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Capítulo diecinueve

El tercer ataque

Ese tesoro tanto tiempo objeto de las meditaciones del abate, que podía asegurar la dicha futura del que amaba en realidad como a un hijo, había ganado a sus ojos en valor. No hablaba de otra cosa todo el día más que de aquella inmensa cantidad, explicando a Dantés cuánto puede servir a sus amigos en los tiempos modernos el hom­bre que posee trece o catorce millones. Estas palabras hicieron que el rostro de Dantés se contrajera, porque el juramento que había hecho de vengarse cruzó por su imaginación, haciéndole pensar también cuánto mal puede hacer a sus enemigos en los tiempos modernos el hombre que posee un caudal de trece o catorce millones.

El abate no conocía la isla de Montecristo, pero sí la conocía Dan­tés, que había pasado muchas veces por delante y una hizo escala en ella; está situada a veinticinco millas de la Pianosa, entre Córcega y la isla de Elba. Montecristo, que ha estado siempre y está todavía en­teramente desierta, es una peña de forma casi cónica, que parece lan­zada por un cataclismo volcánico desde el fondo del mar a la super­ficie.

Dantés le hizo a Faria el plano de la isla, y Faria dio consejos a Dantés sobre los medios que había de emplear para apoderarse del tesoro.

Pero estaba muy lejos de participar del entusiasmo y sobre todo de la confianza del anciano. Aunque ya se hubiese convencido de que no estaba loco, y la manera con que adquirió este convencimiento contribuyera a admirarle más y más, no podía creer humanamente que aquel tesoro, aún suponiendo que en efecto hubiera existido, existiese todavía, y cuando no lo mirase como cosa quimérica, lo mi­raba a lo menos como dudosa.

Parecía como si el destino se empeñase en quitar a los presos su última esperanza y darles a entender que estaban condenados a prisión eterna. Una nueva desgracia les sobrevino por entonces. La galería que daba al mar, ruinosa desde mucho tiempo antes, había sido repa­rada. Reforzáronse los cimientos, y se rellenó con enormes bloques de granito la excavación que a medias había cegado Dantés. Sin esta precaución, que el abate sugirió al joven, como se recordará, su des­gracia hubiera sido mayor aún, porque descubierta su tentativa de evasión los hubieran separado inevitablemente. Una nueva puerta, más maciza y más inexorable que las otras, se había cerrado para ellos.

‑Ya veis ‑decía Dantés con tristeza‑, ya veis que Dios quiere quitarme hasta el mérito de lo que vos llamáis adhesión. Os prometo permanecer aquí eternamente, y ahora ni aún libre soy para cumplir mi promesa. Me quedaré sin el tesoro, como vos, y ni uno ni otro sal­dremos de este castillo. Por lo demás, mi verdadero tesoro, amigo mío, no es el que esperaba hallar en los antros lúgubres de Montecristo, sino vuestra presencia, nuestra unión de cinco o seis horas cada día, a pesar de nuestros carceleros, y sobre todo estos torrentes de inteli­gencia que habéis derramado en la mía, estos idiomas que me habéis dado a conocer con todas sus ramificaciones filológicas, estas ciencias que tan fácilmente me comunicasteis gracias a la profundidad con que las conocéis y los sencillos principios a que las habéis reducido. Este es mi verdadero tesoro, amigo mío, con esto sí que me habéis dado riqueza y felicidad. Creedme y consolaos, esto vale más para mí que montes de oro y de diamantes, aunque no fuesen tan problemá­ticos como esas nubes que en las alboradas se ven flotar sobre el mar, que a primera vista las cree uno tierra firme, y a medida que se va acercando a ellas se evaporan, se volatilizan y se esfuman. Teneros a mi lado el tiempo mayor posible, oír vuestra elocuente voz, ador­nar mi inteligencia, fortalecer mi alma, predisponer mi organización entera a grandes y terribles cosas para cuando goce de libertad, ejecu­tarlas de manera que no vuelva a dominarme la desesperación, de que ya estaba casi poseído cuando os conocí; ésta es la fortuna que os debo, y no quimérica, sino tan verdadera, que todos los soberanos del mundo, aunque fuesen como César Borgia, no podrían arrebatármela.



Esto hizo que para los dos infelices fuesen los días, si no venturo­sos, menos largos y más tranquilos. Faria, que en tantos años ni una palabra había dicho de su tesoro, hablaba de él a cada instante.

