Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






EL GENIO DEL IDIOMA ESTÁ DE VUELTA

 

Hemos visto hasta aquí que el genio del idioma se ha mostrado estricto en mantener sus reglas de puntualidad, que ha ordenado las palabras y la sintaxis para que el desorden adquiera también un significado, que ha sido coherente en buscar las analogías para dar sentido común a todo el conglomerado, que ha conservado las palabras antiguas, y las ha ofrecido cuando observaba fenómenos nuevos que ya eran nombrados por ellas, que ha deslindado con precisión los matices y los significados, que ha economizado sus recursos a fin de facilitar la tarea a los hablantes y también para dar valor a las redundancias, que ha aplicado el oído para reconocer los sonidos propios y rechazar los difíciles, que ha sido capaz de encontrar en su almacén de recursos los sufijos y las derivaciones que le sirven para crear con ingenio nuevos vocablos... y todo eso con mucha sencillez. No parece la obra de una sola persona que lo hubiera organizado todo?

Hemos visto además que el genio sigue siendo el mismo de hace mil años. La decisión analógica que adoptó para «diestro» y «siniestro» es la misma que aplica ahora a «introvertido» y «extrovertido»; la consonancia de significado que hace siglos experimentó en su evolución la palabra «tinieblas» no parece muy distinta de la que ha registrado más recientemente «moratón» ; la extensión semántica de «pantalla» desde su utilidad para amortiguar la luz hasta ser instrumento fundamental del cine tiene mucho que ver con el moderno uso de la voz «teclado», tan antigua como los clavicordios barrocos.

Por tanto, estamos ante un genio que ya ha vivido mucho, que no se puede sorprender ante los fenómenos que a nosotros nos dejan perplejos. Para la actual generación es la primera vez que se produce una revolución técnica espectacular. Pero el genio ya asistió a la invención del cinematógrafo, a la llegada del ferrocarril, vio el descomunal desarrollo de las imprentas, la popularización del teléfono, la compra masiva de televisores y hasta bendijo la taquigrafía y los telegramas.

Ahora el fenómeno de Internet ha deslumbrado al mundo. Y no podía suceder de otro modo, dadas su novedad y la descomunal atracción que desprende. Porque las nuevas conexiones ultrarrápidas nos permiten comunicarnos al instante con personas alejadísimas y conocer documentos antes inaccesibles salvo para quienes dedicaran toda una vida a buscarlos.

Pero ese fulgor inicial, comprensible y lógico, ha hipnotizado después a muchas personas, que han cambiado la luz del sol por el brillo de la pantalla y consideran que Internet va a entrar en nuestras vidas, en nuestras mentes y, como consecuencia de ello, en nuestro lenguaje.

El formidable avance electrónico ha invadido cuanto toca, y así hay quien piensa incluso que se ha creado un idioma a la luz de Internet, cuando simplemente ha obtenido mayor luminosidad -por su contacto con la Red- lo que antes permanecía más oscuro.



El genio del idioma español ya vivió todos los fenómenos lingüísticos que se asocian ahora a Internet, sin que despertaran entonces los apocalípticos augurios que nos invaden en la actualidad.

Internet, como medio de comunicación que es, ha influido ciertamente en el mensaje periodístico («el medio es el mensaje», no lo olvidemos), y así los textos que los diarios digitales ofrecen en la Red adoptan paulatinamente unas características comunes y nuevas: brevedad y sencillez, exclusión de determinados géneros (van desapareciendo las entrevistas largas y los reportajes muy amplios), profusión de otros (infografía animada, cuadros y estadísticas...), interrelación de las noticias mediante enlaces informáticos, facilidad para el picoteo en distintos espacios, documentación poco depurada, disponible en bruto pero con búsquedas rapidísimas del dato deseado...

