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EL GENIO DEL IDIOMA TIENE MUCHO OÍDO

 

No sabemos dónde se esconde el genio, y sólo podemos imaginar su fisonomía. Tal vez sea calvo, tal vez pequeño... tal vez sea una mujer o tal vez un hombre... o, como ocurre con algunos seres mitológicos, quizás carezca de sexo. Lo que sí sabemos es que tiene mucho oído: una clara concepción del ritmo y la certera percepción sobre la tonalidad de las palabras.

Si usted lee der schwankende Wacholder flüstert, sabrá que está ante una frase en alemán. Y pensará que se ha topado con el inglés si ve en un texto before it is too late, I think. Y no dudará que se escribió en italiano la frase é un ragazzo molto robusto che non presenta particolari problemi. Si escucha la palabra cusa en un contexto español, pensará que es un vocablo que usted desconoce pero que probablemente existe (puesto que sí están en nuestro idioma «casa», «cesa» o «cosa»; o «musa», «rusa», «lusa» o «fusa»). Aunque en realidad no exista. Pero a usted le sonará a castellano si las palabras que la rodean son de esta lengua. Y si es usted español, no le cabrá ninguna duda de qué idioma tiene ante sus ojos si lee txamangarria zera eder eta zera nere biotzak ez du zu besteroik maite. En efecto, es euskera. Y a cualquier conocedor del vascuence le resultaría imposible en ese grupo una palabra como festeroik, tan parecida a besteroik. ¿Por qué, Porque en el euskera patrimonial no existe la f.

¿Qué es lo que nos hace identificar palabras como propias o ajenas, o asignarlas a una u otra lengua? El genio de cada idioma, aquel que alcanzamos a identificar someramente incluso aunque no lo conozcamos.

Cualquier hispanohablante que oiga o lea la palabra amro sabrá enseguida que no se trata de una voz del español. Tal vez piense en un acrónimo o una marca, pero no en una palabra patrimonial, ni siquiera naturalizada. ¿Por qué? Porque las leyes fonéticas que ha elaborado el genio del idioma no contienen ni pueden contener esa combinación de sonidos.

Lo mismo pasará si ese mismo hispanohablante oye añuf. O strid o bnid, ejemplos estos dos últimos que inventa Noam Chomsky cuando expone lo mismo para el caso del inglés[122]. «Los hablantes del inglés no han oído ninguna de estas dos formas» , dice Chomsky, «pero saben que la palabra strid es posible, quizás el nombre de alguna fruta exótica que no hayan visto antes; y que bnid, aunque se puede pronunciar, no es una palabra posible en su lengua». En efecto, cada genio de un idioma ha ordenado sus propias palabras posibles. Bnid no es viable tampoco en español, pero los hablantes del árabe sí podrían considerar que ese término forma parte de su lengua aunque ellos hasta ese momento no lo hubiesen oído nunca, al contrario de lo que sucede con strid, que jamás podrá ser una voz árabe. Todos aprendemos las reglas de nuestra lengua sin saberlo, inducidos por el genio misterioso, y las descubrimos ante casos así.



Pusa sí podría formar parte del léxico del español, puesto que tenemos «pasa», «pesa», «pisa» y «posa», y a pesar de eso no existe. Y además suena rara. Son cosas del genio, porque también tenemos la serie «masa», «mesa», «misa»... y «musa» (con el hueco para mosa). En cambio, cameo parece del español (se usa en el mundo del cine para designar una colaboración desinteresada o una aparición fugaz en una película), y sin embargo no lo es (procede del inglés y no está en nuestro Diccionario). Al genio de la lengua también le suena bien un término como «sauna», pero se trata de una palabra finesa. Y son más fáciles de asimilar actualmente en español los japonesismos que los germanismos, por ejemplo (las palabras niponas entran siempre como voces llanas: las ya viejas «harakiri», «kamikaze», «sayonara», «geisha» ... y la más moderna «karaoke»). ¿Por qué? Porque suenan muy próximas, y el genio de la lengua aplica su oído. Tiende a convertirlas en llanas (la propensión natural del español), como hace incluso con los nombres propios. El futbolista Claude Makelele, que jugó en el Real Madrid, era citado por todos los comentaristas con entonación llana (/makeléle/), frente a su nombre real en francés « (/makelelé/). Y lo mismo hacen con su compatriota Vieira (que debería ser /vieirá/), entre otros casos.