Según había previsto, se quedó enteramente paralítico del brazo derecho y la pierna izquierda, y casi perdió toda esperanza de poder servirse de ellos, pero soñaba siempre con la libertad o la fuga de su compañero, y gozaba por él con esta idea.

Temeroso de que el papel se perdiese o se extraviase algún día, obligó a Dantés a aprenderlo de memoria, y lo aprendió en efecto desde la primera palabra hasta la última. Seguros entonces de que nadie por el primer trozo podría adivinar su contenido completo, hicieron pedazos el segundo.

A veces pasaba Faria horas enteras dando instrucciones a Edmun­do, instrucciones que debían servirle al hallarse en libertad.

Desde el mismo día, desde la misma hora, desde el mismo instante que se viera libre, su único y exclusivo pensamiento debía ser el de ir a Montecristo, de cualquier modo, idear un puesto que no despertase sospechas para quedarse allí solo, y una vez solo, enteramente solo, buscar las maravillosas grutas, y cavar en el sitio indicado.

El sitio indicado, como recordará el lector, era el ángulo más lejano de la segunda abertura.

Con esta esperanza se pasaban las horas, si no rápidas, a lo menos soportables.

Como ya hemos dicho, Faria, aunque sin volver al use de su pie y de su mano, había vuelto completamente al de su inteligencia, enseñan­do poco a poco a su joven compañero, además de las nociones mora­les que hemos dicho, ese calmoso oficio de preso, que consiste en hacer algo de lo que no es nada en el fondo. Así, pues, estaban cons­tantemente ocupados, Faria por temor de envejecer y Edmundo por temor de recordar su pasado, ya casi olvidado, y que no quedaba en su memoria sino como una luz lejana, perdida en las tinieblas de la noche. Tal era su vida, semejante a la de esos hombres a quienes la desgracia no ha herido nunca, y que vegetan tranquila y maquinal­mente bajo la mano de la Providencia.

Pero bajo esa calma aparente, había en el corazón del joven y en el del anciano tal vez, muchos ímpetus reprimidos, muchos suspiros ahogados, que estallaban cuando Faria se quedaba solo y Edmundo volvía a su prisión.

Una noche se despertó este último sobresaltado, figurándose haber oído que le llamaban. Abrió los ojos y procuró saber de dónde procedía aquel sonido. Su nombre, o más bien una voz doliente que se esforzaba en pro­nunciarlo, llegó hasta sus oídos. Incorporóse en la cama lleno de angustia y sudoroso, y escuchó aten­tamente. No había duda. La voz venía del calabozo de su compa­ñero.

‑¡Gran Dios! ‑murmuró Edmundo‑. Si será que...

Y separando su cama de la pared, retiró la piedra, lanzóse al sub­terráneo y llegó al extremo opuesto. La baldosa estaba levantada.

A1 vacilante resplandor de aquella lámpara tosca de que ya hemos hablado, vio Dantés al abate pálido en extremo, y aunque en pie, aga­rrado a su cama para poder sostenerse. Sus facciones estaban tras­tornadas por aquellos horribles síntomas que Dantés ya conocía y que tanto le asustaran anteriormente.

‑¿Comprendéis..., amigo mío? ¿No es verdad? ‑le dijo Faria re­signado‑. Nada tengo que deciros.

Edmundo lanzó un grito de dolor, y perdiendo completamente la cabeza se dirigió a la puerta gritando:

‑¡Socorro!¡Socorro!

Faria tuvo suficientes fuerzas aún para detenerle.

‑¡Silencio o estáis perdido! ‑le dijo‑ No pensemos sino en vos, amigo mío, en haceros soportable la prisión y posible la fuga. Años enteros necesitaríais para volver a hacer lo que yo hasta aquí hice, y sería vano en cuanto nuestros carceleros conociesen que estamos de acuerdo. Por otra parte, tranquilizaos, amigo, que no estará vacío mucho tiempo este calabozo que yo voy a abandonar. Otro desgracia­do vendrá a ocupar mi puesto. Acaso él será joven, y fuerte, y sufrido como vos, y podrá ayudaros en vuestra fuga, que yo impedía. Ya no tendréis un semicadávér adherido a vos, que paralizará todos vuestros esfuerzos. Decididamente Dios se acuerda de vos, os da más que os quita, pues ya es tiempo de que yo muera.

