Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Capítulo once

El ogro de Córcega

Al contemplar aquel rostro tan alterado, el rey Luis XVIII re­chazó violentamente la mesa a que estaba sentado.

‑¿Qué tenéis, señor barón? ‑exclamó‑. ¡Estáis turbado y vaci­lante! ¿Tiene alguna relación eso con lo que decía el conde de Bla­cas, y lo que acaba de confirmarme el señor de Villefort?

Por su parte el conde de Blacas se acercó también al barón; pero el miedo del cortesano impedía el triunfo del orgullo del hombre. En efecto, en aquella sazón era más ventajoso para él verse humillado por el ministro de policía, que humillarle en cosa de tanto interés.

‑Señor... ‑balbució el barón.

‑Acabad ‑dijo Luis XVIII.

Cediendo entonces el ministro de policía a un impulso de desespe­ración, corrió a postrarse a los pies del rey, que dio un paso hacia atrás frunciendo las cejas.

‑¿No hablaréis? ‑dijo.

‑¡Oh, señor! ¡Qué espantosa desgracia! ¿No soy digno de lástima? Jamás me consolaré.

‑Caballero ‑dijo Luis XVIII‑, os mando que habléis.

‑Pues bien, señor, el usurpador ha salido de la isla de Elba el 26 de febrero, y ha desembarcado el 1 de marzo.

‑¿Dónde? ‑preguntó el rey vivamente.

‑En Francia, señor, en un puertecillo cercano a Antibes, en el gol­fo Juan.

‑¡Cómo! El usurpador ha desembarcado en Francia, cerca de An­tibes, en el golfo Juan, a doscientas cincuenta leguas de París el día 1 de marzo, y hasta hoy, 3, no sabéis esta noticia... ¡Eso es imposible, caballero! Os han informado mal o estáis loco.

 

‑¡Ay, señor! Ojalá fuera como decís.

Hizo Luis XVIII un inexplicable gesto de cólera y de espanto, le­vantándose de repente como si este golpe imprevisto le hiriese a la par en el corazón y en el rostro.

‑¡En Francia! ‑exdamó‑. ¡El usurpador en Francia!, pero ¿no se vigilaba a ese hombre? ¿Quién sabe si estarían de acuerdo con él?

‑¡Oh, señor! ‑‑exclamó el conde de Blacas‑, a una persona como el barón de Dandré no se le puede acusar de traición. Todos estába­mos ciegos, alcanzando también nuestra ceguera al ministro de poli­cía. Este es todo su crimen.

‑Pero... ‑dijo Villefort, y repuso al momento reportándose‑. Perdón, señor, perdón, mi celo me hace audaz. Dígnese Vuestra Ma­jestad excusarme.

‑Hablad, caballero, hablad libremente ‑contestó el rey Luis XVIII‑. Ya que nos habéis prevenido del mal, ayudadnos a buscarle el remedio.



‑Todo el mundo, señor, aborrece a Bonaparte en el Mediodía; paréceme que si osa penetrar en su territorio, fácilmente se logrará que la Provenza y el Languedoc se subleven contra él.

‑Sin duda ‑dijo el ministro‑; pero viene por Gap y Sisteron.

‑¡Viene! ‑exclamó Luis XVIII‑. ¿Viene a París?

El silencio del ministro equivalía a una confesión.

‑¿Y creéis, caballero, que podamos sublevar el Delfinado como la Provenza? ‑preguntó el rey a Villefort.

‑Lamento infinito, señor, decir a Vuestra Majestad una verdad cruel; pero las opiniones del Delfinado son muy diferentes de las de la Provenza y el Languedoc. Los montañeses, señor, son bonapartistas.

‑Vamos ‑murmuró Luis XVIII‑, bien sabe lo que se hace. ¿Y cuántos hombres tiene?

‑Señor, me es imposible decirlo a Vuestra Majestad porque lo ig­noro‑dijo el ministro de policía.

‑¡No lo sabéis! ¿No os habéis informado de esta circunstancia? En verdad que no es importante ‑añadió el rey con una sonrisa irónica.

‑No pude informarme, señor. El despacho anunciaba solamente el desembarco y el camino que trae el usurpador.

