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Capítulo tercero

La posada del puente del Gard

El que como yo haya recorrido a pie el Mediodía de Francia, habrá visto seguramente entre Bellegarde y Beaucaire, a la mitad del cami­no que separa las dos poblaciones, aunque un tanto más cercana a Beaucaire que a Bellegarde, una sencilla posada que tiene como por rótulo sobre la puerta, en una plancha de hierro tan delgada que el menor vientecillo la zarandea, una grotesca vista del puente del Gard. Esta posada se encuentra al lado izquierdo del camino, volviendo la espalda al río. Decórala eso que se llama huerto en el Languedoc, pero que consiste en lo siguiente: La fachada posterior cae a un cercado donde vegetan algunos olivos raquíticos y algunas higueras de hojas blanquecinas, a causa del polvo que las cubre. Aquí y allá crecen pimientos, tomates y ajos, y en uno de sus rincones, por último, como olvidado centinela, un gran pino de los llamados quitasoles, eleva melancólicamente su tronco flexible, mientras su copa, abierta como un abanico, se tuesta a un sol de treinta grados.

Estos árboles, así los grandes como los pequeños, se inclinan todos naturalmente en la dirección que lleva el mistral cuando sopla. El mistral es una de las tres plagas de la Provenza; las otras dos, como sabe todo el mundo, o como todo el mundo ignora, eran Duranzo y el parlamento.

Esparcidas en la cercana llanura, que parece un lago inconmensura­ble de polvo, vegetan algunas matas de trigo, sembradas por los horti­cultores del país, sin duda por curiosidad, pues sólo sirven de asilo a las cigarras, que aturden con su canto agudo y monótono a los via­jeros extraviados en aquella Tebaida.

Hacía seis o siete años que este mesón pertenecía a un hombre y una mujer que tenían por criada a una muchacha llamada Antoñita, y un mozo llamado Picaud, pareja que por lo demás basta para cubrir el servicio que pudiera necesitarse, desde que un canal abierto desde Beaucaire a Aiguesmortes sustituyó victoriosamente las barcas por los carros, y las sillas de postas por las diligencias.

Este canal, como para hacer más deplorable aún la suerte del posa­dero, pasaba entre el Ródano, que le alimenta, y el camino, a cien pasos de la posada de que acabamos de dar una breve pero exacta descrip­ción. Tampoco olvidaremos un perro, antiguo guardián de noche, y que ladraba ahora a todos los transeúntes, tanto de día como durante las tinieblas, porque ya había perdido la costumbre de ver viajeros.

El posadero era un hombre de cuarenta y dos años, alto, seco y nervioso, verdadero tipo meridional, con sus ojos hundidos y brillan­tes, su nariz en forma de pico de ave de rapiña, y sus dientes blancos como los de un animal carnicero; sus cabellos, que parecían no querer encanecer a pesar de los años, eran como su barba, espesos, crespos y sembrados apenas de algunos pelos grises; su tez, naturalmente tosta­da, se había cubierto aún de una nueva capa morena, debido a la costumbre que tenía el pobre diablo de mantenerse desde la mañana hasta por la noche en el cancel de la puerta, para ver si pasaba alguno, ya fuese a pie ya en coche, pero casi siempre esperaba en vano. Du­rante este tiempo, y para sustraerse a los ardores del sol, no usaba de otro objeto preservador que un pañuelo encarnado atado a la cabeza a la manera de los carreteros españoles.



Este hombre es nuestro antiguo conocido Gaspar Caderousse. Su mujer, que se llamaba Magdalena Radelle, era pálida, delgada y enfer­miza. Nacida en los alrededores de Arlés, conservando las señales primitivas de la belleza tradicional de sus compatriotas, había visto destruirse lentamente su rostro en el acceso casi continuo de una de esas fiebres sordas tan comunes en las poblaciones vecinas a los estan­ques de Aiguesmortes y a los pantanos de la Camargue. Siempre estaba sentada y tiritando en su cuarto, situado en el primer piso, ya tendida en un sillón o apoyada contra su cama, mientras su marido se ponía a la puerta a continuar su perpetua centinela, lo que prolongaba con tanta mejor gana, cuanto que cada vez que se encontraba con su áspera mirada, ésta le perseguía con sus quejas eternas contra la suer­te, quejas a las cuales su marido respondía, como de costumbre, con estas palabras filosóficas:

‑Cállate, Carconte. ¡Dios quiere que sea así!