Esa repercusión se extenderá muy pronto a una mayoría de los periódicos que se imprimen en papel prensa, que ofrecerán más despieces (informaciones complementarias), cuadros, dibujos, tablas comparativas... Porque intentarán no alejarse mucho de las ventajas que muestren los diarios digitales. Y también alcanzará a las cartas que se intercambien los internautas, a menudo muy breves y que constituirán un diálogo ágil, muy lejano de aquellos monólogos románticos de la vieja tradición epistolar. Con todo, se tratará seguramente de una influencia parcial en el continente, en las posibilidades técnicas, en la rapidez y en la extensión, pero no en las palabras mismas. No en el lenguaje. También los mensajes que trasladaban las palomas se escribían con menos frases que aquellos que distribuirían más adelante los servicios de correos. Y las primeras conversaciones telefónicas duraban menos que las charlas en persona (al menos mientras no bajaron los precios). Se trata de una simple adaptación al canal que utilizamos. Y ninguno de esos medios alteró las palabras ni las estructuras gramaticales.

Internet ha dirigido un foco muy potente sobre la realidad de la lengua, y ha resaltado los defectos que antes sólo suponíamos: la general ausencia de tildes, la profusión de abreviamientos, la sintaxis pedestre... No es Internet lo que ha favorecido eso, sino solamente el medio que lo muestra.

 

La ortografía deficiente. Las carencias técnicas de los ciberprogramas (o los problemas de comunicación entre ellos) han ocasionado temporalmente algunas dificultades para escribir los acentos, las mayúsculas y algunos otros signos (como los que inician una interrogación o exclamación). Pero ya antes habían tardado mucho tiempo las imprentas en adoptar todas las posibilidades ortográficas, por ejemplo la acentuación de las mayúsculas. Hace apenas treinta años, numerosos periódicos utilizaban las versales para sus titulares, y jamás aparecían las tildes en ellos porque las virgulillas se salían de la caja o chocaban con la línea superior. Se extendió, es cierto, la falsa creencia de que las mayúsculas estaban exentas de las obligaciones sobre acentuación; pero bastó que las nuevas técnicas de composición de textos admitieran la posibilidad de incluir las tildes para que los criterios ortográficos volvieran a su ser en todos los periódicos que se escriben en español. Guando se daban esas carencias en las viejas imprentas, que lo mismo elaboraban un periódico en la linotipia que imprimían un panfleto en la rotoplana o que reproducían el cartel de las fiestas del pueblo en la minerva, a nadie se le ocurrió predecir la desaparición del acento ortográfico, a la vista de que el trascendental invento de Gutenberg no daba satisfacción a tales necesidades.

Poco a poco, las insuficiencias actuales de Internet irán desapareciendo. También han desaparecido en los teletipos de las agencias de prensa, que hace apenas diez años se redactaban sin tildes ni mayúsculas. Dentro de algún tiempo nos habremos olvidado de esas carencias, como los viejos cajistas han olvidado versales y versalitas para reconvertirse en técnicos de rotativa; y como los viejos regentes de imprenta han pasado a ser directores de planta de impresión.

 

Nuevos códigos. Al genio del idioma le debe de resultar curioso, por otra parte, que en los «innovadores» códigos grafemáticos de los mensajes por Internet las mayúsculas equivalgan a un grito. Esa novedad también encuentra un parangón muy claro en los periódicos (inventados hace ya algún decenio que otro), que destacaron siempre con letras de caja alta los titulares, y que aumentan o reducen los cuerpos de los tipos según crece o mengua la importancia de la noticia. La tipografía también es el mensaje. Los titulares gritan al lector (gritan más o gritan menos) para atraerle y avisarle de la importancia de ese texto.

Otro fenómeno «actualísimo» ligado a la modificación de la escritura por causa de las telecomunicaciones son los mensajes telefónicos llenos de abreviamientos, lo que constituye sólo una consecuencia de las dificultades para escribir con rapidez en sus teclados. No estamos aquí, pues, ante una ventaja técnica sino ante una desventaja. Y cabe suponer también que tales escrituras irán desapareciendo conforme se solvente esa dificultad de teclado. De hecho, los proveedores ya han establecido algunas fórmulas que facilitan la escritura correcta; y las mejorarán mucho más si acuden a equipos de filólogos que analicen la frecuencia de las palabras y si elaboran programas que adapten esas estadísticas al lenguaje habitual de cada usuario.