 

Estricto con los sonidos. Estricto -y eficaz- se ha mostrado nuestro personaje con los sonidos de la lengua española. Algunos grupos de palabras viables en otros idiomas son imposibles en español. Las combinaciones inexistentes en nuestro léxico -pero posibles en otros- son casi innumerables. Baste decir que el genio de nuestra lengua se fija sobre todo en la situación de las consonantes y, en el plano fonético, en los distintos tipos de vocales. Así, no admitirá nunca una combinación schw como en el alemán schwankende, ni la sucesión de dos mm como podía ocurrir en latín (summum); ni la terminación en una m que sí aparece en latín, árabe o inglés... (quorum, imam, dream, respectivamente); ni el dúo sr en ningún lugar de la palabra; ni los grupo pv, vg; ts, tz, tx ni ms, posibles algunos de ellos en otros idiomas... Y sus plurales de sustantivos los forma con eses, y no con las íes del italiano que le dan a esa lengua su sonido propio; tan peculiar para nosotros, que no tenemos muchos sustantivos terminados en i (y de entre ellos, gran número no son patrimoniales).

A la hora de aceptar sonidos finales de palabra, en español valen todas las vocales, aunque con muy desigual frecuencia (la u aparece en escasos ejemplos); mientras que sólo algunas consonantes disfrutan de ese privilegio -únicamente ocho de las más de veinte de nuestro alfabeto: n, s, d, l, r, y, x, z[123]- y varias de ellas con muy poca producción al respecto.

Para empezar, la u da fin solamente a 152 palabras, frente a 33.932 de la a y 18.804 de la o. Y entre las consonantes, la j termina sólo 21 vocablos; la x, 67; y la t, 147 (en este último caso, casi todos son de origen extraño al español, y de difícil plural); frente a los 15.195 de la r, los 2.078 de la l y los 1.224 de la d[124].

Es decir, que el genio de la lengua sólo ha permitido realmente a doce letras situarse al final de una palabra. Y podemos sostener por tanto que las voces terminadas en el resto de los sonidos o grafías van también contra el genio del idioma.

Más estricto aun se ha demostrado con las esdrújulas: ninguna voz propia del castellano que forme parte de ese grupo puede terminar en letra distinta de una vocal, la n o la s: «íntimo», «hipérbaton», «galápagos». La predilección del genio por estas tres terminaciones (vocal, n y s) se aprecia también en que no permite que ninguna otra letra cierre una forma verbal (excluimos el infinitivo y el imperativo): «hago», «haces», «hacen», «vengo», «vinieras», «vendrán», «labro», «labrarán», «labrarían»...

 

Vuelta de tuerca. Otra cuestión son los fonemas. Porque en los párrafos anteriores hemos hablado de los grafemas. Y con los fonemas el genio aprieta un poco más las tuercas, en su estricto carácter. Aquí damos por desechada fonéticamente también la letra t, puesto que incluso las palabras más aceptadas y empleadas que la usan para su final son claramente ajenas al castellano, hasta el punto de que muchas de ellas cuentan con una grafía alternativa que excluye esa consonante: «accésit», «acimut», «argot», «ballet», «bidet» («bidé»), «boicot» («boicoteo»), «cabaret» («cabaré»), «carnet» («carné»), «chalet» («chalé»), «debut» («debú»), «paquebot» («paquebote»), «parquet» («parqué»), «plácet», «vermut» («vermú»), «soviet», «superávit»... La t desapareció del español patrimonial en el siglo XII como letra final de palabra, y aun entonces ya sólo estaba agarrada a las terminaciones verbales (saliot, por ejemplo, que daría «salió»). Desde entonces les resulta incómoda a los hablantes naturales del español, que no son capaces además de añadirle una s para el plural.

El genio del español excluye, pues, la t y en final de palabra tiende a suprimirla en aquellas que vienen del francés, arreglándoselas así para formar más fácilmente ese plural. Pero tampoco le agrada demasiado la d. Esto parece evidente, mas la realidad nos dice también que, a pesar de su criterio, ha acabado aceptando algunas razones a favor de la d final. Digamos que en ocasiones el genio del idioma acepta propuestas a regañadientes; y luego procura que su disgusto se note. De hecho, ya había suprimido muchos sonidos /d/ finales en el paso del latín al castellano (aliquod se convierte en «algo», ad se queda en «a» ... ) .