‑¿Por qué medio habéis recibido ese despacho?

El ministro bajó la cabeza, y el bochorno se pintaba en su sem­blante.

‑Por el telégrafo, señor ‑dijo Dandré.

Luis XVIII dio un paso hacia atrás cruzándose de brazos, como Napoleón hubiera hecho, y dijo pálido de cólera:

‑¡Conque una coalición de siete ejércitos ha derrocado a ese hom­bre, conque un milagro de Dios me ha restituido el trono de mis pa­dres tras veintitrés años de exilio, conque he estudiado, sondeado y analizado en ese destierro los hombres y las cosas de esta Francia, mi tierra de promisión, para que, al llegar al goce de mis anhelos, el mis­mo poder de que dispongo se escape de mis manos para aniquilarme!

‑Señor, es la fatalidad... ‑murmuró el ministro, aplastado por aquellas abrumadoras palabras.

‑¿De modo que es verdad lo que murmuraban nuestros enemi­gos? ¿Nada hemos aprendido? ¿Nada hemos olvidado? Si me vendie­sen como a él le vendieron, me consolaría; pero estar rodeado de per­sonas encumbradas por mí, que deben velar por mí, con más cuidado que por ellas mismas, porque mi fortuna es su fortuna, porque no eran nada antes que yo subiese al trono, porque nada serán si yo cai­go, y caer, y por torpeza, y por incapacidad. ¡Ah! ¡Cuánta razón te­néis, señor mío, la fatalidad... !

El ministro se inclinaba bajo el peso de tan terrible anatema; Bla­cas se limpiaba la frente cubierta de sudor, y Villefort, viendo crecer su importancia, estaba satisfecho en su fuero interno.

‑¡Caer...! ‑prosiguió Luis XVIII, que de una sola mirada son­deó el abismo que amenazaba tragar su trono‑. ¡Caer! ¡Y saber por el telégrafo la noticia! ¡Oh!, mejor quisiera subir al cadalso de mi her­mano Luis XVI, que bajar así las escaleras de las Tullerías, expuesto de ese modo al ridículo... ¿Sabéis, caballero, lo que el ridículo puede en Francia? No lo sabéis, aunque debíais de saberlo.

‑Señor, ¡señor! ‑murmuró el ministro‑, ¡por piedad!

‑Acercaos, señor de Villefort ‑continuó el rey encarándose con el joven, que de pie y un tanto retirado observaba el desarrollo de esta conversación, en que se trataba el destino de un reino‑, acer­caos y decid a este caballero que pudo saber antes lo que no supo.

‑Señor, era materialmente imposible adivinar proyectos que el usurpador ocultaba a todo el mundo.

‑¡Materialmente imposible! ¡Gran palabra! Desgraciadamente hay palabras tan grandes como grandes hombres: ya conozco a ellas y a ellos. ¡Imposible a un ministro que cuenta con una administra­ción, con oficinas, con agentes, con gendarmes, con espías, con un mi­llón y quinientos mil francos de fondos secretos, imposible saber lo que pasa a sesenta leguas de las costas de Francia! Pues oíd: este ca­ballero no contaba con ninguno de tales recursos; este caballero, sim­ple magistrado, sabía más que vos con toda vuestra policía, y hubiese salvado mi corona a tener como vos el derecho de dirigir un telé­grafo.

El ministro miró con una expresión de despecho a Villefort, que in­clinó la cabeza con la modestia del triunfo.

No lo digo por vos, Blacas ‑continuó Luis XVIII‑, pues si bien nada habéis descubierto, tuvisteis al menos la cordura de sospe­char, y sospechar con perseverancia. Otro hombre, acaso hubiera te­nido por intrascendente la revelación del señor Villefort, o por hija de una innoble ambición.

Estas palabras aludían a las que el ministro de policía pronunció tan sobre seguro una hora antes.

Villefort comprendió perfectamente al rey. Otro en su lugar acaso se desvaneciera con el humo de la alabanza; pero temió, crearse un enemigo mortal en el ministro de policía, aunque lo tuviese por hom­bre perdido sin remedio. En efecto, aquel ministro que en la plenitud de su poder no supo adivinar el secreto de Napoleón, podía en sus últimos instantes de vida política descubrir el de Villefort, solamen­te con interrogar a Dantés. Por esto, en vez de cebarse en el caído le alargó la mano.