Pero las cartas y mensajes con claves de tribu como las que se usan en los teléfonos celulares existen hace muchos años. La representación de «besos» mediante la letra equis ya la conocían los jóvenes de hace treinta años: se suponía que en el lugar de la equis se había estampado un beso, al que podía unir el suyo quien recibiese la carta, para formar así un tornillo a distancia; y la empezaron a emplear después de abandonar por fin la religiosa cruz que encabezaba las cartas. Lo mismo sucede con los emociconos (el filólogo y experto en lenguaje informático José Antonio Millán nos ha mostrado la palabra «caritas» como alternativa) que se representan mediante puntos y paréntesis, pues también antaño se colocaban a menudo junto a la firma de un escrito dirigido a un amigo, o a una pareja real o pretendida. Y se añadían corazones atravesados por flechas, que herían también las cortezas de los árboles. De hecho, uno de los mensajes con imágenes que contienen los nuevos teléfonos portátiles es un corazón con alas. Al genio del idioma no debe de parecerle muy original.

Se supone que esos dibujos (pues dibujos son, independientemente de que se confeccionen con signos del teclado) sirven para trasladar emociones. Y nos imaginamos al genio del idioma pensando que esas emociones sólo se pueden trasladar con palabras (si nos referimos a la escritura), pues la reducida gama de «caritas» queda muy lejos de la infinita expresión que se puede alcanzar mediante el lenguaje verdadero de los sentimientos que él ha ido cultivando durante tantos siglos. Comparar esos signos tan simples con las posibilidades que ofrecen las palabras y las frases sin duda le mueve a la sonrisa. Difícilmente se pueden presentar como avances; y vivirán por ello una existencia si acaso testimonial, pues el género humano no tiende precisamente a retroceder en la perfección de sus rudimentos. Bastante más ricos y variados que estos remedos de palabras le parecerán probablemente al genio aquellos «emociconos» esculpidos como bajorrelieves en las columnas del claustro de Silos, y aun así no han salido de ellas.

Las abreviaturas, además, han existido siempre. Y siempre cumplieron un papel de economía entre personas que participaban del código común; pero propiciaron errores a quienes permanecían ajenos a él. Aún podemos recordar el caso de la abreviatura pdte. que figuraba en la agenda secreta del espía español Perote, y que unos interpretaron como «presidente» -lo que implicaba a Felipe González en las fechorías de aquel sujeto-, mientras que para otros significaba «pendiente» («pdte. para el viernes» era la frase completa). Problemas como ése se producirán a menudo si se da pábulo a estas tísicas grafías, que incluso empiezan a necesitar un diccionario. Así, más de uno de los educados en esta nueva escuela de ortografía requerirá dos consultas: una primera para identificar la palabra, en el diccionario de abreviamientos, y una segunda, en el Diccionario de la Real Academia, para saber qué significa. Y el genio del idioma, tan tacaño siempre, creerá sin duda que no vale la pena esa inicial economía de esfuerzo en relación con el que se precisa después para compensarla.

 

Una nueva taquigrafía. Además, parece lógico predecir que, en el momento en que los miniteléfonos experimenten mejoras en su teclado y en su manejo, los abreviamientos desaparecerán también sin remedio. Tal vez se mantengan entre grupos que logren una escritura afín y comprensible para ellos. Estaremos, pues, ante una nueva taquigrafía. Y cuando aquélla se inventó y se puso en práctica entre secretarias y periodistas, nadie pensó que estaba naciendo un lenguaje especial, ni que la nueva escritura iba a modificar la conocida hasta entonces, gracias a su mayor rentabilidad. La taquigrafía del español fue una técnica (hoy ya un tanto arrinconada por la eficacia de las grabadoras y los vídeos) que a principios del siglo XIX (en 1803) difundió el sabio Francisco de Paula Martí (1761-1827), cuyo hijo Ángel Ramón colaboraría más tarde en la transcripción de los debates parlamentarios de las Cortes de Cádiz. Su primer tratado de taquigrafía llevaba el siguiente título: Tachigrafía Castellana, o Arte de escribir con tanta velocidad como se habla y con la misma claridad que la escritura común. El autor del tratado pensaba, pues, que aquellos signos se podían leer con toda comodidad, tal vez igual que lo creen ahora los actuales promotores de esas palabras esmirriadas que van de un portátil a otro como si estuvieran en ayunas.

