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Capítulo octavo

Italia. Simbad El Marino

A comienzos del año 1838 hallábanse en Florencia dos jóvenes de la más alta sociedad de París; el vizconde Alberto de Morcef era el uno, y el barón Franz d'Epinay el otro. Ambos habían convenido que irían a pasar aquel año el carnaval en Roma, donde Franz, que hacía cuatro años que vivía en Italia, serviría a Alberto de cicerone.

Pero como no es tan fácil pasar el carnaval en Roma, sobre todo para el que no quería vivir en la Plaza del Popolo o en el Campo Vaccino, escribieron a maese Pastrini, dueño del Hotel de Londres, en la Plaza de España, que les guardase para entonces una habita­ción confortable.

Maese Pastrini les respondió que no tenía disponibles más que dos salas y un gabinete del secondo piano, que les ofrecía por el módico precio de un luis diario. Los jóvenes aceptaron y queriendo Alberto aprovechar el tiempo que le quedaba, partió para Nápoles, y Franz quedóse en Florencia.

Cuando hubo gozado largo tiempo de la vida que se hace en la corte de los Médicis, luego que se paseó a su sabor por ese edén que se llama los Casinos; cuando, finalmente, gozó de las magníficas tertu­lias de Florencia, diole el capricho de ir a ver la isla de Elba, ese gran puerto de amparo de Napoleón, puesto que ya había visto Córcega, cuna de Bonaparte.

Una tarde, pues, mandó desatar una barchetta de la argolla que la detenía en el puerto de Liorna, y acostándose en el fondo, embozado en su capa, dijo sencillamente a los marineros:

‑¡A la isla de Elba!

La barca salió del puerto como abandonan su nido las aves marinas, y a la mañana siguiente desembarcaba Franz en Porto‑Ferrajo.

Atravesó la isla imperial, después de haber seguido todas las hue­llas que a11í dejó el Gigante, y fue a embarcarse en la Marciana.

Dos horas más tarde desembarcó en la Pianosa, donde le asegura­ban que podría divertirse matando perdices coloradas, que abundan mucho.

La caza fue mala. Con mucho trabajo mató algunas perdices muy flacas y, como todo cazador que se ha fatigado en balde, tornó a su barca muy malhumorado.

‑¡Ah!, si vuestra excelencia quisiera, ¡qué gran cacería podría ha­cer! ‑le dijo el patrón.

‑¿Dónde?

‑¿Ve esa isla? ‑dijo el patrón, señalando con el dedo al medio­día, en cuya dirección se distinguía en medio del mar una masa cónica de hermoso color añil.

‑¿Y qué isla es ésa? ‑preguntó Franz.

‑La isla de Montecristo ‑respondió el liornés.

‑Pero no tengo permiso para cazar en ella.



‑Vuestra excelencia no lo necesita. La isla está desierta.

‑¡Diantre! ‑exclamó el joven‑. ¡Qué cosa tan curiosa es una isla desierta en medio del Mediterráneo!

‑Y cosa natural, excelencia. Esa isla es una masa de peñascos. Tal vez en toda ella no hay una fanega de tierra cultivable.

‑Y ¿a qué país pertenece esa isla?

‑A Toscana.

‑Y ¿qué podré cazar?

‑Millares de cabras salvajes?

‑¿Se alimentan de lamer las piedras? ‑dijo Franz con sonrisa de incredulidad.

‑No, sino paciendo musgo, y despuntando mirtos y lentiscos, que crecen en las hendiduras.

‑Pero ¿dónde paso la noche?

‑En las grutas de la isla, o a bordo, envuelto en vuestra capa. Además, si quiere vuestra excelencia, podremos volvernos así que ter­mine la cacería, pues muy bien sabe que navegamos tan bien de noche como de día, y que a falta de velas tenemos remos.

Como todavía le quedaba a Franz tiempo suficiente para juntarse con su compañero, y no tenía que ocuparse en buscar vivienda en Roma, aceptó la proposición, que iba a desquitarle de su primera ca­cería. Al oír su respuesta afirmativa, los marineros cambiaron entre sí algunas palabras en voz baja.

‑¿Qué ocurre ahora? ‑les preguntó‑. ¿Ha surgido alguna difi­cultad?

‑No, pero debemos advertir a vuestra excelencia que la isla está en estado de sitio.

‑¿Qué queréis decir?

‑Que como la isla de Montecristo no está habitada, sirve de es­cala muchas veces a los contrabandistas y a los piratas que vienen de Córcega, de Cerdeña o de Africa. Si a nuestra llegada a Lisboa llegara a saberse que hemos estado en Montecristo, nos veremos obligados a hacer una cuarentena de seis días.

‑¡Diablo!, ya varía la cuestión. ¡Seis días! justamente el tiempo que Dios necesitó para crear el mundo. El plazo es largo, hijos míos.

‑Pero ¿quién iría a decir que su excelencia ha estado en Monte­Cristo?

‑¡Oh! , no seré yo ‑exclamó Franz.

‑Ni menos nosotros ‑añadieron los marineros.

‑Pues a Montecristo.

El patrón empezó a maniobrar y poniendo proa a Montecristo, comenzó el barco a bogar.

Dejó Franz que la operación acabara, y cuando se entró en el nuevo camino, cuando henchidas las velas por la brisa volvieron los marine­ros a sus respectivos puestos, tres adelante y uno en el timón, renovó su plática.

‑Mi querido Gaetano ‑dijo al patrón‑, acabáis de decirme, se­gún creo, que la isla de Monte‑Crísto es un nido de piratas, que me parece caza muy distinta de la de cabras.

‑Es cierto, excelencia.

‑Yo no ignoraba que existen contrabandistas, pero creía que desde la toma de Argel y la destrucción de la Regencia no existían los pira­tas sino en las novelas de Cooper y del capitán Marryat.

‑Pues vuestra excelencia se engañaba. Existen piratas, como exis­ten bandidos, que aunque fueron exterminados por el Papa León XII, roban todos los días a los viajeros a las mismas puertas de Roma. ¿No ha oído decir su excelencia que apenas hace seis meses fue robado a quinientos pasos de Velletri, el encargado de Negocios de Francia cerca de la Santa Sede?

‑Desde luego que sí.

‑Pues bien; si, como nosotros, viviese en Liorna vuestra excelen­cia, de vez en cuando oiría contar que un barquichuelo cargado de mercancías o un lindo yate inglés que se esperaba en Bastía, Porto­Ferrajo o Civita‑Vecchia, no ha llegado, y que se ignora su paradero: debió de estrellarse contra alguna roca. Pues esa roca es una barquilla estrecha y chata, tripulada por seis o siete hombres, que lo sorpren­dieron y robaron en una noche oscura, en las inmediaciones de algún islote desierto, como los ladrones detienen y roban una silla de posta en la espesura de un bosque.

‑Pero ¿cómo las víctimas no se quejan? ‑repuso Franz, siem­pre tendido en su barca‑. ¿Cómo no atraen sobre esos piratas la ven­ganza del gobierno francés, del sardo o del toscano?

‑¿Por qué? ‑repuso Gaetano sonriéndose.

‑Sí, ¿por qué?

