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INTRODUCCIÓN

LOS OJOS DEL TUAREG

ALBERTO VÁZQUEZ FIGUEROA

PLAZA & JANES.

Enero 2000

Impreso en España

 

 

INTRODUCCIÓN

 

Ésta es una novela que nunca quise escribir.

Cuando hace ya casi veinte años concluí Tuareg consideré, en buena lógica, que era aquélla una historia que no ofrecía posibilidad alguna de continuidad, puesto que su protagonista, Gacel Sayah, había muerto.

Quizá tuve razones más que sobradas para arrepentirme de haber permitido que lo mataran, ya que Tuareg se convirtió con el tiempo en mi novela de más éxito, la que más ediciones ha alcanzado, a más idiomas se ha traducido y más satisfacciones de índole personal me ha proporcionado.

Es, a mi modo de ver, mi única obra literaria digna de ser tenida en cuenta, y que tal vez, con un poco de suerte, siga estando vigente tras mi muerte.

Cuando a un escritor le sale algo bien, no debe molestarse en tratar de analizar las razones de ese triunfo, ni mucho menos pretender aplicar la misma fórmula en busca de un nuevo éxito a través de un camino ya trillado, puesto que corre el riesgo de repetirse a sí mismo y el lector lo advierte de inmediato y lo rechaza.

Por ello, jamás se me pasó por la mente la idea de volver sobre el tema de los tuaregs.

Sin embargo, una serie de sorprendentes acontecimientos que ocurrieron no hace mucho en el corazón del Sahara, y que tuvieron como origen una famosa prueba deportiva, llamaron mi atención hasta el punto de que el espíritu periodístico que aún queda en mí, recuerdo de viejos tiempos ya olvidados, me impulsó a intentar denunciar las infinitas injusticias y arbitrariedades a que se está sometiendo en estos momentos a uno de los pueblos más nobles y míticos del planeta.

Los tuaregs, con los que había pasado gran parte de mi infancia, parecían estar necesitando que alguien elevara la voz en su favor, y en recuerdo de lo mucho que les debo y lo mucho que me enseñaron años atrás, me decidí a volver a escribir sobre ellos, recuperando el hilo de la historia allí donde un buen día lo abandoné.

Éste es el resultado, y debo admitir que al concluir he sentido idéntica satisfacción que experimenté el día en que terminé mi novela más querida.

Confío en que al lector le ocurra lo mismo.

 

ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA.

 

 

El día en que el inmouchar Gacel Sayah murió acribillado por la guardia personal del presidente Abdul-el-Kebir, pasó a la historia por el triste hecho de haber sido el culpable de que la democracia no consiguiera asentarse definitivamente en su país, pero pasó también a la leyenda de la nación del Kel-Talgimus –«El Pueblo del Velo»– ya que había demostrado de forma indiscutible, que un imohag–como solían llamarse a sí mismos los tuaregs– solo y sin más armas que su astucia, su valor, y su casi sobrehumana capacidad de resistencia, era capaz de derrotar al mejor armado de los ejércitos gracias a su extraordinario conocimiento del desierto en que había nacido y en el que había transcurrido la mayor parte de su vida.



En las frías noches en las que los beduinos se reunían en torno al fuego con el fin de tomar el té y contar historias sobre los hermosos tiempos ya pasados, con frecuencia se evocaba la extraña y casi mítica aventura de aquel bravo guerrero que había sabido defender los más firmes valores de las antiguas tradiciones de los habitantes del corazón del Sahara, y se especulaba sobre la razón que hizo posible que un terrible e inexplicable error le hubiera llevado a matar, de forma totalmente involuntaria, al hombre por el que había arriesgado tantas veces su vida, y que había acabado por convertirse en su mejor amigo.

–Insh’Aláh –solían decir.

Pero para la inmensa mayoría de quienes se referían a ello, no se había tratado de la voluntad de Alá, sino de un absurdo capricho del destino, o de una cruel jugarreta de los traviesos demonios de las arenas, que probablemente se sintieron celosos al descubrir que un simple mortal era capaz de arrebatarles el protagonismo de las mil historias que siempre se habían contado a la luz de las hogueras.

Las hazañas de Gacel Sayah habían trascendido las fronteras, habían hecho correr ríos de tinta, e incluso habían inspirado un libro, pero seguía siendo en las largas tertulias de las transparentes noches saharianas, donde su memoria permanecía viva y eternamente vigente.

Pero el día en que al fin el valeroso inmouchar resultó abatido por fuerzas cien veces superiores, la opinión pública se había dividido en dos facciones: la de quienes le odiaban por haber disparado contra el único hombre que podría haber traído la paz y la libertad al país que les vio nacer, y la de quienes le admiraban como a un auténtico héroe al que tan sólo consiguieron derrotar, por equivocación, cuando se encontraba en una ciudad extraña en la que aún no había aprendido a desenvolverse.

La dictadura más corrupta y tiránica, aquella contra la que Gacel Sayah tan eficazmente luchara, volvió a instalarse casi de inmediato en el palacio presidencial, y los ofendidos generales que tantísimas humillaciones habían sufrido por parte de «aquel sucio y escurridizo salvaje» decretaron que todo cuanto estuviese ligado a su nombre y su persona fuera borrado de la faz de la tierra.

A consecuencia de ello, su esposa, sus hijos y sus siervos se vieron obligados a emprender un interminable y amargo éxodo a través de las dunas y las llanuras pedregosas, unas veces acogidos como amados hermanos de sangre de los imohag, y las más, rechazados como si de auténticos apestados se tratase.

Fueron años difíciles que endurecieron el carácter de la antaño dulce Laila, pero que al propio tiempo forjaron a fuego la personalidad de sus tres hijos, Gacel, Ajamuk y Suleiman, e incluso la de la pequeña Aisha, que vio transcurrir la mayor parte de su infancia desde lo alto de la joroba de un dromedario.

Los tuaregs habían sido siempre, y por gloriosa tradición, un pueblo eminentemente nómada, pero en cuanto se refería a la familia del difunto Gacel Sayah, su amado nomadismo pasó a convertirse en una maldición, puesto que no parecía existir forma humana de que permaneciesen más de tres meses en un lugar sin que cualquiera de sus innumerables enemigos se percatase de su presencia.

Consiguieron vivir en paz durante casi dos años por el simple procedimiento de abandonar su hábitat natural estableciéndose en los arrabales de una populosa ciudad en la que la masificación les permitió pasar desapercibidos, pero al cabo de ese tiempo comprendieron que, ni el lugar era todo lo seguro que cabía esperar, ni aquel tipo de vida merecía la pena ser vivido.

–Más vale que nos maten en el desierto, respirando aire puro... –sentenció al fin Laila–. No soporto continuar en este basurero que hiede a cloaca.

Sus hijos compartieron de inmediato su opinión, por lo que muy pronto reanudaron el triste peregrinar sin rumbo fijo, hasta que al fin llegaron a la conclusión de que su único refugio se encontraba en el más lejano y perdido confín del Teneré –«La Nada» en su dialecto–, allí donde ni tan siquiera los propios tuaregs habían osado internarse.

