Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Capítulo veintidós

Los contrabandistas

Dantés había pasado escasamente un día a bordo, y ya sabía perfec­tamente a qué casta de pájaros pertenecía aquella gente. Aunque no hubiese aprendido en la escuela del abate Faria, el digno patrón de La joven Amelia (tal era el nombre de la tartana), sabía casi todas las lenguas que se hablan en torno a ese gran lago llamado Mediterrá­neo, desde el árabe hasta el provenzal. Con ello se ahorraba intérpretes, gentes fastidiosas de suyo y tal vez indiscretas, y le era más fácil y directo entenderse, ya con los buques que encontraba a su paso, ya con las barquillas con las que tropezaba en las costas, ya en fin con esos seres sin nombre, sin patria y sin oficio aparente, que nunca faltan en esos barrios bajos de los puertos de mar, y que se alimentan de ese maná misterioso y oculto atribuido a la Providencia, de quien efecti­vamente debe venir, pues el observador más perspicaz no descubriría en ellos medio alguno visible de ganarse la vida.

Ya se adivinará fácilmente que Dantés se hallaba a bordo de un barco contrabandista.

Por esto le recibió el patrón al principio con cierta desconfianza. Como se hallaba en tan malas relaciones con los aduaneros de la costa, y como entre él y ellos porfiaban a quién engañaba a quién, pensó al principio que Dantés era simplemente un espía de la Hacien­da que empleaba tan ingenioso medio para penetrar los secretos del oficio, pero el modo brillante con que Dantés se defendió cuando trató de sonsacarle, le dejó casi enteramente convencido. Cuando vio flotar después aquella columna de humo sobre el baluarte del castillo de If, y cuando oyó el estampido remoto del cañonazo, se imaginó por un instante que acababa de recibir a bordo a uno de esos por quienes se disparan cañonazos a la entrada y a la salida, como por los reyes. En honor de la verdad, justo es decir que esto le importaba menos que si fuese un aduanero el recién venido, pero también esta segunda supo­sición desvanecióse como la primera, gracias a la impasible serenidad de Edmundo. Alcanzó, pues, éste la ventaja de saber quién era su patrón, sin que su patrón supiera quién era él. No le atacaba ni el patrón ni marinero alguno por lado que no defendiera perfectamente, ya hablando de Nápoles, ya de Malta, que conocía tan bien como Mar­sella, y todo con una exactitud que hacía mucho honor a su memoria.

Así, pues, el genovés fue quien se dejó engañar por Edmundo, al cual favorecía su dulzura, su pericia náutica y en particular su refina­do disimulo.

¿Quién sabe, además, si el genovés era uno de esos hombres que tienen bastante talento para no saber nunca más que lo que deben saber, ni creer nunca más que aquello que les importa creer? En esta recíproca situación les sorprendió la llegada a Liorna.



Allí debía intentar Edmundo otra prueba, que era saber si se reco­nocería a sí mismo, al cabo de catorce años que no se veía. Conservaba una idea muy exacta de lo que había sido cuando joven, a iba a ver lo que era cuando hombre. En concepto de sus camaradas, ya estaba cumplido su voto, y entró en la calle de San Fernando, en casa de un barbero a quien conocía de sus anteriores viajes.

El barbero vio con asombro a aquel hombre de larga cabellera y de espesa y negra barba, semejante a esas cabezas tan hermosas que pin­tó Ticiano. En aquella época no se usaban la barba ni el cabello tan largos.

Cuando Edmundo sintió perfectamente afeitada su barba, cuando sus cabellos quedaron como los llevaban todos comúnmente, pidió un espejo para mirarse.

Corno ya dejamos dicho, tenía treinta y tres años, y los catorce que pasó en el castillo de If habían cambiado su fisonomía.

Entró en el castillo con ese rostro risueño e infantil del joven que es feliz, y que da sin trabajo ni pena sus primeros pasos en el sendero de la vida, fiando en lo porvenir, como consecuencia natural de lo pa­sado. Todo eso había desaparecido. Su cara ovalada era ahora angulosa; su boca risueña formaba esos pliegues tirantes que indican firmeza y resolución, sus cejas se junta­ban debajo de una arruga, que aunque única, declaraba la actividad de su pensamiento, sus ojos se habían como impregnado de profun­dísima tristeza, y a veces emitían fulminantes destellos de odio y de misantropía; su tez, por tanto tiempo privada de la luz del día y de los rayos del sol, había tomado ese color mate que cuando va unido a cabellos negros constituye la belleza aristocrática de los hombres del Norte. La profunda ciencia que había aprendido ceñía su rostro como una aureola de inteligente superioridad.

Además, aunque de estatura bastante elevada, tenía el vigor de un cuerpo que vive siempre concentrando sus fuerzas. La elegancia de sus formas, nerviosas y enjutas, había adquirido muscular solidez; los sollozos, las oraciones y las blasfemias habían cambiado tanto su voz, que unas veces era de exquisita dulzura y otras tenía un acento agreste y casi bronco.

Como acostumbrados a la oscuridad y a la luz opaca, sus ojos ha­bían adquirido esa rara facultad que tienen los de la hiena y el lobo de distinguir los objetos en medio de la oscuridad. Edmundo sonrió al contemplar su imagen en el espejo. Era impo­sible que su mejor amigo, si le quedaba algún amigo todavía, le reconociese, puesto que apenas se conocía a sí mismo.

El patrón de La joven Amelia, a quien importaba mucho tener en su tripulación un hombre del temple de Dantés, le propuso algunos adelantos a cuenta de sus ganancias futuras, y aceptó. Lo primero que hizo al salir de la barbería donde había sufrido su primera me­tamorfosis, fue entrar en una tienda de ropas a comprarse un vestido de marinero. Este vestido, como todo el mundo sabe, es muy sencillo y se compone de un pantalón blanco, una camisa rayada y un gorro frigio.

Cuando volvió Dantés al barco, llevando a Jacobo la camisa y el pantalón que le había prestado, viose en la precisión de repetir su historia, pues el patrón no acertaba a reconocer en aquel elegante marinero al hombre de espesa barba que desnudo y moribundo había recogido en La Joven Amelia, con los cabellos llenos de algas y el cuerpo empapado en agua de mar.

Seducido por su buena planta, renovó a Dantés sus proposiciones de enganche, pero como éste tenía otros proyectos, no las quiso acep­tar sino por tres meses. Pocas tripulaciones se habrán visto tan acti­vas como la de La Joven Amelia, ni pocos patrones como el suyo tan, amigos de aprovechar el tiempo. A los ocho días escasos de su estan­cia en Liorna, estuvieron los redondos costados de la tartana llenos de muselinas pintadas, algodones de contrabando, pólvora inglesa, y tabaco que no quería pagar derechos a la aduana. Tratábase de sacar Codas estas mercancías de Liorna, puerto franco, y desembarcarlo en las costas de Córcega, desde donde se encargarían ciertos especuladores de introducirlo en Francia.

Edmundo volvió a cruzar aquel mar azulado, primer horizonte de su juventud, objeto de todos sus sueños en el calabozo, y dejando a la derecha a la Gorgona, y a la Pianosa a la izquierda, se dirigió a la pa­tria de Paoli y de Napoleón.

