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EL GENIO DEL IDIOMA ES TACAÑO

 

Tacaño o ahorrador, el caso es que el genio del idioma tiende a la economía de medios. Este recurso le resulta muy productivo, porque da mucho más valor a cada palabra: si se elimina todo lo superfluo, lo que queda es valioso. Y si una palabra figura en una frase, eso se debe a que tomamos el vocablo como significativo; de otro modo debería desaparecer. Por eso se produce ruido cuando suponemos expresiva una palabra y resulta que no lo es. Porque si dijéramos «el estadio se hallaba completamente repleto» estaríamos dando a entender -puesto que cada palabra ha de expresar algo que sería distinto si ese vocablo desapareciera- que existe la posibilidad de que el estadio se hallase repleto a medias.

El genio del idioma tiene un principio irrenunciable: «Si algo está, que sirva para algo».

Por eso abomina de los pleonasmos («laudo arbitral», «totalmente desconectado», «cojea visiblemente», «totalmente gratis», «difícil reto» ... ), expresiones que nadie diría de natural si no las hubiera oído por los medios de comunicación, como a nadie se le ocurre decir en un contexto de realidad «leche blanca» o «gigante grande», porque esto sólo sería válido en un contexto en el que hubiese leche negra o gigantes pequeños.

Si le decimos a alguien «abre la puerta» -tomo el ejemplo del libro de Juan Luis Conde[104]- eso significa que nuestro interlocutor sabe perfectamente a qué puerta nos referimos y cómo debe abrirla. Si, por el contrario, le indicamos «acércate hasta la puerta de esta habitación, coge el pomo, gíralo en el sentido de las agujas del reloj y luego empuja hacia dentro», caben dos posibilidades: o quien nos escucha ignora el procedimiento adecuado para abrir esa puerta porque se trata de uno distinto del habitual, o le estamos llamando idiota. Nuevamente la abundancia de palabras -de la que en otro caso podríamos prescindir- ha de resultar significativa. De otro modo, el genio la rechaza: si algo redunda, que tenga un sentido.

Algunos pleonasmos han adquirido una gran expresividad, y ésos sí son admitidos. «Caía nieve blanca» no añade gran cosa. Pero podemos manejar la redundancia con cierta técnica: «en aquel pueblo, todas las vacas eran blancas, a juego con su leche blanca, todas las casas daban al aire blanco la luz de la cal blanca, y el viento del alba levantaba unas semillas blancas que parecían nieve blanca de verano». Ese párrafo está lleno de redundancias, pero el genio podría dejarlas pasar si viera una intención expresiva y hasta elogiarlas si hallase una expresión literaria. La misma intención expresiva que encontramos en «lo vi con mis propios ojos» o «lo cogió con sus mismas manos».

El genio da continuamente muestras de ahorro. Nada de despilfarros. De hecho, muchas evoluciones que ha experimentado nuestra lengua han consistido en distintas economías: de sílabas, de fonemas, de construcciones verbales, de palabras, de declinaciones... Nuestros antepasados dijeron viridis, pero luego virdis y después «verde». Del esperable latinovulgar essere hemos pasado a «ser»... No todos, pero muchísimos de los rasgos evolutivos del castellano están guiados por el ahorro.



Así ocurre en la supresión de las geminadas (o consonantes dobles) que no diferenciaban su sonido respecto a su posible representación simple (es decir, no se trata del caso r y rr, o de l y ll): flamma da «llama», cuppa deriva en «copa», siccus se escribe «seco»... Las letras geminadas, en efecto, exigen una mayor energía que las simples; por eso acaban amortizándose en las palabras patrimoniales.

Y así, con el mismo fin, ha inventado el genio nuestras oraciones de relativo, para que se puedan reducir aún más: «los políticos que habían sido acusados de corrupción tuvieron que dimitir» se queda a menudo en «los políticos acusados de corrupción tuvieron que dimitir».

 

La supresión del «yo». Todo eso liga con el capítulo anterior y el uso del «yo»: o es enfático, o aclara una ambivalencia o se lo calla uno. Porque el significado debe variar si usamos el «yo» correctamente: no es lo mismo «lo sé», que «yo lo sé» o que «yo sí lo sé». Cada palabra que se agrega en esa serie tiene una razón de existir. Y si no sucede así, el genio prefiere que no se empleen porque añaden confusión.