–Buscaremos un lugar solitario y seguro en el que ocultarnos unos cuantos años a la espera de que cambie el gobierno o que el recuerdo de cuanto ha ocurrido se diluya.

Los viejos patriarcas del Kel-Talgimus aplaudieron su idea conscientes de que ningún miembro del «Pueblo del Velo» viviría en paz mientras la sombra de los Sayah rondara por los alrededores, por lo que les proporcionaron una veintena de sus más resistentes camellos y dos docenas de ovejas y cabras, así como varios pequeños sacos de sus mejores semillas.

De ese modo, los cinco miembros de la familia y un puñado de fieles siervos emprendieron a comienzos del invierno una sigilosa marcha hacia el sur, en busca de una tierra prometida que podía encontrarse en cualquier lugar del más gigantesco y desolado de los desiertos.

Durante cinco meses vagabundearon de un lado a otro, recorriendo cientos de kilómetros, lejos siempre de toda ruta conocida, evitando en lo posible los pueblos y los oasis, y deteniéndose únicamente en aquellos lugares en los que crecían algunos rastros de vegetación con los que alimentar a su cada vez más exhausto ganado.

Por fin, una bochornosa mañana de comienzos de verano se adentraron en un perdido macizo montañoso de oscuras rocas, desde el que se distinguía un gigantesco anfiteatro abierto hacia las llanuras del sur.

Lo estudiaron largamente con los ojos de la experiencia que tan sólo podía proporcionar toda una vida transcurrida en el desierto, y al fin coincidieron en la opinión de que resultaba factible que en el cauce de una vieja sekia que descendía de las montañas, y que al parecer se había secado miles de años atrás pero en la que aún sobrevivían tres polvorientas palmeras, existiera la remota esperanza de una perdida veta de agua.

–Tendrá que ser un pozo muy profundo... –hizo notar Laila.

–Llegaremos hasta donde sea necesario –respondió calmosamente Suleiman, que se estaba convirtiendo en un mozarrón de anchas espaldas–. Resultará muy duro, pero si encontramos agua éste parece un lugar perfecto.

Cuenta una vieja tradición que «las palmeras suelen tener la cabeza en el fuego y los pies en el agua», por lo que consideraron que la forma más lógica de llegar hasta ese agua era seguir la ruta que les indicasen las raíces de la mayor de las palmeras.

Fue así como al amanecer del día siguiente comenzaron la tarea de abrirse paso hacia el corazón mismo de la tierra, conscientes de que si no encontraban pronto la ansiada veta su destino sería algo más que incierto; puesto que el pozo más cercano se encontraba a cuatro días de marcha.

Sin embargo, mediada la mañana y en cuanto el inclemente sol se alzó en el horizonte y el calor se volvió asfixiante, se vieron obligados a hacer un alto a la espera de la llegada de las sombras, por lo que muy pronto comprendieron que con tan reducido horario no progresarían lo suficiente, y se hacía necesario trabajar por turnos durante las frías noches.

La boca del pozo tenía poco más de tres metros de diámetro, pero al cabo de dos semanas de cavar sin descanso tan sólo un hombre podía moverse con cierta comodidad en el fondo, sudando a chorros mientras llenaba de arena y piedras grandes cestos que más tarde se extraían a pulso para evitar que rozaran las paredes y provocaran un brusco derrumbe.

El terreno estaba demasiado seco a causa de los cientos de años en los que no había caído sobre él ni la más diminuta gota de lluvia, y debido a ello la arena se deslizaba de tanto en tanto en incontenibles cascadas, lo que los obligaba a transportar desde las cercanas montañas gran cantidad de negras lajas de lisa roca que iban superponiendo con infinita paciencia a todo lo largo de las paredes.

Sin herramientas apropiadas, cemento, o argamasa, el trabajo se convertía en un esfuerzo de auténticos titanes en el que apenas conseguían profundizar medio metro al día, hasta el extremo de que al fin el mayor de los hermanos se vio obligado a admitir que no existía la más remota posibilidad de alcanzar su objetivo –si es que existía– antes de que la sed los fuese aniquilando uno por uno.

–Aún no hemos encontrado ni trazos de humedad, y lo mejor que podemos hacer es ir a buscar agua –dijo–. Dos de nosotros deberán viajar hasta el pozo de Sidi-Kaufa para regresar con toda la que puedan contener las girbas, puesto que de otro modo corremos el riesgo de no conseguir salir de aquí con vida.

–¿Y el ganado? –quiso saber su madre.

–Lo llevaremos a las montañas para que laman el rocío que se deposita sobre las rocas al amanecer –replicó un no demasiado convencido Gacel–. Con un poco de suerte, los camellos y las cabras resistirán.

–¿Y las ovejas?

–Supongo que perderemos a la mayoría, pero eso es algo que tan sólo depende de la voluntad de Alá y de lo que se tarde en regresar del pozo.

–¿Quién quieres que vaya?

–Los dos mejores jinetes con los seis mejores camellos puesto que no podrán descansar ni un solo instante.

Para nadie de la familia era un secreto que el mejor jinete siempre había sido –casi desde que aprendió a mantenerse sobre una silla– el segundo de los hermanos, Ajamuk, y para nadie era un secreto tampoco, que el único que podía competir con él en habilidad y resistencia era el nieto predilecto del negro Suilem, el gigantesco Rachid.

Media hora más tarde ambos estaban por tanto en marcha conduciendo los más briosos «meharis» del reino, y cuando al fin se hubieron perdido de vista rumbo al norte, fue el propio Gacel el que agitó negativamente la cabeza.

–No sé si regresaran a tiempo –dijo–. Pero me temo que aunque lo hagan, no será éste el último viaje que se vean obligados a realizar.

–¿Qué pretendes decir con eso? –se inquietó Aisha, que estaba a punto de convertirse en una espigada y hermosa mujer–. ¿Crees que aún tardaremos mucho en llegar al agua?

–Me temo que sí... –intervino Suleiman que hasta el momento siempre había evitado manifestarse al respecto–. Mi impresión es que tendremos que profundizar hasta más allá de los treinta metros.

–Treinta metros.... –repitió escandalizada la muchacha–. ¿Te das cuenta de lo que es semejante profundidad? ¡Apenas podréis respirar!

–Lo sé... –admitió con naturalidad su hermano–. Si aún no hemos alcanzado ni tan siquiera la mitad, y ya en ocasiones me asalta la sensación de que me asfixio, no quiero ni imaginar lo que será más abajo, pero dime: ¿qué otra cosa podemos hacer?

–Abandonar.

–¿Y volver a la ciudad? –inquirió Gacel en tono despectivo–. ¿O volver a vagabundear como leprosos? Nadie nos quiere en ninguna parte, pequeña. Nadie quiere saber nada de la familia Sayah, y no podemos obligar a la gente a que nos acepte. Pero sí podemos obligar al desierto a que nos acepte, aunque sea profundizando en él hasta que lleguemos a su mismísimo corazón.

