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EL GENIO DEL IDIOMA ES GENIAL

 

Estos rasgos del genio del idioma español, todo cuanto define su alma, culminan con uno más importante: el genio es genial. Su ironía, su humor y su doble sentido, su capacidad de dar soluciones imaginativas, conforman un perfil apasionante.

El genio no juega sólo con lo que se dice: también con lo que se calla. Y con lo que se sobreentiende, y con lo que se percibe con retraso. Podemos decir «un soldado arrojado», y reírnos después; «el presidente fue honrado en sus últimos años», y descubrir enseguida la duda sobre lo que se esconde en una frase con tantas aristas. La ironía es una manera de usar mal el lenguaje deliberadamente, para buscar un efecto de sorpresa.

«Va a venir Enrique. Guarda los pasteles». En estos casos el genio cuenta con la enciclopedia general y personal que cada hablante y cada escuchante tiene en su recuerdo. Y así puede burlarla.

Es lo que hacía Marcos Mundstock, del grupo argentino Les Luthiers, cuando representaba en el escenario a una vieja gloria de la música, viejísima gloria en realidad, a quien un presentador de televisión entrevista en su casa. El ex cantante, ya anciano y orgulloso de su propia vida, cuenta a su interlocutor: «yo tengo muchos libros escritos». Y ante la sorpresa del periodista, pues no sabía que el cantante hubiera sido también escritor, el entrevistado aclara: «sí, sí. Yo todos los libros los compro escritos».

El chiste mismo demuestra que el genio lo tiene todo organizado, pues el entendimiento natural de los usuarios del idioma esquiva el error. Para que éste se produzca, casi por fuerza debe mediar la intención de que tal ocurra, o el manejo equivocado.

Y en este caso no se trata de usos erróneos de la lengua, sino de su aplicación al caso concreto. El lenguaje admite muchas economías gracias a la enciclopedia de los hablantes en contacto. Podemos decir «le conté lo de Ramón» porque nuestro interlocutor sabe qué es «lo de Ramón». Pero si eso se rompe -si la enciclopedia no es común- podemos llegar al chiste buscado o al chiste involuntario.

Así ocurre precisamente en el chascarrillo -real o imaginario, pero verosímil- que recoge Juan Luis Conde[155]: un grupo de pacientes espera en una clínica a que les atienda el doctor, entre ellos un hombre con una abultada joroba. Cuando la puerta de la consulta queda entreabierta, se oye que el médico le dice a la enfermera: «a ver, que pase el del cuerpo extraño». Y, sin pensárselo dos veces, el jorobado se levanta y acude a la llamada con paso firme.

No estamos aquí ante un fallo del lenguaje, sino de su aplicación. El médico se está dirigiendo a la enfermera, quien sabe que «cuerpo extraño» se usa cuando alguien se ha tragado un objeto que no es precisamente un alimento. Pero esa frase dirigida a la asistente llega a oídos equivocados, y entonces la enciclopedia de los interlocutores ya no es la misma. Esto provoca el malentendido, pero también la genialidad y el chiste.



El genio ha dejado, pues, algunas rendijas para el uso artero de su propia herramienta.

Una vez, visitaron a Pío Cabanillas Callas (dirigente de Unión del Centro Democrático, UCD, el partido que gobernó en España de 1977 a 1982) varios compañeros que deseaban implicarle en un proyecto. Sus visitantes repetían continuamente la palabra «nosotros»: «porque nosotros podemos...», «nosotros conseguiremos... ». Hasta que el ministro centrista les cortó: «un momento. "Nosotros" quiénes sois?»[156].

En efecto, el genio del español no ha previsto aclarar si en una conversación entre un interlocutor, de un lado, y un grupo, de otro, la expresión «nosotros» agrupa a todos los presentes, a algunos ausentes con los que se identifica el interlocutor solitario o a todas estas personas (ausentes y presentes) por igual. Ya hemos visto que tampoco prevé la expresión «nosotros me amamos», por lógica que pudiera parecer en su significado.

