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Capítulo quinto 3 page

‑De la conspiración, señor, no sabemos nada todavía. En un lega­jo sellado tenéis sobre vuestro bufete cuantos papeles le hemos en­contrado. Del preso tan sólo podré deciros que, según reza la carta que habéis visto, es un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, bergantín propio de la casa Morrel, que hace el comercio de algodón con Alejandría y Esmirna.

‑Antes de pertenecer a la marina mercante, ¿había servido qui­zás en la de guerra?

‑No, señor. ¡Si es muy joven!

‑¿Qué edad tiene?

‑Diecinueve o veinte años, a lo sumo.

En este momento llegaba Villefort con el comisario a la parte de la calle Grande en que desemboca la de los Consejos. Un hombre que estaba como esperándole, salió a su encuentro. Era el señor Morrel.

‑¡Ah!, señor de Villefort ‑exclamó el buen hombre al ver al sustituto‑. ¡Gracias a Dios que os encuentro! Sabed que acaba de cometerse la más escandalosa, la más terrible arbitrariedad. Acaban de prender al segundo de mi Faraón, al joven Edmundo Dantés.

‑Ya lo sé, caballero ‑respondió Villefort‑; y ahora voy a tomar­le declaración.

‑¡Oh, caballero! ‑prosiguió el naviero, llevado de su amistad ha­cia el joven‑, vos no conocéis al acusado, yo sí, yo le conozco. Es el hombre más honrado y digno, y aún diré más entendido en su oficio que haya en toda la marina mercante. ¡Oh, señor de Villefort! ¡Os lo recomiendo encarecidamente!

Como ya habrán comprendido los lectores, pertenecía Villefort al partido noble de la ciudad, y Morrel al plebeyo: con lo que el prime­ro era ultrarrealista, y al segundo se le tildaba de bonapartista.

Miró Villefort desdeñosamente a Morrel, y le dijo con frialdad:

‑Debéis comprender, caballero, que puede un hombre ser ama­ble en su vida privada, honrado en sus relaciones comerciales, y ser, sin embargo, un gran culpable en política. Lo comprendéis así, ¿no es verdad?

Y recalcó el magistrado estas últimas palabras, como queriéndolas aplicar al armador, mientras con su mirada escrutadora penetraba al fondo del corazón de aquel hombre, que se atrevía a interceder por otro, necesitando él mismo de indulgencia. Morrel se sonrojó, por­que en punto a cosas políticas no tenía muy limpia la conciencia, y porque no se le apartaba de la memoria lo que Edmundo le había dicho de su entrevista con el gran mariscal, y de las palabras del em­perador. Sin embargo, añadió con el interés más vivo:

‑Suplícoos, señor de Villefort, que justo como debéis de serlo, y bondadoso como sois, nos devolváis pronto al pobre Dantés.



Este nos devolváis resonó revolucionariamente en los oídos del sus­tituto.

‑¡Vaya! ¡Vaya! ‑murmuró para su capote‑: nos devolváis... ¿Si estará afiliado este Dantés en alguna sociedad secreta? Cuando su protector usa sencillamente de la fórmula colectiva... Creo que el co­misario dice que le prendió en una taberna en medio de mucha gente... Esto merece la pena de pensarlo seriamente.

Luego añadió en voz alta:

‑Podéis, caballero, estar tranquilo, que no en vano apeláis a mi justicia si el preso es inocente; pero si es culpable, me veré obligado a cumplir con mi obligación, pues en las circunstancias difíciles y aza­rosas en que nos hallamos, sería la impunidad muy mal ejemplo.

Y habiendo llegado Villefort a la puerta de su casa, inmediata al Palacio de Justicia, entró en ella majestuosamente, después de saludar con mucha ceremonia al desdichado naviero, que se quedó como pe­trificado.

Estaba llena la antecámara de gendarmes y agentes de policía, y entre ellos el preso, de pie, inmóvil y tranquilo, aunque todos le mi­raban con expresión rencorosa.

Atravesó Villefort la antecámara mirando a Dantés de reojo, y des­pués de recibir un legajo de manos de un agente, desapareció di­ciendo:

‑Que conduzcan aquí al preso.

Por rápida que fuese, aquella mirada bastó a Villefort para for­marse una idea del hombre a quien iba a interrogar. En aquella frente despejada y ancha había adivinado la inteligencia, el valor en aquellos ojos fijos y aquel fruncido entrecejo, y la franqueza en aquellos labios gruesos y entreabiertos, que dejaban ver sus dientes, blancos como el marfil.