–¿Pero y si no llegamos nunca?

–Llegaremos –replicó su hermano mayor con absoluta firmeza–. Si las palmeras han conseguido llegar, nosotros también.

–¿Cómo puedes estar tan seguro?

–Porque el día que un imohag no sea capaz de hacer lo que es capaz de hacer una palmera, nuestra raza estará condenada a desaparecer de la faz de la tierra. Y aún no ha llegado ese momento.

–Pero una palmera tiene raíces y nosotros no.

–Las raíces de nuestro pueblo son más profundas y están más firmemente asentadas en esta tierra que las de la más alta de las palmeras –intervino su madre con voz pausada–. Eso es algo que tu padre me enseñó y que tú tendrás que enseñar a tus hijos. Si no hubiera estado tan seguro de que el desierto jamás le traicionaría, nunca hubiera conseguido vencer a todos los ejércitos que enviaron en su persecución.

El espíritu del indomable inmouchar sobrevolaba a todas horas sobre el campamento de su familia, había conseguido asentarse en lo más profundo de su ánimo, y tanto su esposa como sus hijos se habían hecho desde mucho tiempo atrás a la idea de que habían sido elegidos para mantener vivos los principios éticos y morales sobre los que se había asentado toda su existencia.

Vivían convencidos de que desde el paraíso al que había ascendido en el momento mismo de su muerte, los ojos de Gacel Sayah seguían clavados en todos y cada uno de ellos, y que en lugar de limitarse a disfrutar de los mil placeres que el profeta prometía a quien caía en defensa de su fe, su principal preocupación se centraba en transmitir parte de su fuerza a cuantos compartían su sangre.

Si allí, en el cauce de aquella vieja sekia y al pie de aquellas mustias palmeras corría tan sólo un esquivo hilo de agua que les permitiera seguir subsistiendo, él hubiera sido capaz de encontrarlo, y por lo tanto sus hijos tenían la ineludible obligación de luchar con el mismo ardor con que Gacel Sayah lo hubiera hecho.

Con la caída del sol reanudaron el trabajo.

Y era en verdad un trabajo ímprobo.

Quien se encontrara en el fondo del pozo debía ir cavando, sin más ayuda que las manos, bajo la última de las lajas de piedra, aunque procurando siempre que no se viniera abajo antes de haber introducido una nueva que soportara todo el peso de la columna que se encontraba sobre ella.

Luego, recomenzaba la labor siempre hacia la derecha, colocaba una nueva cuña, cargaba en un cesto la arena, pedía a gritos que la subieran y le enviaran nuevas piedras con las que continuaba formando un círculo, de tal forma que pasaban horas antes de que hubiera conseguido profundizar tan siquiera una cuarta.

Cuando extenuado y empapado en sudor ascendía al fin hasta la superficie, su hermano ocupaba su lugar, y así seguían paso a paso, centímetro a centímetro, con aquella capacidad de resistencia al calor, a la fatiga y a la sed que tan sólo los de su raza eran capaces de sobrellevar.

Como aquél debía ser en esencia un pozo auténticamente tuareg, ninguno de los siervos tenía permiso para descender a su interior, por lo que su única misión se limitaba a subir los escombros o ir hasta las montañas a buscar las lajas de piedra que transportaban luego a lomos de camello.

No obstante llegó un momento en que la prudente Laila tomó unilateralmente la decisión de hacer un alto en el camino, ya que apenas quedaban poco más de tres girbas de agua, e incluso un tuareg corría el riesgo de deshidratarse si se veía obligado a trabajar durante horas en tan difíciles circunstancias.

Consideró, con muy acertado criterio, que no podían hacer otra cosa que sentarse a la sombra para conservar las fuerzas.

Sacrificaron a una de las ovejas que estaba a punto de morir, bebieron su sangre, comieron, casi cruda, su carne, y aguardaron con la vista clavada en el punto por el que harían su aparición los que habían ido a buscar agua al lejano pozo de Sidi-Kaufa.

Pero quien hizo su aparición fueron los buitres.

De dónde surgían o qué extraño sexto sentido les permitía adivinar que en aquel perdido rincón del Sahara estaba a punto de desencadenarse una tragedia era un misterio que ni tan siquiera los más experimentados beduinos habían logrado desentrañar, pero lo cierto fue que una mañana comenzaron a trazar círculos sobre los techos de las jaimas, con la aparente seguridad de que bajo ellos se había instalado ya la descarnada mujer de la guadaña.

Para un auténtico tuareg, morir de sed no significaba tan sólo la última de las tragedias, sino sobre todo una inaceptable afrenta.

Cuando un tuareg moría de sed estaba aceptando que no había aprendido las enseñanzas de generaciones de antepasados que durante siglos se mantuvieron orgullosamente en pie en el más desolado de los paisajes del planeta, y eso era algo que siempre le echarían en cara en el momento de enfrentarse en el Más Allá todos cuantos le habían precedido.

La guerra era una hermosa y noble forma de morir y la enfermedad un mal enviado por el Todopoderoso y contra el que nadie podía luchar, pero permitir que la sed le derrotara era tanto como reconocer que nunca se había sido un auténtico miembro del «Pueblo del Velo», «la Espada» o «la Lanza».

Transcurrió un nuevo día.

Y luego otro.

Llegaron nuevos buitres.

Y muchos más.

Nada se movía en torno a las tres sucias palmeras, puesto que incluso el viento, la más ligera de las brisas, parecía haber escapado para siempre de aquel maldito lugar.

El sol y el silencio eran los dueños.

La Muerte, la invitada.

Laila repartió el agua que quedaba, un cazo por persona, sin distinción de sexos ni de rangos, y cuando de la manoseada piel de cabra se escurrió la última gota, lanzó un hondo suspiro y musitó:

–¡Alá es grande, Alabado sea! Ahora lo único que queda es esperar.

Y esperaron.

La Muerte, pese a ser tan vieja y descarnada, es ante todo mujer, y por lo tanto, caprichosa.

Demasiado a menudo se regodea llevándose antes de tiempo a criaturas sanas y fuertes a las que aguarda un hermoso futuro, pero en otras ocasiones, y sin razón aparente, remolonea en exceso cuando más fácil se le presenta su trabajo.

Estaba allí, rodeada de hombres y mujeres casi agonizantes, no hubiera tenido más que soplar para apagar el pabilo de tan maltrechas velas, pero se contentó con sentarse a observar como si el agobiante calor y la desidia se hubieran apoderado súbitamente de su ánimo.

¿Cuántos años ha sido capaz de pasar la Muerte sentada a los pies de la cama de un pobre desahuciado?

¿Cuántas veces ha hecho oídos sordos a quienes la reclamaban como la única forma válida de poner fin a tanto sufrimiento?

¿Cuántas veces se ha burlado de un suicida que se le ofrecía en bandeja de plata?

¿Y cuántas más, ¡infinitamente más!, ha arrastrado por la fuerza a quien le aterrorizaba seguirla?