Todavía ahora, muchos hispanohablantes no pronuncian el fonema /d/ a final de palabra, y algunos no lo pronuncian bien: por ejemplo, en «Madrid» reemplazan la /d/ por una /z/ -Madriz-, mientras que otros -en la zona catalanohablante de España- acuden al sonido /t/ (que también se emplea en Colombia y algunos países hispanoamericanos para igual cometido); y otros se refugian en la terminación más natural de /í/ (Madrí). Incluso cuando se liga el final de una palabra terminada en d con el comienzo de otra empezada por vocal se producen errores prosódicos: «Damos los resultados de la jornada: Madrí uno, Celta uno», por ejemplo (también tenemos las versiones «Madrí-zuno» y «Madrí-tuno» ), en vez del más adecuado «Madrí-duno». Ocurre lo mismo con nombres propios de persona terminados en d y acompañados de un apellido que empieza por vocal: «Davi-zAlonso», en vez de «Davi-dAlonso». Sin embargo, no ocurre lo mismo con otras terminaciones en consonante: «Cádi-zuno, Burgo-suno»; o «Barcelona de Guayaqui-luno, Deportivo Cali, uno», en los que sí se produce la unión silábica entre la consonante final y la vocal siguiente.

La dificultad de esa d final la observamos asimismo en pronunciaciones vulgares como /verdá/, /usté/ y /¿verdá usté?/, entre otros muchos ejemplos. En algún documento del siglo XVI se leen también grafías como Navidá. Y tenemos otro caso de esa refracción en los imperativos que el vulgo sustituye por infinitivos: «hacer esto ahora mismo», en vez de «haced». Estos problemas vienen de lejos, pues, y nos hablan de un gobernante del idioma que se siente incómodo con ese final de palabra.

La d ha pasado la severa criba por los pelos, tal vez haciendo valer que en muchas zonas donde habita sí se pronuncia correctamente. Y tal vez gracias también a que su plural no resulta incómodo (al contrario que en las voces terminadas en t), puesto que se le añade una e con toda naturalidad («vid», «vides»; «navidad», «navidades»). En algunas zonas, la correcta pronunciación de la d final sirve ahora para identificar a una persona culta, como hace siglos el grupo mn diferenciaba entre los letrados que pronunciaban /solemne/ y aquellas personas, de más baja condición, que proferían /solene/. No podemos decir con seguridad que las pronunciaciones de «Madrid» que hemos citado vayan contra el genio del idioma en su manifestación popular, sino contra la tendencia culta (de la que también cuida, mal que le pese).

El idioma español, pues, vive una cierta tensión con esta consonante final d, muestra de las diferencias entre las dos fuerzas que se han producido históricamente. Y el caso es que ahora, cuando algunos pretenden colocar en el acervo léxico palabras extranjeras de extraña pronunciación so pretexto de que la lengua lo soporta todo y evoluciona sin problemas, el mensaje que nos envía el genio del idioma representa lo contrario: la supuesta evolución tal vez se produzca al revés. Incluso un fonema como la /d/ a final de palabra que fue incorporado a la norma hace siglos -hablamos del fonema, no de la letra- puede acabar desapareciendo o al menos alterarse o mudarse como ocurrió cientos de años atrás con otras consonantes incómodas y con ella misma en su paso del latín al castellano. Habremos de permanecer atentos a ese proceso, pues no ocurrirá de la noche a la mañana: ya hemos visto qué desesperadamente lento es nuestro genio.

 

La desafinación. Todos los lingüistas y los historiadores de la lengua han sentido la necesidad alguna vez de encontrar una alternativa a la palabra «latín» para evitar alguna reiteración. Es posible que les haya venido a la cabeza la expresión «el idioma de Roma». Pero ninguno la habrá escrito, porque en el momento en que eso se percibe mediante la subvocalización típica de nuestro cerebro (que no oye pero escucha, que no dice pero pronuncia) se aparece el genio de la lengua para advertir del desatino. Nunca le agradará una redundancia fonética de ese calibre. Sobre todo porque tiene alternativas: la lengua de Roma, el idioma de los romanos.