La primera impresión había sido favorable a Dantés; pero como Villefort había oído asegurar muchas veces como máxima de profunda política, que es bueno desconfiar de nuestro primer impulso, aplicó a la ocasión la máxima, sin tener en cuenta la diferencia que va del im­pulso a la impresión.

Por lo tanto, ahogó los sanos instintos que se despertaban en su corazón, compuso al espejo su fisonomía como para caso tan grave, y sombrío y amenazador sentóse delante de su bufete.

Un instante después entró Edmundo, que estaba muy pálido, aun­que tranquilo y sonriendo. Saludó a su juez con cortés desembarazo, y se puso a buscar con los ojos una silla, como si estuviese en casa de su armador.

Entonces sus ojos tropezaron con la mirada impasible de Villefort, con aquella impasible mirada propia de los hombres de mundo, sin transparencia. Y esto hizo que el pobre joven reconociese cuál era su verdadera situación.

‑¿Quién sois, y cómo os llamáis? ‑le preguntó Villefort hojean­do las notas que recibiera del agente al entrar, notas que en una hora habían alcanzado más que mediano volumen: tanto obra la corrup­ción de los espías en esto de prisiones.

‑Me llamo Edmundo Dantés ‑respondió el joven con voz sonora y tranquila‑; soy segundo de El Faraón, buque perteneciente a los señores Morrel e hijos.

‑¿Vuestra edad?

‑Diecinueve años ‑respondió Dantés.

‑¿Qué hacíais cuando os prendieron?

‑Hallábame en la comida de mi boda, señor ‑repuso el joven con voz literalmente conmovida, por el contraste que hacía aquel re­cuerdo con su situación, y el sombrío rostro del sustituto, con la hermosa figura de Mercedes.

‑¡Comida de boda! ‑repitió Villefort, estremeciéndose a pesar suyo.

‑Sí, señor; voy a casarme pronto con una mujer a quien amo hace tres años.

A pesar de su ordinario estoicismo, conmovió a Villefort esta coin­cidencia, que junto con la voz melancólica de Dantés, despertaba en el fondo de su alma una dulce simpatía. El también, como aquel joven, se casaba; él también era dichoso, y fueron a turbar su dicha para que él turbara a su vez la de aquel joven.

«Esta homogeneidad filosófica ‑pensó interiormente‑ sorprende­rá mucho a los convidados, cuando yo vuelva a casa de Saint‑Meran.»

En seguida, mientras Dantés esperaba que siguiese el interrogatorio, se puso a componer en su imaginación el discurso que debía de pronunciar, lleno de antítesis sorprendentes, y de esas frases pretencio­sas que tal vez son tenidas por la verdadera elocuencia.

Terminada en su mente la elocuente perorata, sonrió Villefort seguro de su éxito, y encarándose con Dantés:

‑Proseguid ‑le dijo.

‑¿Qué queréis que diga?

‑Todo aquello que pueda ilustrar a la justicia.

‑Dígame la justicia en qué quiere que la ilustre, y obedeceré de todo en todo: aunque le prevengo ‑añadió con una sonrisa‑ que cuanto puedo decir es de poca monta.

‑¿Habéis servido bajo el mando del usurpador?

‑Su caída estorbó que me viese incorporado a la marina de guerra.

‑Dicen que vuestras opiniones políticas son exageradas ‑prosi­guió Villefort, que aunque nada sabía de esto, quiso darlo por seguro, porque le sirviera de añagaza.

‑¡Yo opiniones políticas, señor! ¡Ah!, casi me da vergüenza el decirlo, pero nunca he tenido opinión. Con mis diecinueve años es­casos, como ya os dije, ni sé nada, ni estoy destinado a otra cosa que a la plaza que mis navieros quieran otorgarme. Así, pues, todas mis opiniones, no digo políticas, sino privadas, se resumen en tres sen­timientos: el cariño de mi padre, el respeto al señor Morrel y el amor de Mercedes. Es cuanto puedo decir a la justicia. Supongo que no le debe de importar mucho.