El teléfono y su conversación inmediata han arrinconado otro medio de comunicación, herido de muerte con la aparición de Internet: los telegramas. El invento del telégrafo puede colocarse con justicia entre los grandes saltos de la humanidad. Las dificultades técnicas y el coste por palabra impusieron un lenguaje sin artículos ni preposiciones, en el que todo vocablo inferior a tres sílabas parecía un lujo. Los pronombres enclíticos vivieron su época de grandeza, pues los textos reiteraban «infórmole», «comuníquesenos», «apréciola» ... y así contaba como un solo vocablo lo que podían ser dos. Hubo durante un tiempo una manera de escribir telegramas, un código diferente, también, en el que incluso se cambiaba cada punto y seguido por la anglicada fórmula «stop». Pero nadie llevó esa economía de vocablos a los periódicos o a la radio. Ese tipo de escritura se consideró hijo de una limitación, y no valía la pena por tanto extenderlo a otros medios que disfrutaban de mayor holgura.

Por su lado, los antiguos radioaficionados que se comunicaban en onda corta de continente a continente no seguían diciendo «cambio» al terminar cada parrafada cuando hablaban con sus amigos en el bar.

Hasta ahora, pues, los modismos asociados a los distintos avances técnicos en la transmisión de palabras no han pasado de sus propios ámbitos. Resultaron útiles, sí; pero terminaron mostrándose superfluos cuando desaparecieron los limites que los acogotaban.

 

Ausencia de subordinadas. Si en el lenguaje de los telegramas faltaban artículos y preposiciones, en el actual lenguaje de Internet parecen haber desaparecido las oraciones subordinadas. Pero estamos ante un reflejo, no ante una causa. El lenguaje de los jóvenes actuales es así, y así se mostraría en Internet o en cuantos exámenes de enseñanza secundaria osásemos plantearles con papel y bolígrafo. Como la mayoría de los internautas (o por lo menos los que más se dejan notar) ronda los años de la adolescencia, su lenguaje parece haberse convertido en el lenguaje de la Red. Sin embargo, los usuarios de mayor edad no caen en esa pobreza. Los universitarios y profesionales buscarán un lenguaje de mayor prestigio para comunicarse con sus iguales (médicos, arquitectos...); como hacen en la vida real.

Para el genio del idioma español, el lenguaje escrito era por definición el culto. El manejó precisamente las diferencias entre éste y el oral, y se propuso reducirlas para que no le ocurriera como al latín, que terminó siendo una lengua escrita y otra hablada. Dejó que el culto influyera en el hablado, y que a su vez la literatura se enriqueciera con los inventos del pueblo siguiendo sus corrientes. El aparente problema que nos presenta Internet consiste en que el lenguaje escrito es aquí el habla del pueblo; y eso puede movernos a confusión.

Pero quien adopta un lenguaje de prestigio en la vida real lo mostrará también en la vida virtual. Y esa misma persona podrá cambiar de registro según sus interlocutores. No se habla igual en un grupo de amigos que ante un congreso de cardiología. Así sucederá también en la Red: el lenguaje coloquial quedará reservado para las cibercharlas y sobre todo para los textos anónimos, tan abundantes en Internet; y la expresión erudita, para mostrar al mundo los conocimientos de alguien. Ahora nos distinguen ante los demás el traje, el coche, el aspecto externo. En Internet, nuestra única distinción nos la otorgarán nuestras palabras. Y así como una misma persona se pone una ropa para ir a la playa y otra para asistir a la ópera, así se modificarán los registros para expresarse en la Red. Por supuesto, habrá quien sólo disponga de ropa playera. Como en la vida real. Y habrá quien, cuando lo considere necesario, se pondrá una corbata de diseño o una blusa de seda. (No siempre el pobre registro de algunos se producirá por culpa suya, porque no todos los individuos tienen las mismas oportunidades educativas. Pero eso es otro cantar) .