Al genio le preocupa la música de las palabras, y en parte por eso ha dejado alternativas como «quizás» y «quizá» (la primera para preceder a vocal, la segunda para preceder a consonante); o «cantara» y «cantase», para aligerar las oraciones de sonidos /s/ o sonidos /r/, según pueda interesar, por ejemplo si se han usado muy cerca de ellas las palabras «manera» o «madera», o «frase» o «fase»: «le dijo que no lo hiciera de esa manera» («le dijo que no lo hiciese de esa manera»). Seguramente, también la supervivencia de la conjunción adversativa «mas» -poco usada en la lengua hablada- se debe a su utilidad para evitar las cacofonías de «pero» (por ejemplo, en «pero para eso no hace falta...»).

De hecho, algunos fenómenos gramaticales sólo se explican por la obsesión eufónica del genio. Por ejemplo, la colocación del artículo determinado masculino («el») frente a nombres femeninos que comienzan por a acentuada («el hacha», «el águila», «el habla leonesa», «el área pequeña»...). O la tendencia a no terminar una frase hecha en una palabra monosilábica si existe una alternativa mediante el intercambio de los términos. Nunca decimos «de cabeza a pies» sino «de pies a cabeza»[125].

El genio no disculpa que alguien escriba «tras tres siglos» si tiene la posibilidad de elegir «después de tres siglos», como tampoco admite un largo sujeto si se puede situar el verbo por delante y mejorar el ritmo de la frase. No le gusta la acumulación de adjetivos alrededor de un sustantivo («la embravecida y peligrosa extensa mar profunda y azul» ... ), ni las aposiciones pueden romper un sintagma coherente y unido («no es menos importante, a nuestro juicio, en el problema, la escasez de dinero», frente a «no es menos importante en el problema, a nuestro juicio, la escasez de dinero») ...

 

El genio del idioma sería un buen escritor. Para empezar, la ausencia de cacofonías ya constituye un primer grado de eufonía[126]. Si se evita la sucesión de monosílabos («las personas a las que se les han limitado» ), si la última sílaba de una palabra no es igual a la primera de la siguiente, si nunca termina una voz en s cuando la que va a continuación comienza por r (salvo casos inevitables: «los reyes») ... eso acaba sonando bien.

El cuidado por el ritmo y los sonidos ha producido muchos casos de analogía y asimilación fonética incluso dentro de una sola palabra. Por ejemplo, directus debería haber fabricado, en su evolución patrimonial, la voz direcho. Pero la e acentuada influyó sobre la e inicial para producir «derecho» y mejorar su sonoridad (y facilitar la pronunciación, desde luego). También se da asimilación -pero de consonantes- en «ceniza» , que de otro modo habría dado cenisa; porque la boca queda mejor articulada para pronunciar un segundo sonido /z/ después de haber proferido el primero, mientras que la /s/ presenta más dificultad.

Y como el genio sigue siendo el mismo, hoy en día decimos «in fraganti» cuando creemos acudir a la expresión latina in flagranti (es decir, «en flagrante delito», «con las manos en la masa»). Pero ahí influyen en la memoria palabras como «fragante» o «fragancia», y la mayor comodidad de estos sonidos frente al extraño fl combinado con un posterior gr que acaba desplazando la r a la primera sílaba. (La combinación de consonantes fl no es incómoda en sí -decimos «flamante» sin problemas, aunque se trate de un cultismo-, sino que la convierte en molesta el segundo grupo, gr).

Y también se da lo contrario (la disimulación), pero con el mismo objetivo de evitar la cacofonía. Eso pasaba ya en latín (el genio acepta una herencia inmensa): la terminación -alis (que servía para formar adjetivos) se transformaba en -aris cuando en una sílaba anterior y próxima aparecía el fonema /l/; así, por una parte, se formaban los adjetivos actualis, annualis, floralis, legalis, naturalis... y por otra angularis, auxiliaris, familiaris, molaris, popularis, saecularis, solaris; velaris, vulgaris...[127]. Porque habrían sonado mal, al oído del genio, angulalis, auxilialis, familialis, molalis, populalis, saeculalis, solalis, velalis o vulgalis. Es decir, lo mismo que probablemente pasó con un intermedio fragrante, en el que las dos erres terminaron siendo incómodas y sonando mal.