Tanto se ha dado el genio de la lengua a la tacañería, que ha descubierto una posibilidad de reducción con que no cuenta tampoco ningún otro idioma: ese empleo peculiar del neutro «lo». Con su contribución, todos los adjetivos pueden transmutarse en un concepto absoluto abstracto. (¡Maravilloso!). Así, podemos decir «lo hermoso», «lo excepcional», «lo admirable», «lo descabellado»... Y eso da paso a un empleo de «lo» realmente sensacional: «¿te hablaron de lo del otro día?», «¿qué hay de lo mío?», «ya me he enterado de lo del comité».

Del valor económico que aporta esta fórmula nos da sena idea la siguiente comparación:

 

Lo de ir a la tienda no le gusta.

Doesn't like the idea of going to the store[105].

 

Indudablemente, el pronombre «lo» aporta una gran riqueza y diferencia esa frase de la otra posible: «ir a la tienda no le gusta». Pero la adición del «lo» añade también un conjunto de situaciones que se imaginan en torno al hecho de ir a la tienda: tal vez el largo camino que hay que recorrer, quizá los pesados paquetes que se deban acarrear al regreso... Y ahí está la brillante idea del genio: en que tales circunstancias no aparecen; se economizan en el pronombre «lo», un dúo de letras que hizo mucho más sugerente en español el título de aquella famosa película: Gone with the wind (Lo que el viento se llevó)[106].

Ese recurso, la «sustantivación de algo definido, consabido o indefinible», como lo describe Emilio Lorenzo[107], se extiende a oraciones tremendamente expresivas y económicas: «¡lo que nos divertimos!», «¡lo bien que lo pasamos!». Es difícil imaginar una traducción breve en otro idioma para una frase como «¡lo que tengo que contarte!», porque quizás debiéramos acudir a una solución como «Tengo algo importante que contarte!». Y encuentra parangón en frases de difícil traslado a otras lenguas: «lo que es yo, no pienso ir», «es mejor de lo que crees»...[108].

 

Ahorro fonético. La economía del genio ha alcanzado también a las repeticiones fonéticas. No se trata solamente de una cuestión cacofónica (de eso se hablará después), sino de que un fonema pueda adoptar dos valores: lo que en lingüística se llama haplología (que podríamos explicar como «simplificación», pues «haplología» procede del griego haplóos, «simple»).

Así, si la voz «ídolo» se junta con -latría (adoración) debería dar idolo-latría, pero se reduce a «idolatría»; y lo mismo pasa en palabras como simbolo-logía (que se reduce a «simbología») o trágico-cómico («tragicómico»). Un fenómeno que el genio no ha olvidado, y que sigue vivo actualmente en «impudicia» (impudicitia), «autobús» (de auto y ómnibus), «apartotel» (en vez de apartahotel de «apartamento» y «hotel»), o la más arriba citada «amigovio» (amigo-novio), entre otras.

La ley del mínimo esfuerzo se extiende en el español a determinadas perezas fonéticas, una necesidad no consciente de ahorrar energía articulatoria. El genio del español salió en eso más vago que su antecesor. Eso explica que praesepe se convirtiera en «pesebre», o crepare en «quebrar». Palabra tras palabra, evolución tras evolución, los fonemas se reacomodan movidos por una misma orden para hacer su pronunciación más fácil y economizar energía.

La supresión de fonemas se extiende a la de oraciones enteras, en enlaces que cuentan con la inteligencia de quien escucha. Como en este ejemplo que nos presenta Graciela Reyes: «hablé de mi operación con el médico. Ahora operan con láser»[109]. Donde se deduce que eso es lo que ha dicho el médico. O bien: «llamó Violeta. Se va el miércoles a Roma».

 

La polisemia. Esa economía lingüística que tanto le agrada al genio del idioma ha provocado la existencia de una notable polisemia. Al contrario de lo que pudiera pensarse a primera vista, el hecho de que una palabra tenga varios significados constituye una prueba evidente de austeridad. De ese modo, se reduce el número de voces que es necesario conocer, y la lógica de los significados que se les adhieren permite deducir inmediatamente lo que quieren decir en cada contexto.