Este sobrenombre provenía de que Magdalena Radelle había nacido en el pueblo de la Carconte, situado entre Salon y Lambese.

Así, pues, siguiendo la costumbre del país que es la de llamar siem­pre a la gente con un apodo en lugar de llamarla por su nombre, su marido había sustituido con éste al de Magdalena, demasiado dulce tal vez para su rudo lenguaje.

No obstante, a pesar de esta fingida resignación a los decretos de la Providencia, no se crea que nuestro posadero dejara de sentir pro­fundamente el estado de pobreza a que le había reducido el miserable canal de Beaucaire, y que fuese invulnerable a las incesantes quejas con que le acosaba su mujer continuamente.

Era, como todos los habitantes del Mediodía, un hombre sobrio y sin grandes necesidades, pero se pagaba mucho de las aparien­cias.

Así, pues, en sus tiempos prósperos, no dejaba pasar una feria ni una procesión de la Tarasca, sin presentarse en ella con la Carconte, el uno con ese traje pintoresco de los hombres del Mediodía, y que participa a la vez del gusto catalán y del andaluz; la otra con ese ves­tido encantador de las mujeres de Arlés que recuerda los de las de Grecia y de Arabia.

Pero poco a poco, cadenas de reloj, collares, cinturones de mil colo­res, corpiños bordados, chaquetas de terciopelo, medias de seda, boti­nes bordados, zapatos con hebillas de plata, todo había desaparecido, y Gaspar Caderousse, no pudiendo ya mostrarse a la altura de su pa­sado esplendor, renunció por él y por su mujer a todas esas pompas mundanas, cuya alegre algazara llegaba a desgarrarle el corazón, hasta en su pobre vivienda, que conservaba aún, más bien como un asilo que como lugar de negocio.

Caderousse había permanecido, como tenía por costumbre, parte de la mañana delante de la puerta, paseando su mirada melancólica desde una lechuga que picoteaban algunas gallinas, hasta los dos ex­tremos del camino desierto, que por un lado miraba al Norte y por el otro al Mediodía, cuando de repente la chillona voz de su mujer le obligó a abandonar su puesto. Entró gruñendo y subió al primer piso, dejando la puerta abierta de par en par, como para invitar a los viajeros a que no se olvidasen de entrar si su mala estrella les hacía pasar por allí. En aquellos momentos, el camino de que ya hemos hablado conti­nuaba tan desierto y tan solitario como siempre, extendiéndose entre dos filas de árboles secos, y fácil es comprender que ningún viajero, dueño de escoger otra hora del día, iría a aventurarse en aquel horri­ble Sáhara.

Sin embargo, a pesar de todas las probabilidades, si Caderousse se hubiese quedado en su puesto, hubiera podido ver, por el lado de Bellegarde, a un caballero y un caballo, marchando con ese continente sosegado y amistoso, que indicaba las buenas relaciones que mediaban entre el hombre y el animal. Este era, al parecer, muy manso; el caba­llero era un sacerdote vestido de negro y con un sombrero de tres picos. A pesar del excesivo calor del sol, marchaba el animal a trote bastante largo.

Al llegar a la puerta, el grupo se detuvo, pero difícil hubiera sido decir si fue el caballo el que detuvo al jinete, o el jinete el que detuvo al caballo. En fin, el caballero se apeó, y tirando por la brida del ani­mal, lo amarró a una argolla que había al lado de la puerta. Adelantóse en seguida hacia ésta, limpiándose el sudor que inundaba su frente con un pañuelo de algodón encarnado y dio tres golpes en una de las hojas de la puerta con el puño de hierro del bastón que llevaba en la mano.

El enorme perro negro se levantó al punto y dio algunos pasos ladrando y enseñando sus dientes blancos y agudos, doble demostra­ción hostil, prueba de lo poco hecho que estaba a la sociedad. Entonces se oyeron unos pasos recios, bajo los cuales se estremeció la escalera de madera; era el posadero que bajaba dando traspiés, para darse más prisa a satisfacer la curiosidad de saber quién sería el que llamaba.