‑Porque, en primer lugar, transportan del yate o del navío a su barca cuanto hay que valga la pena, y luego atan a la tripulación de pies y manos, y al cuello de cada uno una bala de cañón, y hacen un agujero en la quilla del barco robado, y suben al puente, y cierran las escotillas y se pasan a su barca. A los diez minutos empieza a quejarse la embarcación y a gemir, y poco a poco se hunde uno de los costados primero, después el otro, luego vuelve a salir a flor y a hundirse, y más y más cada vez. De pronto suena un ruido semejante a un cañonazo: es el aire que rompe el puente. El barco se revuelve entonces como un hombre que se ahoga. Pronto el agua, demasiado comprimida en las cavidades, inunda todo el barco, saliendo por sus agujeros, como los torrentes de humor que arroja por sus poros un gigantesco ce­táceo.

»A fin lanza su último gemido, da sobre sí mismo la última vuelta, y se hunde, formando en el abismo un círculo inmenso, que gira y gira un instante, se calma poco a poco, y acaba por desvanecerse tan completamente que a los cinco minutos se precisaría el ojo de Dios para buscar en el fondo de las tranquilas aguas el buque aguje­reado.

‑¿Comprendéis ahora ‑añadió el patrón sonriendo‑, cómo el buque no vuelve al puerto y por qué los robados no se quejan?

Si Gaetano hubiera contado esto antes de proponer la expedición, es probable que Franz lo pensara con más madurez, pero ya que la habían emprendido parecióle cobardía el renunciar. Franz era uno de esos hombres que no corren al peligro, pero que sí se presenta la oca­sión, se enfrentan a él con imperturbable sangre fría. Era uno de esos hombres de voluntad inflexible, que no miran el peligro sino como en un duelo al adversario, calculando hasta sus movimientos, estudiando su fuerza, y que al primer golpe de vista se dan cuenta de todas las ventajas y matan de un solo golpe.

‑¡Bah! ‑respondió‑, he atravesado la Sicilia y la Calabria, he navegado por el Archipiélago dos meses, y ni la sombra he visto de un bandido o de un pirata.

‑Es que yo no se lo he dicho a su excelencia para hacerle renun­ciar a su proyecto ‑añadió Gaetano‑. Me preguntó y le respondí.

‑Sí, mi caro Gaetano, y vuestra conversación es de las más inte­resantes, por lo que quiero gozar de ella el mayor tiempo posible. A Montecristo.

Entretanto se iban acercando al término del viaje, y con un vien­tecillo fresco hacía el barco seis o siete millas por hora. La isla pare­cía que brotase del centro del mar a medida que la distancia se acor­taba, y a través de la clara atmósfera del crepúsculo se distinguía, como las balas amontonadas en un arsenal, aquella masa de rocas, en cuyos intersticios se veían las matas y los árboles surgir. En cuanto a los marineros, aunque estaban al parecer completamente tranquilos, era evidente que habían redoblado su vigilancia, y que sus mira­das escudriñaban aquel mar, terso como un espejo, poblado sólo de algunas barcas pescadoras que con sus velas blancas se deslizaban co­mo las gaviotas de ola en ola.

Once millas distaban de Montecristo cuando el sol empezó a ocul­tarse detrás de la de Córcega, cuyas montañas se vislumbraban a la derecha, dibujando en el cielo sus picos sombríos. Delante de la bar­ca, ocultándole el sol, que ya sólo doraba sus últimas rocas, se elevaba amenazador aquel gigante de piedra, parecido a Adamastor. Lenta­mente subieron las sombras desde el mar, ahuyentando aquel rayo de luz que iba ya a apagarse. Al fin subió aquella estela luminosa hasta la cima del cono, donde se detuvo un instante flameando como el pe­nacho de un volcán, hasta que la sombra invasora se apoderó gradual­mente de las alturas, reduciéndose la isla a una nube rojiza que iba por momentos ennegreciéndose. Una hora después se hizo completa­mente de noche.

En medio de la oscuridad profunda que los envolvía, Franz no de­jaba de experimentar alguna inquietud, pero por fortuna los marine­ros conocían muy bien hasta los puntos más ignotos del archipiélago toscano. La Córcega había desaparecido enteramente, y casi la isla de Montecristo, pero los marineros tenían, como los linces, la fa­cultad de ver en las tinieblas, y el piloto que iba al timón no señalaba ningún obstáculo.

Una hora habría transcurrido desde la puesta del sol, cuando Franz creyó percibir a un cuarto de milla a la derecha una sombra confusa, aunque era imposible el distinguirla bien, y temiendo que se le bur­lasen los marinos si tomaba por tierra firme algunas nubes flotantes, no dijo ni una palabra, pero de pronto apareció en la orilla un resplan­dor muy grande. La tierra parecía una nube, pero el fuego no era un meteoro.

‑¿Qué luz es aquélla? ‑inquirió.

‑¡Chist! ‑dijo el patrón‑. Es una lumbre.

‑Pero ¿no decíais que la isla estaba deshabitada?

‑Dije que no tiene población fija, pero dije también que es un nido de contrabandistas.

‑¿Y de piratas?

‑Y de piratas ‑añadió Gaetano repitiendo las palabras de Franz‑, Por eso di orden de que pasáramos más allá de la isla, y ya lo veis, la lumbre cae detrás de nosotros.

‑Pero ese fuego ‑prosiguió Franz‑ me parece más bien un mo­tivo de seguridad que de inquietud. No lo hubieran encendido gentes que temiesen ser descubiertas.

‑¡Oh!, eso nada quiere decir ‑repuso Gaetano‑. Si pudieseis reconocer en medio de la oscuridad la situación de la isla, veríais que es tal, que el fuego no se descubre desde la costa ni desde la Pianosa, sino desde alta mar solamente.

‑Conque, según eso, ¿teméis que sea de mal agüero?

‑Es preciso orientarse ‑repuso Gaetano fijando los ojos en aque­lla estrella terrestre.

‑¿Y cómo?

‑Vais a verlo.

A estas palabras habló Gaetano en voz baja a sus compañeros, y después de cinco minutos de discusión, ejecutaron en silencio una maniobra, con la cual viró el barco de bordo como por ensalmo. Vol­vieron entonces a tomar el camino que habían traído, y algunos se­gundos después desapareció el resplandor, sin duda a causa de las alteraciones topográficas. El piloto dio entonces nueva dirección al barquillo, que se acercó a la isla visiblemente, no distando más de cincuenta pasos. Amainó Gaetano y quedó el barco inmóvil. Esto se había ejecutado con el mayor silencio, y hasta sin pronun­ciar una palabra, sobre todo desde el cambio de dirección.

Gaetano, que había propuesto la expedición, tomó a su cargo la responsabilidad. Los cuatro marineros no le perdían de vista, puestos al remo y en disposición de usarlos con todas sus fuerzas, lo que no era difícil, gracias a la oscuridad. Con esa sangre fría que ya le conocemos, Franz aprestaba sus armas (que eran dos escopetas de dos cañones y una carabina), las cargaba y les ponía el seguro.