Edmundo no pudo hacer otra cosa más que cruzar las manos y ex­clamar:

‑¡Oh, amigo mío! ¡Amigo mío! ¡Callad!

Luego, recobrando su fortaleza, que le abandonó un instante por aquel golpe imprevisto, y su valor, vencido por las palabras del viejo, repuso:

‑¡Oh! Ya os salvé una vez, bien puedo salvaros otra.

Y levantó el pie de la cama, y sacó el frasco, que contenía aún una tercera parte del licor rojo.

‑Mirad ‑le dijo‑, aún nos queda esta medicina salvadora. Pron­to, pronto, decidme lo que necesito hacer. ¿Se toman esta vez otras precauciones? Hablad, amigo mío, que ya os escucho.

‑No hay esperanza ‑respondió el abate inclinando la cabeza‑, pero no importa, la voluntad de Dios es que el hombre que ha creado y en cuyo corazón ha puesto con tantas raíces el amor a la vida, haga cuanto pueda por conservar esta vida, tan trabajosa algunas veces y siempre tan amada.

‑¡Sí, sí! ‑exclamó Dantés‑, os salvaré, sí, os lo repito.

‑Pues ea, procuradlo, el frío me acomete, siento que la sangre se agolpa a mi cerebro, este horrible temblor que hace rechinar mis dien­tes, y parece que disloca todos mis huesos, este espantoso temblor invade mi cuerpo, dentro de cinco minutos me dará el ataque, dentro de un cuarto de hora no os quedará de mí más que un cadáver.

‑¡Oh! ‑exclamó Dantés con desesperado acento.

‑Haced lo que la otra vez, con la diferencia de no esperar tanto tiempo. Todos los resortes de mi vida están ahora muy gastados, y la muerte ‑prosiguió mostrándole su brazo y su pierna paralíticos‑, la muerte recorrió ya la mitad de su camino. Si después de haberme echa­do en la boca doce gotas, en lugar de diez, vieseis que no vuelvo en mí, me echáis el resto. Ahora, llevadme a la cama, porque apenas puedo sostenerme.

Edmundo cogió en sus brazos al viejo y lo puso en la cama.

‑Ahora acercaos, amigo mío, único consuelo de mi triste vida ‑le dijo Faria‑ don del cielo, aunque algo tardío, pero, en fin, don del cielo, y don inapreciable, de que le doy infinitas gracias..., en este momento en que me separo de vos para siempre, os deseo todas las dichas, toda la prosperidad que merecéis. ¡Hijo mío! ¡Yo os bendigo!

El joven se arrodilló, apoyando la cabeza en la cama de Faria.

‑Sobre todo, hijo mío, escuchad bien lo que os digo en este ins­tante supremo: el tesoro de los Spada existe efectivamente. Dios me concede que en este momento no haya para mí ni obstáculo ni dis­tancias. Lo estoy viendo en el fondo de la segunda gruta, mis ojos penetran en las entrañas de la tierra y se deslumbran con tantas ri­quezas. Si conseguís evadiros, recordad que el pobre abate, a quien todo el mundo creía loco, no lo estaba. ¡Corred a Montecristo, apo­deraos de nuestra fortuna, y gozadla, que bastante sufristeis!

Una violenta sacudida interrumpió al anciano. Edmundo levantó la cabeza y vio que sus ojos se enrojecían, parecía que una ola de sangre le subía desde el pecho a la frente.

‑¡Adiós! ¡Adiós! ‑murmuró Faria, apretando convulsivamente la mano del joven‑. ¡Adiós!

‑¡Oh! ¡Todavía no! ¡Todavía no! ‑exclamaba éste‑. No me abandonéis... ¡Oh, Dios mío! ¡Socorredle...! ¡Socorro! ¡Acudid...!

‑¡Silencio! ‑murmuró el moribundo. ¡Silencio!, que luego nos separarán si me salváis.

‑Es cierto. ¡Oh! Sí, sí, confianza; os salvaré. Además, aunque pa­rece que sufrís mucho, no es tanto como la otra vez.

‑Desengañaos..., sufro menos porque tengo menos fuerzas para sufrir. A vuestra edad se tiene fe en la vida; que es el privilegio de la juventud creer y esperar; pero los viejos ven la muerte con más claridad... ¡Oh...!, ya está aquí..., ya se aproxima... todo se acaba... pierdo la vista... ¡y la razón! Dadme la mano, Dantés... ¡Adiós! ¡Adiós!