Conociendo al genio del idioma como hasta aquí lo conocemos, podemos prever que cuando las palabras se hayan convertido en nuestro traje, en nuestro saco, nuestra americana, nuestra chaqueta, nuestra falda, nuestra camisa; cuando constituyan la única manera de mostrarnos ante los demás en un foro con miles de espectadores, su riqueza volverá a adquirir el prestigio que ahora dan las riquezas materiales. No desaparecerán las bermudas ni las zapatillas de deporte («playeras» en algunos lugares), pero tampoco las camisas de diseño.

 

Caudal léxico. El ciberbrillo de las pantallas ha ocasionado diversas teorías sobre la evolución del idioma, según las cuales las nuevas técnicas proporcionarán nuevas palabras, más internacionales, más «globalizadas». Internet está aportando supuestamente un caudal léxico impresionante, pero nos hallamos de nuevo ante un espejismo que también cuenta con antecedentes. El ciberlenguaje ha entrado con los avances tecnológicos y con una brutal influencia del inglés; pero sus propuestas contravienen por todos los lados la historia del genio del idioma y violan su carácter. Se habla por ejemplo de «bajar» algo de Internet, y eso carece de coherencia analógica en el resto del idioma (va por tanto contra el genio de la lengua), porque lo que supuestamente se baja no deja de estar donde estaba (se supone que arriba), ya que no se cambia de sitio sino que se duplica; se llama «archivo» o «fichero» a lo que constituye un único documento y no un lugar donde se ordenan varios. Se intentan colar palabras de otro idioma muy alejadas de los genes y el gusto de nuestro misterioso personaje, pues no muestran ni un solo cromosoma visible de latín, ni de griego ni de árabe, pero sí tienen equivalentes conocidos por el genio y por su historia: hardware y software se parecen mucho, desde el punto de vista del genio del idioma, a palabras como «aparato», «instrumental», «ordenador» y «computadora» -en el caso de hardware- y a «programas», «programación» y «programática», en lo que se refiere a software. La analogía en este caso se puede llevar al mundo de la televisión -un invento tan importante o más que éste-, y a sus continentes y contenidos: el hardware se llama «televisor» y el software equivale también a los «programas». Y las ampliaciones de significado que nos propone este nuevo mundo acaban por perder la relación con el semantema original, al contrario de lo que se ha venido trabajando el genio del idioma. Porque sí existe una relación común entre la pantalla del cine y la de una lámpara (pues ambas reciben la proyección de la luz), y entre la del cine y la del televisor (pues ambas muestran imágenes); y entre la del televisor y la que complementa la computadora (pues incluso tienen la misma forma). Pero un término como la clonación «comando» (de command, «orden») no arranca de la genética propia del castellano, pues no tiene nada que ver ni con un grupo militar ni con un grupo terrorista.

No vale la pena extenderse en otros ejemplos que presentan distintas palabras pero iguales situaciones. Situaciones iguales, sobre todo, a muchas que ya ha vivido el genio del idioma, a quien ya hemos visto reaccionar aportando sus propias palabras y adoptando para el lenguaje común determinados vocablos eficaces y algunos tecnicismos que el pueblo alcanza a entender. El resto desaparece.

Y desaparecerá en cuanto las clases populares se hagan con los nuevos aparatos y con ellos hagan suyas también las palabras. Aún no sabemos cuáles. Un informático o un periodista podrán hablar del hardware. Pero el genio del idioma no se imagina que un carpintero le pregunte al dueño de la casa en la que está haciendo ciertos arreglos: «¿le quito el jarguare de ahí, que me molesta para apuntalar la mesa?».