‑¡Allá va! ‑decía Caderousse, asombrado‑. ¡Allá va! ¿Quieres callarte, Margotín? No temáis nada, caballero; ladra, pero no muer­de. Sin duda querréis vino, porque hace un calor inaguantable. ¡Ah! Perdonad ‑interrumpió Caderousse, al ver qué especie de viajero era el que recibía en su casa‑. ¿Qué deseáis? ¿Qué queréis, señor abate? Estoy a vuestras órdenes.

El eclesiástico miró a aquel hombre dos o tres segundos con aten­ción extraña, y aun pareció procurar atraer la del posadero sobre sí; después, viendo que las facciones de éste no expresaban ningún otro sentimiento que la sorpresa de no recibir una respuesta, juzgó que ya era tiempo de que aquélla cesase y dijo con un acento italiano muy pro­nunciado:

‑¿No sois vos el señor Caderousse?

‑Sí, caballero ‑dijo el posadero casi más asombrado de la pre­gunta que lo había estado en el silencio‑. Yo soy, en efecto, Gaspar Caderousse, para serviros.

‑¿Gaspar Caderousse? Sí, creo que ésos son el nombre y el apelli­do. ¿Vivíais en otro tiempo en la alameda de Meillán, en un cuarto piso?

‑Precisamente.

‑¿Y ejercíais el oficio de sastre?

‑Sí, pero no prosperaba, y además ‑añadió para justificarse‑, como hace tanto calor en ese demonio de Marsella, creo que acaba­rán por no vestirse. Pero, a propósito de calor, ¿no queréis refrescar, señor abate?

‑Sí. Dadme una botella de vuestro mejor vino y seguiremos ha­blando.

‑Como queráis, señor abate ‑dijo Caderousse.

Y para no perder la ocasión de despachar una de las últimas bote­llas de vino de Cahors que le quedaban, Caderousse se apresuró a levantar una trampa practicada en el pavimento de esta especie de cuarto bajo, que hacía las veces de cocina y de sala. Cuando volvió a aparecer al cabo de cinco minutos, encontró al abate sentado sobre un banquillo, con el codo apoyado sobre una mesa larga, mientras que Margotín, que parecía haber hecho las pares con él, al oír que contra la costumbre este viajero iba a tomar algo, apoyaba su hocico sobre el muslo de aquél, y le dirigía una lánguida mirada.

‑¿Estáis loco? ‑preguntó el abate a su posadero, mientras éste ponía delante de él la botella y un vaso.

‑¡Ah! Dios mío, sí, solo, o poco menos, señor abate, porque tengo una mujer que no me puede ayudar en nada, a causa de hallarse siem­pre enferma: ¡pobre Carconte!

‑¡Ah! ¡Estáis casado! ‑dijo el sacerdote con cierto interés y echando a su alrededor una mirada que parecía expresar la lástima que le inspiraba la pobreza de aquella habitación.

‑Adivináis que no soy rico, ¿no es verdad, señor abate? ‑dijo Caderousse sonriendo‑. Pero ¿qué queréis? No basta ser hombre honrado, para prosperar en este mundo.

El abate clavó en él una mirada penetrante:

‑Sí, señor: honrado, puedo vanagloriarme de ello, caballero ‑dijo el posadero, arrostrando la mirada del abate, poniendo una mano sobre el corazón y mirándole de pies a cabeza‑, y en estos tiempos, no todos pueden decir otro tanto.

‑Tanto mejor, si de lo que os jactáis es cierto‑añadió el abate‑ porque tarde o temprano, yo estoy firmemente convencido de que el hombre de bien será recompensado, y el malo, castigado.

‑Vos debéis decir eso, señor abate; vos debéis decir eso ‑repli­có Caderousse con una expresión amarga‑, pero uno es dueño de creer o no creer lo que decís.

‑Hacéis mal en hablar así ‑repuso el abate‑, porque acaso muy en breve voy a ser yo mismo una prueba de lo que pronostico.

‑¿Qué queréis decir? ‑preguntó Caderousse asombrado.

‑Quiero decir que es necesario que me asegure de si sois vos el que yo busco. .

‑¿Qué prueba queréis que os dé?

‑¿Habéis conocido en 1814 o en 1815 a un marino que se llamaba Dantés?