E incorporándose por un esfuerzo supremo, repuso:

‑¡Montecristo...! ¡No os olvidéis de Montecristo!

Y volvió a caer en la cama.

La crisis fue terrible. Un cuerpo con los miembros retorcidos, las pupilas hinchadas, una espuma sanguinolenta en la boca, fue lo que en aquel lecho de dolor ocupó el puesto del ser tan inteligente que se había acostado pocos minutos antes.

Dantés tomó la lámpara, la colocó en la cabecera de la cama, sobre una piedra que sobresalía de la pared, de modo que su trémula luz alumbraba con reflejos extraños y fantásticos aquella fisonomía des­encajada, aquel cuerpo inerte y aniquilado.

Con la mirada fija en él esperó valerosamente la ocasión de admi­nistrarle la medicina salvadora. Cuando creyó que había llegado esta ocasión, cogió el cuchillo, sepa­ró los dientes, que le ofrecieron menos resistencia que la vez anterior, contó las doce gotas y esperó. El frasco podría tener otro tanto de licor que el gastado.

Esperó diez minutos, un cuarto de hora, media hora, ¡y nada! Tembloroso, con los cabellos lacios y la frente inundada de sudor, contó los minutos por los latidos de su corazón. Entonces pensó que era ya tiempo de arriesgar la última prueba, acercó el frasco a los labios sanguinolentos de Faria, y sin necesidad de separarle las mandíbulas, que no habían vuelto a juntarse, echó en la boca el resto del líquido. El efecto fue galvánico y una violenta contracción sacudió todos los miembros de Faria, sus ojos volvieron a abrirse con una expre­sión horrorosa, exhaló un suspiro que parecía un grito, y fue luego, poco a poco, quedándose inmóvil; únicamente los ojos le quedaron abiertos.

Media hora, una y hasta hora y media pasaron, siendo de agonía para Edmundo. Inclinado hacia su amigo con la mano sobre su pecho, sintió sucesivamente irse el cuerpo enfriando, y el latido del corazón hacerse sordo y profundo. Todo acabó bien pronto, apagóse el último latido, la cara se puso lívida y aunque los ojos seguían abiertos, ya no miraban.

Ya eran las seis de la mañana, y rayaba el día; su luz indecisa, pe­netrando en el calabozo, amenguaba la de la lamparilla moribunda. Sus ráfagas extrañas y fantásticas daban tal vez al cadáver aparien­cias de vida. En tanto duró la lucha del día con la noche, Dantés pudo dudar aún, pero cuando se hizo enteramente de día llegó a com­prender que se hallaba solo con un cadáver. Entonces se apoderó de él un terror profundo a invencible. No osaba estrechar aquella mano que caía fuera de la cama, ni menos fijar sus ojos en aquellos ojos blancos a inmóviles, que en vano trató de cerrar muchas veces. Apagó la lamparilla, ocultóla con mucho cui­dado, y desapareció, colocando como pudo la baldosa sobre su ca­beza. Por otra parte, ya era hora; el carcelero iba a venir de un momento a otro.

Nada indicó en el carcelero que tuviese ya conocimiento de la des­gracia. Cuando salió, sintióse Edmundo impaciente por saber lo que iba a pasar en el calabozo de su desgraciado amigo, y para saberlo pe­netró en el subterráneo, llegando a tiempo de oír las exclamaciones del carcelero pidiendo auxilio.

Pronto acudieron los otros carceleros, se oyó después ese Pa­so regular y sordo que usan los soldados, aunque no estén de servi­cio. Tras los soldados se presentó el gobernador.

Edmundo oyó rechinar la cama, como si diesen vuelta al cadáver, y la voz del gobernador que ordenaba que le echasen agua a la cara y que viendo que ésta no le causaba efecto alguno, mandó a buscar al médico.

El gobernador salió, y algunas frases compasivas llegaron a oídos de Dantés, mezcladas con risas burlonas.

‑Vamos, vamos, el loco ha ido a reunirse con su tesoro ‑decía uno‑ ¡Buen viaje!

‑Con todos sus millones no tendrá para pagar la mortaja ‑añadía otro.

‑¡Oh!, las mortajas del castillo de If no cuestan muy caras ‑res­pondía un tercero.