‑Señor ‑dijo‑‑, la rapidez de este suceso debe probar a Vuestra Majestad que sólo Dios podía impedirlo. Lo que Vuestra Majestad achaca en mí a una perspicacia notable, es hijo del acaso pura y sim­plemente. Lo he aprovechado como un servidor fiel, y nada más. No me concedáis mérito mayor que el que tengo, para no veros obligado a recobrar la primera opinión que formasteis de mí.

El ministro de policía, agradecido, dirigió al joven una elocuente mirada, con lo que conoció Villefort que había logrado su deseo, es decir, que sin perder la gratitud del rey, acababa de ganar un amigo con quien podía contar siempre.

‑Está bien ‑dijo Luis XVIII.

Y añadió luego, volviéndose al ministro de policía y al señor de Blacas:

‑Podéis retiraros, señores. Lo que hay que hacer ahora atañe al ministro de la Guerra.

‑Afortunadamente ‑dijo el señor de Blacas‑, podemos contar con la marina, Vuestra Majestad sabe cuán adicta es a su gobierno, según todos los informes.

‑No me habléis, conde, de informes, que ya sé la confianza que puedo poner en ellos. Y a propósito de informes, señor barón, ¿habéis sabido algo nuevo sobre el asunto de la calle de Santiago?

‑¡El asunto de la calle de Santiago! ‑exclamó el sustituto sin po­der reprimir una exclamación.

Pero en seguida repuso:

‑Perdón, señor, si mi adhesión a Vuestra Majestad hace que me olvide, no del respeto que le debo, que ése está grabado profunda­mente, en mi corazón, sino de la etiqueta de palacio.

‑Decid y haced lo que queráis, caballero ‑respondió el rey Luis XVIII‑; en esta ocasión habéis adquirido el derecho de inte­rrogar.

‑Señor ‑respondió el ministro de policía‑, venía justamente ahora a comunicar a Vuestra Majestad las últimas noticias que he ad­quirido sobre el asunto que nos ocupa. La muerte del general Quesnel nos va a dar el hilo de un gran complot.

El nombre del general Quesnel hizo estremecer a Villefort.

‑En efecto, señor ‑prosiguió el ministro de policía‑, todo indu­ce a creer que esta muerte no ha sido suicidio, como al principio creía todo el mundo, sino asesinato. Cuando desapareció, salía, al parecer, el general Quesnel de un club bonapartista. Un hombre desconocido le fue a buscar aquella misma mañana, citándole en la calle de San­tiago: desgraciadamente el ayuda de cámara del general, que le estaba peinando al entrar el desconocido en el gabinete, aunque recuerda bien que la calle era la de Santiago, no se acuerda del número de la casa.

A medida que el ministro daba estos pormenores al rey, Vinefort, como pendiente de sus labios, mudaba instantáneamente de color.

El monarca se volvió hacia él.

‑¿No suponéis como yo, señor de Villefort, que el general, a quien se tenía justamente por adicto al usurpador, pero que en el fondo era todo mío, haya muerto víctima de una venganza bonapar­tista?

‑Es probable, señor ‑respondió Villefort‑; pero ¿no se conocen más detalles?

‑Hemos dado con el hombre de la cita, y se le sigue la pista.

‑¡Se le sigue la pista! ‑repitió el sustituto.

‑Sí; el ayuda de cámara dio sus señas. Es un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años; moreno, ojos negros, cejas espesas y bigote. Lleva un levitón azul abotonado, y en un ojal la insignia de oficial de la Legión de Honor. Ayer la policía siguió a un individuo exactamen­te igual en todo a ese sujeto; pero le perdió de vista en la esquina de la calle de Coq‑Heron.

Villefort tuvo que apoyarse en el respaldo de un sillón, porque a medida que el ministro hablaba, negábanse sus piernas a sostenerle; pero cuando supo que el desconocido había escapado al agente que le seguía, respiró a sus anchas.