La disimilación se produce, pues, al evitar la inquietante semejanza entre dos sonidos de una palabra[128]. Así, viginti daba viinti, pero se disimiló en «veinte». Y dicir (proveniente del latín dicere) se transfiguró en «decir». La voz latina robur derivaría en robre, pero el genio de la lengua la mutó en «roble» para mejor pronunciarla (lo que no ha evitado el apellido «Robredo» o el topónimo «Robregordo», entre otros similares que, por menos usados, no han incomodado tanto el oído del señor del idioma). Tambien carcer huye del lógico cárcer para quedarse en «cárcel», y marmor da «mármol» porque no le gusta el mármor que le habría correspondido por la evolución fonética... Y con la búsqueda de una mejor pronunciación esquivamos «vayámosnos» y elegimos «vayámonos». Y no decimos «verdurero» porque nos suena mejor «verdulero» (el genio ni siquiera ha permitido el doblete, y «verdurero»jamás fue autorizada a entrar en el paraíso de las palabras).

Ese sentido del oído le ha hecho añadir una r en determinadas ocasiones, para aprovechar su fuerza sonora. Tonus del latín, daba tueno en castellano; pero un sonido como el que esa palabra representaba no podía quedarse así. Y por eso decimos «trueno». No debía de andar lejos el genio de los sonidos, el que construyó palabras como «tremendo», «trepar», «arrastrar», «rasgar», «romper»... los fonemas que seguramente se usaron en Atapuerca y con cuya herencia se cambiaron tantas erres de sitio para dar fuerza a todo el sonido del castellano (semper vira hacia «siempre», quattuor da paso a «cuatro» ... ) .

El gusto del genio por relacionar sonidos y significados está presente en las onomatopeyas («susurro», «bisbiseo», «tintineo», «titilar», «tormenta», «arrullo», «farfullar», «cuchicheo», «aullar», «guirigay», «estruendo», «chapotear», «chiscar»... la lista sería muy larga); pero también en otros aspectos. Por ejemplo, en su enigmática manía de vincular el sonido /i/ con la idea de pequeño («nimio», «milimétrico», «ínfimo», «ridículo», «miniatura», «infantil», «birria», «chisgarabís», «minucia», «disminuir», «chiquitín», «miseria», «microbio» ... ), así como los afijos -ito, -illo, -ico...; mientras que /a/ y /o/ reflejan lo grande («descomunal», «faraónico», «grandilocuentes, «megalómano», «ampuloso», «aparatoso»...), como también lo hacen los afijos -ón, -azo, -ota, -ona....[129]

Estos fenómenos de disimilación se deben al gusto colectivo (y por tanto natural) de evitar en el habla corriente la repetición próxima de lo igual o semejante. Los buenos prosistas latinos siguen, consciente o inconscientemente, esta tendencia de la lengua, explica García Yebra. Y los buenos escritores permanecen atentos a las inclinaciones del genio del idioma.

La virtud en el verso puede ser vicio en la prosa. El mejor procedimiento para conseguir la eufonía en prosa es evitar la cacofonía. Para eso hace falta oído, y el genio lo tiene. Como lo tiene el genio de la música.

Otra característica del oído de nuestro personaje consiste en que no le gustan las sucesiones de monosílabos; y ha previsto para evitar esos golpes monótonos de voz algunas posibilidades. Si se encuentra la frase «no les da regalos a los que le resultan incómodos» (donde el grupo «a los que les» constituye una sucesión de monosílabos átonos, frente al grupo «no les da», en el que «da» tiene la fuerza tónica superior), el genio ofrece la alternativa «no les da regalos a aquellos que le resultan incómodos»; o bien «no les da regalos a quienes le resultan incómodos». Una frase como «si a los que les ven mal les suspenden» no sería, pues, de su gusto, por culpa de los cinco monosílabos átonos iniciales.

Viene todo esto a abundar en que al genio no le dan igual los sonidos, y en ningún momento se ha mostrado indiferente ante ellos: al contrario, todo su gobierno se ha basado en obras públicas que tenían corno misión encauzar este caudal de fonemas del que dispone nuestro idioma y que le han llegado de diversas lenguas.