‑¡Que si lo he conocido! ¡Que si he conocido a ese pobre Edmun­do! Vaya, ya lo creo, como que era uno de mis mejores amigos ‑ex­clamó Caderousse, cuyo rostro se cubrió de una tinta purpúrea, mien­tras que la mirada fija y tranquila del abate parecía dilatarse para cu­brir enteramente a aquel a quien interrogaba.

‑Sí, me parece que, en efecto, ése era su nombre.

‑¡Que si se llamaba Edmundo! Bien lo creo, tan cierto como yo me llamo Gaspar Caderousse. ¿Y qué ha sido de ese pobre Edmun­do? ‑continuó el posadero‑. ¿Lo habéis conocido? ¿Vive aún? ¿Está libre? ¿Es dichoso?

‑Ha muerto más desesperado y más miserable que los presidiarios que arrastran su cadena en el presidio de Tolón ‑respondió el abate.

Una mortal palidez sucedió en el rostro de Caderousse, al vivo en­carnado que se había apoderado antes de él; volvióse, y el abate vio que enjugaba una lágrima con su pañuelo.

‑¡Pobrecillo! ‑murmuró Caderousse‑. ¡Y bien! Ahí tenéis una prueba de lo que yo os decía antes, señor abate, que Dios sólo es bueno para los malos. ¡Ah! ‑continuó Caderousse con ese lenguaje particular a los naturales del Mediodía‑, este mundo va de mal en peor. Llueva pólvora dos días y fuego una hora, y acabemos de una vez.

‑A1 parecer amabais a ese muchacho de corazón, ¿no es verdad? ‑preguntó el abate.

‑Sí, mucho ‑dijo Caderousse‑, aunque tenga que echarme en cara el haberle envidiado por un momento su dicha. Pero, después, os lo juro a fe de Caderousse, compadezco su deplorable suerte.

Hubo una pausa, durante la cual la mirada fija del abate no cesó un instante de interrogar la fisonomía movible del posadero.

‑¿Y vos le habéis conocido? ‑continuó Caderousse.

‑He sido llamado a su lecho de muerte para procurarle los soco­rros de la religión ‑respondió el abate.

‑¿Y de qué ha muerto? ‑preguntó Caderousse con una angustia mortal.

‑¿De qué se muere en la prisión, cuando se muere a los treinta años, sino de la prisión misma?

Caderousse se enjugó el sudor que corría por su frente.

‑Lo que más me sorprende en todo esto es que Dantés, en sus últimos momentos, me juró por el Santo Cristo, cuyos pies besaba, que no sabía la verdadera causa de su cautiverio.

‑Es verdad, es verdad ‑murmuró Caderousse‑, no podía sa­berla, no, señor abate, el pobre muchacho no mentía.

‑Por consiguiente me encargó que descubriese la causa de su desgracia, que él no pudo descubrir, y vindicara su buen nombre, por si acaso había sido mancillado.

Y la mirada del abate, cada vez más fija y más penetrante, devoró la expresión casi sombría que se había pintado en el rostro de Cade­rousse.

‑Un rico inglés ‑continuó el abate‑, compañero suyo de infor­tunio, y que salió de la cárcel al verificarse la segunda restauración, poseía un diamante de un valor inmenso, y habiéndole cuidado Dan­tés como un hermano, en una enfermedad que tuvo, quiso darle una prueba de reconocimiento y le dejó el diamante. En lugar de servirse de él para seducir a los carceleros que, por otra parte, podían tomarlo y después hacerle traición, Edmundo lo conservó siempre preciosa­mente para el caso de que saliese en libertad, porque si llegaba a salir, su fortuna estaba asegurada con sólo la venta de aquel diamante.

‑¿Y, era como decía ‑preguntó Caderousse con los ojos inflama­dos por la codicia‑, un diamante muy valioso?

‑Todo es relativo ‑replicó el abate‑. Lo era para Edmundo: estaba tasado en cincuenta mil francos.

‑¡Cincuenta mil francos! ‑dijo Caderousse‑. ¡Entonces sería tan grueso como una nuez!

‑No, pero poco le faltaba ‑dijo el abate‑. Pero vos mismo vais a juzgarlo porque lo tengo conmigo.

Caderousse pareció buscar bajo los vestidos del abate el depósito de que hablaba. Éste sacó de su bolsillo una cajita de tafilete negro, la abrió a hizo brillar a los ojos atónitos de Caderousse la deslumbrante maravilla, montada en una sortija de un trabajo admirable.