‑Buscad a ese hombre, caballero ‑dijo el rey al ministro de po­licía‑, porque si es verdad, como todo hace suponer, que el general Quesnel que tan útil nos hubiera sido en estas circunstancias, ha caí­do bajo el puñal de un asesino, bonapartistas o no, quiero que los cri­minales sean castigados como se merecen.

Villefort necesitó de toda su sangre fría para no dejar traslucir los terrores que le inspiraban estas palabras del rey.

‑¡Cosa extraña! ‑prosiguió el rey, como bromeando‑; la poli­cía cree haberlo dicho todo cuando dice: se ha cometido un asesinato; y haberlo hecho todo cuando añade: he encontrado la pista de los cul­pables.

‑Señor, confío en que Vuestra Majestad quede completamente sa­tisfecho esta vez.

‑Ya veremos. No quiero deteneros más, barón; iréis a descansar, señor de Villefort, que debéis hallaros muy fatigado del viaje. ¿Os alo­jáis en casa de vuestro padre?

Villefort se turbó visiblemente.

‑No, señor ‑dijo‑. Me hospedo en el hotel de Madrid, situado en la calle de Tournon.

‑Pero supongo que le habréis visto.

‑Señor, en cuanto llegué fui a buscar al conde de Blacas.

‑Pero ¿le veréis?

‑Ni siquiera trataré de hacerlo.

‑¡Ah!, es justo ‑dijo el rey sonriéndose como para probar que to­das sus preguntas encerraban intención‑; olvidábame de que estáis algo reñido con el señor Noirtier, nuevo sacrificio a la causa real, que debo recompensaros.

‑La bondad con que me trata Vuestra Majestad es ya recompensa tan sobre todos mis desos, que nada más tengo que pedir al rey.

‑No importa, caballero, os tendremos presente, descuidad: entre­tanto, esta cruz...

Y quitándose el rey la cruz de la Legión de Honor que solía llevar en el pecho cerca de la cruz de San Luis, y por encima de las placas de la orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo y de San Lázaro, se la dio a Villefort, que repuso:

‑Señor, Vuestra Majestad se equivoca: esta cruz es de oficial.

‑Tomadla, a fe mía, sea la que fuere ‑dijo el rey‑, que no tengo tiempo para pedir otra. Blacas, haced que extiendan el diploma al se­ñor de Villefort.

Los ojos de éste se humedecieron con una lágrima de orgullosa ale­gría; tomó la cruz y la besó.

‑¿Qué órdenes ‑dijo‑ tiene Vuestra Majestad que darme en este momento?

‑Descansad el tiempo que os haga falta, y tened presente que si en París no podéis servirme en nada, en Marsella puede ser muy al contrario.

‑Señor ‑respondió inclinándose Villefort‑, dentro de una hora habré salido de París.

‑Marchad, caballero ‑dijo el rey‑, y si yo os olvidase, que los reyes son desmemoriados, no temáis el hacer por recordaros... Señor barón, ordenad que busquen al ministro de la Guerra. Blacas, quedaos.

‑¡Ah, señor! ‑dijo al magistrado el ministro de policía, cuando salieron de palacio‑. ¡Entráis con buen pie: vuestra fortuna es cosa hecha!

‑¿Durará mucho? ‑murmuró el magistrado saludando al minis­tro, cuya fortuna se deshacía, y buscando con los ojos un coche para volver a su casa.

A una seña de Villefort se acercó un fiacre, a cuyo conductor dio las señas de su casa, lanzándose al fondo en seguida, donde se entregó a sus sueños ambiciosos.

Diez minutos más tarde, el magistrado estaba ya en su casa, y man­dó a par que le sirviesen el almuerzo y que preparasen los caballos para dentro de dos horas.

Iba ya a sentarse a la mesa, cuando sonó fuertemente la campanilla, como agitada por una mano vigorosa. El ayuda de cámara fue a abrir, y Villefort pudo oír que pronunciaban su nombre.

‑¿Quién puede saber que estoy en París? ‑murmuró.

En este momento entró el ayuda de cámara.

‑¿Y bien? ‑le dijo Villefort‑. ¿Quién ha llamado? ¿Quién pre­gunta por mí?

‑Una persona que no quiere decir su nombre.