‑Quizá como eclesiástico, hagan algunos gastos más por él ‑dijo uno de los primeros interlocutores.

‑Este irá al saco.

Edmundo no perdió una sola palabra, pero apenas comprendía lo que decían.

A poco dejaron de oírse las voces, y juzgó que habían salido del calabozo. Sin embargo, no se atrevió a entrar en él, porque era fácil que al­guno se hubiera quedado a velar al muerto. Conteniendo su respiración, permaneció mudo a inmóvil.

Transcurrida una hora, sobre poco más o menos, interrumpió el si­lencio un leve ruido que iba aumentándose. Era el gobernador, que volvía acompañado del médico y de algunos oficiales. Hubo un momento de silencio. Era evidente que el médico se acer­caba a la cama y examinaba el cadáver. Pronto comenzó la discusión.

El médico analizó la enfermedad de que había sido atacado el pre­so y declaró que estaba muerto. La conversación tenía un tono de indiferencia que indignó a Dantés, pareciéndole que todo el mundo debía profesar al pobre abate una parte de la afección que le profesaba él.

‑Lo siento mucho ‑dijo el gobernador respondiendo a la decla­ración del médico‑, mucho lo siento, porque era un preso amable, inofensivo, que nos divertía con su locura, y sobre todo fácil de guar­dar.

‑¡Oh! ‑repuso el llavero‑, aunque no le hubiéramos guardado tan bien, hubiera permanecido aquí cincuenta años, sin intentar una sola vez escaparse, yo lo aseguro.

‑No obstante ‑indicó el gobernador‑, creo que sería oportuno, a pesar de vuestra declaración, y no porque yo dude de vuestra cien­cia, sino para poner a cubierto mi responsabilidad, sería convenien­te que nos asegurásemos de que está efectivamente muerto.

Hubo otro intervalo de silencio absoluto, durante el cual Dantés, que seguía acechando, creyó que el médico examinaba y tocaba el ca­dáver por segunda vez.

‑Podéis estar tranquilo ‑dijo al gobernador‑. Está bien muerto, os respondo de ello.

‑Ya sabéis, caballero ‑repuso el gobernador con insistencia‑, que en estos casos no nos contentamos con un simple examen, con­que dejando a un lado las apariencias, servíos cumplir las formalida­des prescritas por la ley.

‑Que calienten los hierros ‑ordenó el doctor‑, aunque es en verdad una precaución inútil.

Esta orden de calentar los hierros hizo estremecer a Dantés.

Oyéronse pasos precipitados, el rechinar la puerta, idas y veni­das, y después entró un mozo diciendo:

‑Aquí tenéis el basero con un hierro.

Hubo otro instante de silencio, oyóse después un chirrido como de carne quemada, y un olor nauseabundo llegó hasta el horrorizado Dan­tés a través de la baldosa. Aquel olor de carne humana carbonizada hizo que Edmundo estuviera a punto de desmayarse.

‑Bien veis, caballero, que está muerto efectivamente ‑dijo el doctor‑, esta quemadura en el talón es la última prueba que podía­mos hacer. Ya el pobre loco se curó de su locura, y se libró de su cautividad.

‑¿No se llamaba Faria? ‑inquirió uno de los oficiales que acom­pañaban al gobernador.

‑Sí, señor, y pretendía que su nombre era muy aristocrático. Por lo demás, le creía hombre muy entendido y muy razonable en todas las cosas que no fuesen su tesoro, pero en esto debo confesar que era intratable.

‑Nosotros llamamos monomanía a esa enfermedad ‑observó el médico.

‑¿No habéis tenido nunca queja de él? ‑preguntó el gobernador al carcelero encargado de llevar la comida al abate.

‑Nunca, señor gobernador ‑respondió el carcelero‑. A1 contra­rio, muchas veces me divertía contándome historietas, y hasta una vez que mi mujer estuvo enferma me dio una receta que la hizo sanar al momento.

‑¡Vaya, vaya! ¡Y yo que ignoraba que me las había con un cole­ga! ‑dijo el médico‑. Espero, señor gobernador ‑añadió sonrien­do‑‑, que le trataréis como a tal.

‑Sí, sí, desde luego. Le meteremos decentemente en el saco más nuevo que se encuentre. ¿Estáis contento?

‑¿Tenemos que cumplir esa formalidad en vuestra presencia? ‑le preguntó el mozo.