Hace muchos siglos que el genio del idioma añadió y quitó letras para acomodarse los vocablos. Ya en el paso del latín al castellano colocó al comienzo de palabra una e por delante de la s si ésta iba seguida de consonante: sperare dio «esperar»; stare, «estar»; schola, «escuela»... y lo mismo pasó con el helenismo spatha («espada») y con cientos y cientos de términos. Más de mil años después, el fenómeno continúa: stress se convierte en «estrés», snob da «esnob», de smokin obtenemos «esmoquin», de scanner escribimos «escáner», y el slogan se ha convertido en «eslogan»... Lo cual nos deja imaginar para algún futuro próximo palabras como «esquás» o «esprín» (de la que saldría «esprínter», o tal vez «esprintador» o « esprintero»[130]). Tales vocablos estarán de acuerdo con el genio del idioma, lo que equivale a decir que las grafías actuales squash y sprint van contra él. De hecho, en nuestras bocas están ya con todos los fonemas que ampara el genio de la lengua. Y el genio del idioma, aprendida la lección del latín, parece muy interesado en que se produzcan muy pocas diferencias entre el español escrito y el hablado[131]. Esas mismas naturalizaciones hacen que al franc se le llame «franco», al mark «marco» y al rubl rublo.

Los acentos, tan fáciles. Pero la gran estrella de su criterio con el oído es la acentuación. Para empezar, el genio no ha permitido una sola frase con más de ocho sílabas en la que no exista un acento que predomine sobre los demás (no estamos hablando de palabras, sino de frases; porque también existe un acentuación de frase). Eso ha ocasionado que el romance (la composición poética por excelencia en español) se base en las ocho sílabas por verso. Es la métrica del canto a lo llano en Castilla, de los corridos mexicanos, de la isa canaria, de las tonadas tradicionales chilenas, de la jota navarra o la aragonesa... y de sinfonías poéticas firmadas por Lorca, Machado o Rubén Darío.

El sistema de acentuación en español se mantiene casi intacto desde hace cientos de años. Han cambiado los criterios de expresión gráfica de esta carga tónica, pero no el sonido. Incluso suman pocos los casos de palabras latinas que hayan modificado su acento al pasar al español, y todos ellos se pueden agrupar bajo ciertas subreglas[132].

El sonido de las palabras lo llevamos en las entrañas, hasta el punto de que está demostrado que un bebé ya distingue cuáles son de su idioma y cuáles no[133]. Las combinaciones de letras y sonidos en una lengua no son tantas como parece.

Por ejemplo, el genio del español apenas ha permitido a unas cuantas letras situarse a final de palabra, como ya hemos visto: las cinco vocales y las consonantes n, s, r, l, d y z son las realmente autorizadas. Sí, algunas otras palabras terminan en letras distintas de éstas, pero son muy escasas y generalmente se trata de extranjerismos.

De entre las vocales, la u sale claramente perjudicada. En las consonantes, las más agraciadas son la n y la s, que están por detrás de la r en cuanto a entradas en el Diccionario, pero sin olvidar que con n y s se forman todos los plurales en español (en las conjugaciones verbales y en los sustantivos), lo cual multiplica sus posibilidades[134].

El español medieval contaba con pocos nombres y adjetivos que terminaran en vocal tónica (acentuada prosódicamente). Después, las palabras árabes que se presentaban a la puerta del genio debían modificarse para ser tomadas como préstamo, y entendieron bien qué consonantes debían escoger para su terminación: n, r, l... (por eso tenemos «adoquín», «alquiler» o «albañil»). Pero en otros casos se mantuvo la vocal tónica[135] lo que amplió las posibilidades fonológicas del español, porque el genio estaba en la época de formación y tenía los criterios más flexibles.

Todo esto es importante, porque el genio tenía que basar sobre estos datos sus normas de acentuación ortográfica. Y, realmente, aquí obró con una sencillez deslumbrante que podemos ver con claridad si desbrozamos las complicadas normas que explican las gramáticas[136].

En español, a efectos de acentuación las palabras se concentran en dos grupos exclusivamente:

1. Las que acaban en vocal, en n o en s, y que tienden a ser llanas (o «graves»). Es decir, la mayoría de estas palabras tiene el acento en la penúltima sílaba.

2. Las que acaban en cualquier otra letra, y cuya tendencia natural es a ser agudas. Es decir, la inmensa mayoría de estas palabras tiene el acento en la última sílaba.