‑¡Una persona que no quiere decir su nombre! ¿Y qué quiere?

‑Desea hablaros.

‑¿A mí?

‑Sí, señor.

‑¿Ha dado mis señas? ¿Sabe quién soy yo?

‑Indudablemente.

‑¿Qué trazas tiene?

‑Es un hombre de unos cincuenta años.

‑¿Alto? ¿Bajo?

‑De la estatura del señor, sobre poco más o menos.

‑¿Blanco o moreno?

‑Muy moreno; de cabellos, ojos y cejas negros.

‑¿Y cómo va vestido? ‑preguntó vivamente el magistrado.

‑Un levitón azul, abotonado hasta arriba, con la roseta de la Le­gión de Honor.

‑¡Él es! ‑murmuró Villefort palideciendo.

‑¡Diantre! ‑dijo asomando en la puerta el hombre que hemos descrito ya dos veces‑. ¡Diantre! ¡Qué conducta tan extraña! ¿Así hacen en Marsella esperar los hijos a sus padres en la antecámara?

‑¡Padre mío...! ‑exclamó el sustituto‑, no me engañé..., sos­pechaba que fueseis vos.

‑Si lo sospechabas ‑contestó el recién llegado dejando el bastón en un rincón y el sombrero en una silla-, permíteme entonces, que­rido Gerardo, hacerte ver que has obrado mal haciéndome esperar.

‑Dejadnos, Germán ‑dijo Villefort.

El criado se retiró, y veíase que le sorprendía lo ocurrido.

 

Capítulo doce

Padre a hijo

El señor Noirtier, porque, en efecto, era él quien acababa de llegar, siguió con la vista al criado hasta que cerró la puerta, y luego, sin duda receloso de que se quedase a escuchar en la antecámara, la volvió a abrir por su propia mano. No fue inútil esta precaución, y la presteza con que salía Germán de la antecámara dio a entender que no estaba puro del pecado que perdió a nuestro primer padre. El señor Noirtier se tomó entonces el trabajo de cerrar por sí mismo la puerta de la an­tecámara, y echando el cerrojo a la de la alcoba, acercóse, tendiéndole la mano, a Villefort, que aún no había dominado la sorpresa que le causaban aquellas operaciones.

‑¿Sabes, querido Gerardo ‑le dijo mirándole de una manera in­definible‑, sabes que me parece que no lo alegras mucho de verme?

‑Padre mío ‑respondió Villefort‑, me alegro con toda el alma; pero no esperaba vuestra visita y me ha sorprendido.

‑Mas ahora que caigo en ello ‑respondió el señor Noirtier‑, que yo os podría decir otro tanto. Me anunciáis desde Marsella vues­tra boda para el 28 de febrero, ¡y estáis en Paris el 3 de marzo!

‑No os quejéis, padre mío, de mi estancia en París ‑dijo Gerardo acercándose al señor Noirtier‑. He venido por vos, y mi viaje puede salvaros.

‑¿De veras? ‑dijo el señor Noirtier acomodándose en un si­llón‑; ¿de veras? Contadme eso, señor magistrado, que debe de ser cosa curiosa.

‑¿Habéis oído hablar, padre mío, de cierto club bonapartista de la calle de Santiago?

‑¿Número 53? ¡Ya lo creo! Como que soy su vicepresidente.

‑Vuestra sangre fría me hace temblar, padre.

‑¿Qué quieres? Quien ha sido proscrito por la Montaña, quien ha huido de París en un carro de heno, quien ha corrido por las Lan­das de Burdeos perseguido por los sabuesos de Robespierre, se acos­tumbra a todo en esta vida. Sigue. ¿Qué ha pasado en ese club de la calle de Santiago?

‑Lo que ha pasado es que han citado a él al general Quesnel, y éste, que salió a las nueve de la noche de su casa, ha sido hallado muer­to en el Sena.

‑¿Y quién os contó esa historia?

‑El mismo rey, señor.

‑Pues a cambio de ella voy a daros una noticia ‑prosiguió Noir­tier.

‑Supongo que ya sé de qué se trata.

‑¡Ah! ¿Sabéis el desembarco de Su Majestad el emperador?