A medida que Dantés hablaba, Villefort estudiaba aquel rostro tan franco y dulce a la vez, y recordaba las palabras de Renata, que sin conocerle intercedió por aquel preso. Ayudado del conocimiento que ya tenía de los crímenes y de los criminales, hallaba en cada frase de Dantés una prueba de su inocencia. Aquel joven, o mejor dicho, aquel muchacho sencillo, natural, elocuente, con esa elocuencia del corazón que jamás encuentra el que la busca, henchido de afectos para todos, porque era dichoso, cosa que trueca en buenos a los hombres malos, contagiaba en su dulce afabilidad hasta a su mismo juez. A pesar de lo severo que se le mostraba Villefort, ni en sus miradas, ni en su voz, ni en sus acciones, tenía Edmundo para él más que bondad y dulzura.

‑¡Cáspita! ‑exclamó para sí Villefort‑. ¡Qué joven tan intere­sante! No me costará mucho trabajo cumplir el primer deseo de Re­nata..., lo que me valdrá además un buen apretón de manos de todo el mundo.

De tal modo serenó esta esperanza el ceño de Villefort, que cuando volvió a ocuparse de Dantés, el joven, que había observado atenta­mente las mudanzas de su rostro, le sonreía también como su pen­samiento.

‑¿Tenéis enemigos? ‑le preguntó Villefort.

‑¡Enemigos yo! ‑repuso Dantés‑. Afortunadamente valgo poco para tenerlos. Aunque mi carácter es tal vez demasiado vivo, procu­ro siempre refrenarlo con mis subordinados. Diez o doce marineros tengo a mis órdenes. Que se les pregunte y os responderán que me aprecian y me respetan, no diré como a un padre, que soy muy joven para eso, sino como a un hermano mayor.

‑Si no enemigos, podéis tener rivales. Vais a ser capitán a los die­cinueve años, lo que para los vuestros es una posición elevada: ibais a casaros con una mujer que os quiere, felicidad rarísima en la tierra. Estos favores del destino os pueden acaso granjear envidias.

‑Sí, tenéis razón. Es muy posible, cuando vos lo decís: vos, que debéis conocer el mundo mejor que yo; pero si estos rivales fuesen amigos míos, os declaro que no deseo conocerlos por no verme obliga­do a aborrecerlos.

‑Os equivocáis, Dantés. Importa mucho conocer el terreno que pi­samos, y de mí sé decir que me parecéis tan bueno, que por vos me separaré de las ordinarias fórmulas de la justicia, ayudándoos a descu­brir quién sea el que os denuncia. Aquí tenéis la carta que me han dirigido. ¿Reconocéis la letra?

Y sacando la denuncia de su bolsillo la presentó Villefort a Dantés. Al leerla éste pasó como una sombra por sus ojos, y respondió:

‑No conozco la letra, porque está de propósito disfrazada, aunque correcta y firme. De seguro la trazó mano habilísima. ¡Cuán feliz soy ‑añadió, mirando a Villefort con gratitud‑, cuán feliz soy en haber dado con un hombre como vos, pues reconozco en efecto que el que ha escrito ese papel es un verdadero enemigo!

Y en la fulminante mirada con que acompañó el joven estas frases, pudo comprender Villefort cuánta energía se ocultaba bajo aquella apariencia de dulzura.

‑Seamos francos ‑dijo el sustituto‑, habladme no como preso al juez, sino como hombre en una posición falsa a otro que se interesa por él. ¿Qué hay de verdad en esto de la acusación anónima?

Y Villefort arrojó con disgusto sobre su bufete la carta que Dan­tés acababa de devolverle.

‑Todo y nada, señor: voy a deciros la pura verdad, por mi honor de marino, por el amor de Mercedes y por la vida de mi padre.

‑Hablad ‑dijo en voz alta Villefort.

Luego añadió para sí:

«Si Renata me viese, creo que quedaría contenta de mí, y no me llamaría ya corta‑cabezas.»

‑Oíd, señor. Al salir de Nápoles, el capitán Leclerc se sintió atacado de calentura cerebral. Como no había médico a bordo, y el capi­tán se negaba a que desembarcásemos en cualquier punto de la costa, porque tenía prisa en llegar a la isla de Elba, su enfermedad subió de punto hasta que a los tres días, sintiéndose acabar, me llamó y me dijo:

«‑Querido Dantés, juradme por vuestro honor que haréis lo que os voy a encargar ahora. De ello dependen los mayores intereses.

»‑Lo juro, capitán‑le respondí.