Al día siguiente, al subir como acostumbraba todos los días muy temprano, el patrón encontró a Dantés apoyado en la borda, mirando con extraña atención una mole de rocas que el sol coloreaba con su rosada luz. Era la isla de Montecristo. La Joven Amelia la dejó a tres cuartos de legua a estribor, y siguió su ruta a Córcega.

Dantés pensaba, al mirar aquella isla de tan dulce nombre para él, que con echarse al agua llegaría en media hors a la tierra prometida, pero ¿qué haría allí, sin herramientas para sacar su tesoro, y sin armas para defenderlo? ¿Qué dirían, además, los marineros? ¿Qué pensa­ría el patrón? Era preciso esperar.

Por fortuna sabía esperar. Había esperado catorce años la libertad, de manera que ahora que era libre podía esperar mejor seis meses o un año la riqueza. Si le hubieran brindado la libertad sin riqueza, ¿no la habría acep­tado? Además, ¿no era aquella riqueza enteramente fantástica? Nacida en la imaginación enferma del pobre abate Faria, ¿no habría muerto con él? Aunque, en realidad, la carta del cardenal Spada era una prueba concluyente. Y repetía la carta en su memoria de cabo a rabo, sin olvidar una letra.

Por fin llegó la noche. Edmundo vio pasar a su isla por todas las gradaciones de las tintas del crepúsculo, y perderse para todos en la oscuridad, menos para él, que, acostumbrado a las tinieblas de su pri­sión, continuó viéndola sin duda, puesto que fue el último que quedó sobre cubierta.

El día siguiente les amaneció a la altura de Aleria, y se pasó todo en contraventear. Por la noche aparecieron unos hombres en la costa, lo que indudablemente constituía la señal de que podía efectuarse el desembarco, puesto que se puso un fanal en el asta‑bandera de la tar­tana, que llegó a tiro de fusil de la orilla. Dantés había observado que al aproximarse a la orilla, el patrón de La Joven Amelia se había pertrechado, sin duda para las circunstancias solemnes, con dos culebrinas, que sin hacer mucho ruido por su tama­ño podían arrojar a mil pasos balas de a cuarterón. Pero aquella noche fue inútil semejante precaución, porque todo salió a pedir de boca. Arrimáronse a la sordina cuatro chalupas a la tartana, que sin duda, para hacerles los honores botó al mar su propia chalupa, portándose tan bien las cinco, que a las dos de la mañana estaba en tierra todo el cargamento de La Joven Amelia.

Tan hombre de orden era el patrón, que aquella misma noche se re­partieron las ganancias, tocándole a cada uno cien libras toscanas o lo que es lo mismo, ochenta francos sobre poco más o menos en moneda francesa.

Pero aún no se había concluido la expedición, sino que hicieron rumbo a Cerdeña, donde tenían que emplear el dinero que acababan de recoger.

Esta segunda operación fue tan afortunada como la primera. Es­taba de suerte la tartana.

Componíase el nuevo cargamento casi todo él de cigarros habanos, vinos de Jerez y Málaga, con destino al ducado de Luca. Pero allí tu­vieron que sostener una refriega con los aduaneros, eternos enemigos del patrón de La Joven Amelia. Aquellos tuvieron un muerto, y dos heridos la tripulación. Dantés era uno de estos dos heridos; una bala le había atravesado la carne del hombro derecho.

Aquella escaramuza y aquella herida dejaron a Dantés muy satis­fecho de sí mismo, pues le demostraron, aunque con la dureza acos­tumbrada, la influencia que podrían tener los dolores sobre su cora­zón. Sonriendo había arrostrado el peligro, y al recibir el balazo había dicho como aquel filósofo de Grecia: “Dolor, no eres un mal”.

Además había contemplado al aduanero moribundo, y bien porque le hiciese la lucha sanguinario, bien porque sus sentimientos humani­tarios estuviesen ya muy fríos, aquel espectáculo no le causó sino pasa­jera impresión. Ya estaba Dantés templado como deseaba, ya el obje­to de todos sus afanes se realizaba..., ya el corazón se le iba petrificando en el pecho. En desquite, Jacobo, que al verle caer en la acción le tuvo por muer­to, se había apresurado a levantarle del suelo, y a curarle como un excelente camarada.

Este mundo no era tan bueno como el doctor Pangloss suponía, pero tampoco era tan malo como se lo figuraba Dantés, puesto que un hombre que si algo podía esperar de su compañero era sólo la mezqui­na herencia de la suma que había ganado, se afligía de tal modo con su desgracia.

Por fortuna, como ya hemos dicho, Dantés no estaba más que he­rido. Gracias a ciertas hierbas cogidas en épocas determinadas, que venden a los contrabandistas las viejas sardas, la herida se cerró muy pronto. Entonces trató Edmundo de probar a Jacobo, ofreciéndole dinero en recompensa de sus atenciones, pero Jacobo lo rehusó con indignación. La consecuencia de esta simpatía que Jacobo demostró a Edmundo desde el primer momento, fue que Edmundo experimentase también por Jacobo cierto afecto, pero el marinero no exigía más, adivinando instintivamente que el discípulo del abate Faria era muy superior a su posición y a aquellos hombres, superioridad que Edmundo sólo de él dejaba traslucir. El pobre marino se contentaba, pues, con esto, aunque era bien poco. En esos días, que tan largos resultan a bordo, cuando la tartana paseaba tranquilamente por aquel mar azul, sin ne­cesitar de otra ayuda que la del timonel, gracias al viento favorable que henchía sus velas, Edmundo, con un mapa en la mano, hacía con Jacobo el papel que con él había desempeñado el pobre abate Faria. Le explicaba la situación de las costas, las alteraciones de la brújula, y enseñándole, en fin, a leer en ese gran libro abierto sobre nuestras cabezas, escrito por Dios con letras de diamantes, en páginas azules.

Y al preguntarle Jacobo:

‑¿Para qué ha de aprender todas esas cosas un pobre marino como yo?

Edmundo le respondía:

‑¿Quién sabe? Acaso llegues un día a ser capitán de barco. ¿No ha llegado a ser emperador tu compatriota Bonaparte?

Nos habíamos olvidado de decir que Jacobo era corso.

Dos meses y medio pasaron en estos viajes. Edmundo llegó a ser tan excelente costeño, como en otro tiempo había sido hábil marino, trabando amistad con todos los contrabandistas de la costa y apren­diendo los signos masónicos que sirven a estos semipiratas para en­tenderse entre sí. Veinte veces habían pasado a la ida o a la vuelta por delante de la isla de Montecristo, pero ni una sola tuvo ocasión de desembarcar en ella.

Había tomado su resolución. Tan pronto como terminara su ajuste con La Joven Amelia, alqui­laría una barquilla (que bien lo podría hacer, pues había ahorrado unas cien piastras en sus viajes), y con un pretexto cualquiera se encaminaría a la isla de Montecristo. Allí haría libremente sus pesquisas. Y, con todo, no con libertad entera, pues de seguro le espiarían los que le hubiesen conducido; pero, a la larga, en este mundo es preciso arriesgar algo. La prisión había hecho al joven tan prudente, que hubiera deseado no arriesgar nada. Pero por más que ponía a prueba su resignación, que era tan fecunda, no encontraba otro medio de arribar a la deseada isla.