Lo peor de la Muerte es que aborrece por igual a quienes la aman y a quienes la odian.

Lo peor de la Muerte es que persigue al que huye y huye de quien la persigue.

Lo peor de la Muerte es que ningún ser humano ha sabido entender nunca su aberrante sentido del humor.

Pero ¿qué otra cosa se puede esperar de quien debe sentirse demasiado aburrida porque tiene la absoluta seguridad de que al final siempre acaba venciendo?

Gacel Sayah, hijo primogénito de aquel mítico inmouchar de quien –según una vieja costumbre familiar– había heredado el nombre y el título desde el momento mismo de su desaparición, permanecía sentado al pie de la mayor de las palmeras, haciéndose a sí mismo parecidas preguntas al tiempo que observaba el vuelo de los buitres.

¿Por qué razón había enviado por delante la Muerte a tantos alados mensajeros si al final decidía no presentarse?

¿A qué esperaba?

De tanto en tanto cerraba los ojos e intentaba adivinar cuál hubiera sido el comportamiento de su padre en aquellos momentos.

Matar a un camello, beber su sangre y masticar cruda la grasa de su giba podría ser sin duda una solución para los hombres, pero tenía muy claro que ni las mujeres, ni los niños, ni mucho menos el anciano Suilem, responderían positivamente a semejante tratamiento de choque.

Tampoco sabía a ciencia cierta si con sus recién cumplidos dieciocho años, o los dieciséis de Suleiman, serían capaces de soportar tan dura prueba.

Tan sólo los guerreros o los cazadores más experimentados conseguían sobreponerse a la falta absoluta de agua cuando la temperatura se aproximaba como en aquellos momentos a los cincuenta grados, y resultaba de todo punto absurdo suponer que la delicada Laila, la adolescente Aisha, o los desnutridos siervos tuvieran la más remota esperanza de salir adelante en semejantes circunstancias.

Como bien había dicho su madre, lo único que podían hacer era confiar en la benevolencia de Alá.

Y esperar.

Con el sol cayendo a plomo, las sombras de los buitres era cuanto se movía en torno al campamento puesto que ni las moscas se sentían con fuerzas para alzar el vuelo y se quedaban donde se habían posado, como despatarradas sobre las secas pieles, a la espera de momentos más propicios para reiniciar la tarea de alimentarse.

Aquel macizo rocoso que probablemente no había figurado jamás en ningún mapa, se alzaba casi en el centro mismo del mayor de los desiertos, y apenas a unas jornadas de marcha de la depresión natural en la que se registraban anualmente las más altas temperaturas del planeta.

Aquél era el lugar más desolado e inhabitable que ser humano alguno pudiera elegir para intentar formar un hogar, pero las circunstancias habían querido que aquél fuese el punto al que había ido a parar la familia del malogrado Gacel Sayah.

Debido a ello no resultaba sorprendente que se encontraran en trance de perecer.

Los buitres se convirtieron en legión.

La sangre en las venas se espesaba como el magma que surge a borbotones de la boca de un volcán, pero que a medida que se desliza pendiente abajo va perdiendo color y fluidez hasta acabar por transformarse en una masa viscosa, oscura y fatigada que se desparrama en grandes charcos que días más tarde no serán más que enormes explanadas de dura roca.

Ya no sudaban.

¡Ni siquiera sudaban!

Oculta en lo más profundo de la mayor de las jaimas, Laila cerró los ojos, y evocó una vez más el curtido rostro del hombre al que había amado sobre todas las cosas, al que había sido fiel incluso con el pensamiento, pero al que en aquellos momentos tenía la amarga impresión de estar traicionando.

El día en que su esposo abandonó el campamento rumbo a lo que habría de ser su grandiosa epopeya, le confió a sus hijos, pero resultaba evidente que ella no había sabido cuidar de ellos, arrastrándolos durante años de un lado a otro, y ahora estaban allí, justo al borde del desastre, sin que se le ocurriera forma alguna de evitarlo.

Su hombre, el más astuto y valiente de los guerreros, habría sabido hacer frente a tan difícil situación poniendo a salvo a su familia.

Su hombre, el más tierno y apasionado de los amantes, habría sabido protegerla como la protegió mientras conservó un hálito de vida.

Pero ella, que tanto debía haber aprendido de tan extraordinario maestro, lo único que sabía hacer era encogerse en un rincón, inútil e impotente.

No lloró porque su madre le había enseñado que una auténtica targui nunca llora.

No imploró porque generaciones de sangre imohag corrían por sus venas.

Se limitó a maldecir en silencio su propia estupidez.

Resonó un trueno muy lejano.

Prestó atención.

Le siguió un nuevo trueno.

Corrió a la entrada de la gran tienda de pelo de camello para enfrentarse una vez más a un cielo azul en el que resultaba de todo punto imposible distinguir ni la sombra de una nube.

–¿Son truenos?

Su hijo Gacel negó con un leve gesto de cabeza mientras se aproximaba hasta acariciarle suavemente la mejilla.

–No son truenos –musitó impasible–. Son los disparos con que Ajamuk anuncia su presencia. Pronto hará su aparición por detrás de aquellas rocas.

A los pocos minutos, dos jinetes y cuatro dromedarios cargados de odres rebosantes de agua surgieron en el punto exacto en que el muchacho había indicado, para iniciar un trote corto y alegre en dirección a quienes les aguardaban alborozados e impacientes.

En su camino se cruzaron con la Muerte que se alejaba rumbo al norte tan aburrida y desganada como siempre.

Los buitres se dispersaron y su sombra fue sustituida por la sombra de Gacel Sayah, el valiente inmouchar de eterna memoria.

Al día siguiente sus hijos reanudaron la tarea de construir un pozo en mitad de la nada.

Únicamente un targui sería tan loco como para lanzarse a la aventura de intentar encontrar agua en tan remoto lugar del desierto, pero quizá por ello los tuaregs habían sido, desde que se tenía memoria, dueños y señores de ese desierto.

Centímetro a centímetro horadaron la tierra.

Piedra a piedra completaron los círculos.

Metro a metro siguieron el camino que les marcaban las raíces de las palmeras.

Estaban convencidos, «sabían» por siglos de habitar en tan desoladas regiones, que si aquellas palmeras se mantenían con vida, era porque esa vida les llegaba desde algún perdido lugar del cauce de la sekia.

Y si se encontraba allí, fuera donde fuera, darían con ella.

 

Una noche en que Ajamuk trabajaba a más de veinticinco metros de profundidad, una laja de piedra sometida a excesiva presión se desprendió unos diez metros más arriba, le golpeó en la cabeza, y le dejó inconsciente arrodillado sobre el fondo del pozo con la frente apoyada en el muro.

La arena que surgía por el hueco que había dejado la piedra comenzó a caer como una diminuta cascada que iba en aumento a medida que pasaban los minutos.

En el exterior, el criado encargado de ayudar a quien se encontraba abajo no escuchó el seco golpe ni advirtió nada extraño.