Hay lenguas, como el manchí, el tibetano, ciertas lenguas australianas, malayo polinesias, americanas, etcétera, que tienen para el pronombre de primera persona una forma de plural llamada «plural exclusivo»: yo + ellos, pero no vosotros. Esta forma se opone a la del «plural inclusivo», que considera la forma equivalente a «nosotros» como igual a yo + vosotros. El «nosotros» español puede ejercer cualquiera de estas dos funciones, determinadas por la situación o por el contexto[157].

La exclusión o inclusión de elementos puede propiciar, pues, todo un ejercicio de inteligencia.

«Cómo es el novio de María?». «Es simpático» . Quedan excluidas así cualidades que suelen aparecer antes en cualquier descripción, en el caso de que existan. Pero a veces esta técnica adquiere un valor inverso (y positivo), como cuando le preguntaron a Katharine Hepburn cómo era su nuevo amor (Spencer Tracy) : «es bajito», contestó. Y siendo ella una mujer alta (esto es lo que forma parte de la enciclopedia de quien escucha), la definición de Tracy como «bajito» no hacía sino transmitir que debía detener grandes cualidades espirituales para que una mujer tan alta y atractiva reparase en él, frente a los prejuicios de la época. Siempre que se dice algo se deja de decir algo; y eso el genio lo sabe. Y lo utiliza.

La ironía, explica Graciela Reyes, invita a la complicidad, alude a los acuerdos previos de los participantes, y deja fuera, a veces cruelmente, a quienes pueden asociarse con la expresión objeto de la ironía y, además, a quienes no la entienden. Estos dos últimos grupos suelen tener características en común[158].

Creativo con las palabras. Pero donde más luce el genio de la lengua su genialidad es en la creación de palabras, con verdaderos hallazgos obtenidos en su propio acervo. Esta cualidad no debe pasar inadvertida a los hablantes, a veces decepcionados injustamente con él; porque las soluciones existen. El genio de nuestro idioma sigue siendo el mismo -como hemos pretendido demostrar- que aquel inspirador del alumbramiento que dio lugar a la lengua castellana. Pero hace siglos que se rige con una nueva reflexión: «ya creé palabras para el castellano usando los recursos del latín. Ahora quiero generarlas para el español con los propios recursos del castellano». En realidad, se trata de la misma técnica: acude siempre al almacén más próximo. Ya sabemos que es ecologista y que recicla todo.

Por eso los niños dan sus primeros pasos en un «tacatá» («andador metálico con asiento de lona y ruedecillas en las patas, para que los niños aprendan a andar sin caerse»; una definición tan larga, un pensamiento tan refinado... pero que cabe dentro de la simple onomatopeya «tacatá»). Esta y otras palabras nuevas han designado objetos que nuestros ancestros no conocieron, pues el genio dispone de ciertas técnicas para encontrar respuestas a los inventos.

El genio ingenioso y genial del idioma español dio al mundo hispano, por ejemplo, una palabra que asoció a un invento nacido en España: la «fregona». Los países de inigualable tecnología no habían conseguido descubrirla; pero si lo hubieran hecho habríamos pasado años cuantos años llamando a este utensilio con un anglicismo. Tal vez algún día dijéramos fregoning o algo por el estilo. Y como la inventó un ingeniero en su casa, se llama «fregona». Si hubiera nacido en el departamento de investigación de una gran empresa, se llamaría fregaquick o clean-clean... algo así. Pero el genio de la lengua posee a los hablantes naturales. En este caso, al español Manuel Jalón, ingeniero aeronáutico, responsable de haber mejorado el trabajo de limpieza en todos los hogares del mundo. El invento data de 1956, pero fue en 1965 cuando desarrolló la sustancial mejora en el escurridor del cubo (antes tenía unos rodillos que se accionaban a pedal).