Dantés luchaba con tales incertidumbres cuando el patrón, que te­nía en él mucha confianza, y deseaba retenerle a su servicio, le cogió una noche del brazo y le condujo a una taberna de la calle del Oglio, donde acostumbraba a reunirse la flor de los contrabandistas de Liorna.

Era allí donde generalmente se fraguaban todos los alijos de la Cos­ta. Ya en dos o tres ocasiones había entrado Edmundo en esa bolsa marítima, y al ver reunidos a aquellos audaces marineros, que domi­nan como señores absolutos en un litoral de dos mil leguas a la re­donda, se había preguntado a sí mismo cuán poderoso no sería el hom­bre que llegara a imponer su voluntad a todas aquellas diferentes vo­luntades. Tratábase a la sazón de un gran negocio. Se trataba de en­contrar un terreno neutral, donde pudiera un barco cargado de tapi­ces turcos, telas de Levante y cachemiras, trasladar su cargamento a los barcos contrabandistas, que se encargarían de despacharlo en Francia.

La ganancia era enorme si el negocio salía bien, cuando menos tocarían cincuenta o sesenta piastras a cada marinero. El patrón de La Joven Amelia propuso para este objeto la isla de Montecristo, que, desierta, sin aduaneros ni soldados, parece colocada a propósito en medio del mar allá por los tiempos olímpicos por el mismo Mer­curio, dios de los comerciantes y de los ladrones, oficios que nosotros hemos hecho diferentes, pero en la antigüedad, según parece, eran hermanos gemelos.

El nombre de Montecristo hizo estremecer a Dantés. Para ocultar su emoción, tuvo que ponerse de pie y dar una vuelta por la taberna, donde se hablaban todos los idiomas del mundo co­nocido. Cuando volvió a reunirse con sus compañeros, estaba ya resuelto el desembarco en Montecristo, y la partida para la noche siguiente.

La opinión de Dantés, al que consultaron, fue que la isla ofrecía todas las seguridades posibles, y que las grandes empresas, para salir bien, se han de llevar a cabo sobre la marcha. En nada se alteró el programa. A la noche siguiente se aparejaría, y como el viento era favorable, al amanecer se hallarían en las aguas de la isla designada.

Capítulo veintitrés

La isla de Montecristo

Por uno de esos azares inesperados, que tal vez suceden a aque­llos que la fortuna se ha cansado de perseguir, iba Dantés al fin a realizar sus ilusiones de una manera sencilla y natural, arribando a la isla sin inspirar sospechas a nadie. Una noche le separa solamente del viaje tan esperado.

Esta fue una de las noches más agitadas que Dantés pasó en su vida. Todas las probabilidades buenas y malas, todas las dudas y todas las certidumbres, se disputaban el dominio de su fantasía. Si cerraba los ojos, veía en la pared, escrita con letras de fuego, la carta del car­denal Spada; si un instante se rendía al sueño, las más insensatas vi­siones trastornaban su imaginación.

Ora se creía andando por grutas cuyo suelo eran esmeraldas, las paredes rubíes y las estalactitas diamantes. Como se filtra por lo co­mún el agua subterránea, caían las perlas gota a gota. Absorto y ma­ravillado, se llenaba los bolsillos de piedras preciosas, que al salir fuera se convertían en pedernales. Intentaba volver entonces a las maravi­llosas grutas, que apenas había registrado, pero perdía el camino en un dédalo de espirales infinitas. La entrada se había hecho invisible. En vano revolvía su fatigada memoria para recordar aquella palabra mágica y misteriosa que abría al pescador árabe las espléndidas caver­nas de Alí Babá. Todo en vano. El tesoro desaparecía, el tesoro había vuelto a ser propiedad de los seres de la tierra, a quienes tuvo esperan­zas de quitárselo.

El amanecer le sorprendió tan febril como había estado la noche entera, pero le hizo pensar con lógica y arreglar su proyecto, que hasta entonces vagaba en su cerebro.

Con la llegada de la noche comenzaron los preparativos del viaje, proporcionando a Dantés un medio de ocultar su turbación.

Poco a poco había ido adquiriendo sobre sus compañeros el dere­cho de mandar como jefe, y como sus órdenes eran siempre claras y facilísimas de ejecutar, le obedecían, no sólo con prontitud, sino hasta con alegría.

El patrón le dejaba obrar a su antojo, porque también había reco­nocido la superioridad de Dantés sobre los marineros, y aun sobre él mismo. Miraba a aquel joven como a su natural sucesor, y sentía no tener una hija para casarla con él.

Los preparativos terminaron a las siete de la noche; a las siete y media doblaba la tartana el faro, en el momento en que se encendía.

 

El mar estaba tranquilo. Navegaban con un vientecillo fresco de Sudeste, bajo un cielo azul, tachonado de estrellas. Dantés declaró que todos los marineros podían acostarse, puesto que él se encargaba del timón. Semejante declaración del Maltés (así le llamaban a Edmundo Dantés los marineros) era suficiente para que todos se acostaran tran­quilos.

Había ya sucedido esto algunas veces. Lanzado el joven desde la so­ledad al mundo, sentía de cuando en cuando deseos de estar solo. Ahora bien, ¿qué soledad más inmensa y más poética que la de un buque que boga aislado en alta mar, entre las tinieblas de la noche, en el silencio de lo infinito, bajo la mano de Dios?

Y entonces la soledad se poblaba con sus pensamientos, las tinie­blas se desvanecían ante sus ilusiones, y el silencio se turbaba con sus votos y sus proyectos.

Cuando despertó el patrón, el navío navegaba a toda vela, parecía que tuviese alas; más de dos leguas y media avanzaba por hora. La isla de Montecristo se dibujaba en el horizonte.

Dantés entregó al patrón el mando de su barco, y fue a su vez a reclinarse en la hamaca, pero a pesar del insomnio de la noche ante­rior no pudo cerrar los ojos ni un instante.

Dos horas después volvió a subir al puente. El barco iba a doblar la isla de Elba, y hallábase a la altura de la Mareciana, por encima de la verde y llana Pianosa. En el azul del cielo se recortaban los contor­nos del pico brillante de Montecristo.

Con el objeto de dejar la Pianosa a la derecha, mandó Dantés al ti­monero que pusiese el mástil a babor, porque calculaba que con esta maniobra se abreviaría un tanto el camino.

A las cinco de la tarde se veía ya la isla clara y distintamente. Hasta sus menores detalles saltaban a la vista, gracias a esa limpidez atmos­férica que produce la luz poco antes del crepúsculo de la noche.

Edmundo devoraba con sus miradas aquella mole de rocas áridas y secas que iba tiñéndose con todos los colores crepusculares, desde el rosa más vivo hasta el azul más oscuro. Tal vez un fuego incompren­sible le subía en llamaradas a su semblante y se enrojecía su frente, y una nube purpúrea pasaba por sus ojos.

Nunca jugador que arriesga a un golpe todo su caudal, ha sentido las angustias que Edmundo experimentaba en aquel momento.