Establecidos estos dos grupos, el genio decidió que sólo llevaran acento gráfico las palabras que violen cada una de estas tendencias naturales: las que terminando en vocal, n o s son agudas; y las que, terminando en cualquier otra letra, son llanas. Dicho de otro modo: llevan tilde las que van contra la tendencia natural. Así pues, el acento gráfico es una multa que ponemos a las palabras por contravenir la costumbre de su grupo.

En estos tres párrafos precedentes se resumen las reglas de los acentos en español, y cualquiera que los comprenda dejará de cometer faltas de ortografía con ellos.

¿Por qué decidió el genio de la lengua colocar entre las palabras que no se acentúan a las que terminan precisamente en vocal, n o s? Ésa fue una sabia decisión, sólo explicable por la mitológica imaginación de nuestro protagonista: porque así abarcaba el mayor número de términos en español, al incluir las vocales (tendencia natural en la que terminan las palabras de nuestra lengua) y las que forman el plural de nombres y verbos (la s y la n). Las terminaciones en vocal suman 64.920 palabras, sobre un total de 91.968 entradas de diccionario (al hablar de «entradas» se entiende que de cada verbo, por ejemplo, sólo está el infinitivo, y sólo el singular de los sustantivos, etcétera). Y si se les agregan las acabadas en n o en s -excluidos todavía los plurales-, la cifra asciende a 72.504. Es decir, más del 80 por ciento de las palabras de nuestro idioma se incluyen en el grupo que precisamente tiene tendencia a no acentuarse.

Según datos relativos a la edición del Diccionario de la Real Academia de 1992, donde figuran 85.186 vocablos, llevan tilde o diéresis (es decir, signos diacríticos) 15.899. Eso significa que el genio del idioma no hizo mal su trabajo, pues redujo la tarea de la acentuación al mínimo esfuerzo, ya que 69.287 palabras (el 81,3 por ciento) no la precisan.

Pero en ese estudio nos encontramos un dato más llamativo todavía: de entre las palabras acentuadas (repetimos, 15.899 palabras acentuadas en total), terminan en vocal, n o s nada menos que 15.517. Por tanto, ¡sólo 382 palabras -cráter, carácter, árbol, látex...- violan la norma según la cual si terminan en cualquier otra consonante no deben llevar acento prosódico en la penúltima sílaba!

¿Y qué pasa con las esdrújulas y las sobresdrújulas? Nada: entran en el primer grupo, puesto que no tienen el acento prosódico en la penúltima sílaba y siempre terminan en vocal, en n o en s[137]. Por tanto, contravienen la norma y pagan la multa.

El sistema académico de explicar la acentuación tal vez no sea muy del agrado del genio, a quien ya sabemos sencillo y claro. Porque el método que se ha enseñado tradicionalmente hasta ahora en español obliga al estudiante a clasificar las palabras en seis grupos: agudas acabadas en vocal, en n o en s (que llevan tilde); agudas acabadas en otra letra (que no llevan acento gráfico); graves acabadas en vocal, n o s (que tampoco lo llevan); graves acabadas en otra letra (que sí llevan); esdrújulas (se acentúan todas) y sobresdrújulas (que también). Realmente, es más sencillo agrupar todas las palabras en los dos únicos grupos ya referidos.

Superado todo eso, sólo queda preguntarse por los diptongos. Pero esta tarea también parece sencilla: la tendencia natural de los diptongos es formar una sola sílaba («paria»), y si se pronuncian como dos («paría») deben llevar tilde por la misma razón que se expuso antes: porque hay que pagar la multa de contravenir la tendencia natural de las cosas (ya sabemos que el genio del idioma es estricto). En el colegio nos explicaron que hacía falta poner el acento «para romper el diptongo» ; pero en realidad hace falta colocarlo «porque se rompe el diptongo» . (Recuérdese: toda tilde denota una infracción).

Por cierto, el hiato, o separación de las vocales de un diptongo, era frecuente en los comienzos del latín. Pero ninguno de esos casos de la lengua de Roma ha sobrevivido en las palabras patrimoniales españolas, lo cual da idea de con qué fuerza la tendencia natural del castellano es la unión de las vocales cuando van juntas.