 

Fenómenos reunidos. Vemos, pues, que los emociconos existían en las cartas de adolescentes; que la ausencia de subordinadas ya se daba en los telegramas; que los mensajes abreviados se inventaron con la taquigrafía; que las palabras de la ciberjerga tienen su parangón y su precedente en cuantas innovaciones ha vivido el ser humano... Que en definitiva no hay nada en el lenguaje de Internet que no se haya conocido ya en otros momentos. Salvo un hecho, realmente singular: que todas esas circunstancias que se dieron al través de los siglos, y en muy distintos campos, se registran aquí simultáneamente y en uno solo. En esto radica la potencia de Internet; en esto y en que sus millones de usuarios dan una apariencia de democratización en la Red. Y por todo ello estamos hablando de este asunto.

La única duda que puede plantearnos el genio del idioma, si lo conocemos bien, radica en descifrar cómo responderá ante este alud de términos y situaciones, si lo hará con tanta lentitud como siempre o si, teniendo en cuenta las circunstancias, esta vez se desperezará un poco antes.

En cualquier caso, podemos apoyarnos en la historia de la lengua, en la trayectoria del genio del idioma español, para pensar que cuando amaine el actual complejo de inferioridad ante una tecnología que aún nos parece ajena, y a medida que dominemos y comprendamos con nuestro pensamiento construido en español los conceptos que nos han llegado en inglés, este debate sobre «el lenguaje de Internet» quedará desinflado. Sus argumentos y sus vocablos sólo habrán constituido un fenómeno provisional, que habrá formado parte del «semblante» de la lengua sin llegar a depositarse en su «talante»; que habrá producido sus estragos mientras dure, tal vez algunos daños ocasionales (pero irreparables); que quizás haya influido durante ese periodo en acrecentar los complejos de inferioridad de muchas colectividades... Ya explicó Ángel Rosenblat que en la evolución de la lengua conviven una corriente innovadora, que implica sustituciones y desapariciones, y otra conservadora, que primero frena a la otra corriente y después restaura el idioma[164].

Habrá, desde luego, un vocabulario propio de informáticos y de expertos, como lo hay entre médicos o entre pintores, entre agricultores y entre electricistas. Pero, finalmente, Internet no entrará en nuestras vidas, sino que nuestras vidas entrarán en Internet, como ya pasó con todos los inventos que el genio del idioma ha conocido. Y cuanto suceda de una manera en el mundo real se reproducirá de forma muy semejante en el mundo virtual, con la analogía de nuestra lengua. No igual: semejante. Es decir, más rápida, con una nueva percepción del tiempo (la espera de algunos segundos ante el ordenador para encontrar un dato nos transmite lentitud, cuando hace unos años esa misma búsqueda nos habría llevado semanas). Pero aunque cambien el entorno y la rapidez, las esencias se mantendrán. Seguramente la vida llevará sus propios códigos a Internet, y no al revés. También el lenguaje.

Podemos conjeturar entonces que no habrá un nuevo idioma influido por la Red o por la informática. No hay un lenguaje de Internet como no hay un lenguaje de hablar por teléfono. Sólo estamos ante un deslumbramiento.

Imaginar que el idioma español no va a dar con el tiempo una respuesta a este desafío supone un menosprecio de nuestra lengua y de nuestra historia cultural. Y, sobre todo, de nosotros mismos.

El genio que por pura coherencia llamó «cardenales» a las autoridades eclesiásticas pues vestían de cárdeno, el mismo que sólo ha permitido a unas pocas consonantes ser final de palabra, que ya sólo deja crear verbos terminados en -ar, el que adoptó encantado la palabra «locomotora», el que cuidó del orden en la lengua y de los sonidos agradables, el que pretende con toda claridad que lo escrito se parezca mucho a lo hablado, difícilmente cambiará de criterio ahora, ante unas innovaciones técnicas que a él no le parecen tan importantes y que seguirán necesitando sus palabras.


XVI


Date: 2015-12-17; view: 555


<== previous page | next page ==>
EL GENIO DEL IDIOMA ES GENIAL | QUIÉN ES EL GENIO DEL IDIOMA
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.009 sec.)