En este intervalo el patrón se había quitado su marsellés y su cami­sa, y asegurándose los pantalones en las caderas, sin quitarse los zapa­tos ni medias, que no los usaba, se puso un dedo sobre la boca, como dando a entender que guardasen profundo silencio, se deslizó al mar, nadando hacia la orilla con tanta precaución, que era imposible oír el menor ruido. Sólo con ayuda de la fosfórica estela que dejaba en el agua, se podía observar su camino. Esta estela pronto desapareció. Era evidente que el patrón había lle­gado a la orilla. Todos los del barco permanecieron inmóviles por espacio de media hora, al cabo de la cual vieron aparecer junto a la orilla la misma es­tela luminosa en dirección a ellos. Un instante después Gaetano estaba en la barca.

‑¿Y bien? ‑le preguntaron Franz y cuatro marineros al mismo tiempo.

‑Son ‑dijo‑ contrabandistas españoles, aunque hay también con ellos dos bandidos corsos.

‑¿Y qué hacen esos dos bandidos corsos con los contrabandistas españoles?

‑¡Toma, excelencia! ‑repuso Gaetano con aire de sublime cari­dad‑, es preciso ayudarse los unos a los otros. Los bandidos se ven perseguidos con bastante frecuencia en tierra por los gendarmes o los carabineros, y entonces encuentran una barca tripulada por buenos camaradas como nosotros, a quienes pedir hospitalidad, y de quienes recibirla en su mansión flotante. ¿Quién niega protección a un pobre hombre que se ve perseguido? Le recibimos a bordo, y para mayor seguridad nos metemos en alta mar. Esto no nos cuesta nada, y le salva la vida, o la libertad por lo menos, a uno de nuestros semejan­tes, que el día de mañana en pago del servicio que le hemos hecho, nos indica un buen sitio para desembarcar sin que nos molesten los cu­riosos.

‑¡Ah! ¡Ya! ¿De modo que vos mismo tenéis también algo de con­trabandista, mi querido Gaetano? ‑le dijo Franz.

‑¿Qué queréis, excelencia? ‑contestó con una sonrisa imposible de describir‑, bueno es saber algo de todo, porque lo primero es vivir.

‑Luego ¿conocéis a esa gente que ahora habita en Montecristo?

‑Así, así. Los marinos somos como los francmasones, que nos re­conocemos unos a otros por ciertas señales.

‑¿Y creéis que no ofrece peligro nuestro desembarco?

‑Ninguno. Los contrabandistas no son ladrones.

‑Pero esos bandidos corsos... ‑murmuró Franz calculando de antemano todas las posibilidades.

‑¡Vaya por Dios! ‑dijo Gaetano‑. Ellos no tienen la culpa de ser bandidos, sino la autoridad.

‑¿Qué decís?

‑Desde luego. Les persiguen por haber hecho una piel, y nada más. ¡Como si el vengarse no fuera en Córcega lo más natural del mundo!

‑¿Qué entendéis por haber hecho una piel? ¿Haber asesinado a un hombre? ‑‑‑dijo Franz prosiguiendo sus pesquisas.

‑Haber matado a un enemigo, que es muy diferente ‑respondió el patrón.

‑Pues bien ‑añadió el joven‑. Vamos a pedir hospitalidad a esos contrabandistas y a esos bandidos. ¿Creéis que nos la concederán?

‑De seguro.

‑¿Cuántos son?

‑Cuatro, excelencia, y con los dos bandidos, seis.

‑Justamente el mismo número nuestro; somos seis para seis, por si esos señores se nos pusieran foscos y tuviéramos que traerlos a ra­zones. Por última vez, vamos a Montecristo.

‑Corriente, excelencia, pero nos permitiréis tomar algunas otras precauciones.

‑Desde luego, amigo mío. Sed sabio como Néstor, y astuto como Ulises. Hago más que permitíroslo, os lo aconsejo.

‑Pues entonces, ¡silencio! ‑murmuró Gaetano.

Todos se callaron.

Para un hombre observador como Franz, todas las cosas tienen su verdadero punto de vista. Esta situación, sin ser peligrosa, no carecía de cierta gravedad. Hallábase en las tinieblas más profundas, en me­dio del mar, rodeado de marineros que no le conocían, que no tenían ningún motivo para tenerle afecto, que sabían que llevaba en el cinto algunos miles de francos, y que muchas veces habían examinado, si no con envidia, con curiosidad al menos sus armas, que eran muy hermosas.

Por otra parte, iba a arribar, sin más ayuda que aquellos hombres, a una isla que, a pesar de su nombre religioso, no le prometía al pare­cer otra hospitalidad que la del Calvario a Cristo, gracias a los ban­didos y a los contrabandistas. Después, la historia de aquellas barcas agujereadas en el fondo, que de día la creyó exagerada, parecióle ve­rosímil de noche. Fluctuando, pues, entre este doble peligro, quizás imaginario, no abandonaba su mano el fusil, ni sus ojos se apartaban de aquellos hombres.

Entretanto, los marineros habían izado otra vez sus velas y vuelto a emprender su marcha. En medio de las tinieblas, a las cuales estaba ya un tanto acostumbrado, distinguía Franz el gigante de granito que la barca costeaba, y pasando en fin el ángulo saliente de una peña, pudo ver la lumbre más encendida que nunca, y sentadas a su alre­dedor cinco o seis personas.

El resplandor del fuego iluminaba una distancia de cien pasos mar adentro, por lo menos. Costeó Gaetano la luz, procurando que su bar­co no saliese un punto de la sombra, y cuando logró situarse enfrente de la lumbre, lanzóse atrevidamente al círculo formado por el reflejo, entonando una canción de pescadores, y haciéndole el coro sus compañeros. Al oír el primer verso de la canción habíanse levantado los que se calentaban, aproximándose al desembarcadero con los ojos fijos en la barca, cuya fuerza a intenciones se esforzaban indudablemente en adivinar. Pronto demostraron que el examen les satisfacía, yendo a sentarse junto a la lumbre, en que asaban un cabrito entero, a excep­ción de uno, que se quedó de pie en la orilla. Cuando la barca hubo llegado a unos veinte pasos de la orilla, el que estaba de pie hizo maquinalmente con su carabina el ademán de un centinela ante la fuerza armada, y gritó en dialecto sardo:

‑¿Quién vive?

Franz preparó fríamente sus dos tiros.

Gaetano cruzó con aquel hombre algunas palabras, que el viajero no pudo comprender, pero que sin duda se referían a él.

‑¿Quiere vuestra excelencia dar su nombre o guardar el incógni­to? ‑le preguntó el patrón.

‑No quiero que mi nombre suene para nada ‑contestó Franz‑. Decidle que soy un francés que viaja por gusto.

Así que Gaetano hubo transmitido esta respuesta, dio una orden el centinela a uno de los hombres que estaban sentados a la lumbre, el cual se levantó acto seguido y desapareció entre las rocas.

Hubo un instante de silencio. Cada uno pensaba en sus propias co­sas. Franz en su desembarco, los marineros en sus velas, los contra­bandistas en su cabra, pero a pesar de este aparente descuido, se ob­servaban unos a otros.

De repente, el hombre que se había separado de la lumbre apa­reció, en opuesta dirección, haciendo con la cabeza una señal al cen­tinela, que volviéndose hacia el barco se contentó con pronunciar estas palabras:

S'accommodi.