‑¿Y esto vale cincuenta mil francos? ‑preguntó Caderousse.

‑Sin el engaste, que vale otro tanto ‑dijo el abate.

Y cerró la cajita y volvió a colocar en su bolsillo el diamante que, no obstante, continuaba brillando en el pensamiento de Caderousse.

‑Pero ¿cómo es que poseéis ese diamante, señor abate? ‑pregun­tó Caderousse‑. ¿Os ha hecho Edmundo heredero suyo?

‑No, pero sí su ejecutor testamentario: Yo tenía tres buenos ami­gos y una muchacha con quien estaba para casarme ‑me dijo‑, los cuatro, estoy seguro, sintieron mi suerte amargamente; ttno de estos cuatro amigos se llama Caderousse.

Este se estremeció.

‑El otro ‑continuó el abate, haciendo como que no advertía la emoción de Caderousse‑, el otro se llamaba Danglars; el tercero ‑añadió‑, porque mi rival me amaba también...

Una diabólica sonrisa brilló en el rostro de Caderousse, que hizo un movimiento para interrumpir al abate.

‑Esperad ‑dijo éste‑. Dejadme acabar, y si tenéis alguna obser­vaci6n que hacerme, pronto os escucharé. El otro, porque mi rival me amaba también, se llamaba Fernando; en cuanto a mi prometida, su nombre era...

‑Mercedes ‑dijo Caderousse.

‑¡Ah! Sí, eso es ‑replicó el abate con un suspiro ahogado‑. Mercedes.

‑¿Y bien? ‑preguntó Caderousse.

‑Dadme un poco de agua ‑dijo el abate.

Caderousse se apresuró a obedecer. El abate llenó el vaso y bebió algunos sorbos.

‑¿Dónde estábamos? ‑inquirió, colocando el vaso sobre la me­sa‑. La prometida se llamaba Mercedes, sí, eso es. Iréis a Marsella... Dantés es quien habla, ¿comprendéis?

‑Perfectamente.

‑Venderéis ese diamante, haréis cinco partes y las repartiréis en­tre esos buenos amigos, los únicos que me han amado en la tierra.

‑¿Cómo cinco partes? ‑dijo Caderousse‑. ¡No habéis nombrado más que cuatro personas!

‑Porque, según me han dicho, la quinta ha muerto... La quinta era el padre de Dantés.

‑¡Ay! Sí ‑dijo Caderousse, conmovido por las pasiones que com­batían en él‑. ¡Ay! Sí, ¡el pobre hombre ha muerto!

‑Me enteré de ello en Marsella ‑respondió el abate haciendo un esfuerzo por parecer indiferente‑. Pero ha tanto tiempo que murió que no he podido adquirir más detalles... ¿Sabríais vos algo del fin que tuvo ese anciano?

‑¡Ah! ‑dijo Caderousse‑, ¿quién puede saberlo mejor que yo...? Vivía al lado de él... ¡Ah, Dios mío! Sí, un año casi después de la desaparición de su hijo murió el pobre anciano.

‑Pero ¿de qué murió?

‑Los médicos dijeron que de una gastroenteritis... Otros aseguran que murió de dolor, y yo, que casi le he visto morir, digo que ha muerto...

Caderousse se detuvo.

‑¿Muerto de qué? ‑preguntó el sacerdote con ansiedad.

‑De hambre...

‑¡De hambre! ‑exclamó el abate saltando sobre su banquillo‑, ¡de hambre! ¡Los animales más viles no mueren de hambre, los perros que vagan por las calles encuentran una mano compasiva que les arroja un pedazo de pan! ¡Y un hombre, un cristiano, ha muerto de hambre en medio de otros hombres que como él se creían cristianos! ¡Imposible! ¡Oh, eso es imposible!

‑Vuelvo a repetir lo que he dicho ‑dijo Caderousse.

‑Y haces muy mal ‑dijo una voz en la escalera‑. ¿Para qué lo mezclas en cosas que nada lo importan?

Los dos hombres se volvieron y vieron a través de las barras de la escalera, la cabeza de la Carconte, que había conseguido arrastrarse hasta allí, y escuchaba la conversación sentada en el último escalón, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas.