Llegó la noche. A las diez abordó a la isla la tartana, siendo la primera en acudir a la cita. A pesar del dominio que tenía sobre sí mismo, Dantés no pudo contenerse. Saltó el primero a tierra, y a no faltarle valor la hubiera besado cual otro Bruto.

La noche estaba bastante oscura, pero hacia las once la luna surgió de en medio del mar, plateando sus olas, y a medida que subía por el cielo sus rayos caían en cascadas de luz sobre los informes peñascos de aquella segunda Pelión.

La tripulación de La Joven Amelia conocía muy bien la isla de Montecristo, que era una de sus estaciones ordinarias, pero Dantés, aunque la había visto en cada uno de sus viajes a Levante, nunca había desembarcado en ella.

Esto le decidió a sonsacar a Jacobo.

‑¿Dónde pasaremos la noche? ‑le preguntó.

‑¡Toma! , a bordo ‑respondió el marinero.

‑¿No estaríamos mejor en las grutas?

‑¿En qué grutas?

‑En las de la isla.

‑No sé yo que tenga gruta alguna ‑dijo Jacobo.

Un sudor frío inundó la frente de Dantés.

‑¿Pues no hay en Montecristo unas grutas? ‑le volvió a pre­guntar.

‑No

Dantés quedó por un momento aturdido, mas después se le ocurrió la idea de que cualquier accidente podía haberlas cegado, o el mismo cardenal Spada para mayor precaución.

Todo cuanto tendría que hacer en este caso era encontrar la aber­tura tapada, y pareciéndole vano el buscarla por la noche, lo dejó para el día siguiente.

Además, una señal hecha como media legua mar adentro, señal a la que La Joven Amelia respondió con otra semejante, indicaba que había llegado el momento de poner manos a la obra.

El barco, que se había retardado, convencido por la señal de que no había temor ni peligro alguno, se deslizó silencioso como un fan­tasma, viniendo a echar el ancla a unas ciento veinte brazas de la ribera.

En seguida empezó el transporte.

En medio de su trabajo, pensaba Dantés en el hurra de júbilo que podría levantar entre aquellas gentes, sólo con manifestar en alta voz el pensamiento que sin cesar bullía en su cabeza y resonaba en sus oídos. Pero en lugar de revelar el grandioso secreto, temía haber dicho ya demasiado y haber despertado sospechas con sus idas y ve­nidas, sus numerosas preguntas y sus observaciones minuciosas. Por fortuna (que en esta ocasión era fortuna), su doloroso pasado reflejaba en su fisonomía una tristeza indeleble, y los arranques de su alegría, envueltos en esta nube de tristeza, no eran en verdad sino relámpagos.

Por consiguiente, nadie sospechó nada, y cuando a la mañana si­guiente Dantés, tomando su fusil, pólvora y balas, manifestó que que­ría matar una de las numerosas cabras salvajes que se veían saltar de roca en roca, no se atribuyó su deseo sino a afición a la caza o amor a la soledad. Sólo Jacobo se empeñó en acompañarle, y Dantés no quiso oponerse, temiendo inspirar sospechas con esta repugnancia en ir acompañado, pero apenas recorrieron como un cuarto de legua, cuando disparó y mató una cabra, y ocurriósele enviarla con Jacobo a sus compañeros, invitándoles a cocerla y rogándoles que cuando estu­viese cocida le avisaran con un tiro de fusil para ir a comerla. Algu­nas frutas secas y una botella de vino de Monte‑Pulciano debían completar el festín.

Dantés prosiguió su camino, volviendo de vez en cuando la cabeza. En el pico de una peña se paró a contemplar a mil pies debajo de él a sus compañeros, ocupados en preparar el desayuno, aumentado, gra­cias a su destreza, con la cabra que acababa de llevarles Jacobo. Edmundo los contempló un instante con esa sonrisa dulce y melan­cólica del hombre superior.

‑Dentro de dos horas ‑dijo‑, esas gentes se volverán a hacer a la vela, ricas con cincuenta piastras, para ir a ganar otras cincuenta ex­poniendo su vida. Luego, con seiscientas libras por toda riqueza, irán a derrocharlas en cualquier población, con el orgullo de los sultanes y la arrogancia de los nababs. La esperanza me obliga hoy a despreciar su riqueza y a tenerla por miseria, pero quizá mañana el desengaño me obligue a tener esa misma miseria por la suprema felicidad. ¡Oh, no! ‑exclamó para sí‑. No puede ser. El sabio, el infalible Faria, no se habrá engañado. No, sería preferible para mí la muerte a esta vida miserable y humillada.

Así aquel hombre, que tres meses antes sólo aspiraba a la libertad, no tenía ya bastante con la libertad, y ambicionaba las riquezas. La culpa no era de Dantés, sino de la naturaleza, que haciendo tan limi­tado el poder del hombre, le ha puesto deseos infinitos.

Entretanto se acercaba al sitio donde suponía que debían de estar las grutas, siguiendo una vereda perdida entre rocas y cortada por un torrente. Según todas las probabilidades, nunca planta humana había hollado aquellos parajes. Siguiendo la orilla del mar, y examinando minuciosamente todos los objetos, creyó advertir en algunas rocas se­ñales hechas por la mano del hombre.

El tiempo, que cubre con su pátina todas las cosas físicas, así como las cosas morales con su manto de olvido, parecía que hubiese respe­tado estas señales, trazadas con cierta regularidad y con el objeto evi­dente de indicar una especie de camino. Sin embargo, desaparecían a intervalos bajo el follaje de los mirtos, que extendían sobre las rocas sus ramas cargadas de flores, o bajo parásitas matas de líquenes. A cada paso, Edmundo tenía que apartar las ramas o levantar el musgo, para encontrar las señales indicadoras que le guiaban en aquel nuevo laberinto. Pero estas señales le habían llenado de esperanza. ¿Por qué no había de ser el cardenal Spada quien las hubiese trazado, para que sirviesen de guía a su sobrino, en caso de una catástrofe que no pudo prever tan completa? Aquel lugar solitario era sin duda el con­veniente a un hombre que iba a ocultar su tesoro. Sólo tenía una duda: ¿Aquellas señales no habrían llamado la atención de otros ojos que de aquellos para quien se grabaron? La isla maravillosa ¿habría guardado fielmente su magnífico secreto?

A sesenta pasos del puerto, más o menos, figurósele a Dantés, siem­pre oculto a sus amigos por las vueltas y revueltas de las rocas, pare­cióle que las señales terminaban sin que guiasen a gruta alguna. Un gran peñasco redondo, asentado en una base sólida, era el único objeto a que al parecer conducían. Con esto se imaginó que en vez de haber llegado al término, estaba quizás al principio de sus pes­quisas, lo que le obligó a volverse por el mismo camino por el que había venido.

Y durante este intervalo, los marineros preparaban la merienda lle­vando agua, pan y fruta del barco, y cocían la cabra. En el momento en que la sacaban de su improvisado asador, vieron a Dantés saltando de roca en roca, ligero como un gamo y dispararon un tiro para indi­carle que viniera a comer. En el mismo momento cambió el cazador de dirección, viniendo corriendo hacia ellos, pero cuando todos con­templaban asombrados la especie de vuelo que tendía sobre sus cabe­zas, tachándole de temerario, se le fue a Edmundo un pie, viósele vacilar en la punta de una peña y desaparecer exhalando un grito de espanto. Todos corrieron en su auxilio como un solo hombre, porque todos le apreciaban. Jacobo fue, sin embargo, el primero que llegó.