El s'accommodi italiano es imposible de traducir, porque significa al mismo tiempo: venid, entrad, sed bienvenido, estáis en vuestra casa, todo es vuestro. Se parece a aquella frase turca de Molière que tanto admiraba el paleto caballero (le bourgeois gentilhomme) por el sinnúmero de cosas que significaba.

Los marineros no se lo hicieron repetir y a los cuatro golpes de remo tocó la barca en la orilla. Saltó Gaetano el primero, volviendo a ha­blar brevemente con el centinela en voz baja; saltaron los marineros unos tras otros, hasta que le tocó a Franz hacer lo mismo.

Llevaba éste al hombro uno de los fusiles, Gaetano el otro, y un marinero su carabina, pero como su traje era una mezcolanza del de los artistas y del de los dandys, no inspiró ninguna sospecha.

Tras amarrar el barco a la orilla dieron algunos pasos en busca de una especie de vivaque donde se colocaron, pero sin duda el punto adon­de se dirigían no era del gusto del que hizo el papel de centinela, por­que gritó a Gaetano:

‑Por ahí no.

Balbució una disculpa Gaetano, y sin insistir dirigióse a la parte opuesta, mientras dos marineros iban a encender en la hoguera an­torchas para alumbrar el camino.

Anduvieron como unos treinta pasos y se detuvieron en una pe­queña explanada de rocas, en que habían labrado como unos asientos, que querían parecer garitas, donde el centinela pudiera sentarse. En torno crecían en algunos trozos de tierra vegetal encinas enanas y mirtos de ramaje espeso. Por un montón de cenizas, que vio al bajar al suelo una antorcha, comprendió Franz que no era el primero que reconociese la excelencia de aquel sitio, y que debía de ser una de las guaridas habituales de los nómadas visitantes de la isla de Montecristo.

Ya había dejado de estar en alarma y en acecho. Desde que puso el pie en tierra, desde que se dio cuenta de las disposiciones, si no amis­tosas, indiferentes de sus huéspedes, desapareció toda su desconfian­za, cambiándose en apetito con el olor de la cabra que asaban en la cercana lumbre.

Dijo algunas palabras acerca de este nuevo incidente a Gaetano, que le respondió que nada era más sencillo que comer, para quien tra­jese como ellos en su barco, pan, vino, seis perdices, y un buen fuego para asarlas.

‑Además ‑añadió‑, si tanto incita a vuestra excelencia el olor de la cabra, puedo ofrecer a los vecinos dos de nuestras aves por un pedazo de su asado.

‑Sí, sí, Gaetano ‑contestó el joven‑. Haced, que parecéis en verdad nacido para tratar esta clase de negocios.

Entretanto los marineros habían arrancado un buen montón de musgo, y con mirtos y encina verde encendieron una buena lumbre.

Franz, impaciente, esperaba a su negociador, olfateando la cabra, cuando aquél apareció con aire pensativo.

‑Ea, ¿qué hay de nuevo? ‑le preguntó‑. ¿Rechazan nuestra oferta?

‑Al contrario ‑dijo Gaetano‑. Su jefe, a quien han dicho que sois un joven francés, os invita a cenar.

‑¡Caramba! ‑exclamó Franz‑. ¡Qué hombre tan civilizado debe de ser ese jefe! No tengo motivos para negarme, tanto más cuanto que le llevo mi parte de bucólica.

‑¡Oh!, no es eso: Tiene para cenar y aun algo más. Es que pone a vuestra entrada en su casa una condición muy singular.

‑¡En su casa! ¿Ha construido una casa aquí?

‑No; pero no deja por eso de tener, según se asegura, al menos, un albergue bastante cómodo.

‑¿Conocéis, pues, a ese jefe?

‑Por haber oído hablar de él.

‑¿Bien o mal?

‑De las dos maneras.

‑¡Diablo! ¿Y cuál es su condición?

‑Que os dejéis vendar los ojos, y que no os quitéis la venda hasta que él mismo os lo diga.

Franz sondeó cuanto le fue posible la mirada de Gaetano para co­nocer lo que ocultaba esta proposición.

‑¡Ah! ‑respondió el marinero adivinando su idea‑. ¡Bien sé yo que merece reflexionarse!

‑¿Qué haríais vos en mi lugar? ‑inquirió el joven.

‑Como nada tengo que perder, iría.

‑¿No rechazaríais el ofrecimiento?

‑No, aunque no fuera más que por curiosidad.

‑¿Hay algo curioso en casa de ese jefe?

‑Escuchad ‑dijo Gaetano bajando la voz‑. Yo no sé si es cierto lo que dicen...

Y se detuvo, mirando a su alrededor, por si lo escuchaban.

‑¿Qué dicen?

‑Dicen que ese jefe vive en una gruta que deja muy atrás al pala­cio Pitti.

‑¡Soñáis! ‑exclamó Franz volviendo a sentarse.

‑No es sueño ‑contestó el patrón‑, sino realidad. Cama, el pilo­to del San Fernando, entró un día, y salió maravillado, diciendo que sólo en los cuentos de las hadas hay tales tesoros.

Franz dijo:

‑¿Sabéis que con esas palabras me haríais descender a las cavernas de Alí‑Babá?

‑Digo lo que me dicen, excelencia.

‑¿De modo que me aconsejáis que acepte?

‑No digo tanto. Vuestra excelencia hará lo que sea de su gusto. Yo no quisiera aconsejarle en semejante ocasión.

Franz reflexionó un rato, y comprendiendo que si aquel hombre era tan rico no querría robarle a él, que sólo llevaba algunos miles de francos, y como, además, entre todo esto veía en perspectiva una cena excelente, se decidió. Gaetano fue a llevar su respuesta.

Como ya lo hemos dicho, Franz era, sin embargo, prudente, y quiso adquirir todas las noticias posibles de su extraño y maravilloso anfi­trión. Volvióse, pues, a un marinero que durante este diálogo se ocu­paba en desplumar las perdices con mucha gravedad, y le preguntó en qué habrían podido arribar a la isla los contrabandistas, puesto que ni barca, ni tartana, ni canoa se veía.

‑No os inquietéis por eso ‑dijo el marinero‑, porque conozco la embarcación que tripulan.

‑¿Es buena?

‑Una igual deseo a vuestra excelencia para dar la vuelta al mundo.

‑¿Es muy grande?

‑De unas cien toneladas, sobre poco más o menos. Es un barco de capricho, un yate, pero construido de manera que en todo tiempo anda por el mar.

‑¿Dónde lo han construido?

‑Lo ignoro, aunque lo tengo por genovés.

‑¿Y cómo un jefe de contrabandistas ‑prosiguió Franz‑ se atreve a construir en Génova un yate con destino a su comercio?

‑Yo no he dicho que él sea contrabandista ‑respondió el mari­nero.

‑No, pero me parece que Gaetano lo ha dicho.

‑Gaetano habrá visto de lejos la tripulación, pero no habló con ninguno.

‑Si ese hombre no es un jefe de contrabandistas, ¿qué es enton­ces?

‑Un señor muy rico que viaja por placer.

«Vamos ‑pensaba Franz‑, con ser las relaciones diferentes, se hace más y más misterioso el personaje.»

‑¿Cuál es su nombre?