‑Sin duda alguna, pero daos prisa, que no pienso estar aquí todo el día.

Dantés volvió a oír nuevas idas y venidas, y poco después roce como de una tela, giró la cama sobre sus goznes, y un pie pesado, como de un hombre que levanta una carga, conmovió la baldosa que ocultaba a Dantés. Luego volvió a rechinar la cama como si el cadáver tornase a su sitio.

‑Esta noche... ‑dijo el gobernador.

‑¿Se le dirá misa? ‑preguntó uno de los oficiales.

‑¡Imposible! ‑respondió el gobernador‑. Precisamente ayer me pidió el capellán del castillo permiso para ir a Hyeres por ocho días, y se lo concedí respondiéndole de todos mis presos. Si el pobre abate se hubiera dado menos prisa, no se quedara sin su requiem.

‑Bah, bah ‑dijo el médico con esa impiedad familiar a los de su profesión‑, es sacerdote y Dios se lo tomará en cuenta, por no dar al infierno el gusto de enviarle un sacerdote.

Una carcajada general acogió esta horrible burla. Entretanto seguían amortajando al abate.

‑Esta noche... ‑dijo el gobernador, viendo la tarea acabada.

‑¿A qué hora? ‑le preguntó el mozo.

‑A eso de las diez o las once.

‑¿Y se ha de velar al muerto?

‑¿Para qué? Se cierra el calabozo como si estuviese vivo.

Las voces se fueron perdiendo y los pasos alejándose, crujió la ce­rradura de la puerta y sus pesados cerrojos, y un silencio más medro­so que el de la soledad, el de la muerte, invadió el calabozo y hasta el alma petrificada del joven. Entonces levantó lentamente la baldosa con la cabeza, y echó una mirada investigadora por el calabozo. Estaba desierto.

Edmundo salió de la galería.

 

Capítulo veinte

El cementerio del castillo de If

Sobre la cama, tendido a lo largo a iluminado débilmente por la claridad de la luz nebulosa que penetraba por la ventana, se veía un saco de grosera tela, cuyos informes pliegues dibujaban los con­tornos de un cuerpo humano: aquél era el sudario del abate, aquél era el sudario que, según decían los carceleros, costaba tan poco. Todo había terminado. La separación material existía ya entre Dantés y su anciano amigo. Ya no podría ver aquellos ojos que habían quedado abiertos como para mirar más allá de la muerte, ni podría estrechar aquella mano industriosa que descorriera el velo a tantos misterios para que él los penetrase. Faria, su útil y buen compañero, a cuya presencia tanto se había acostumbrado, no existía ya más que en su memoria. Entonces se sentó a la cabecera de la cama, dominado de una triste y lúgubre melancolía.

¡Solo! ¡Había vuelto a quedarse solo! ¡Había vuelto al silencio y la nada!

¡Solo! ¡Sin compañía y hasta sin la voz del único ser amigo que le quedaba en la tierra!

¿No sería mejor que fuera a resolver con Dios el problema de la vida, como había hecho el abate Faria, aun pasando por tantos dolo­res como él?

La idea del suicidio, desterrada por la presencia y la amistad del abate, vino entonces a colocarse como un fantasma al lado del cadá­ver de éste.

‑Si pudiera morir iría adonde él va ‑dijo‑, y volvería a encon­trarle seguramente. Pero ¿cómo morir? Bien fácil es ‑añadió son­riendo‑. Me quedo aquí, me abalanzo al primero que entre, lo aho­go y me guillotinan.

Sin embargo, como ocurre siempre, así en los grandes dolores como en las grandes tempestades, que damos con el abismo al dar en los extremos, horrorizó a Dantés la idea de esta muerte infamante, y de súbito pasó de esta desesperación a una sed ardiente de libertad.

‑¡Morir! ¡Oh!, no ‑exclamó‑, no valdría la pena de haber vivido tanto y sufrido tanto, para morir así. Ahora sería verdadera­mente conspirar en favor de mi destino miserable. No, quiero vivir, quiero luchar hasta el fin, quiero recobrar la dicha que me han robado. Con la idea de la muerte me olvidaba de que tengo verdugos que cas­tigar, y quién sabe si recompensar amigos. Pero, ¡ay!; ahora van a ol­vidarme, y no saldré ya de aquí sino como el abate Faria.