»‑Pues oíd. Como después de que yo muera os pertenece el mando del Faraón, en calidad de segundo, lo tomaréis, y haciendo rumbo a la isla de Elba desembarcaréis en Porto‑Ferrajo, preguntaréis por el gran mariscal y le entregaréis esta carta. Acaso entonces os darán otra con una comisión, que me estaba reservada a mí. La cumpliréis y todo el honor será vuestro.

»‑Así lo haré, mi capitán; pero supongo que no será tan fácil como pensáis el llegar hasta el gran mariscal.

»‑Esta sortija os abrirá todas las puertas, y allanará todas las di­ficultades ‑respondió Leclerc.

»Y me entregó la sortija. Ya era tiempo, porque dos horas después deliraba, y a la mañana siguiente había ya muerto.

‑¿Qué hicisteis entonces?

‑Lo que debía, señor, lo que otro cualquiera en mi lugar hubiera hecho. Siempre son sagrados los deseos de un moribundo, y entre los marinos, órdenes. Hice, pues, rumbo a la isla de Elba, adonde llegué a la mañana siguiente, desembarcando yo solo, después de mandar que nadie se moviese. Conforme había previsto se me presentaron algunas dificultades para ver al gran mariscal, pero todas las allanó la sortija. Tras rogarme que le refiriera los detalles de la muerte de Leclerc, como el pobre capitán había sospechado, me entregó una carta encargándome que la llevara en persona a París. Prometíselo resueltamente porque así cumplía también la última voluntad de mi capitán.

»Lo demás ya lo sabéis. Desembarqué en Marsella, arreglé todos los asuntos de aduana y sanidad, y corrí por último a ver a mi novia, que he encontrado más bella y más encantadora que nunca. Gracias al señor Morrel todas las diligencias eclesiásticas se apresuraron, de modo que cuando me prendieron asistía como dije a la comida de boda. Una hora después pensaba casarme y partir mañana a París, cuando esta maldita denuncia que parece despreciáis tanto como yo...

‑Sí, sí ‑murmuró Villefort‑, todo lo creo, y a ser culpable lo sois de imprudencia, aunque imprudencia legítima, pues vuestro ca­pitán os la impuso. Por consiguiente, dadme esa carta de la isla de Elba, y con palabra de presentaros así que os llame, podéis volver al lado de vuestros amigos.

‑¿Conque, es decir, que ya estoy libre, señor? ‑exclamó Dantés lleno de júbilo.

‑Sí, pero dadme primero esa carta.

‑Debe de estar en vuestro poder, porque en ese paquete reco­nozco algunos papeles de los que me cogieron.

‑Aguardad ‑dijo el sustituto a Dantés, que ya cogía su sombre­ro y sus guantes‑; ¿a quién iba dirigida?

Al señor Noirtier, calle de Coq‑Heron, París.

Un rayo que hiriera a Villefort no le trastornara más que este im­previsto golpe. Dejóse caer sobre su asiento, del que se había sepa­rado un si es no es para asir el legajo, y ojeándolo precipitadamente, entresacó la carta fatal, contemplándola con terror indescriptible.

‑¡Al señor Noirtier, calle de Coq‑Heron, número 13! ‑murmuró palideciendo cada vez más.

‑Sí, señor -respondió Dantés‑. ¿Le conocéis?

‑No ‑respondió el sustituto vivamente‑. Un fiel servidor del rey no conoce a los conspiradores.

‑¿Es una conspiración? ‑le preguntó Edmundo, que después de haberse creído libre empezaba de nuevo a asustarse‑. De todos mo­dos, os lo repito, señor, ignoraba el contenido de esa carta.

. ‑Sí ‑repuso Villefort con voz sorda‑, pero no ignorabais el nom­bre de la persona a quien va dirigida.

‑Era preciso que lo supiese para poder entregársela a él mismo.

‑¿Y no se la habéis enseñado a nadie? ‑dijo Villefort leyendo y demudándose al mismo tiempo.

‑A nadie; os lo juro por mi honor.

‑¿Ignora todo el mundo que sois portador de una carta de la isla de Elba para el señor Noirtier?

‑Todo el mundo, señor..., salvo la persona que me la entregó.

‑Eso ya es mucho..., muchísimo‑murmuró Villefort.

Su frente fruncíase cada vez más, a medida que proseguía la lec­tura de la carta: sus labios blancos, sus manos temblorosas, sus ojos sanguinolentos, hacían cruzar por el cerebro de Dantés las más doloro­sas fantasías.