‑Cuando se lo preguntan, responde que Simbad el Marino, pero yo dudo que ése sea su nombre verdadero.

‑¿Simbad el Marino?

‑Sí.

‑¿Y dónde habita ese señor?

‑En el mar.

‑¿De qué pueblo es?

‑No lo sé.

‑¿Le habéis visto?

‑Algunas veces.

‑¿Qué clase de hombre es?

‑Vuestra excelencia juzgará por sí mismo.

‑¿Y dónde va a recibirme?

‑Sin duda en ese palacio subterráneo de que Gaetano os habló.

‑Y al desembarcar en esta isla, encontrándola desierta, ¿no ha­béis tenido nunca la curiosidad de dar con ese palacio encantado?

‑Así es, excelencia ‑repuso el marino‑, y más de una vez, pero

siempre fueron inútiles nuestras tentativas. Hemos examinado la gruta de arriba abajo, sin encontrar la menor comunicación. ¡Si dicen que la puerta no se abre con llave, sino con una palabra mágica!

‑Vamos, esto es un cuento de las Mil y una noches ‑murmuró Franz.

‑Su excelencia os aguarda ‑dijo detrás de él una voz, que recono­ció por la del centinela.

Al recién llegado le acompañaban dos hombres pertenecientes a la tripulación del yate.

Por toda respuesta, sacó Franz su pañuelo, presentándoselo al que le había dirigido la palabra. Vendáronle los ojos sin decir nada, pero rnn una escrupulosidad que le daba a entender que no cometiese nin­guna indiscreción. Luego hiciéronle jurar que no trataría de desta­parse. Franz juró. Hecho esto le cogieron cada uno de ellos por un brazo, y echó a andar, conducido así y guiado por el centinela.

Después de unos treinta pasos, sintió, por el calor de la hoguera y el olor de la cabra, que pasaba por delante del vivaque. Hiciéronle después dar como cincuenta pasos, evidentemente de la parte por don­de prohibieron a Gaetano que anduviera, prohibición que ahora se explicaba. Por el cambio de la atmósfera comprendió pronto que en­traba en un subterráneo, y a los pocos segundos de marcha oyó un estallido y parecióle que cambiara otra vez la atmósfera, poniéndose perfumada y tibia. Cuando sus pies, por último, resbalaron sobre una muelle alfombra, sus guías le abandonaron. Hubo un intervalo de si­lencio, hasta que dijo una voz en buen francés, aunque con marcado acento extranjero:

‑Seáis, caballero, bien venido a esta casa. Ya podéis quitaros el pañuelo.

Franz no se hizo repetir dos veces la invitación. Se quitó su pañuelo y hallóse cara a cara con un hombre de unos treinta y ocho a cuarenta años, en traje tunecino, o para que se com­prenda mejor, con un casquete Colorado con borla de seda azul, una chaquetilla de paño negro bordada de oro, pantalones largos y anchos de color de sangre, calzas del mismo color, bordadas asimismo de oro, Y pantuflas amarillas. Llevaba en la cintura un magnífico chal de Cachemira, y sujeto en él un yatagán pequeño y corvo.

El rostro de este hombre era de notable hermosura aunque pálido hasta degenerar en lívido. Sus ojos vivos y penetrantes, su nariz recta y casi al nivel de la frente, como de tipo griego en toda su pureza; sus dientes, blancos como perlas, resaltaban entre su negro bigote. Sólo aquella palidez era extraña. Parecía un hombre encerrado mucho tiempo en un sepulcro, que no hubiese podido recobrar des­pués el color de los vivos. No era de alta estatura, pero sí bien formado, y con las manos y los pies muy pequeños, como los meridionales. Pero lo que admiró a Franz, que había tenido por sueño las exage­raciones de Gaetano, fue la suntuosidad de los muebles.

Las paredes estaban cubiertas de seda turca carmesí, salpicada de flores de oro. A un lado se veía una especie de diván coronado por un trofeo de armas arabescas con vainas de plata sobredorada incrus­tadas de pedrería. Pendía del techo una lámpara de cristal de Vene­cia, preciosísima por su forma y su color, y cubría el suelo un tapiz turco, tan blando, que hasta el tobillo se hundían los pies. Colgaban grandes cortinajes delante de la puerta por donde había entrado Franz, y de la otra que daba paso a una habitación magníficamente iluminada al parecer.

El jefe dejó un instante a Franz entregado a su sorpresa, examinán­dole con la misma atención con que él lo examinaba todo, y sin perder­le un punto de vista.

‑Caballero ‑le dijo al fin‑. Os pido mil veces que me dispen­séis las precauciones tomadas para introduciros aquí, pero como esta isla está casi desierta, conocido el secreto de esta morada, cualquier día me la encontraría sin duda como Dios fuere servido, lo que me agradaría en verdad muy poco, no por la pérdida de lo que vale, sino porque me quitaría la seguridad que ahora tengo de poder separarme del mundo cuando me da la gana. Procuraré haceros olvidar ahora esa nimia molestia, ofreciéndoos lo que no esperaríais encontrar aquí, esto es, una cena regular y una cama bastante buena.

‑A fe mía, querido anfitrión, que no necesitáis ofrecerme dis­culpas ‑repuso Franz‑. Siempre he visto que se vendaba los ojos a todos los que van a entrar en palacios encantados. Eso sucede a Raúl en Los Hugonotes, y en verdad que no debo de quejarme, pues lo que veo paréceme una continuación de las maravillas de las Mil y una noches.

‑¡Ay! Tengo que deciros como Lúculo: «A esperar yo vuestra vi­sita, hubiera hecho algunos preparativos.» En fin, tal como es mi cho­za, tal como es mi colación, las pongo a vuestra disposición. ¿Estamos ya servidos, A1í?

Casi en el mismo instante levantóse el cortinón de la puerta, apa­reciendo un negro nubio, tan negro como el ébano, vestido con una sencilla túnica blanca, el cual hizo a su amo una seña, que indi­caba que podía pasar al comedor.

‑Ahora ‑dijo el desconocido a Franz‑, no sé si seréis de mi opinión, pero me parece que nada hay más desagradable que estar dos o tres horas hablando sin saber los interlocutores sus nombres res­pectivos. Y cuenta que yo respeto demasiado las leyes de la hospitali­dad para que os pregunte vuestro nombre ni vuestro título. Os ruego únicamente que me digáis uno cualquiera, porque pueda dirigiros la palabra. Para proporcionaros a vos iguales ventajas, os diré de mí que acostumbran a llamarme Simbad el Marino.

‑Por mi parte debo deciros que como ya no me falta para estar en la misma situación de Aladino sino poseer la famosa lámpara mara­villosa, no encuentro dificultad alguna en que me llaméis Aladino in­terinamente. Me siento tentado a creer que he sido transportado al Oriente por algún genio benéfico, con lo que esta nueva ficción pro­longará mis quimeras.

‑Pues bien, señor Aladino ‑dijo el anfitrión‑, habéis oído que podíamos pasar a la mesa, ¿no es verdad? Entremos, pues, si os place. Vuestro humilde servidor pasa delante para enseñaros el camino.

Y, en efecto, a estas palabras, levantando la cortina, pasó Simbad delante del joven.