El Diccionario define «fregona» como «utensilio para fregar los suelos sin necesidad de arrodillarse»[159]. Se forma con un palo largo que tiene un mango en un extremo y una cabellera de trapos en el otro, con la cual se limpia el suelo que es un primor. Un cubo dotado de escurridera complementa el hallazgo.

La palabra «fregona» ya estaba en el Quijote[160]. Y el Diccionario del español la admitió así en su primera edición (1732): «la criada que sirve en la cocina y friega los platos y las demás vasijas». Pero la nueva acepción de «fregona» no entró en el léxico oficial del español hasta 1984, para definir ya el utensilio de limpieza inventado casi treinta años antes.

Así que una vez más el idioma español buscaba en su propia historia, y daba a una palabra un sentido más amplio mediante la conocida fórmula de la metáfora. De hecho, su antecedente ya constituía una creación dentro de la propia lengua, puesto que «fregona» se formó a partir del verbo «fregar». En sus orígenes, describía simplemente a la mujer que se ganaba la vida fregando, pero luego, en un nuevo impulso del genio de la lengua para crecer desde dentro, ha tomado en nuestra época un matiz despectivo, que amplía incluso su significado al de «mujer tosca o vulgar». Antes «fregona» tenía entrada propia en el Diccionario, pero ahora la comparte con «fregón», que en algunos países de América es alguien que produce molestias.

Véase la analogía entre la creación endógena «fregona», que se produjo hace siglos, y la muy reciente «apagón», otro neologismo por vía de aumentativo que salió también de dentro del idioma.

La sufijación es el procedimiento más eficaz que tiene el español para la formación de palabras. Y además el genio no ha parado nunca, por despacio que vaya. Y con esos recursos propios ha inventado sus genialidades: «cajonera», «calculadora», «freidora», «barredera», «trancón», «bajonazo», «salvamanteles», «transbordador»... Sin olvidar los nombres propios: «lazarillo», «donjuán», «simones» (carruajes que se alquilaban en Madrid, propiedad en otro tiempo de un tal Simón), perillán (de Per Illán, un perillán primitivo), «quevedos»...

Y al genio del español no le importa acudir a dos o más palabras cuando debe ocupar el lugar de una sola en otro idioma. El castellano ya componía una frase con más palabras de las que necesitaba el latín. Los lingüistas explican que impuso su tendencia analítica frente a la sintética: es decir, en castellano se expresaba con rodeos y varias palabras lo que el latín podía designar con una. Así, por ejemplo, el comparativo brevior terminó bifurcado en estos dos términos: «más breve» (y paradójicamente más largo). En vez del genitivo plural sintético cervorum, decía el vulgo «de cervos», y más tarde «de los ciervos»[161]. En general, la evolución hacia el castellano es reductora, como ya hemos visto; pero al genio no le importa alargar su propuesta si con ello obtiene un fruto mayor por otro lado.

Vale la pena considerar aquel proceso antiguo para ver cómo actúa nuestro genio -que sigue siendo el mismo- ante esas expresiones extranjeras cuya traducción nos obliga a escribir más palabras (a veces sólo más sílabas) que en el idioma original: le importa un comino. Primero, porque eso no le afecta en gran medida (otra cosa es que afecte al ajuste del titular en un periódico: pero ése es otro problema, ajeno a nuestro enigmático personaje). Al genio no le importa que se diga «grupo de presión» en vez de lobby, ni que esta expresión sea más larga. Tiene en su experiencia el proceso del latín vulgar, en el que se basó para crear el castellano. Y ya en el latín vulgar pasaba eso. Por ejemplo, el futuro imperfecto amabo fue sustituido por amare habeo («he de amar») que con el tiempo se convertiría en «amaré». Y cantare habebam originó el pospretérito o condicional románico «cantaría». Es decir, primero verificó ese estiramiento; pero luego, en un antecedente claro del efecto acordeón, recompuso la palabra para reducirla. Así sucederá también, podemos prever, con muchas expresiones que han salido a la calle para defender al idioma de tanto anglicismo: linier dio en España «juez de línea», en una primera fase equivalente a amare habeo. Pero luego el genio se las arregló (se las ingenió) para que ya empecemos a decir en los estadios «el línea». Es exactamente lo que había pasado siglos atrás con expresiones como buey noviello (que se quedó en «novillo»), «ciudad capital» (que resumimos en «capital», o con la «manta sudadera» que se ponía a las cabalgaduras, reducida luego a la «sudadera», palabra que hasta se ha extendido a una prenda deportiva que se ponen las personas... para correr y sudar.