Al pronunciar estas palabras quedó petrificado, como aquel a quien se le ocurre una idea aterradora. De pronto se incorporó, llevóse la mano a la frente como si le diera un vértigo, dio dos o tres vueltas por la habitación, y fue a detenerse delante de la cama.

‑¡Oh!, ¡oh! ‑murmuró‑. ¿Quién me envía este pensamiento? ¿Sois vos, Dios mío? Pues que sólo los muertos salen de aquí, ocu­pemos el lugar de los muertos.

Y sin vacilar un momento siquiera, por no cambiar aquella resolu­ción desesperada, inclinóse sobre el nauseabundo saco, lo abrió con el cuchillo que Faría había hecho, sacó el cadáver, lo llevó a su propio calabozo, lo acostó en su cama, poniéndole en la cabeza el pañuelo de hilo que él acostumbraba llevar puesto, lo cubrió con su cobertor, besó por última vez aquella frente helada, pugnó por cerrar aquellos ojos rebeldes que seguían abiertos y horribles en su inmovilidad, le puso el rostro vuelto a la pared, para que el carcelero al traerle la cena creyese que estaba acostado como solía, volvió al subterráneo, sacó de su escondite la aguja y el hilo, se quitó sus harapos para que se sintiera por el tacto la carne desnuda, metióse en el saco embreado, se colocó en la misma situación que el cadáver tenía, y sujetó por den­tro la costura. Si por desgracia hubiesen entrado en este momento, hubieran podido oír los latidos de su corazón.

Habíale sido posible esperar que pasase la visita de la noche, pero temía que el gobernador cambiase de idea, mandando sacar el ca­dáver. Con esto perdería su última esperanza. Ahora lo que tenía que temer era muy poco. He aquí su plan:

Si por el camino los enterradores conocían que llevaban un vivo en lugar de un muerto, no les daba tiempo para nada, con una cuchillada vigorosa abría de arriba abajo el saco, y se aprovechaba de su terror para escaparse. Si querían apoderarse de él, ¿no llevaba un cuchillo? Si lo conducían hasta el cementerio y le metían en una fosa, dejá­base cubrir de tierra, y apenas los enterradores volviesen la espalda, se abría paso a través de la tierra removida, y como era de noche, escapaba. Pensaba que el peso no sería tan grande que no lo pudiera resistir.

Si se equivocaba, si, por el contrario, la tierra le pesaba mucho y le ahogaba, ¡tanto mejor para él!, todo concluiría entonces.

No había comido desde la víspera, pero ni aquella mañana había pensado en el hambre, ni ahora pensaba tampoco. Era demasiado precaria su situación para que pudiera ocuparse de otra cosa.

El primer peligro a que estaba expuesto era que el carcelero, al lle­varle su comida a las siete, echase de ver la sustitución verificada. Por fortuna, veinte veces había recibido Dantés acostado al carcelero, ya fuese por misantropía, ya por cansancio, y en este caso generalmente aquel hombre dejaba sobre la mesa el pan y la sopa y se iba sin ha­blarle.

Pero esa vez el carcelero podía hablarle y como Dantés no le res­pondería, acercarse a la cama y descubrirlo todo.

Hacia las siete de la noche fue cuando empezaron, a decir verdad, las agonías de Dantés. Con una mano apoyada en el pecho trataba de ahogar los latidos de su corazón mientras enjugaba con la otra el su­dor de su frente, que corría hasta por sus mejillas. De vez en cuando todo su cuerpo se estremecía con un temblor convulsivo, oprimiéndo­sele el corazón como si estuviese sometido a la presión de un torno. Transcurrían las horas sin que en el castillo se notase ningún movi­miento por lo que comprendió que se había librado del primer pe­ligro. Esto era de buen agüero. Por último, a la hora señalada por el gobernador, se oyeron pasos en la escalera. Edmundo conoció que el momento había llegado, y llamó en su ayuda todo su valor, contenien­do su aliento. Feliz él si hubiera podido contener de igual modo los violentos latidos de su corazón.

Los pasos, que iban en aumento, se detuvieron a la puerta. Dantés supuso que eran dos los enterradores que iban a buscarle. Esta sos­pecha se trocó en certidumbre cuando oyó el ruido que hacían al po­ner en el suelo las parihuelas.