La arena continuó deslizándose como un implacable reloj que marcara el tiempo de vida que le quedaba al infeliz muchacho.

Primero le cubrió las piernas, luego las rodillas, y al fin le alcanzó la cintura.

La Muerte, que tan escaso interés había demostrado cuando todo era fácil, regresó alocadamente porque al parecer era aquélla una inusual tragedia que en verdad le divertía.

Tomó asiento en el borde del pozo y escuchó el débil susurro de la arena que fluía sin prisas por entre las rocas.

Y exactamente al mismo ritmo que escapaba la arena, se escapaba la vida de Ajamuk.

Al poco se encontraba enterrado hasta el pecho.

En esos momentos abrió los ojos y gritó.

El siervo acudió de inmediato, miró hacia abajo pero no descubrió más que la oscuridad.

La pequeña antorcha estaba ya enterrada.

Un casi imperceptible gemido ascendía desde las entrañas de la tierra.

El siervo corrió a despertar a sus amos, y de inmediato Gacel descendió en ayuda de su hermano cuando ya la arena le alcanzaba la barbilla.

Tiró de él intentando aferrarle por debajo de los sobacos con la intención de sacarlo de aquella trampa infernal, pero el aturdido Ajamuk era ya un peso muerto que no conseguía reaccionar mientras la arena continuaba precipitándose sobre ellos de modo inexorable.

A horcajadas sobre el brocal del pozo, la Muerte sonreía.

No todos los días le era dado mostrar su rostro más macabro.

No todos los días podía capturar a su víctima de una forma tan lenta, cruel y sofisticada.

No todos los días se conseguía escapar a la rutina.

En el fondo de un pozo seco en mitad del más caluroso de los desiertos, sin apenas aire, a oscuras y con un chorro de arena derramándose sobre la cabeza, el desesperado Gacel Sayah nada pudo hacer por salvar la vida de su hermano.

Cuando quiso darse cuenta descubrió que ya más de un metro de arena le cubría, y que él mismo corría peligro de quedar enterrado en vida si no escapaba a tiempo de semejante trampa.

Los pozos tuareg suelen llevar el nombre del primer hombre que muere durante su construcción, y si por algún extraño milagro se concluye sin que haya habido accidentes, en agradecimiento se le acostumbra a poner el nombre del santón que esté enterrado más cerca.

Aquél sería de allí en adelante el pozo Ajamuk, y casi ningún otro nombre habría podido lucir, puesto que en tan remotas regiones no había sido enterrado jamás ningún santón.

La familia Sayah necesitó más de una semana para tapar la brecha reponiendo la laja de piedra, retirar la arena y recuperar el cuerpo del difunto, al que enterraron en una sencilla ceremonia a la sombra de las palmeras.

Pero cuando se dispusieron a reiniciar una vez más la tarea, llegaron a la conclusión de que el agua que Ajamuk había traído se agotaría antes de tiempo.

–Tenemos que hacer otro viaje... –sentenció Laila–. No sería bueno arriesgarnos de nuevo, esperando hasta el último momento.

–Estoy de acuerdo... –admitió su hijo mayor–. Pero ahora tan sólo somos dos, y si uno de nosotros va a buscar agua, el otro apenas avanzará en la construcción del pozo.

–Yo traeré el agua... –se apresuró a señalar Aisha–. Como jinete no puedo compararme con Ajamuk, pero ahora dispondremos de más tiempo y Rachid conoce el camino.

Gacel Sayah se volvió para observar al gigantón que permanecía en pie junto a la entrada de la jaima.

–¿Lo conoces? –se limitó a preguntar.

–Perfectamente, mi amo –admitió el negro.

–¿Y sabrás defender a Aisha?

–Sabré defenderla, mi amo.

–Si no lo haces, los demonios del «gri-gri» te perseguirán aunque te escondas en el confín del universo.

–Lo sé, mi amo.

–En ese caso, los Sayah te confiamos lo más valioso que tenemos, y que Alá te proteja si dentro de diez días no estáis de vuelta aquí, sanos y salvos.

Partieron pues, con los mismos seis camellos, y al ver cómo se alejaba su hija, vestida de hombre y con el usado fusil terciado sobre las rodillas, Laila no pudo hacer otra cosa que lamentarse por el hecho de que hubieran llegado aquellos terribles tiempos en los que una hermosa muchacha, que debería estar preparando el ajuar para el día de su boda, se veía en la obligación de ocupar el lugar de los guerreros.

La mujer había desempeñado desde siempre un papel destacado en la organización social de los tuaregs, muy alejado del tradicional sometimiento al hombre que por lo general ocupaban el resto de las mujeres árabes; su opinión era tenida en cuenta, disfrutaban de una considerable libertad incluso en lo que se refería a temas sexuales, y jamás ocultaban el rostro con un velo, a diferencia de sus maridos que tan sólo se lo quitaban en privado.

Sin llegar a poder ser considerado un auténtico matriarcado, el mundo de los tuaregs se encontraba normalmente regido por ellas, que solían ser las que decidían cuándo había llegado el momento de sembrar, o cuándo el de levantar el campamento en busca de nuevos pastos.

Para los hombres, todo cuanto no estuviese relacionado con la guerra, el pillaje o la caza debía considerarse «labores domésticas», por lo que, bien mirado, ir a buscar agua, aunque en este caso el pozo se encontrase a cuatro días de distancia, era en realidad una tarea reservada a las mujeres.

Aisha había crecido sobre una silla de montar y sabía disparar mucho mejor que la mayor parte de los piojosos beduinos que pudiese tropezarse en el camino, y a ningún miembro del «Pueblo del Velo», «la Espada» o «la Lanza» se le pasaría siquiera por la mente causar daño a una muchacha de su propia raza.

Por su parte el negro Rachid era un esclavo ashanti, un akli que había nacido y se había criado en el seno de la familia, su fidelidad estaba fuera de toda duda, y era un hombre extraordinariamente fuerte y resistente, capaz de hacer frente a cualquier tipo de eventualidad que pudiera presentarse.

Pese a todo ello, Laila no podía por menos que sentirse inquieta al ver cómo su única hija se perdía de vista rumbo al norte.

–¡Alá es grande! –musitó para sus adentros–. Él la protegerá.

Más temor experimentaba cada vez que uno de sus hijos descendía al pozo, y tanta era su inquietud que se pasaba las noches en vela, sentada junto al brocal y con el oído atento a cuanto pudiera ocurrir en su interior.

Se avanzaba muy, muy despacio.

Las lajas de piedra de las paredes habían sido revisadas una por una, reforzándolas a golpes de maza, pero aun así el recuerdo del accidente que había costado ya una vida obligaba a los hermanos Sayah a trabajar con el mismo cuidado que si estuvieran alzando un castillo de naipes que amenazara con venirse abajo en el momento menos pensado.

Alcanzaron la cota de los treinta metros, donde la raíz más gruesa de la mayor de las palmeras comenzaba a desviarse hacia el sur.

¿Por qué?