La palabra «pluma» tiene varios significados si la encontramos apoltronada en el Diccionario, pero sólo le daremos uno si la hallamos trabajando. En latín se escribía y pronunciaba exactamente igual que ahora (estamos de nuevo ante una palabra con miles de años, que nos ha llegado inalterada). Pero de aquel pluma, plumae a la pluma de la grúa, a la pluma del escritor (su utensilio o su estilo), a la pluma del afeminamiento masculino, o al peso pluma en el boxeo... van muchas decisiones del genio de la lengua gobernadas por su sentido económico. Las metáforas lexicalizadas han agrandado el sentido de las palabras: la hoja de papel, la hoja de la espada, la hoja de afeitar... el cometa y la cometa... la falda de la montaña... Y así como un escritor con buena pluma es alguien con estilo brillante, un actor con tablas es el que acumula mucha experiencia. Y el plural de pluma, «plumas» , sirve para definir un tipo de abrigo, de tan reciente creación léxica que aún no ha llegado al Diccionario.

Es realmente admirable que aquellos mecanismos que sirvieron para crear dentro del idioma palabras como «venta» (lugar de hospedaje) o «gloria» (lugar abovedado de las casas antiguas que funcionaba como calefacción), ejerzan ahora el mismo poder y nos brinden «canasta» (acción de encestar en baloncesto), «acicate» (como «incentivo»; pero el acicate, traída del árabe, era una punta de espuela); o «embrague» (que Viene de «briaga»: cuerda o maroma que se usaba en los lagares y toneles; en el Diccionario desde 1726) y «embragar»: «abrazar un fardo, piedra, etcétera, con bragas o briagas», y que ya estaba en el Diccionario con el sentido mecánico en 1925, cuando los automóviles todavía no se estilaban mucho[110]. (Hasta 1984 no admite el Diccionario «embrague» como uno de los pedales del coche).

La metáfora para ampliar el significado es frecuente incluso en el lenguaje científico, que intenta ser preciso: vías urinarias, circulación de la sangre, cavidad paleal...

Pero ahí reside la gran habilidad, la gran pirueta del genio: tendríamos que esforzarnos mucho si quisiéramos que esos significados diferentes para una misma palabra nos llevaran a la confusión. «Sueño» tiene doble valor en español, y por eso decimos «tengo sueño» y «tengo un sueño», la misma diferencia que se produce entre «tengo sueño» y «tengo sueños», o «está soñando algo» y «está soñando con algo». El genio no propicia el error cuando se producen estas ambivalencias. «Fortuna» puede usarse con el mismo significado que «suerte». Y diremos «¡qué suerte tiene Marta!». Pero el genio de la lengua siempre nos quitará de la cabeza la frase «¡qué fortuna tiene Marta!» para referirnos a su suerte, porque en ese caso se puede dar a entender que es muy rica y se produciría la confusión; así que de una manera natural expresaremos «¡qué suerte tiene Marta!» mientras no queramos decir que atesora mucho dinero.

La analogía tiene su técnica; hacen falta muchos años de uso general de una palabra con distintos significados para que ambos se aposenten en el idioma y demuestren que no hay peligro de confusión. La analogía está al servicio de la relación correcta entre dos términos, y se rompe cuando el lenguaje se fuerza hasta tal punto que equivoca los sentidos. Ahora nos llega, por vía televisiva, la palabra «polígrafo» (el detector de mentiras que va reproduciendo en un gráfico las alteraciones del pulso, y que se emplea en algunos programas espectáculo para averiguar si algún personajillo dice o no la verdad). Porque «polígrafo» significaba en español «autor que escribe sobre diferentes materias», tomando el prefijo griego poli- (procedente de polýs, «mucho», escrito en griego con ípsilon y en formación aguda) y la raíz grafos (del griego graféin, «escribir»). Este nuevo polígrafo, sin embargo, se forma con la raíz griega polis, semejante a la anterior pero no igual. En este caso significa «ciudad» -de donde salió «policía», politeia- y se escribe en aquel idioma con iota y en forma llana. ¿Puede el genio del idioma aceptar algo así? No lo parece. Se perciben como raras ciertas posibilidades: «el polígrafo dirá la verdad», o «fulanito va a someterse al polígrafo», porque una persona con cierta cultura (conocedora por tanto de la voz «polígrafo» referida al que escribe sobre muchas materias) no sabrá bien al principio de qué se le habla. La «máquina de la verdad» (o veromáquina, por inventar algo) ha escogido un nombre difícil para el genio del idioma.