Terminada la lectura, el sustituto dejó caer la cabeza entre las ma­nos, permaneciendo un instante como fuera de sí.

‑¡Dios mío! ¿Qué ocurre de nuevo? ‑preguntó tímidamente Dantés.

Villefort no respondió, y al cabo de un rato volvió a levantar su rostro descompuesto para releer la misiva.

‑¿Decís que no sabéis el contenido de esta carta? ‑volvió a preguntar a Edmundo.

‑Os juro por mi honor ‑respondió Dantés‑, que lo ignoraba, pero, ¡Dios mío!, ¿qué tenéis? ¿Estáis malo? ¿Queréis que llame?

‑No, señor ‑dijo el sustituto levantándose vivamente‑; no abráis la boca, no digáis una palabra. Yo soy quien manda aquí, no vos.

‑Era, señor, no más que por ayudaros ‑dijo Dantés un tanto he­rido en su amor propio.

‑De nada necesito; fue un mareo pasajero. Ocupaos de vos: dejadme a mí. Responded.

Dantés esperó el interrogatorio que auguraba este mandato; pero vanamente. Volvió el sustituto a caer en el sillón, y pasándose por la frente su mano fría se puso a leer la carta por tercera vez.

‑¡Oh! ¡Si sabe lo que contiene esta carta, si sabe que Noirtier es padre de Villefort, estoy perdido, perdido para siempre!

Y de vez en cuando miraba de reojo a Dantés, como si quisiese penetrar ese velo impenetrable que cubre en el corazón los secre­tos que no suben a los labios.

‑¡Oh! No vacilemos ‑exclamó de repente.

‑Pero en nombre del cielo ‑exclamó el desdichado joven‑, si dudáis de mí, si sospecháis de mi honradez, interrogadme, que estoy dispuesto a contestaros.

Hizo Villefort un violento esfuerzo sobre sí mismo, y con un acen­to que en vano procuraba fuese firme:

‑Caballero ‑le dijo‑, resultan contra vos los más graves cargos. No está ya en mi poder, como creía antes, el poneros en libertad aho­ra mismo. Antes de paso tan grave, debo consultar al juez de instruc­ción. Mientras tanto, ya habéis visto de qué manera os traté...

‑¡Oh!, sí, señor ‑exclamó Dantés‑, y os lo agradezco en el alma que habéis sido para mí más un amigo que un juez.

‑Pues, amigo, voy a teneros preso algún tiempo todavía, lo me­nos que pueda. El principal cargo que existe contra vos es esta carta, y ahora veréis...

Villefort se acercó a la chimenea, y arrojó la carta al fuego, sin apar­tarse de allí hasta verla convertida en cenizas.

‑Mirad..., ya no existe.

‑¡Oh, señor! ‑exclamó Dantés‑; no sois la justicia: sois la Pro­videncia.

‑Escuchadme ‑prosiguió Villefort‑: con lo que acabo de hacer me parece que confiaréis en mí, ¿no es verdad?

‑¡Oh, señor! Mandad y seréis obedecido.

No ‑dijo Villefort, aproximándose al joven‑; no son órdenes lo que quiero daros, sino consejos.

‑Pues bien, los miraré como si fueran órdenes.

‑Hasta la noche os tendré aquí en el palacio de justicia: si otra persona viniese a interrogaros, decidle todo lo que me habéis dicho, excepto lo de la carta.

‑Os lo prometo, señor.

Era como si el juez rogase y el preso concediese.

‑Ya comprendéis ‑añadió mirando las cenizas que aún conser­vaban la forma de papel, y revoloteaban en torno a la llama‑; ya comprendéis que destruida esta carta y guardando el secreto por vos y por mí, nadie os la volverá a presentar. Negad, pues, si os hablan de ella, negadlo todo, y os habréis salvado.

‑Os lo prometo, señor ‑dijo Dantés.

‑¡Bien! ¡Bien! ‑añadió Villefort llevando la mano al cordón de la campanilla; pero se detuvo al ir a cogerlo.

‑¿No teníais más carta que ésa? ‑le preguntó.

‑No, señor, era la única.

‑Juradlo.

‑Lo juro ‑dijo Dantés extendiendo la mano.

Villefort llamó, y apareció un comisario de policía.

Acercóse Villefort al comisario para decirle al oído ciertas pala­bras, a las que respondió aquél con una leve inclinación de cabeza.