Formaron conciliábulo en torno a la hoguera intentando encontrar una explicación válida a un hecho en apariencia tan absurdo.

Por qué extraña razón una raíz que en buena lógica debería profundizar cada vez más en busca del agua, cambiaba su rumbo de forma tan brusca.

Se aventuraron teorías para todos los gustos, se discutió durante horas, pero al fin se llegó a la que parecía ser la conclusión más lógica: mucho tiempo atrás en aquel punto existió un riachuelo que descendía de las cercanas montañas y que permitió el florecimiento de una cierta vegetación. Más tarde el nivel de las aguas descendió y únicamente las palmeras fueron capaces de alargar lo suficiente sus raíces como para mantenerse vivas. Por último, al secarse definitivamente el cauce, las raíces se encaminaron hacia algún otro punto que presentían que aún conservaba una cierta humedad.

–Está ahí abajo... –sentenció un convencido Suleiman–. Lo que no sabemos es a qué distancia.

–¿Y qué podemos hacer?

–Cavar una galería horizontal siguiendo el camino que marca esa raíz.

–¿Durante cuánto tiempo?

–No tengo ni la menor idea.

–¡Que el Señor nos ayude!

–¡Ya iría siendo hora!

–¡No blasfemes!

–No blasfemo, madre... –puntualizó Suleiman–. Es que desde el maldito día en que nuestro padre brindó hospitalidad a aquel par de moribundos, la desgracia nos ha perseguido dondequiera que vayamos. Nunca nadie pagó tan caro el hecho de cumplir con una vieja costumbre.

–Sabes bien que entre nosotros la hospitalidad no es tan sólo «una vieja costumbre» –le hizo notar Laila–. Es una ley tan antigua como el mundo.

–Pero que nadie más que los imohag respeta, y yo diría que ni siquiera entiende. En el tiempo que pasamos en la ciudad ni una sola persona me abrió las puertas de su casa. ¿Cuántas noches tuvimos que pasar al raso pese a que en las casas de aquella gente sobraba espacio?

–Muchas, lo sé.

–¿Por qué entonces debemos ofrecer cuanto poseemos al primer desconocido, si luego no se comportan de igual modo con nosotros?

–Porque tenemos la suerte de ser tuaregs y ellos no. Es uno de los precios que nos vemos obligados a pagar por el honor que se nos concedió al nacer.

Suleiman Sayah debió llegar a la conclusión de que discutir con la orgullosa esposa del más orgulloso de los inmouchar del orgulloso «Pueblo del Velo» resultaba del todo inútil, por lo que optó por encogerse de hombros y limitarse a señalar:

–Esta noche comenzaremos a cavar una galería, y que sea lo que Dios quiera.

Y Dios quiso que dos semanas más tarde la tierra comenzara a humedecerse ante ellos, y un delgado hilo de agua hiciera de improviso su aparición.

Se había producido el milagro.

El eterno milagro de la vida que significaba el agua, allí, en el más remoto confín del Sahara y en un lugar en el que probablemente nadie había puesto el pie en cientos de años.

Rezaron durante todo un día y al anochecer sacrificaron el último de sus corderos.

Comieron hasta reventar, bailaron, cantaron y lo regaron todo con agua del pozo Ajamuk.

Al amanecer llenaron un odre con el fin de humedecer la tumba de aquel que había dejado su vida en el empeño.

Ahora, por fin, después de tantas calamidades, trabajos y amarguras, la familia del indomable Gacel Sayah tenía un hogar.

Su hogar era una infinita extensión de desierto, un macizo rocoso, tres palmeras y un pozo.

Poco para la mayoría de los seres humanos.

Mucho para los tuaregs.

Trajeron del pie de las montañas la mejor tierra y cercaron a la sombra de las palmeras un pequeño huerto.

Luego sembraron una por una, casi ceremoniosamente, las valiosas semillas que Laila conservaba en una bolsa de cuero.

Gacel salía a cazar y de tanto en tanto regresaba con un ónix, una cabra montesa o una gacela.

Las mujeres extraían agua del pozo para ir regando con infinito mimo, casi gota a gota, cada una de las diminutas plantas que habían comenzado a germinar.

Pasó un día, una semana, un mes, un año y muchos más.

El pozo Ajamuk era en verdad un pozo avaro.

Nunca, a lo largo de todos los años que siguieron, se mostró dadivoso, aunque lo cierto es que tampoco se negó a proporcionar el agua justa e imprescindible para la supervivencia de quienes lo habían construido.

Laila comenzó a envejecer.

Suleiman se hizo aún más fuerte.

Aisha se convirtió en una espléndida mujer.

Y Gacel Sayah cada día se parecía más, en el físico, pero sobre todo en la firmeza de carácter, a su difunto padre.

El viejo Suilem murió de puro viejo, y pocos días más tarde su nieto pidió respetuosamente permiso para marcharse. Quería dirigirse al sur, al «País de los Ashantis» del que tanto le había hablado su abuelo, con el fin de encontrar una hermosa mujer de su propia raza con la que fundar una familia.

Le dieron su bendición, le regalaron un buen camello, un fusil y una cabra y le concedieron la libertad para él y todos sus descendientes, garantizándole que el «gri-gri» de los demonios que perseguía hasta la muerte a los esclavos fugitivos nunca le acosaría.

La muerte del anciano y la marcha de Rachid dejaron un vacío en la exigua comunidad, y Laila se entristeció profundamente pese a que aceptara y comprendiera que el gigantón tenía derecho a su propia vida después de tantos años de fieles servicios.

Cuando hombre, cabra y camello se perdieron de vista en la vasta llanura que se abría hacia el sur, tuvo la extraña sensación de que la gran familia que su difunto esposo había llegado a constituir se le estaba derritiendo entre los dedos.

De lo que antaño fuera un poderoso clan temido y respetado en «la árida tierra que sólo sirve para cruzarla», no quedaba ya más que un puñado de miembros que malvivían de un mísero pozo que daba menos agua que leche una vieja cabra.

Una tórrida mañana de finales de verano, un extraño rumor surgió llegando desde el sudoeste, fue creciendo muy poco a poco en intensidad, y al fin una blanca avioneta hizo su aparición en el horizonte para ir a cruzar justamente sobre sus cabezas.

Todos corrieron a observarla, y aunque en la ciudad las habían visto con cierta frecuencia, su presencia allí, tan lejos de todo, no pudo por menos que atemorizarles.

La ruidosa máquina trazó cuatro o cinco círculos cada vez más cerrados, sus ocupantes hicieron varias fotografías y les preguntaron algo que no pudieron entender mientras señalaban insistentemente el brocal del pozo, y por último desaparecieron en la misma dirección que habían traído.

En los días que siguieron no pudieron dejar de hablar de otra cosa que no fuera la inesperada visita que sin lugar a dudas constituía un hito en su pequeña historia tan falta de acontecimientos de auténtica relevancia.