‑¿Y tú por qué lo metes en esto, mujer? ‑dijo Caderousse‑. El señor me pide informes, la cortesía exige que yo se los dé.

‑Sí, pero la prudencia exige que se los rehúses. ¿Quién lo ha dicho con qué intención lo quieren hacer hablar, imbécil?

‑Muy excelente, señora, os respondo a ello ‑dijo el abate‑. Vuestro marido nada tiene que temer con tal que hable francamente.

‑Nada que temer..., sí, siempre se empieza por muy buenas pro­mesas, después se añade que nada hay que temer, luego se deja por cumplir lo prometido, y de la noche a la mañana le cae a uno encima una desgracia, sin saber por dónde ni cómo vino.

‑Descuidad, buena mujer ‑respondió el abate‑, no os sucederá ninguna desgracia por parte mía, os lo aseguro.

La Carconte murmuró algunas palabras que no se pudieron oír, dejó caer la cabeza sobre sus rodillas, y continuó tiritando, dejando a su marido libre de continuar su conversación. Pero colocada de ma­nera que no perdía una sola palabra. Durante este tiempo, el abate había bebido algunos sorbos de agua, y se había repuesto algún tanto.

‑Pero ‑replicó‑, ¿ese infeliz anciano estaba tan abandonado de todo el mundo, que haya muerto de semejante muerte?

‑¡Oh! , caballero ‑replicó Caderousse‑, no fue porque Mercedes, la catalana, ni M. Morrel le hubiesen abandonado, pero el pobre ancia­no había cobrado una gran antipatía hacia Fernando, ese mismo ‑continuó Caderousse con una sonrisa irónica‑, que Dantés os ha dicho ser uno de sus amigos.

‑¿Es que no lo era? ‑dijo el abate.

‑¡Gaspar, Gaspar! ‑murmuró la mujer desde lo alto de la esca­lera‑. ¡Mira lo que dices!

Caderousse hizo un movimiento de impaciencia, y sin conceder otra respuesta a la pregunta que le hacían más que:

‑¿Se puede ser amigo de aquel cuya mujer se desea? ‑respondió al abate‑. Pero Dantés, que tenía un corazón de oro, llamaba a todos amigos suyos... ¡Pobre Edmundo... ! En fin, mejor es que no haya sabido nada, porque le hubiese costado algún trabajo perdonarlos al morir... Y digan lo que quieran ‑continuó Caderousse, en su lengua­je, que no carecía de cierta ruda poesía‑, más miedo tengo aún a la maldición de los muertos que al odio de los vivos.

‑¡Imbécil! ‑murmuró la Carconte.

‑¿Sabéis lo que hizo Fernando contra Dantés?

‑¿Que si lo sé? ¡Ya lo creo que lo sé!

‑Hablad, pues.

‑Gaspar, haz lo que quieras, eres dueño ‑dijo su mujer‑, pero deberías creerme y no decir una palabra.

‑Me parece que tienes razón, mujer ‑dijo Caderousse.

‑¿Conque no queréis decir nada? ‑replicó el abate.

‑¿Para qué? ‑dijo Caderousse‑. Si el chico estuviese vivo y viniese a preguntarme, no digo que no, pero ya está debajo de tierra, según decís, y de consiguiente no puede odiar, no puede vengarse, dejemos la conversación.

‑¿Entonces queréis ‑dijo el abate‑ que yo dé a esas personas, que vos consideráis enemigos, una recompensa destinada a la fideli­dad?

‑Es cierto, tenéis razón ‑dijo Caderousse‑. Por otra parte, ¿de qué les serviría lo que les deja Edmundo...? Lo mismo que una gota de agua que cae en el mar.

‑Sin contar que esa gente puede aniquilarte con un solo ademán ‑dijo la mujer.

‑Pues ¿cómo? ¿Han llegado a ser ricos y poderosos?

‑¿Entonces no sabéis su historia?

‑No; contádmela.

Caderousse pareció reflexionar un instante.

‑No, porque sería muy largo.

‑Haced lo que más os convenga, amigo mío ‑dijo el abate con el acento de la más profunda indiferencia‑, yo respeto vuestros escrú­pulos; por otra parte, lo que hacéis es propio de un hombre verdade­ramente bueno, no hablemos más de ello. ¿De qué estaba yo encarga­do? De una simple formalidad. Venderé este diamante ‑y lo sacó de su bolsillo, abrió la cajita y lo hizo brillar por segunda vez a los des­lumbrados ojos de Caderousse.