Estaba Franz cada vez más maravillado. El servicio de la mesa era espléndido. Seguro ya de este punto tan importante, dirigió sus mi­radas a otra parte. El comedor, menos suntuoso que el gabinete que acababa de abandonar, era todo de mármol con bajorrelieves antiguos de gran mérito y valor. A ambos extremos de esta habitación, que era oblonga, había dos magníficas estatuas con cestones en la cabeza, que contenían frutas magníficas: ananás de Sicilia, granadas de Má­laga, naranjas de las islas Baleares, albérchigos franceses y dátiles de Túnez.

En cuanto a su cena, se componía de un faisán asado con mirlos de Escocia, un jamón de jabalí a la gelatina, un pedazo de cabra a la tár­tara, un rodaballo magnífico y una langosta colosal. En los intermedios circulaban entremeses delicados. La vajilla era de plata y los portavasos de porcelana.

Franz se frotaba los ojos para cerciorarse de que no soñaba.

Solamente Alí era admitido a servir a su dueño, y como lo hacía perfectamente, recibió Simbad por ello muchas alabanzas de su con­vidado.

‑Sí ‑contestó aquél haciendo con delicadeza los honores de la cena‑, sí, es un pobre diablo que me quiere mucho y se afana por agradarme. Recuerda que le he salvado la vida, y como la apreciaba mucho, al parecer, me lo agradece bastante.

Se acercó A1í a su dueño, cogióle una mano y se la besó.

‑¿Pecaré de indiscreto, señor Simbad, preguntándoos cómo y cuándo hicisteis esa bella acción? ‑le dijo Franz.

‑¡Oh, Dios mío! Es una acción muy vulgar ‑respondió Simbad el Marino‑. Según parece, ese pillastre había rondado el serrallo del bey de Túnez más de cerca de lo que convenía a un moro de su color, porque el bey le sentenció a cortarle la lengua, la mano y la cabeza. La lengua el primer día, la mano el segundo y la cabeza el tercero. Yo había deseado siempre tener un mudo a mi servicio, por lo que esperé a que le hubiesen cortado la lengua para ir a proponer al bey que me lo diese, a cambio de una magnífica escopeta de dos cañones que me había parecido la víspera agradar a su alteza bastante. Aun con esto vaciló, tanto deseo tenía de acabar con ese pobre diablo, pero yo le di sobre la escopeta un cuchillo inglés de monte, con el cual había yo mellado el yatagán de su alteza, y esto al fin le determinó a perdonarle la mano y la cabeza, aunque a condición de que nunca volviera a Túnez. Tal exigencia era inútil. Por muy de lejos que el in­fiel distinga cuando navegamos las costas de África, se esconde en se­guida en la cala, y no hay medio de hacerle salir de allí hasta que no se haya perdido de vista la tercera parte del mundo.

Franz permaneció un momento sin hablar y preguntándose qué de­bería pensar de la frialdad horrible con que su anfitrión acababa de contarle aquella cruel historia.

Luego, cambiando de tema, dijo:

‑¿Y pasáis vuestra vida viajando como el honrado marino cuyo nombre lleváis?

‑Sí, es un voto que hice en cierta ocasión, cuando menos pensaba poderlo cumplir ‑dijo sonriendo el desconocido‑. Muchos tengo hechos como éste, que espero en Dios que se cumplan.

Aunque Simbad pronunció estas palabras con la mayor sangre fría, sus ojos despidieron un fulgor extraño de ferocidad.

‑¿Habéis sufrido mucho, caballero? ‑le dijo Franz.

Simbad se estremeció y le miró fijamente.

‑¿Por qué lo sospecháis? ‑le preguntó.

‑Por todo ‑contestó Franz. Por vuestra voz, por vuestras mira­das, por vuestra palidez, y hasta por esta clase de vida que lleváis.

‑¡Yo! ¡Yo llevo la vida más feliz que haya gozado un hombre! ¡Una vida de pachá! Soy el rey del mundo. Me agrada un sitio, per­manezco en él; me desagrada, lo abandono. Soy libre como los pájaros, y como ellos tengo alas. A una señal me obedecen todos los que me ro­dean. En ocasiones me entretengo en burlar a la policía de los hom­bres, quitándole un bandido que busca o un criminal que persigue. Además, tengo también mi justicia baja y alta, aunque sin papelotes

ni apelación, que absuelve o condena, y que nada tiene de común con ella. ¡Oh! ¡Si hubieseis probado mi vida, no gustaríais de otra alguna, y nunca volveríais al mundo, a no ser que tuvieseis que realizar algún proyecto gigantesco!

‑Una venganza, por ejemplo ‑dijo Franz.

El desconocido clavó en el joven una de esas miradas que penetran hasta lo más profundo del pensamiento y del corazón humano.

‑¿Y por qué ha de ser precisamente una venganza? ‑le pre­guntó.

‑Porque me parecéis un hombre de esos que, perseguidos por la sociedad, tienen que arreglar cuentas con ella‑repuso Franz.

‑Pues bien ‑repuso Simbad, sonriendo de aquella manera extra­ña que sólo dejaba entrever sus dientes blancos y afilados‑. Pues bien, no acertáis. Tal como me veis, soy un filántropo, sui géneris, y acaso un día iré a París a hacer sombra al señor Appert y al hombre de la capa azul.

‑¿Será la primera vez que hagáis ese viaje?

‑¡Oh, sí! Denota poca curiosidad en mí, ¿no es cierto? Pero os aseguro que no he tenido la culpa de tardar tanto, y que al fin el día menos pensado iré.

‑¿Y pensáis hacerlo pronto?

‑Todavía no lo sé. Depende de circunstancias y combinaciones muy inciertas.

‑Quisiera estar allí cuando vos vayáis, para pagaros en la manera que me fuese posible esta hospitalidad tan generosa que me dais en la isla de Montecristo.

‑Con mucho gusto aceptaría vuestra invitación ‑repuso Sim­bad‑, si no tuviera que guardar el incógnito en París.

La cena entretanto proseguía. Como si hubiera sido ex profeso para Franz, que hacía razonablemente los honores a ella, el marino ape­nas probaba los platos del espléndido festín. Al cabo Alí sirvió los postres, o dicho mejor, las cestas que tenían en sus manos las esta­tuas.

Entre dos de éstas puso una copa pequeña de plata sobredorada con tapa del mismo metal. El respeto con que Alí cogió esta copa chocó muchísimo a Franz, que levantando la tapa, halló que contenía una especie de pasta verde, parecida al dulce de angélica y que él no había visto jamás. Cuando volvió a tapar la copa, se hallaba tan ignorante de su con­tenido como al destaparla. Miró a su huésped y le vio sonreírse.

‑¿No podéis adivinar qué es lo que contiene ese vaso? ‑le pre­guntó éste.

‑Os lo confieso.

‑Pues bien, esa especie de dulce verde no es ni más ni menos que la ambrosia que Hebe servía a Júpiter.

‑Pero esa ambrosia, sin duda ‑repuso Franz‑, al pasar por la mano de los hombres, habrá perdido su nombre divino para tomar otro humano. ¿Cómo se llama, pues, en lengua vulgar este ingrediente, que a decir verdad no me inspira gran simpatía?