¿A qué se debía, y qué diablos se les había perdido a aquellos hombres tan lejos de todo lugar civilizado? ¿Qué era lo que con tanta insistencia preguntaban? No se trataba de un avión de guerra, de eso estaban seguros, pero por más que se esforzaron y más vueltas que le dieron, no consiguieron encontrar una explicación razonable al hecho de que un aparato de apariencia tan frágil se hubiese aventurado hasta el corazón mismo del Teneré cuando el aeropuerto más próximo se encontraba a cientos de kilómetros de distancia.

De tanto en tanto algún gigantesco reactor surcaba el cielo a alturas inconcebibles dejando a su paso una blanca estela, e infinidad de noches escuchaban el rumor de motores y distinguían luces rojas y blancas parpadeando en dirección al norte.

Sabían que se trataba de aviones comerciales que continuamente cruzaban el continente rumbo a Europa, pero siempre los habían considerado casi como pertenecientes a otra galaxia, puesto que la distancia que los separaba de ellos era sin duda tan difícil de salvar como si en verdad sus pasajeros se encontraran en el mismísimo París.

Sin embargo, aquel pequeño aparato cuyos motores runruneaban como avispas furiosas, y que volaba a tan baja altura que incluso habían podido percatarse de que el piloto lucía una espesa barba entrecana, se convertía de improviso en algo tangible que casi podía tocarse con la mano.

Gracias a su estancia en la ciudad, los Sayah tenían una remota idea de lo que significaban los aventureros empedernidos, los turistas amantes de nuevos horizontes, e incluso los arqueólogos empecinados en encontrar restos de remotos antepasados en los rincones más insólitos, pero también tenían muy claro que ni arqueólogos, ni turistas, ni viajeros tenían nada que buscar en el lugar en que se encontraban.

Mucho más al norte, en el Macizo del Tassili existían fastuosos paisajes y podían encontrarse curiosas pinturas rupestres que al parecer apasionaban a los investigadores que llegaban incluso desde América, pero allí, al pie de aquellas peladas rocas cuya cima no superaba los doscientos metros, no existían atractivos paisajes y nadie más que ellos había descubierto restos de pasadas culturas.

Tampoco resultaba imaginable que los estuvieran buscando después de tantos años, cuando era ya más que probable que su amarga historia hubiese quedado en el olvido, y por lo tanto llegó un momento en que dejaron de pensar en la avioneta para regresar a lo que consistía su pacífica y en cierto modo monótona existencia.

Hasta que al fin, un tranquilo atardecer idéntico a miles de tranquilos atardeceres, una alta columna de polvo se destacó en el horizonte.

 

Aisha, que fue la primera en divisarla, acudió de inmediato en busca del mayor de sus hermanos.

–Alguien viene –dijo.

Gacel salió de la jaima y observó, desconcertado, cómo la columna de polvo crecía y se aproximaba con vertiginosa rapidez, hasta que al fin pudo distinguir los contornos del rojo vehículo que se aproximaba a una velocidad endiablada.

Avisa a Suleiman –rogó al tiempo que penetraba en la vivienda para regresar con dos viejos fusiles en la mano, y en cuanto su hermano llegó a su lado le entregó uno indicándole con un gesto que ocupara un estratégico emplazamiento al otro lado del pozo, justo al pie de la mayor de las palmeras.

Luego, la familia al completo aguardó a que el rugiente vehículo llegara hasta donde se encontraban y se detuviera a unos diez metros de la boca del pozo para que descendieran dos jóvenes totalmente cubiertos de polvo.

–¡Aselam aleikum! –saludaron.

–¡Metulem, metulem!

–¡Buenas tardes! –añadieron amablemente en un perfecto francés.

–¡Buenas tardes! –les respondieron de igual modo.

–Venimos en son de paz.

–En son de paz sois recibidos.

–Solicitamos hospitalidad.

–Considérense nuestros huéspedes.

–¿Podemos coger agua?

–¡Naturalmente!

Los recién llegados se aproximaron al pozo, lo observaron, parecieron sorprenderse por su rústico aspecto o su profundidad, pero sin hacer el menor comentario halaron de la vieja cuerda hasta conseguir que la piel de cabra que servía de recipiente hiciera su aparición rezumando por los cuatro costados.

Pero lo que ocurrió entonces dejó perplejos al resto de los presentes, puesto que en lugar de beber, se dedicaron a lavarse cara y manos, y más tarde comenzaron a limpiar cuidadosamente el parabrisas del vehículo.

–¿Es que no tienen sed? –inquirió al fin Aisha sin poder ocultar su desconcierto.

–¡Oh, no! ¡En absoluto! –replicó el conductor con una leve sonrisa–. Aún nos queda suficiente agua en la nevera... –Reparó en la expresión de cuantos le rodeaban, e inquirió en tono de evidente preocupación–: ¿Es que ocurre algo?

–Aquí el agua es muy escasa... –le hizo notar Gacel sin aparente acritud–. La empleamos únicamente para beber y para regar las plantas.

–Pero nos han asegurado que este pozo cuenta con un caudal muy importante durante todo el año... –señaló el otro al que se le notaba un tanto incómodo.

–¿Y quién puede haberlo dicho? Que yo sepa, nadie más que nosotros lo conoce.

–¿Acaso no es el pozo Sidi-Kaufa?

–No. Éste es el pozo Ajamuk. Sidi-Kaufa queda a cuatro días de marcha, al noroeste.

–¡No es posible!

–Les aseguro que lo es.

Podría creerse que a los recién llegados se les caía de improviso el mundo encima, puesto que la amable sonrisa huyó de sus labios, palidecieron e intercambiaron una mirada que casi cabría considerar de terror.

–¡Dios bendito! –exclamó el que había llevado hasta ese momento la voz cantante–. Nos hemos equivocado de ruta. Pero ¿en qué coño estabas pensando?

–¿Yo? –replicó su copiloto al que costaba dar crédito a lo que estaba oyendo–. ¿De qué demonios hablas? Estamos en el lugar exacto.

–¿A cuatro días de marcha de Sidi-Kaufa...?

El otro no respondió, se introdujo en el vehículo, consultó con suma atención el panel de instrumentos y regresó con un sobado cuaderno de negras tapas en las manos.

–Éstas son las coordenadas, y según el GPS nos encontramos exactamente aquí con un margen de error de menos de un kilómetro. Y de acuerdo con el «Libro de Rutas», esto es Sidi-Kaufa.

–Pues esta buena gente opina otra cosa, y me da la impresión de que llevan viviendo aquí bastante tiempo... ¿O no?

–Unos seis años. Y el pozo lo construimos nosotros.

–¿Te vas enterando? Esto no es el pozo Sidi-Kaufa de los cojones. Es el pozo Ajamuk y pertenece a estos señores.

El copiloto, que había tomado asiento en el pescante del vehículo y observaba una y otra vez el mapa como si lo viera por primera vez, alzó el rostro y sus ojos mostraban la magnitud de su desolación.

–Pues en ese caso es el mapa el que está equivocado... –masculló al fin–. Esas montañas de enfrente no aparecen por ninguna parte y hace una hora deberíamos haber cruzado un campo de dunas que tampoco hemos visto... ¡La madre que los parió! ¡Si serán imbéciles! ¿Qué vamos a hacer ahora?