‑¡Silencio, padre! Os lo suplico por vos y por mí. Ya sabía yo esa noticia, y aún antes que vos, porque hace tres días que bebo los vien­tos desde Marsella a París, rabioso por no poder apartar de mi ima­ginación esa idea que me la trastorna.

‑¡Hace tres días! ¿Estáis loco? Hace tres días no se había embar­cado todavía el emperador.

‑No importa. Yo sabía su intento.

‑¿Cómo?

‑Por una carta que os dirigían a vos desde la isla de Elba.

‑¿A mí?

‑A vos: la he sorprendido, así como al mensajero. Si aquella carta hubiera caído en otras manos, quizás estaríais fusilado a estas horas, padre mío.

El señor Noirtier se echó a reír.

‑No parece ‑dijo‑ sino que la restauración haya aprendido del imperio el modo de dar remate pronto a los asuntos. ¡Fusilado! ¿Adón­de vamos a parar? ¿Y qué es de esa carta? Os conozco bastante bien para temer que hayáis dejado de destruirla.

‑La quemé, temeroso de que hubiese en el mundo un solo frag­mento; porque aquella carta era vuestra perdición.

‑Y la pérdida de vuestra carrera ‑repuso fríamente Noirtier‑. Ya lo comprendo todo; pero no hay por qué temer, pues me prote­géis por vuestro interés.

‑Más que eso aún: os salvo.

‑¡Vaya, vaya! El interés dramático sube de punto. Explicaos.

‑Volvamos a hablar del club de la calle de Santiago.

‑Parece que el tal club ocupa mucho a la policía. Si lo buscasen mejor ya darían con él.

Ya han dado con la pista.

‑Esa es la frase sacramental. Cuando la policía no ve más allá de sus narices en un asunto, asegura que ha dado con la pista; y con esto espera el gobierno tranquilamente a que venga a decirle con las orejas gachas: he perdido la pista.

‑Sí, pero encontró un cadáver. El general ha sido muerto: en to­das partes del mundo se llama eso un asesinato.

‑¿Un asesinato decís? ¿Quién prueba que el general ha sido víc­tima de un asesinato? Todos los días se encuentran en el Sena cadá­veres de desesperados o de personas que no saben nadar.

‑Sabéis muy bien, padre mío, que el general no se ha suicidado, así como que en el mes de enero nadie se baña. No, no, no os enga­ñéis a vos mismo. Su muerte está bien calificada de asesinato.

‑¿Y quién la califica así?

‑El propio rey.

‑¿El rey? Lo tenía por filósofo: ¿cómo cree que en política haya asesinatos? En política, querido mío, y vos lo sabéis tan bien como yo, no hay hombres, sino ideas; no sentimientos, sino intereses; en política no se mata a un hombre, sino se allana un obstáculo. ¿Que­réis que os diga cómo ha acaecido lo del general Quesnel? Pues voy a decíroslo. Creíamos poder contar con él, y aun nos lo habían reco­mendado de la isla de Elba. Uno de nosotros fue a su casa a invitarle para que asistiera a una reunión de amigos en la calle de Santiago. Accede a ello, se le descubre el plan, la fuga de la isla de Elba, el desembarco, todo en fin; y cuando lo sabe, cuando ya nada le queda por saber, nos declara que es realista. Entonces nos miramos unos a otros; le hacemos jurar, pero jura de tan mala gana que parecía como si tentase a Dios... Pues oye, a pesar de esto, se le deja salir en liber­tad, en libertad absoluta... Si no ha vuelto a su casa..., ¿qué sé yo? Habrá errado el camino, porque él se separó de nosotros sano y salvo. ¡Asesinato decís! Me sorprende en verdad, Villefort, que vos, sustitu­to del procurador del rey, baséis una acusación en tan malas pruebas. ¿Me ha ocurrido nunca a mí, cuando cumpliendo vuestro deber de realista cortáis la cabeza a uno de los míos, me ha ocurrido nunca el iros a decir: habéis cometido un asesinato? No, sino que os he dicho: bien, muy bien; mañana tomaremos el desquite.

‑Pero tened en cuenta, padre mío, que cuando nosotros la tome­mos será terrible.

‑No os comprendo.

‑¿Vos contáis con la vuelta del usurpador?

