía de su cinturón, y que, sin darse cuenta, sacaba algunas veces casi en­teramente de la vaina.

»Estaba celoso. Sentía que llevada de su naturaleza ligera y orgullo­sa, Teresa podía olvidarle. Y sin embargo la bella aldeana, tímida y casi espantada al principio, pronto se había repuesto. Ya hemos di­cho que Teresa era hermosa, pero aún no es esto todo: Teresa era co­queta con esa coquetería salvaje mucho más poderosa y atractiva que nuestra coquetería afectada. Unido esto a su gracia, a su candor, a su belleza, porque era bella y muy bella, le atrajo todos los obsequios de los caballeros de la cuadrilla, y si bien podemos asegurar que Teresa tenía envidia a la hija del conde, sin embargo, no nos atrevemos a decir que Carmela no estuviese celosa de ella.

»Una vez estuvo terminada la danza, su elegante compañero, no sin cesar los cumplidos y obsequios, la volvió a conducir al punto del que la había sacado a bailar y donde la esperaba Luigi.

» Dos o tres veces durante la contradanza, la joven le había dirigi­do una mirada, y cada vez le había visto pálido y con las facciones al­teradas.

» Una vez la hoja de su puñal, medio sacada de su vaina, había brilla­do a sus ojos con un resplandor siniestro, y he aquí por qué temblaba como el azogue cuando volvió a apoyar su brazo en el de su amante.

»Había obtenido tan grande éxito la cuadrilla, que se trató de re. petir la danza, y aunque Carmela se oponía, el conde de San Felice rogó con tanta ternura a su hija, que al fin consintió.

»Al punto uno de los caballeros se dirigió a Teresa, sin la cual era imposible que la contradanza se verificase, pero la joven había des­aparecido.

»En efecto, Luigi no se sintió con ánimos para sufrir una segunda prueba, y sea por persuasión o por fuerza, arrastró a Teresa hacia otro punto del jardín. Teresa cedió bien a pesar suyo, pero había visto la alterada fisonomía del joven, y comprendía por su silencio entrecorta­do, por sus estremecimientos nerviosos que pasaba en él algo raro.

Ella sentía también una agitación interior, y sin haber hecho, sin embargo, nada malo, comprendía que Luigi tenía derecho para que­jarse. ¿De qué...?, lo ignoraba, pero no por eso dejaba de conocer que sus quejas serían merecidas. No obstante, con gran asombro de Teresa, Luigi permaneció mudo y ni siquiera entreabrió sus labios para pronunciar una palabra durante el resto de la noche. Mas cuando el frío hizo salir de los jardines a los convidados, y cuando las puer­tas se hubieron cerrado para ellos, pues iba a comenzar una fiesta íntima, se llevó a Teresa, y al entrar en su casa le dijo:

»‑Teresa, ¿en qué pensabas cuando estabas bailando frente a la joven condesa de San Felice?

>r‑Pensaba ‑respondió la joven con toda la franqueza de su al­ma‑, que daría la mitad de mi vida por tener un traje como el de ella.

»‑¿Y qué lo decía lo pareja?

»‑Que sólo me bastaba pronunciar una palabra para tenerlo.

»‑Y no le faltaba razón ‑contestó Luigi con voz sorda‑. ¿De­seas, pues, ese traje tan ardientemente como dices?

»‑Sí.

»‑¡Pues bien!, lo tendrás.

»Levantó asombrada la joven la cabeza para preguntarle, pero su rostro estaba tan sombrío y tan terrible que la voz se le heló en sus labios. Por otra parte, al pronunciar estas palabras Luigi se había alejado. Teresa le siguió con la mirada en la oscuridad mientras pudo, y así que hubo desaparecido entró en su cuarto suspirando.

»Aquella misma noche tuvo lugar un desagradable acontecimiento: tal vez por la poca precaución de algún criado al apagar las luces, el fuego se había apoderado de la quinta de San Felice, justamente en los alrededores de la habitación de la hermosa Carmela.

»En medio de la noche despertóse ésta por el resplandor de las llamas, había saltado de su cama, se había envuelto en su bata, y había intentado huir por la puerta, pero el corredor por el cual debía pasar estaba ya invadido por las llamas. Luego entró en su cuarto pidiendo socorro, cuando de repente se abrió el balcón, situado a veinte pies de altura, un joven aldeano se arrojó en el aposento, cogió a la casi exánime joven entre sus brazos, y con una fuerza y agilidad extraordi­narias y sobrehumanas, la transportó fuera de la quinta depositándola sobre la hierba del prado, donde quedó desvanecida. Al recobrar el sentido, su padre se hallaba delante de ella, todos los criados la ro­deaban prodigándole socorros. Había sido devorada por el incendio un ala entera del palacio, pero ¡qué importaba si Carmela se había salvado! Buscaron por todas partes a su libertador, pero éste no apa­reció. Preguntaron a todos, pero nadie le había visto. Carmela estaba tan turbada que no le había reconocido. Además, como el conde era inmensamente rico, excepto el peligro que había corrido su hija, y que le pareció por la milagrosa manera con que se había salvado, más bien un nuevo favor de la Providencia que una desgracia real, la pérdida ocasionada por las llamas fue insignificante para él.

»Al día siguiente, a la hora de costumbre, encontráronse los dos jóvenes pastores en su sitio, cerca del bosque. Luigi era quien había llegado primero a la cita, y salió al encuentro de la joven con alboro­zo. Parecía haber olvidado por completo la escena de la víspera. Te­resa estaba visiblemente pensativa, pero al ver a Luigi tan alegre, afectó por su parte un gozo que no sentía, a pesar de ser propio de su carácter cuando alguna otra pasión no venía a turbarla. Luigi tomó del brazo a Teresa y la condujo hasta la entrada de la gruta. Allí se detuvo. Comprendió la joven que había algo de extraordinario en la conducta del joven y en su consecuencia le miró fijamente como que­riendo interrogarle con los ojos.

»‑Teresa ‑dijo Luigi‑, ayer por la noche me dijiste que darías la mitad de lo vida por tener un traje semejante al de la hija del conde.

»‑En efecto ‑dijo Teresa‑, pero estaba loca al desear tal cosa. »‑Y


Date: 2015-12-17; view: 680


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