‑Ahí tenéis precisamente lo que revela nuestro origen material ‑exclamó el marino‑. ¡Cuántas veces pasamos del mismo modo jun­to a la felicidad, sin verla, sin mirarla, o sin reconocerla, si la vemos o la miramos! Si sois un hombre positivista, si vuestro Dios es el oro, probad esto, y se os abrirán las minas del Perú, de Guzarate y de Gol­conda. Si sois hombre inteligente, si sois poeta, probad esto, y desa­parecerán para vos los límites de lo posible, y se os abrirán los cam­pos de lo infinito, y en libertad absoluta de pensamiento y de alma, volaréis a vuestro antojo por las inconmensurables esferas de la fanta­sía. ¿Tenéis ambiciones, suspiráis por las vanidades de la tierra?, pro­bad esto, y dentro de una hora seréis rey, no de un reino miserable, olvidado en un rincón de Europa, como Francia, España a Inglaterra, sino rey del mundo, rey del universo, rey de la creación. Asentaréis vuestro trono en la montaña adonde llevó Satanás a Jesucristo, y sin que le rindáis tributo, sin que os humilléis hasta besarle la pezuña, seréis el soberano de todos los soberanos de la Tierra. ¿No es lo que os ofrezco tentador?, confesadlo; tanto más tentador, cuanto que no hay nada más fácil que hacer esto. Mirad.

Al acabar estas palabras descubrió a su vez la copa de plata que contenía la sustancia tan alabada, llenó de ella un cucharilla de café, la llevó a sus labios y la saboreó lentamente, con los ojos medio ce­rrados y la cabeza echada hacia atrás.

Franz le dejó todo el tiempo necesario para tragarlo, y le dijo al verle ya vuelto, por decirlo así, a la escena:

‑Pero ¿en qué consiste este manjar tan precioso?

‑¿Habéis oído hablar ‑le contestó el marino‑ del viejo de la Montaña, de aquel que quiso asesinar a Felipe Augusto?

‑Sí.

‑Pues habéis de saber que reinaba en un valle fertilísimo, que dominaba la montaña de donde había tomado su pintoresco nombre. Estaba aquel valle lleno de jardines, plantados por Hassen‑ben‑Sabad, con pabellones aislados, donde hacía entrar a sus elegidos para darles a masticar, según dice Marco Polo, cierta hierba que los transpor­taba al paraíso, entre plantas siempre en flor, frutas siempre madu­ras y mujeres siempre vírgenes.

»Pues bien, lo que aquellos jóvenes bienaventurados tomaban por realidad era un sueño, pero un sueño tan dulce, tan embriagador, tan voluptuoso, que se vendían en cuerpo y alma al que se lo proporcio­naba, y obedientes a sus órdenes como a las de Dios, iban a buscar hasta el fin del mundo la víctima indicada para herirla, expirando en medio de sus torturas sin proferir una queja, alentados por la espe­ranza de que su muerte no era sino una trasmigración a aquella vida de delicias que les daba a probar esta hierba santa, que acaban de ser­virme en vuestra presencia.

‑Entonces ‑exclamó Franz‑, es el hachís, sí, yo lo conozco, a lo menos de nombre.

‑Justamente; habéis acertado el nombre, señor Aladino, es el hachís, el hachís mejor y más puro que se hace en Alejandría, el hachís de Abougor, el grande, el único, el hombre a quien se debería edificar un palacio con esta inscripción:

«Al fabricante de la felicidad, el mundo agradecido.»

Tres meses pasaron, llenos para ella de aflicción. No recibía noticias de Dantés ni tampoco de Fernando. Nada tenía presente a sus ojos sino un anciano, que pronto iba a morir también de desesperación.

»A la caída de una tarde, que había pasado entera como de costum­bre, sentada en la unión de los dos caminos que van de Marsella a los Catalanes, Mercedes volvió a su casa más abatida que nunca. Ni su prometido ni su amigo regresaban por ninguno de los dos cami­nos, y ni de uno ni de otro sabía el paradero.

»Parecióle oír de pronto unos pasos muy conocidos, volvió con an­siedad la cabeza, y abriéndose la puerta vio aparecer a Fernando, con su uniforme de subteniente. No recobraba todo, pero sí una parte de su vida pasada, de lo que tanto sentía y lloraba perdido.

»Mercedes cogió las manos de Fernando con un impulso que éste tuvo por amor, no siendo sino de alegría, por verse ya en el mundo menos sola y con un amigo, tras tantas horas de solitaria tristeza. Además, preciso es decirlo, nunca había odiado a Fernando, no le había amado, es verdad, porque era otro el que ocupaba por entero su corazón. Este otro estaba ausente... había desaparecido... quizá muerto... Esta idea hacía prorrumpir a Mercedes en sollozos y retor­cerse los brazos; pero esta idea, rechazada cuando otro se la sugería, estaba de suyo siempre fija en su imaginación. Por su parte, el ancia­no Dantés tampoco hacía otra cosa que decide: «Nuestro Edmundo ha muerto, porque de lo contrario él volvería.»

»El anciano murió, como ya os he dicho. Sin esto quizá nunca se casara Mercedes con otro, porque habría sido un acusador de su infi­delidad. Todo esto lo comprendió Fernando, que regresó a Marsella al saber la muerte del padre de Dantés. Ya era teniente. Cuando su primer viaje, ni una palabra de amor había dicho a Mercedes, pero esta vez le recordó ya cuánto la amaba.

»Mercedes le rogó que la dejase llorar todavía seis meses y esperar a Edmundo.

‑El caso es ‑dijo el abate con sonrisa amarga‑, que en total hacía dieciocho meses... ¿Qué más puede exigir el amante más que­rido?

Y luego murmuró estas palabras del poeta inglés: Fragilty, thy name is woman (¡Fragilidad, tienes nombre de mujer! ).

‑Seis meses después ‑prosiguió el posadero‑ se efectuó la boda en la iglesia de Accoules.

‑En la misma iglesia donde había de casarse con Edmundo ‑mur­muró el sacerdote.

‑Casose, pues, Mercedes ‑prosiguió Caderousse‑, pero aunque tranquila en apariencia, al pasar por delante de la Reserva le faltó poco para desmayarse. Dieciocho meses antes se había celebrado allí su comida de boda con aquel a quien, si hubiera consultado a su pro­pio corazón, habría conocido que aún amaba.

»Más dichoso Fernando, pero no más tranquilo, que yo le vi en aquella época, sobresaltado a todas horas, con pensar en la vuelta de Edmundo. Determinó irse con su mujer a otro lugar, pues eran los Catalanes lugar de muchos peligros y recuerdos. Y por esto se mar­charon a los ocho días de la boda.

‑¿Habéis vuelto a ver a Mercedes? ‑le preguntó el abate.

‑Sí, en Perpiñán, donde la había dejado Fernando para ir a la gue­rra de España. A la sazón se ocupaba de la educación de su hijo.

El abate se estremeció.

‑¿De su hijo?

‑¿Sabéis ‑dijo Franz‑, que me dan ganas de juzgar por mí mis­mo de la verdad o exageración de vuestras palabras?