Hallábase Edmundo tendido en el suelo, ensangrentado y casi sin conocimiento; debió haber rodado una altura de doce a quince pies. Hiciéronle tragar algunas gotas de ron, y este remedio, tan eficaz en él anteriormente, ahora le produjo el mismo efecto.

Abrió los ojos, quejándose de un dolor muy vivo en la rodilla, de pesadez muy grande en la cabeza, y punzadas horribles en los riñones. Intentaron llevarlo a la orilla, pero aunque fue Jacobo el director de la operación, declaró Edmundo con dolorosos gemidos que no se sen­tía con fuerzas para soportar el traqueteo del transporte.

Ya se comprenderá con esto que Dantés no pudo almorzar, pero exigió que sus camaradas, que no estaban en el mismo caso, volviesen a su puesto. En cuanto a él, dijo que sólo necesitaba reposo, y que a su vuelta le encontrarían mejorado. No se hicieron mucho de rogar los marineros; tenían hambre, y llegaba hasta allí el olor de la cabra; la gente de mar no suele gastar cumplidos.

Una hora después volvieron. Todo lo que, había podido hacer Ed­mundo era arrastrarse como cosa de diez pasos para buscar apoyo en una roca cubierta de musgo.

Pero lejos de calmarse sus dolores, eran al parecer más violentos. El viejo patrón, que tenía que salir aquella mañana a desembarcar su contrabando en las fronteras del Piamonte y de Francia, entre Niza y Frejus, insistió en que Dantés probara de levantarse, pero los es­fuerzos del joven para conseguirlo fueron infructuosos. A cada es­fuerzo caía más pálido, profiriendo gemidos.

‑¡Se ha roto el espinazo! ‑dijo el patrón en voz baja‑. No im­porta, es un buen compañero, y no debemos abandonarle. Procuremos llevarle a la tartana.

Pero Edmundo declaró que prefería exponerse a la muerte que a los atroces dolores que le ocasionaría cualquier movimiento, por pequeño que fuese.

‑Pues bien, suceda lo que suceda ‑repuso el patrón‑, no se dirá que hemos dejado de socorrer a un compañero tan valeroso como tú. Hasta la noche no partiremos.

Esta decisión sorprendió mucho a los marineros, aunque ninguno la combatiese, sino todo lo contrario, pero el patrón era un hombre tan rígido, que era aquélla la primera vez que se le veía renunciar a una empresa o retardar su ejecución. Por lo mismo, Dantés se opuso a que por su causa se faltara a la disciplina establecida a bordo.

‑No, no ‑le dijo al patrón‑. He sido torpe, y es justo que sufra el resultado de mi torpeza. Dejadme provisión de galleta, un fusil, pólvora y balas, para matar cabras o para defenderme en caso de apu­ro, y una azada para construirme una choza, si tardáis mucho en vol­ver por mí.

‑Pero vas a morirte de hambre ‑le dijo el patrón.

‑Lo prefiero al horrible dolor que me produce cualquier movi­miento ‑respondió Edmundo.

El patrón a cada instante se volvía a contemplar su tartana ya me­dio aparejada, que se mecía graciosamente en el puerto, pronta a lan­zarse al mar cuando su toilette estuviese concluida.

‑¿Qué quieres que hagamos, Maltés? ‑le dijo‑. No podemos abandonarte así, y no podemos tampoco permanecer en la isla.

‑Que os vayáis ‑respondió Dantés.

‑Mira que vamos a tardar ocho días por lo menos, y que luego tendremos que apartarnos de nuestro camino para venir a buscarte.

‑Escuchad ‑repuso Dantés‑, si dentro de dos o tres días os to­páis con algún barquichuelo pescador que se dirigiese hacia aquí, re­comendadme a él. Le daré veinticinco piastras para que me lleve a Liorna. Si no le encontráis, volved vos mismo.

El patrón movió la cabeza.

‑Existe un medio que todo lo concilia, patrón Baldi ‑dijo Jaco­bo‑. Marchaos, y yo me quedaré a cuidar el herido.

‑¿Renunciarás por mí a lo parte en las ganancias, Jacobo? ‑le dijo Edmundo.

‑Sin duda alguna.

‑Eres un excelente muchacho, Jacobo, y Dios lo tendrá en cuenta, pero gracias..:, gracias..., no necesito a nadie. Con un día o dos de reposo me aliviaré, y espero además hallar entre estas rocas ciertas hierbas excelentes para contusiones.

Una sonrisa extraña asomó a los labios de Dantés, mientras apreta­ba con efusión la mano de Jacobo, pero seguía tenaz en su intento de quedarse solo.

Dejáronle sus compañeros lo que les había pedido, y se separaron de él, no sin volver la cara muchas veces, haciéndole signos de cordial despedida, que contestaba Edmundo con la mano solamente como si no pudiera mover el resto del cuerpo. Así que hubieron desaparecido, murmuró sonriéndose:

‑Es extraño que sólo se encuentre la amistad y el desinterés en­tre hombres semejantes.

Arrastrándose con precaución hasta el pico de una peña que le ocultaba el mar, vio a la tartana acabarse de disponer, levar anclas, balancearse graciosamente como una gaviota que tiende su vuelo y partir.

A la hora ya había desaparecido completamente, o por lo menos resultaba imposible verla desde el sitio en que yacía el herido.

Entonces se levantó más ágil que las cabras que moraban en aque­llos bosques agrestes, cogió con una mano su fusil, su azada con la otra, y corrió a la peña en que remataban las señales o hendiduras que con tanta alegría había advertido.

‑Ahora ‑exclamó, recordando la historia del pescador árabe que Faria le había contado‑‑, ahora... ¡Sésamo, ábrete!

 

SEGUNDA PARTE

SIMBAD EL MARINO

 

Capítulo primero

Fascinación

El sol había recorrido ya la tercera parte de su carrera y sus ardien­tes rayos quebrábanse en las rocas, que parecían sentir su calor. Miles de cigarras ocultas entre el ramaje producían su monótono chirrido; las hojas de los mirtos y de los acebuches se mecían temblorosas, pro­duciendo un sonido casi metálico. Cada paso que daba Edmundo en la roca calcinada ahuyentaba una turba de lagartos, verdes como la esme­ralda; las cabras salvajes, que atraen tal vez cazadores a Montecristo, se veían a lo lejos saltar por los despeñaderos; la isla, en resumen, estaba habitada y viva, y Dantés sin embargo se sentía solo bajo la mano de Dios.

Sentía una extraña emoción, muy parecida al miedo: era esa des­confianza que inspira la luz del día, haciéndonos creer, aun en medio del desierto, que nos miran atentamente unos ojos escrutadores.

Era tan fuerte esta emoción, que al ir a emprender Edmundo su tarea, soltó la azada, cogió su fusil y subió por última vez a la roca más elevada de la isla, para examinar con nuevo cuidado sus contornos.