‑Seguidle ‑dijo Villefort a Dantés.

Hizo el joven una genuflexión, y con una postrera mirada de grati­tud salió de la estancia.

Apenas se cerró tras él la puerta, cuando faltaron las fuerzas al sus­tituto, y cayendo en un sillón casi desvanecido, murmuró:

‑¡Oh, Dios mío! ¡De qué sirven la vida y la fortuna! Si hubiese estado en Marsella el procurador del rey, si hubieran llamado al juez de instrucción en lugar mío, segura era mi ruina. Y todo por ese papel, ¡por ese papel maldito! ¡Ah, padre mío, padre mío! ¿Habéis de ser siempre un obstáculo para mi felicidad en este mundo? ¿He de luchar yo siempre con vuestra vida pasada?

De repente, brilló en toda su fisonomía un fulgor extraordinario: dibujóse en sus labios contraídos aún una sonrisa; sus ojos vagos pa­recían como si se fijasen con un solo pensamiento.

‑Eso es, sí... ‑dijo‑. Esa carta, que debía perderme, labrará acaso mi fortuna. Ea, Villefort, manos a la obra.

Y asegurándose de que el reo no estaba ya en la antecámara, salió a su vez el sustituto del procurador del rey, y se encaminó apresurada­mente hacia la casa de su prometida.

 

Capitulo octavo

El castillo de If

Al atravesar la antecámara, el comisario de policía hizo una seña a dos gendarmes, que en seguida se colocaron a la derecha y a la izquier­da de Dantés. Abrióse una puerta que conducía desde la habitación del procurador del rey al tribunal de Justicia, y echaron por uno de esos pasadizos sombríos que hacen temblar a los que por ellos pasan, aunque no tengan por qué temblar.

Así como el despacho de Villefort comunicaba con el tribunal de Justicia, éste comunicaba con la cárcel, edificio sombrío pegado al palacio. Por todas sus ventanas y balcones se ve el famoso campanario de los Acoules, que se eleva enfrente.

Tras haber andado un sinnúmero de corredores, vio Dantés abrirse una puerta con un candado de hierro, como en respuesta a tres gol­pes que dio el comisario con un martillo de hierro, y que sonaron lú­gubremente en el corazón del preso. Recelaba éste en entrar; pero los dos gendarmes le empujaron ligeramente, y la puerta volvió a ce­rrarse. Ya respiraba otro aire, pesado y mefítico: ya estaba en los calabozos.

Se le condujo a uno, aunque decente, bien guardado de barrotes y cerrojos; pero su aspecto no era para infundir serios temores. Por otra parte, las palabras del sustituto del procurador del rey, que habían parecido tan sinceras a Dantés, resonaban en sus oídos todavía como una promesa de esperanza.

Eran las cuatro cuando Dantés entró en su prisión, de manera que la noche llegó muy pronto. Corría, como hemos dicho, el primero de marzo.

Falto de empleo el sentido de la vista, se le aumentó grandemente el del oído. Creyendo que venían a ponerle en libertad al rumor más leve, se levantaba al punto encaminándose a la puerta; pero bien pronto el rumor se perdía en otra dirección, y el preso volvía a caer desesperado sobre su banquillo.

A las diez de la noche, en fin, cuando iba ya perdiendo toda espe­ranza le pareció que un nuevo ruido se acercaba en efecto a su prisión. Y así fue. Oyéronse en el corredor unos pasos, que junto a su puerta cesaron; giró una llave, rechinaron los cerrojos, la pesada puer­ta de encina se abrió, inundando de luz deslumbradora la estan­cia.

Al resplandor veía Edmundo brillar los sables y las alabardas de cuatro gendarmes.

Había dado ya un paso hacia la puerta; pero se detuvo al ver aquel inusitado aparato militar.

‑¿Venís a buscarme? ‑inquirió.

‑Sí ‑respondió uno de los gendarmes.

‑¿De parte del sustituto del procurador del rey?

‑Eso es lo que creo.

‑Estoy pronto a seguiros ‑lijo entonces Dantés.

Persuadido de que le buscaban de parte de Villefort, no tenía nin­gún recelo. Adelantóse, pues, con rostro tranquilo y paso firme, y se colocó él mismo en medio de su escolta.

En la puerta de la calle esperaba un coche. Junto al cochero estaba sentado un guardia municipal.


Date: 2015-12-17; view: 486


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