Finalmente, ya sólo quedarán las palabras monosilábicas y las que se acentúan para diferenciarse de otras homófonas pero no sinónimas: «té» y «te» , «éste» y «este», «sólo» y «solo», «dé» y «de», «sé» y «se»... Esta cuestión apenas plantea problemas si se atiende a la entonación de frase. De hecho, los quince monosílabos que tienen acento diacrítico son tónicos frente a sus correspondientes grafías sin tilde, que son átonas: «y te doy» (átona), frente a «y té doy» (tónica).

El genio de la lengua bien podía sentirse satisfecho de todo este sistema de acentos, porque otorga a la escritura del español una ventaja de la que carecen otros idiomas de acento libre (como el portugués, el italiano, el inglés, el alemán, el euskera, el gallego, el catalán y el ruso): la de haber descubierto la forma de indicar la pronunciación exacta de cada palabra y, por tanto, su significado preciso (frente a lo que ocurre en inglés, por ejemplo, donde podemos encontrar record, entre otras palabras, con dos acentuaciones prosódicas distintas -y dos funciones diferentes, como verbo o como sustantivo- para una sola escritura; algo que le resulta extrañísimo a cualquier hispanohablante).

El sistema de acentuación organizado por el genio del idioma tiene, pues, una función utilísima: saber cómo se pronuncia exactamente una palabra que leemos por primera vez y saber cómo se escribe un término que acabamos de escuchar también por vez primera. Eso nos permite ir aumentando el vocabulario particular de cada persona con precisión y seguridad.

Interrogaciones y exclamaciones. En los últimos años, ha llegado a diversos textos escritos en español la moda de usar sólo la interrogación o la exclamación de cierre, suprimiendo la de apertura. Traen esta costumbre los diseñadores gráficos, los publicistas, los importadores de tecnología y los creadores de programas para telefonía celular. Todos ellos deben de estar preguntándose por qué usar dos signos en español si al inglés o el francés les basta con uno. En este caso son invadidos por la tendencia del genio hacia la economía de esfuerzos, pero olvidan otros criterios que el propio genio maneja.

Porque, en efecto, el inglés, el francés y otras lenguas emplean recursos sintácticos y morfológicos especiales que indican ya desde el principio de la pregunta -aunque no de manera infalible- que el lector ha de disponerse a entonar la frase como tal. Pero la libertad sintáctica del español hace necesario emplear los dos signos, para anticipar en la lectura la naturaleza interrogativa de la frase que sigue. Y no digamos con las exclamaciones. Al español se le supone más cantarín, porque las preguntas no dependen de la estructura sintáctica sino de la entonación[138].

No sólo el genio del idioma español tiene muy desarrollado su oído, sino que, por los métodos habituales que él empleó en la historia (sutiles y subrepticios), ha provocado que lo desarrollen también todos los hispanohablantes. Porque hace falta sutileza para coger al vuelo las diferencias entre las frases «qué techo», «qué te he hecho» y «que te echo»; entre «los suelen freír», «los huelen freír» y «lo suelen freír»; entre «la ventura» y «la aventura»; entre «nos sienta bien» y «no sienta bien»; entre «los Pérez no son simpáticos» y «los Pérez nos son simpáticos»; entre «rico y responsable» y «rico irresponsable»[139]. En cualquier caso, siempre caben soluciones parciales: quien no sepa entonar bien y diferenciar por tanto entre «¿qué te he hecho?» y «¿qué te echo?» dirá seguramente en el primer supuesto «¿qué te he hecho yo?» .

Ese oído del genio del idioma ha sido percibido extraordinariamente por nuestros mejores poetas. Ellos han combinado los acordes de las oraciones y las frases, y han cuidado las notas de las sílabas y el ritmo de los acentos. El oído de nuestro señor de la lengua ha originado las canciones populares y los romances de ciego recitados de aldea en aldea, y ha mantenido en la memoria todas esas historias que contaban, gracias a las reglas nemotécnicas de las rimas y las estrofas, y sobre todo a su entonación. Nuestra lengua no sería nada sin sus sonidos y sus combinaciones de fonemas, tan imperceptibles y tan perennes que hasta suenan con toda su fuerza en nuestra mente cuando sólo estamos leyendo.


XIII


Date: 2015-12-17; view: 488


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El genio del idioma es caprichoso | El GENIO DEL IDIOMA ES PACIFISTA
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