Pero lo que más le llamó su atención no fue ni la poética Córcega, ni esa Cerdeña, casi desconocida, que a continuación la sigue, ni la isla de Elba, con sus grandes recuerdos, ni aquella línea imperceptible, en fin, que se dis­tribuía en el horizonte, y que al ojo experto de un marinero hubiera revelado la soberbia Génova y la comercial Liorna. No, lo que llamó la atención de Dantés fue el bergantín que había salido de Montecristo al amanecer, y la tartana que acababa de hacerse a la mar:

El bergantín estaba a punto de perderse de vista en el estrecho de Bonifacio; la tartana, con opuesto rumbo, costeaba la isa de Córcega, que se disponía a doblar.

Edmundo se tranquilizó, volviéndose para contemplar los objetos que más de cerca le rodeaban, vióse en el punto más elevado de la isla cónica, estatua puntiaguda de aquel inmenso zócalo, ni un hombre, ni una barca en torno suyo, nada más que el mar azulado que batía la base de la isla, adornándola con un cinturón de plata.

Entonces bajó con paso rápido, aunque precavido. En tal ocasión temía que le sucediera un accidente como el que con tanta habilidad había fingido.

Como hemos dicho, Dantés había retrocedido en el camino indicado por las señales hechas en las rocas, y había visto que este camino guia­ba a una especie de ancón oculto como el baño de una ninfa de la antigüedad. La entrada era bastante ancha, y por el centro tenía bastan­te profundidad para que pudiese anclar en él un pequeño buque de guerra y permanecer oculto. De este modo, siguiendo el hilo de las inducciones, ese hilo, que en manos del abate Faria era un guía tan seguro y tan ingenioso en el dédalo de las probabilidades, se le ocu­rrió que el cardenal Spada, conviniéndole no ser visto, había abordado a este ancón, y ocultando allí su barco había tomado luego el camino que las señales indicaban, para esconder su tesoro en el extremo de esa línea. Esta suposición era la que llevaba a Dantés junto a la roca circular. Solamente una cosa le inquietaba, por ser opuesta a sus conocimien­tos sobre dinámica. ¿Cómo habían podido, sin emplear fuerzas con­siderables, levantar aquella enorme roca? De repente se le ocurrió una idea.

‑En vez de subirla‑dijo‑, la habrán hecho bajar.

Y acto seguido trepó por encima del peñasco, en busca del sitio que antes ocupara.

En efecto, pronto reparó en una leve pendiente, hecha sin duda al­guna intencionadamente. La roca había caído de su base al sitio que ahora ocupaba; otra piedra, del tamaño común a las que suelen em­plearse en las paredes, le había servido de cala, y pedruscos y pederna­les aquí y allí sembrados cuidadosamente ocultaban toda solución de continuidad, habiendo sembrado en las inmediaciones hierbas y mus­go, de manera que entrelazándose con los mirtos y los lentiscos, pare­cía la nueva roca nacida en aquel mismo lugar. Dantés arrancó con precaución algunos terrones y creyó descubrir, o descubrió efectivamente, todo este magnífico artificio. Y se puso inmediatamente a destruir con su azada esta pared inter­mediaria, endurecida por el tiempo.

Al cabo de diez minutos de estar trabajando, la pared se desmoro­nó, abriéndose un agujero en que cabía el brazo. Corrió en seguida Edmundo a cortar el olivo más grueso de los alrededores, y despojándole de las ramas, lo introdujo a guisa de palan­ca por el agujero. Pero la peña era bastante grande y estaba lo suficientemente adhe­rida a su cimiento artificial, para que la pudiesen arrancar fuerzas humanas, ni aun las del mismo Hércules. Entonces reflexionó Dantés que lo que había que hacer era destruir este cimiento, pero ¿cómo? Tendió los ojos en torno suyo, con aire perplejo, y reparó en el cuer­no de oveja griega que, lleno de pólvora, le había dejado su amigo Jacobo. Una sonrisa vagó por sus labios. La invención infernal iba a produ­cir su efecto.

Con ayuda de la azada abrió Dantés entre el peñasco y su base un conducto, como suelen hacer los mineros cuando quieren ahorrarse un trabajo demasiado grande, lo llenó de pólvora hasta arriba, y lue­go, deshilachando su pañuelo y mojándolo en salitre, hizo una mecha de él. Luego lo encendió y en seguida se apartó de allí. La explosión no se hizo esperar, la roca vaciló, conmovida por aquel impulso incalculable, y la base voló hecha añicos. Por el agujero que antes hizo Dantés salió atropellándose una multitud de amedrentados insectos, y una serpiente enorme, guardián de aquel misterioso sendero se deslizó entre el musgo y desapareció.

Acercóse Dantés; la roca, ya sin cimiento, se inclinaba sobre el abismo. Dio la vuelta el intrépido joven, eligió el punto menos firme e introduciendo su palanca de madera entre el suelo y la roca se apoyó con todas sus fuerzas, semejante a Sísifo.

Vaciló la roca con el empuje, y redobló Dantés su impulso. Cual­quiera le habría tomado en aquellos momentos por uno de los Tita­nes que arrancaban las montañas de cuajo para hacer la guerra a Jú­piter. Al fin cedió la roca, y ora rodando, ora rebotando, fue a sepul­tarse en el mar.

Dejaba descubierta una hondonada circular, en que brillaba una argolla de hierro en medio de una baldosa cuadrada.

Edmundo profirió un grito de admiración y alegría. Ninguna pri­mera tentativa se vio jamás coronada de resultado tan grande a inme­diato.

Quiso proseguir su obra, pero le temblaban las piernas de tal modo, y le latía el corazón tan fuertemente, y pasó tal nube por sus ojos, que se vio obligado a contenerse.

Esta vacilación duró, sin embargo, poquísimo. Pasó Edmundo su palanca por la argolla y abrióse con poco trabajo la baldosa, descu­briendo una especie de escalera, que se perdía en una gruta, a cada escalón más oscura.

Otro que no fuera él, hubiese bajado en seguida, lanzando gritos de alegría, pero Dantés se detuvo, palideció y dudó.

‑Ea, hay que ser hombre ‑dijo‑ Acostumbrado a la adversidad, no nos dejemos abatir por un desengaño. Si no para eso, ¿para qué he sufrido tanto? Si el corazón padece es porque, dilatado en demasía al fuego de la esperanza, entra a ver cara a cara el hielo de la realidad. Faria soñó. Nada ha guardado en esta gruta el cardenal Spada. Tal vez jamás vino a ella, o si vino, César Borgia, el aventurero intrépido, el ladrón infatigable y sombrío, vino también tras él, descubrió su huella y las mismas señales que he descubierto yo, levantó la roca como yo la he levantado, y no dejó nada, absolutamente nada al que venía de­trás de él.

Inmóvil, pensativo, con la mirada fija en el lúgubre agujero, per­maneció un instante.

‑Ahora que ya no cuento con nada, ahora que ya me he dicho a mí mismo que toda esperanza sería vana, el proseguir esta aventura excita solamente mi curiosidad...

Y volvió a quedar inmóvil y meditabundo.