‑Confieso que sí.

‑Pues os engañáis. No avanzará diez leguas al corazón de Francia, sin verse perseguido y acosado como un animal feroz.

.‑Mi querido amigo, el emperador está ahora camino de Grenoble; el día 10 ó 12 llegará a Lyon, y el 20 ó 25, a París.

‑Los pueblos van a sublevarse en masa.

‑En su favor.

‑Sólo trae algunos hombres y se enviarán ejércitos numerosos con­tra él.

‑Que le escoltarán el día de su entrada en la capital. En verdad, querido Gerardo, que sois un niño todavía, pues os creéis bien infor­mado porque el telégrafo dice con tres días de atraso: “El usurpador ha desembarcado en Cannes con algunos hombres. Ya se le persigue”. Sin embargo, ignoráis lo que hace y la posición que ocupa. Ya se le persigue, es el non plus de vuestras noticias. Si son ciertas se le per­seguirá hasta París sin quemar un cartucho.

‑Grenoble y Lyon son dos ciudades fieles que le opondrán una barrera infranqueable.

‑Grenoble le abrirá sus puertas con entusiasmo, y Lyon le saldrá al encuentro en masa. Creedme: estamos tan bien informados como vosotros, y nuestra policía vale tanto como la vuestra... ¿Queréis que os lo pruebe? Intentabais ocultarme vuestra llegada y sin em­bargo la he sabido a la media hora. A nadie sino al cochero disteis las señas de vuestra casa, y no obstante yo las sé, pues que llego precisa­mente cuando os ibais a sentar a la mesa. A propósito, pedid otro cubierto y almorzaremos juntos.

‑En efecto ‑respondió Villefort mirando a su padre con asom­bro‑; en efecto estáis bien informado.

‑Es muy natural. Vosotros estáis en el poder, no disponéis de otros recursos que los que procura el oro, mientras nosotros, que es­peramos el poder, disponemos de los que proporciona la adhesión.

‑¿La adhesión? ‑repuso riendo Villefort.

‑Sí, la adhesión, que así en términos decorosos se llama a la am­bición que espera.

Y esto diciendo Noirtier alargó la mano al cordón de la campanilla para llamar al criado, viendo que su hijo no le llamaba; pero éste le detuvo, diciéndole:

‑Esperad, padre mío, oíd una palabra.

‑Decidla.

‑A pesar de su torpeza, la policía realista sabe una cosa terrible.

‑¿Cuál?

‑Las señas del hombre que se presentó en casa del general Quesnel la mañana del día en que desapareció.

‑¡Ah! ¿Conque sabe eso? ¡Miren la policía! ¿Y cuáles son sus señas?

‑Tez morena, cabellos, ojos y patillas negros, levitón azul aboto­nado hasta la barba, roseta de oficial de la Legión de Honor, sombre­ro de alas anchas y bastón de junco.

‑¡Vaya! ¿Conque se sabe eso? ‑dijo Noirtier‑. ¿Y por qué no le ha echado la mano?

‑Porque ayer le perdió de vista en la esquina de la calle de Coq­Heron.

‑¡Cuando yo os digo que es estúpida la policía!

‑Sí, pero de un momento a otro puede dar con él.

‑Sí, si no estuviese sobre aviso ‑dijo Noirtier mirando a su alre­dedor con la mayor calma‑; pero como lo está, va a cambiar de ros­tro y de traje.

Y levantándose al decirlo, se quitó el levitón y la corbata, tomó del neceser de su hijo, que estaba sobre una mesa, una navaja de afeitar, se enjabonó la cara, y con mano firme quitóse aquellas patillas negras que tanto le comprometían.

Su hijo le miraba con un terror que tenía algo de admiración.

Cortadas las patillas, peinóse Noirtier de modo diferente, cambió su corbata negra por otra de color que había en una maleta abierta, su gabán azul cerrado, por otro de su hijo de color claro, observó ante el espejo si le caería bien el sombrero de alas estrechas de Ville­fort, y dejando el bastón de junco en el rincón de la chimenea donde lo había puesto agitó en su nerviosa mano un ligerísimo junco del cual Villefort se servía para presentarse y andar con desenvoltura, que era una de sus principales cualidades distintivas.