–No tengo ni la más mínima idea.

–Pronto oscurecerá.

Ya me había dado cuenta.

–¿Y...?

–¿Qué quieres que te diga? –El atribulado conductor se volvió una vez más a Gacel Sayah para inquirir en tono casi suplicante–: ¿Sabría indicarnos el camino para llegar a Sidi-Kaufa?

El aludido asintió seguro de lo que decía:

–Rodeando aquellas rocas siempre hacia el noroeste, pero si lo intentan de noche se enterrarán hasta el cuello. Por allí siempre sopla viento del norte y las dunas son jóvenes e inestables... Mi consejo es que esperen a que amanezca.

–¡Joder!

–Nos sentiremos muy honrados permitiéndoles dormir en una de nuestras jaimas.

–Lo sé... –admitió su interlocutor esforzándose en sonreír nuevamente–. Conozco bien el sentido de la hospitalidad de los tuaregs... Porque son tuaregs, ¿verdad?

–¡Naturalmente! ¿Qué otra cosa podíamos ser?

–Esquimales no, desde luego... ¡Bien! A mal tiempo buena cara. ¿Qué le vamos a hacer? Perdidos pero contentos... Y a todas éstas aún no nos hemos presentado: me llamo Marcel Charriere, y mi compañero Alain Guitay.

–Ésta es mi madre, y éstos mis hermanos. Todo cuanto tenemos está a su disposición. ¿Tienen hambre?

–De lobo, pero en el coche llevamos siempre provisiones por si se nos presenta una emergencia y me da la impresión de que por estos lugares los supermercados escasean. ¿No se ofenderían si nos permitiéramos invitarlos? Presumo de ser un excelente cocinero.

–No es la costumbre.

–Tampoco es mi costumbre perderme en mitad del desierto... ¡Por favor...!

Gacel consultó a su madre con la mirada, ésta dudó, pero al fin acabó por encogerse de hombros.

–La verdad es que hace años que no probamos la comida de los franceses. Veamos si es tan buen cocinero como dice...

Marcel Charriere demostró ser, en efecto, un cocinero más que aceptable, y en menos de una hora había preparado una gigantesca fuente de sabrosos espaguetis con salsa picante a los que siguió una generosa ración de muslos de pato a la brasa, en lo que constituía un auténtico banquete para unos pobres beduinos que llevaban años comiendo siempre lo mismo.

Incluso preparó un magnífico café muy cargado y obsequió a los hombres con auténticos habanos que obligaron a toser al forzudo Suleiman, que cambió de color y tuvo que acabar por apagarlo puesto que comenzaba a marearse.

–¿Y ahora díganme. . .? –inquirió por fin Gacel Sayah que se había esforzado por mostrarse prudente, pero al que la curiosidad reconcomía–. ¿Adónde se dirigen con tanta prisa por mitad del desierto?

–A El Cairo.

Se hizo un pesado silencio puesto que la incredulidad se había apoderado de todos los presentes exceptuando, naturalmente, los dos franceses.

–¿A El Cairo...? –repitió al fin Aisha casi con un hilo de voz–. Pero ¿El Cairo no es una gran ciudad que está muy lejos, en el extranjero?

–En efecto. Es la capital de Egipto.

–¿Y van en coche hasta allí?

–¡Exactamente!

–Pero eso debe de estar...

–A unos siete mil kilómetros, poco más o menos.

–¡Bromea!

–En absoluto. Hace cinco días que salimos de Mauritania y nos dirigimos directamente a Egipto... En total son poco más de once mil kilómetros de viaje.

–¿Y no les hubiera resultado más cómodo, más barato y más rápido hacerlo en avión?

–¡Naturalmente! Pero es que se trata de un rally.

–¿Un qué...?

–Un rally... Una carrera.

–¿Una carrera...? –repitió ahora como un eco Suleiman–. ¿Qué quiere decir con eso de una carrera?

–Lo que he dicho: una carrera. En estos momentos hay cientos de personas corriendo en coches, motos y camiones en dirección a El Cairo. –Lanzó una columna de humo con gesto de suprema satisfacción–. Y nosotros vamos los primeros.

–Y ¿por qué?

–Porque está claro que los demás vienen detrás.

–No me refiero a eso... –le hizo notar Gacel que era quien había hecho la última pregunta–. Me refiero a por qué corren hacia El Cairo.

Se diría que ahora era Marcel Charriere el desconcertado, ya que tardó en responder y cuando lo hizo se limitó a encogerse de hombros.

Ya le he dicho que se trata de una carrera deportiva.

–¿Pretende hacerme creer que cientos de personas están atravesando África de lado a lado, tragando polvo y pasando calor, sólo por deporte?

–¡Naturalmente!

–¡Qué estupidez!

–¿Cómo ha dicho?

–¡Perdón! No he pretendido ofenderle, pero es que me cuesta admitir que nadie pueda derrochar su tiempo, su dinero y su energía en un empeño semejante. Ese desierto es muy peligroso.

–Lo sé por experiencia. Mi mejor amigo murió hace tres años cuando su coche se incendió de improviso.

–Dios no nos ha concedido el don de la vida para que nos la juguemos de una forma tan absurda... –intervino Laila que escuchaba con especial atención cuanto se decía–. Imagino que del mismo modo que niega la entrada al paraíso a quien le ofende suicidándose, se la impedirá a quien muere en un empeño tan inútil, que no es, a mi modo de ver, más que otra forma de suicidio.

–Tampoco hay que exagerar convirtiendo en pecado una sencilla diversión.

–No se trata de ninguna exageración... –insistió ella sin inmutarse–. Si no hubiéramos construido ese pozo, estarían perdidos, por lo que resulta más que probable que hubieran muerto de sed en mitad de la llanura.

–Si ustedes no hubieran construido ese pozo, los cretinos que dibujaron nuestros mapas hubieran acabado por encontrar y señalar correctamente el de Sidi-Kaufa –puntualizó Alain Guitay que al parecer no era demasiado aficionado a hablar, pero que ahora se decidía a hacerlo puesto que el tema estaba directamente relacionado con su trabajo–. Y eso quiere decir que nunca hubiéramos equivocado el rumbo puesto que nuestros instrumentos nos permiten determinar vía satélite y con un margen de error casi inapreciable el punto del mundo en que nos encontramos.

Laila, Aisha, Gacel y Suleiman se miraron.

Resultó evidente que, o no habían entendido lo que el francés acababa de decir pese a que hablaran su idioma con bastante soltura, o se les antojó tan absurdo que decidieron pasarlo por alto.

«El Pueblo del Velo» había pasado casi cien años bajo su dominio colonial, y por lo tanto sus miembros aceptaban sin ningún tipo de reservas que la francesa era una cultura técnicamente muy avanzada, capaz de conseguir que los vehículos avanzaran sin tracción animal, gigantescos aviones volar


Date: 2015-12-17; view: 615


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