‑Sí, sí; es una aventura digna de figurar en la vida de aquel regio ladrón, mezcla heterogénea de sombra y de luz en el caos de sucesos extraños que componen el tejido de su existencia. Este suceso fabu­loso ha debido encadenarse insensiblemente a los demás. Sí, Borgia ha venido aquí una noche, con una antorcha en una mano y la espada en la otra, mientras a veinte pasos de él, quizá junto a esta roca, dos esbi­rros amenazadores espiaban la tierra, el aire y el mar, mientras su due­ño entraba, como voy a entrar yo, ahuyentando las tinieblas con agitar la antorcha en su temible brazo.

‑Sí, pero ¿qué habría hecho César Borgia con los esbirros que conociesen su secreto? ‑se preguntó Dantés a sí mismo.

‑Lo que hicieron con los enterradores de Alarico ‑se respon­dió‑, que los enterraron con el enterrado.

‑Sin embargo ‑prosiguió Dantés‑, en caso de haber venido se habría contentado con apoderarse del tesoro. Borgia, el hombre que comparaba la Italia a una alcachofa que se iba comiendo hoja por hoja, sabía muy bien cuánto vale el tiempo, para haber perdido el suyo vol­viendo a colocar la roca sobre su base. Bajemos.

Y bajó con la sonrisa de la duda en los labios, murmurando estas últimas palabras de la humana sabiduría:

‑¿Quién sabe?

Pero en vez de las tinieblas que creía encontrar, en vez de una at­mósfera opaca y enrarecida, halló Dantés una luz suave, azulada. Ella y el aire penetraban no solamente por el agujero que él acababa de abrir, sino también por hendiduras imperceptibles de las rocas, a tra­vés de las cuales se veía el cielo y las ramas juguetonas de las verdes encinas.

A los pocos momentos de su permanencia en esta gruta, cuyo am­biente, más bien templado que húmedo, antes aromático que nausea­bundo, era a la temperatura de la isla lo que el resplandor al sol A los pocos instantes, Dantés, que estaba acostumbrado a la oscuri­dad, como ya hemos dicho, pudo reconocer hasta los más ocultos rincones. La gruta era de granito, cuyas facetas relucían como diaman­tes.

‑.¡Ay! ‑dijo sonriéndose al verlas‑. Estos son seguramente los tesoros que ha dejado el cardenal; y el buen abate, que veía en sueños las paredes resplandecientes, se alimentó de quimeras.

Mas no por esto dejaba de recordar el testamento, que sabía de memoria: «En el ángulo más lejano de la segunda gruta», decía. Dantés sólo había penetrado en la primera; era pues necesario bus­car la entrada de la segunda.

Empezó a orientarse. La segunda gruta debía internarse en la isla. Examinando la capa de las piedras, púsose a dar golpes en una de las paredes, donde le pareció que debía de estar la abertura, cubierta para mayor precaución. La azada resonó un instante, y este sonido hizo que la frente de Edmundo se bañara en sudor. Al fin parecióle que una parte de la granítica pared producía un eco más sordo y más profundo. Aproximó sus ojos febriles y con ese tacto del preso, pudo adivinar lo que nadie quizás hubiera conocido: que allí debía de haber una abertura.

No obstante, para no trabajar en balde, Dantés, que como César Borgia, conocía el valor del tiempo, golpeó con su azada las otras pare­des, y el suelo con la culata de su fusil, púsose a cavar en los sitios que le infundían sospechas y viendo en fin que nada sacaba en limpio, volvió a la pared que sonaba un tanto hueca. De nuevo, y más fuertemente, volvió a golpear. Entonces vio una cosa extraña, y es que a los golpes de la azada se despegaba y caía en menudos pedazos una especie de barniz, semejante al que se pone en las paredes para pintar al fresco, dejando al descu­bierto las piedras blanquecinas, que no eran de mayor tamaño que el común. La entrada, pues, estaba tapiada con piedras de otra clase, que luego se habían cubierto con una capa de este barniz, imitando el co­lor de las demás paredes.

Con esto volvió Dantés a dar golpes, pero con el pico de la azada, que se introdujo bastante en la pared. Allí estaba, indudablemente, la entrada. Por un extraño misterio de la organización humana, cuando más pruebas tenía Dantés de que Faria le había dicho la verdad, más y más su corazón desfallecía, y más y más le dominaban el desaliento y la duda. Este éxito, que debió de conferirle nuevas energías, le quitó las que le quedaban. Se escapó la herramienta de sus manos, dejóla en el suelo, se limpió la frente y salió de la gruta dándose a sí mismo el pretexto de ver si le espiaba alguien, pero en realidad porque necesi­taba aire, porque conocía que se iba a desmayar.

La isla estaba desierta. El sol, en su cenit, la abarcaba toda con sus miradas de fuego. Las olas juguetonas parecían barquillas de zafiro

No había comido nada en todo el día, pero en aquel momento no pensaba en comer. Tomó algunos tragos de ron y volvió a la gruta más tranquilo.

La azada, que le parecía tan pesada, antojósele entonces una pluma y prosiguió su tarea.

A los primeros golpes advirtió que las piedras no estaban encala­das, sino sobrepuestas, y luego enjalbegadas con el barniz consabido. Introdujo la punta de la azada entre dos piedras, se apoyó en el mango y vio lleno de júbilo rodar la piedra, como si tuviera goznes a sus pies. A partir de aquel momento ya no tuvo que hacer otra cosa sino ir sacando con la azada piedra a piedra. Por el espacio que dejó la primera hubiera podido Edmundo intro­ducir su cuerpo, pero dando tregua a la realidad por algunos instantes, conservaba la esperanza. Finalmente, tras una momentánea perplejidad, atrevióse a pasar a la segunda gruta. Era ésta más baja, más oscura y de peor aspecto que la primera. No recibiendo aire sino por el agujero que acababa de practicar Ed­mundo, estaba su atmósfera impregnada de los gases mefíticos que extrañó no hallar en la primera. Para entrar en ella tuvo que dar tiem­po a que el aire del exterior renovase aquel ambiente malsano. A la derecha del portillo había un ángulo oscurísimo y profundo.

Ya hemos dicho, empero, que para los ojos de Dantés no había tinieblas. Al primer golpe de vista conoció que la segunda gruta esta­ba vacía como la primera. El tesoro, si es que lo contenía, estaba enterrado en aquel rincón oscuro. Había llegado la hora de zozobra; dos pies de tierra, algunos golpes de azada, era lo que separaba a Dantés de su mayor alegría o de su mayor desesperación. Acercóse al ángulo, y como si tomara una determinación repentina, se puso a cavar desaforadamente. Al quinto o sexto golpe, el hierro de la azada resonó como si diera contra un objeto también de hierro.

Nunca el toque de rebato, ni el lúgubre doblar de las campanas cau­saron mayor impresión en el que los oye. Aunque Dantés hubiera encontrado vacío el lugar de su tesoro, no habría palidecido más in­tensamente. Púsose a cavar a un lado de su primera excavación, y halló la misma resistencia, aunque no el mismo sonido.

‑Es un arca forrada de hierro ‑exclamó.