Abrióse la puerta y una luz confusa hirió los ojos de Edmundo. A través del lienzo que le envolvía, vio acercarse dos sombras a su cama, en tanto que otra, con un farol en la mano, se quedó a la puerta. Cada uno de los que se acercaron a la cama cogió el saco por uno de sus extremos.

‑Para ser viejo y tan flaco, pesa bastante ‑dijo uno de ellos levan­tando la cabeza de Dantés.

‑He oído decir que el peso de los huesos aumenta media libra to­dos los años ‑contestó el otro asiéndole por los pies.

‑¿Has hecho el nudo? ‑preguntó el primero.

‑Buena tontería fuera añadir un peso inútil. Allá lo haré.

‑Tienes razón. Vamos.

« ¿Pare qué será ese nudo? », se preguntaba Dantés.

Desde la cama trasladaron a las angarillas al falso muerto. Edmun­do se puso todo lo rígido que pudo para desempeñar mejor su papel de cadáver. Pusiéronle, pues, en las angarillas, y alumbrados por el del farol, que iba delante, empezaron a subir la escalera.

De súbito, el aire fresco de la noche, en el que Dantés reconoció al mistral, azotó su cuerpo. Esta súbita sensación fué a la vez angustiosa y dulcísima.

A unos veinte pasos detuviéronse los que le llevaban, y pusieron en el suelo las angarillas. Uno de ellos debió de alejarse un tanto, porque Edmundo oyó sus pisadas en las losas.

« ¿Dónde estoy? », se preguntó.

‑¿Sabes que no pesa poco? ‑dijo el que había permanecido jun­to a Dantés, sentándose al borde de las angarillas.

La primera idea de Dantés fué escaparse entonces, pero por fortuna se contuvo.

‑Alúmbrame, animal ‑dijo el que se había separado‑, alúmbra­me o no podré encontrar lo que busco.

El hombre de la linterna obedeció a la demanda del enterrador, aunque, como se ha visto, no tenía nada de cortés.

«¿Qué buscará? ‑dijo para sí Dantés‑,sin duda un azadón.»

Una exclamación dio a entender que el enterrador había encon­trado al fin lo que buscaba.

‑Menudo trabajo ha costado ‑dijo el otro.

‑Sí, pero nada se ha perdido por esperar ‑contestó el primero.

Y dicho esto se acercó a Edmundo, que oyó poner a su lado una cosa pesada y sonora. Al mismo tiempo una cuerda atada a sus pies le causó viva y dolorosa impresión.

‑¿Está ya hecho el nudo? ‑preguntó el enterrador que no se ha­bía movido de allí.

‑Y bien hecho ‑respondió el otro.

‑Pues en marcha.

Y volviendo a coger las angarillas siguieron su camino.

A los cincuenta pasos sobre poco más o menos hicieron alto para abrir una puerta, y volvieron a proseguir su camino.

El rumor de las olas, estrellándose en las peñas que sirven de base al castillo, iba llegando más distintamente a Dantés a medida que iban avanzando.

‑¡Mal tiempo hace! ‑dijo uno de los hombres‑. No está el mar pare bromas esta noche.

‑El abate corre peligro de fondear.

Y ambos soltaron una carcajada.

Aunque Dantés no los comprendió, sus cabellos se erizaron.

‑Bien. Ya hemos llegado ‑dijo el primero.

‑Más allá, más allá ‑repuso el otro‑. ¿No te acuerdas que el último muerto se quedó en el camino, destrozado entre las rocas, y que el gobernador nos regañó al día siguiente?

Subiendo constantemente, dieron cuatro o cinco pesos más, luego sintió Edmundo que le cogían por los pies y por la cabeza y que le ba­lanceaban.

‑¡A la una! ‑dijeron los enterradores.

‑¡A las dos!

‑¡A las tres!

Dantés se sintió lanzado al mismo tiempo a un inmenso vacío, hen­diendo los aires como un pájaro herido de muerte, y bajando, bajan­do a una velocidad que le helaba el corazón. Aunque le atraía hacia abajo una cosa pesadísima que precipitaba su rápido vuelo, parecióle como si aquella caída durase un siglo, hasta que, por último, con un ruido espantable, se hundió en un ague helada que le hizo exhalar un grito, ahogado en el mismo instante de sumergirse. Edmundo había sido arrojado al mar con una bala de treinta y seis atada a sus pies. El cementerio del castillo de If era el mar.

 


Date: 2015-12-17; view: 535


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