‑Juzgad por vos mismo, mi querido huésped, juzgad; pero no por la primera impresión que os produzca. Es conveniente acostum­brar los sentidos a una nueva; como acontece en todas las impresio­nes, dulce o violenta, triste o alegre, existe una lucha entre esta di­vina sustancia y la naturaleza, que no está organizada para el placer, y que se aferra mucho al dolor. Es necesario que la naturaleza venci­da muera sobre el campo de batalla, es preciso que la realidad suceda al sueño, y entonces es el sueño el que domina absolutamente, y la vida se hace sueño y el sueño se hace vida. ¡Pero qué diferencia en tal transformación! Es decir, que comparando los dolores de la exis­tencia real con los placeres de la existencia ficticia, no querréis vivir nunca, porque querréis estar soñando siempre. Cuando abandonéis vuestro mundo por el mundo de los demás, os parecerá que pasáis de una primavera de Nápoles a un invierno de la Laponia, se os anto­jará que dejáis el paraíso por la tierra, y el cielo por el infierno. Probad el hachís, mi querido huésped, probadlo.

Franz cogió por toda respuesta una cucharada de aquella pasta ma­ravillosa, igual a la que había tomado su anfitrión, y se la llevó a los labios.

‑¡Diablo! ‑exclamó cuando se la hubo tragado‑, no sé si la con­secuencia será tan agradable como decís, pero lo que es como manjar, no me parece tan suculento como a vos.

‑Porque vuestro paladar no está acostumbrado a lo sublime de esa sustancia. Decidme, ¿os gustaron en seguida las ostras, el té, las trufas, y todo lo que después habéis apreciado en tal manera? ¿Comprendéis acaso a los romanos, que sazonaban los faisanes con asafétida, y a los chinos, que comen nidos de golondrinas? No por cierto, no. Pues bien, lo propio sucede con el hachís. Tomadlo tan sólo por espacio de ocho días seguidos, y ningún manjar del mundo os parecerá que reúne la delicadeza de éste, hoy soso y nauseabundo para vos. Pasemos ahora a la habitación de al lado, es decir, a la vues­tra, que va A1í a servirnos el café y a darnos pipas.

Los dos se levantaron y mientras el que a sí mismo se había dado el nombre de Simbad y que nosotros hemos mencionado de tiempo en tiempo, porque se le pudiera llamar de cualquier modo; mientras Simbad, decimos, daba algunas órdenes a su criado, Franz entró en la pieza inmediata.

Estaba amueblada con sencillez en comparación a la otra, aunque no menos rica, y la forma de ella era redonda. Un diván prolongado se extendía a su alrededor, pero diván, techo, paredes y suelo estaban cubiertos de magníficas pieles, blandas como los más blandos tapices; eran de leones del Atlas, con sus majestuosas crines; de tigres de Ben­gala, con rayas deslumbradoras, de panteras del Cabo, tachonadas de oro, como la que se aparecía al Dante, y pieles, finalmente, de osos de la Siberia, y zorras de Noruega, arrojadas todas con profusión unas sobre otras, de manera que parecía que se anduviese sobre la alfombra más espesa, o se reposase en el más blando de los lechos.

Ambos se recostaron sobre el diván. Había a mano pipas con bo­quilla de ámbar y tubos de jazmín, y preparadas para que no hubiese necesidad de fumar dos veces en una misma. Tomaron una de ellas cada uno y Alí las encendió, saliendo luego a buscar el café.

Guardaron silencio, unos instantes, que Simbad pasó entregado a los pensamientos que al parecer le dominaban sin tregua, aun en me­dio de la conversación, y Franz, abandonado a esa especie de fascinación vertiginosa que acomete siempre al que fuma excelente tabaco. No parece sino que el humo del tabaco bueno tenga la propiedad de quitarnos todas las penas, dándonos ilusiones en cambio.

Alí sirvió el café.

‑¿Cómo lo tomáis? ‑preguntó a Franz el desconocido‑, ¿a la francesa o a la turca? ¿Cargado o claro? ¿Con azúcar o sin él? ¿Pasa­do o hirviendo? Podéis elegir, pues lo hay de todas las maneras.

‑Lo tomaré a la turca ‑respondió Franz.

‑Hacéis bien. Eso prueba que tenéis buenas disposiciones para la vida oriental. ¡Ah!, convendréis conmigo en que los orientales son los únicos hombres que saben vivir. Por lo que a mí respecta ‑aña­dió Simbad con una de aquellas singulares sonrisas que no se escapaban a la observación del joven‑, tan pronto como despache mis negocios de París iré a morir al Oriente, y si entonces queréis encon­trarme, os será preciso irme a buscar al Cairo, a Bagdad o a Ispaham.

‑A fe mía que será la cosa más fácil ‑dijo Franz‑, pues paré­ceme que tengo alas de águila, capaces de dar la vuelta al mundo en veinticuatro horas.

‑¡Vaya, vaya! ¡Ya empieza a actuar el hachís; abrid pues, esas alas, y volad a las regiones de la fantasía. Nada os arredre, que hay quien vela por vos, y si vuestras alas se derriten al sol como las de Ícaro, aquí estoy yo para recibiros.

Tras esto dijo a Alí algunas palabras árabes. El negro hizo un ges­to de obediencia y se retiró, aunque sin alejarse.

En cuanto a Franz, sufría una rara transformación. Todas sus fati­gas físicas, toda la exaltación originada en su cerebro por los sucesos de aquel día, iban desapareciendo, como en esos primeros instantes del sueño en que se vive todavía. A1 parecer, su cuerpo cobraba una ligereza inmaterial y su razón se despejaba de una manera maravillo­sa y parecían duplicarse las facultades de sus sentidos. Su horizonte íbase ensanchando más y más, pero no ese horizonte sombrío y lleno de terrores en que se arrastraba antes de su sueño, sino un horizonte azul, transparente y vasto, con todo lo que el mar tiene de tintas má­gicas, con todo lo que el sol tiene de luz, y todo lo que la brisa tiene de perfumes. Después, entre los cantos de los marineros, cantos puros y claros, que a poder escribirlos compusieran una armonía divina, veía aparecer la isla de Montecristo, no como un escollo terrible en­tre las olas, sino como un oasis perdido en medio del desierto, y a me­dida que la barca se acercaba, hacíase el canto más numeroso, por­que también la isla exhalaba a Dios una armonía misteriosa, ni más ni menos que si alguna hada, como Lorely, o algún encantador como Anfión, quisiera atraer hacia aquella parte un alma o edificar una ciudad.

A1 fin la barca tocó a la orilla, aunque sin violencia, sin sacudidas, como toca un labio a otro labio, y penetró en la gruta sin que dejase de sonar aquella música encantadora. Descendió, o mejor dicho, pa­recióle que descendía algunos escalones, respirando un aire embal­samado y fresco, como el que debía de soplar en torno a la gruta de Circe, aire lleno de esos perfumes que embriagan la fantasía, de ardo­res que encienden los sentidos, y vio nuevamente todo cuanto había visto antes de su sueño, desde Simbad, el fantástico marino, hasta Alí, el criado mudo. Luego todo parecía que se confundiese y se borrase a su vista, como las últimas sombras de una linterna mágica que se apaga, hallándose de nuevo en la habitación de las


Date: 2015-12-17; view: 675


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