En este momento, una rápida sombra cruzó interceptando la luz que entraba por la abertura. Tiró Edmundo su azada, cogió su fusil, y lanzóse afuera. Una cabra salvaje había saltado por la primera entrada de las grutas y triscaba a pocos pasos de allí.

Buena ocasión era aquélla de procurarse alimento, pero Edmundo temió que el disparo llamase la atención de alguien. Reflexionó un momento, y cortando la rama de un árbol resinoso, fue a encenderla en el fuego humeante aún donde los contrabandistas habían guisado su almuerzo, y volvió con aquella antorcha encendida. No quería dejar de ver ninguna cosa de las que le esperaban.

Con acercar la luz al hoyo, pudo convencerse de que no se había equivocado. Sus golpes dieron alternativamente en hierro y en made­ra. Ahondó en seguida por los lados unos tres pies de ancho y dos de largo, y al fin logró distinguir claramente un arca de madera de enci­na, guarnecida de hierro cincelado. En medio de la tapa, en una lámina de plata que la tierra no había podido oxidar, brillaban las armas de la familia Spada, es decir, una espada en posición vertical en un escu­do redondo como todos los de Italia, coronado por un capelo.

Dantés lo reconoció muy fácilmente. ¡Tanta era la minuciosidad con que se lo haba descrito el abate Faria! No cabía la menor duda, el tesoro estaba allí seguramente. No se hubieran tomado tantas precauciones para nada.

En un momento arrancó la tierra de uno y otro lado, lo que le per­mitió ver aparecer primero la cerradura de en medio, situada entre dos candados y las asas de los lados, todo primorosamente cincelado. Cogió Dantés el arcón por las asas, y trató de levantarlo, mas era imposible. Luego pensó abrirlo, pero la cerradura y los candados estaban ce­rrados de tal manera que no parecía sino que guardianes fidelísimos se negaran a entregar su tesoro.

Introdujo la punta de la azada en las rendijas de la tapa, y apoyán­dose en el mango la hizo saltar con grande chirrido. Rompióse tam­bién la madera de los lados, con lo que fueron inútiles las cerraduras, que también saltaron a su vez, aunque no sin que los goznes se resis­tieran a desclavarse.

El arca se abrió. Estaba dividida en tres compartimientos.

En el primero brillaban escudos de dorados reflejos. En el segun­do, barras casi en bruto, colocadas simétricamente, que no tenían de oro sino el peso y el valor. El tercer compartimiento, por último, sólo estaba medio lleno de diamantes, perlas y rubíes, que al cogerlos Edmundo febrilmente a puñados, caían como una cascada deslumbra­dora, y chocaban unos con otros con un ruido como el de granizo al chocar en los cristales.

Harto de palpar y enterrar sus manos en el oro y en las joyas, le­vantóse y echó a correr por las grutas, exaltado, como un hombre que está a punto de volverse loco. Saltó una roca, desde donde podía dis­tinguir el mar, pero a nadie vio. Encontrábase solo, enteramente solo con aquellas riquezas incalculables, inverosímiles, fabulosas, que ya le pertenecían. Solamente de quien no estaba seguro era de sí mismo. ¿Era víctima de un sueño, o luchaba cuerpo a cuerpo con la realidad? Necesitaba volver a deleitarse con su tesoro, y, sin embargo, compren­día que le iban a faltar las fuerzas. Apretóse un instante la cabeza con las manos, como para impedir a la razón que se le escapara, y luego se puso a correr por toda la isla, sin seguir, no diré camino, que no lo hay en Montecristo, sino línea recta, espantando a las cabras sal­vajes y a las aves marinas, con sus gestos y sus exclamaciones. Al fin, dando un rodeo, volvió al mismo sitio, y aunque todavía vacilante, se lanzó de la primera a la segunda gruta, hallándose frente a frente con aquella mina de oro y de diamantes.

Cayó de rodillas, apretando con sus manos convulsivas su corazón, que saltaba, y murmurando una oración, inteligible sólo para el cielo. Esto hizo que se sintiese más tranquilo y más feliz, porque empezó a creer en su felicidad.

Acto seguido, se puso a contar su fortuna. Había mil barras de oro, y su peso como de dos a tres libras cada una. Hizo luego un montón de veinticinco mil escudos de oro, con el busto del Papa Alejandro VI y sus predecesores; cada uno podía valer ochenta francos de la actual moneda francesa. Y el departamento en que estaban no quedó, sin embargo, sino medio vacío. Finalmente, contó diez puñados de sus dos manos juntas de pedrería y diamantes, que montados por los me­jores plateros de aquella época poseían un valor artístico casi igual a su valor intrínseco.

Entretanto, el sol iba acercándose a su ocaso, por lo que temiendo Dantés ser sorprendido en las grutas durante la noche, cogió su fusil y salió al aire libre. Un pedazo de galleta y algunos tragos de vino fue­ron su cena. Después colocó la baldosa en su sitio, se acostó encima de ella y durmió, aunque pocas horas, cubriendo con su cuerpo la entrada de la gruta. Esta noche fue deliciosa y terrible al mismo tiempo, como las que había pasado ya dos o tres en su vida.

 

Capítulo segundo

El desconocido

Al fin amaneció. Hacía muchas horas que Dantés esperaba el día con los ojos abiertos. A los primeros rayos de la aurora se incorporó, y subiendo como el día anterior a la roca más elevada a espiar las cercanías, pudo convencerse de que la isla estaba desierta.

Levantó entonces la baldosa que cubría su gruta, llenó sus bol­sillos de piedras preciosas, volvió a componer el arca lo mejor que pu­do, cubriéndola con tierra, que apisonó bien, le echó encima una capa de arena, para que lo removido se igualase al resto del suelo, y salió de la gruta volviendo a colocar la baldosa y cubriéndola de piedras de tamaños diferentes. Rellenó de tierra las junturas, plantó en ellas ma­lezas y mirtos y las regó para que pareciesen nacidas allí, borró las hue­llas de sus pasos, impresas en todo aquel circuito, y esperó con impa­ciencia la vuelta de sus compañeros.

Efectivamente; no era cosa de permanecer en Montecristo guar­dando como un dragón de la mitología, sus inútiles tesoros. Tratá­base de volver a la vida y a la sociedad, recobrar entre los hombres el rango, la influencia y el poder que da en este mundo el oro; el oro, la mayor y la más grande de las fuerzas de que la criatura humana puede disponer.

Los contrabandistas volvieron al sexto día y, desde lejos reconoció Dantés por su porte y por su marcha a La Joven Amelia. Acercóse a la orilla arrastrándose, como Filoctetes herido, y cuando desembarcaron sus compañeros les anunció con voz quejumbrosa que estaba algo me­jor.

A su vez los marineros le dieron cuenta de su expedición. Habían salido bien, es verdad, pero apenas desembarcado el cargamento, tu­vieron aviso de que un bric guardacostas de Tolón acababa de salir del puerto y se dirigía hacia ellos. Entonces se pusieron en fuga a toda vela, echando muy de menos a Dantés, que sabía hacer volar a la tartana. En efecto, bien pronto divisaron al guardacostas que les daba caza, pero con ayuda de la noche, dobla


Date: 2015-12-17; view: 576


<== previous page | next page ==>
Capítulo veintiuno | Capítulo tercero
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.045 sec.)