‑Ven a verlo, mujer ‑‑dijo éste con voz ronca.

‑¡Un diamante! ‑dijo la Carconte, levantándose y bajando con paso bastante firme la escalera‑. ¿Qué diamante es ése?

‑¿No lo has oído, mujer? ‑dijo Caderousse‑. Es un diamante que nos ha legado el pobre chico a su padre, a sus tres amigos Fer­nando, Danglars y yo, y a Mercedes, su prometida. Este diamante vale cincuenta mil francos.

‑¡Oh, qué joya tan preciosa! ‑dijo ella.

‑¿Conque nos pertenece la quinta parte de esta suma? ‑dijo Ca­derousse.

‑Sí, caballero ‑respondió el abate‑. Además, la parte del padre, que me creo autorizado a repartir entre vosotros cuatro.

‑¿Y por qué cuatro? ‑preguntó la Carconte.

‑Porque cuatro son los amigos de Edmundo.

‑No son amigos los que hacen traición ‑murmuró sordamente la mujer.

‑Sí, sí ‑dijo Caderousse‑, y esto es lo que yo decía. Es casi una profanación, casi un sacrilegio, recompensar la traición, el crimen tal vez.

‑Vos lo habéis querido ‑replicó tranquilamente el abate, volvien­do a colocar el diamante en el bolsillo de su sotana‑. Ahora dadme las señas de los amigos de Edmundo, a fin de que pueda ejecutar su última voluntad.

La frente de Caderousse estaba inundada de sudor; vio que el abate se levantó, se dirigió hacia la puerta como para echar una ojeada a su caballo, y volvió.

Marido y mujer se miraban con una expresión indescriptible.

‑¡Sería para nosotros el diamante entero! ‑dijo Caderousse.

‑¿Lo crees así? ‑respondió la mujer.

‑Un eclesiástico no querría engañarnos.

‑Haz lo que quieras ‑dijo la mujer‑. En cuanto a mí, no quiero meterme en nada.

Y volvió a subir la escalera, tiritando y dando diente con diente, a pesar del excesivo calor que hacía. En el último escalón se detuvo un instante.

‑Reflexiónalo bien, Gaspar ‑dijo.

‑Ya estoy decidido ‑respondió Caderousse.

La Carconte entró en su cuarto arrojando un suspiro, oyóse el rui­do de sus pasos al pasar por el pavimento hasta que hubo llegado al sillón, donde cayó sentada.

‑¿A qué estáis decidido? ‑preguntó el abate.

‑A decíroslo todo ‑respondió.

‑Me parece que eso es lo mejor que pudierais hacer ‑dijo el sacerdote‑. No porque yo quiera saber lo que vos queréis ocultar­me, pero, en fin, si podéis ayudarme a distribuir las mandas según la voluntad del testador será mejor.

‑Así lo espero ‑respondió Caderousse con las mejillas inflamadas por la esperanza y la ambición.

‑Os escucho ‑dijo el abate.

‑Aguardad un momento; podrían interrumpirnos en lo más inte­resante de mi relación, lo cual sería algo desagradable; por otra parte, es inútil que nadie sepa que habéis venido aquí.

Se dirigió a la puerta de su posada, la cual cerró y a la que, para mayor precaución, echó la barra, que sólo debía poner por la noche. Durante este tiempo, el abate eligió un lugar para escuchar con toda la comodidad. Se había sentado en un rincón, de manera que queda­ba sumergido en la penumbra, mientras que la luz daba de lleno en el rostro de su interlocutor, disponiéndose con la cabeza inclinada, las manos cruzadas o más bien crispadas, a escuchar con todos sus cinco sentidos.

Caderousse acercó un banquillo y colocóse delante de él.

‑Acuérdate de que yo no lo he inducido a que hables ‑dijo la temblorosa voz de la Carconte, como si a través del pavimento de su cuarto hubiese podido ver la escena que se preparaba.

‑Está bien, está bien ‑dijo Caderousse‑. No hablemos más de ello, déjalo todo a mi cargo.

 


Date: 2015-12-17; view: 609


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