Y todavía antes, en la época medieval, tenemos fenómenos parangonables (vemos continuamente cómo el genio ha de ser ahora por fuerza el mismo, pues reacciona de igual modo). En aquel tiempo, el calcetín se llamó calcea, un derivado de calceus (zapato, calzado). Durante la Edad Media, la calcea fue creciendo hacia arriba, hasta llegar a la cintura: las «calzas». En el siglo XVI, la prenda se dividió en dos para mayor comodidad: por un lado las «calzas» (unos pantaloncillos; de ahí vendrían más tarde «calzón» y «calzones» y «calzoncillos») y por otro las «medias calzas». Pero igual que ahora de «juez de línea» ha quedado «el línea», entonces de «las medias calzas» quedaron «las medias», y así las llamamos todavía.

El genio siguió imitándose cuando se le presentó el germanismo Kindergarten o «jardín de infancia». El aportó como solución propia «guardería infantil», de donde ha quedado sólo «guardería».

El aire acondicionado es un invento más reciente aún, y lo denominamos con dos palabras. Pero cada vez decimos más «¿puede bajar el aire?» (y sobre todo lo decimos mucho porque siempre está demasiado fuerte), igual que «cinturón de seguridad» se ha quedado en «ponte el cinturón».

No es difícil imaginar que muchas palabras nuevas que nos inundan ahora sigan igual proceso: de hecho, la palabra «correo», a secas, sustituye a menudo a la expresión «correo electrónico» («te envié un correo»), por más que se confunda en ella el sistema con una de sus partes (pues se envían un mensaje o una carta mediante el correo).

¿Qué pasará con lobby? Es difícil saberlo, pero el genio tiene en la cartera palabras como «cabildeo», «cabildear» y «cabildero» -arraigadas en nuestra historia[162]- o «conseguidor». Tampoco sería descartable «pasilleros». De todas formas, este tipo de anglicismos no le desazonan mucho. Pueden preocupar más a quienes desean escribir con elegancia o comunicarse con un grupo amplio de personas que debe entender el mensaje completo. Pero al genio, no demasiado. Sabe que a la larga esos términos pasarán al limbo de las palabras muertas.

Si se pueden componer sinfonías geniales y muy distintas con sólo unas cuantas notas (siete notas básicas con sus bemoles), ¿qué no se podrá hacer con un léxico de noventa mil palabras? El genio del idioma es creativo. Como dijo Coseriu, «no aprendemos una lengua, sino que aprendemos a crear en una lengua». Sus recursos no están agotados. «Interesantemente», por ejemplo, no existe en nuestro idioma, pero sería una palabra posible si algún día nos hiciera falta. Y sería nueva en el uso, pero no en el sistema.

La genialidad de nuestro personaje se manifiesta también, de vez en cuando, de forma individual, no colectiva. Y así, algunos hablantes en concreto atinan con híbridos memorables que, por más que nos produzcan risa, reflejan con claridad la manera en que el genio de la lengua nos ha hecho relacionar unas palabras con otras. Fue el caso de Jesús Gil, entonces presidente del Atlético de Madrid, cuando acusó a un jugador de acudir a juergas nocturnas y hacerlo de manera «ostentórea». O el de una periodista española que en un programa de cotilleo rosa comentó: «Maricielo ha defendido siempre a su padre de todos los embistes». Oído en Tele 5 el 20 de agosto de 2003, a las 16.02, en el programa Aquí hay tomate. Desde luego, la frase lo tiene[163].


XV


Date: 2015-12-17; view: 493


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