‑¿Y ahora crees que me reconocerá la policía? ‑preguntó vol­viéndose hacia su estupefacto hijo.

‑No, señor ‑balbució el sustituto‑. A lo menos, así lo espero.

‑Encomiendo a la prudencia ‑prosiguió Noirtier‑ estos trastos que dejo aquí.

‑¡Oh! Id tranquilo, padre mío ‑respondió Villefort.

‑Ya lo creo. Oye: empiezo a comprender que en efecto puedes haberme salvado la vida; pero, anda, que muy pronto te lo pagaré.

Villefort inclinó la cabeza.

‑Creo que os engañáis, padre mío.

‑¿Volverás a ver al rey?

‑¿Quieres pasar a sus ojos por profeta?

‑Los profetas de desgracias no son en la corte bien recibidos, padre.

‑Pero a la corta o a la larga se les hace justicia. En el caso de una segunda restauración pasarás por un gran hombre.

‑¿Y qué he de decir al rey?

‑‑«Señor, os engañan acerca del espíritu reinante en Francia, y en las ciudades y en el ejército. El que en París llamáis el ogro de Cór­cega, el que se llama todavía en Nevers el usurpador, se llama ya en Lyón Bonaparte, y el emperador en Grenoble. Os lo imagináis fugi­tivo, acosado, y en realidad vuela como el águila de sus banderas. Sus soldados, que creéis muertos de hambre y de fatiga, dispuestos a desertar, multiplícanse como los copos de nieve en torno del alud que cae. Partid, señor, abandonad Francia a su verdadero dueño, al que no la ha comprado, sino conquistado; partid, señor, y no porque estéis en peligro, que él es bastante poderoso para no tocaros el pelo de la ropa; sino porque sería una mengua para un nieto de San Luis, deber la vida al hombre de Arcolea, de Marengo de Austerlitz.» Dile esto, Gerardo..., o mejor será que no le digas nada. Disimula tu viaje a todo el mundo; no te vanaglories de lo que has venido a hacer, ni de lo que hiciste en París; si has bebido los vientos a la venida, devóralos a la vuelta, entra en tu casa de modo que nadie lo sospeche y en par­ticular sé desde ahora humilde, inofensivo, astuto; porque te juro que obraremos como aquel que conoce a sus enemigos y es fuerte de suyo. Andad, andad, mi querido Gerardo, que con obedecer las órdenes paternales, o mejor dicho, si queréis, con atender a los consejos de un amigo, os sostendremos en vuestro destino. Así podréis ‑añadió Noirtier sonriendo‑, salvarme por segunda vez si la rueda de la for­tuna política vuelve a levantaros y a bajarme a mí. Adiós, mi querido Gerardo: en el primer viaje que hagáis, venid a parar en mi casa.

Y con esto se marchó tranquilo, como no había dejado de estarlo un solo momento durante esta conversación, mientras que Villefort, pálido y agitado, corrió a la ventana, desde donde le pudo ver pasar impasible entre dos o tres hombres de mala traza, que emboscados detrás de la esquina, y en los portales, esperaban quizás al de las pati­llas negras, el gabán azul y el sombrero de alas anchas, para echarle el guante.

Villefort permaneció de pie y lleno de ansiedad, hasta que, viéndole desaparecer en la encrucijada de Bussy, se precipitó sobre el malhada­do traje, ocultó en el fondo de su maleta el levitón azul y la corbata negra, aplastó el sombrero escondiéndolo debajo de un armario, hizo pedazos el bastón arrojándolos al fuego, y poniéndose la gorra de viaje llamó al ayuda de cámara, vedándole con un gesto las mil preguntas que éste ansiaba hacer; pagóle la cuenta y se precipitó al carruaje que ya le estaba aguardando. En Lyón supo que Bonaparte acababa de entrar en Grenoble, y participando de la agitación que reinaba en los pueblos del tránsito llegó a Marsella henchida el alma con las an­gustias con que la ambición y los primeros medros suelen envene­narla.


Date: 2015-12-17; view: 575


<== previous page | next page ==>
Capítulo diez | Capítulo trece
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.023 sec.)