¿Nos hemos confundido alguna vez al entender «tarde» como retraso en vez de como parte del día? Es posible que una persona viva noventa años sin que eso le ocurra ni una sola vez. La vieja palabra tarde significaba en latín (también con igual grafía) «fuera de tiempo», «tardíamente», y se relacionaba con el verbo tardo, «tardar», mientras que la lengua de Roma para «la tarde» como parte del día contaba con vesper y serum. El latín disponía, pues, de dos voces -tres en realidad- para dos conceptos diferentes, y el genio del idioma español los redujo a un solo término, interpretando sin duda en aquel tiempo que cuanto ocurría al caer el sol llegaba con retraso. Mucho después, el genio abriría la puerta a «vespertino» como cultismo procedente del latín[111].

En realidad, como explica Graciela Reyes, el significado no está en las palabras, sino en el reconocimiento de la intención con que se dicen las palabras. La mayoría de los signos lingüísticos son polisémicos, pero se trata de significados potenciales, que sólo se activan en el habla, escribe García Yebra. En francés existen rive y riviére para el español «río». En español tenemos «pez» y «pescado» para el francés poisson, o «sueño» para el inglés dream y sleep (el sueño ilusorio y el sueño de dormir poco, respectivamente); mientras que el corner inglés se puede traducir en nuestra lengua por «rincón» o «esquina» (según se trate del espacio interior o exterior de un ángulo), y fish por «pez» o «pescado» (según esté en el mar o en la sartén). Estos ejemplos y otros muchos que se podrían aportar (una palabra para dos, o dos para una) no vienen aquí a demostrar que un idioma es más rico o más pobre que otro (nada más lejos de nuestra intención), sino a dibujar ese impulso que sienten los genios de las distintas lenguas de dotar a una misma palabra con valores diferentes pero próximos, casi siempre en un esfuerzo económico.

Este orden que mantiene el genio en todos sus actos afecta a un hecho realmente admirable: teniendo el español muchísimas palabras polisémicas, los errores en su empleo y comprensión parecen escasísimos. Y cuando se producen, casi siempre estamos ante un uso intencionado o chistoso.

Porque el genio ha evitado lo que Guilliéron llamaba «patología verbal»[112]: la que sucede cuando dos palabras, en virtud de los cambios fonéticos que han experimentado o por casualidades etimológicas, se hacen homófonas. Se necesita entonces una «terapéutica»: el hablante siente ahí, movido por el genio, la necesidad de modificar o sustituir la palabra que ya no le sirve.

Ya hemos comentado el caso de sinister (el genio prefirió ezkerro para crear «izquierdo» y huir del significado peyorativo de «siniestro»). Esa misma reacción debió de producirse con bellum («guerra»), cuando el genio del idioma tomó la palabra gótica werra para evitar la confusión con bellus que daría «bello». En Argentina, «cocer» dejó paso a «cocinar», para esquivar (con el uso habitual del seseo) la homofonía con «coser»[113].

Una gran cantidad de hablantes sentía simultáneamente la necesidad de arrinconar el vocablo dudoso, porque no les servía; y acudían a uno próximo. El genio de la lengua les iba incitando, pero sin prisa.

 

Fuera las declinaciones. Las decisiones ahorradoras de este genio estricto son firmes. Ya se vio en su día cuando actuó sin miramientos con las declinaciones latinas. No quedó ni una. También, el genio del idioma hizo desaparecer con su magia el género neutro latino. No le hacía falta nada de eso. Entre los casos, primero sobrevivió el acusativo, pero las evoluciones fonéticas tendieron a igualarlo y a confundir muchos vocablos: demasiadas palabras acababan ya en -o, una vez perdidas terminaciones como -um o -u. Así que el genio empezó una limpia. Dejó estar, eso sí, las desinencias verbales porque le parecieron útiles. Al fin y al cabo, los verbos experimentan en sí mismos alteraciones importantes: se sitúan en el pasado, en el futuro, en la primera o la tercera personas, forman tiempos compuestos: hay alteración, proceso, mudanza...[114] Las demás palabras, en cambio, dan la sensación de estarse quietas. Las variaciones en un mismo verbo saltan a la vista, pero los casos de los sustantivos -las declinaciones- habían perdido vigor y eficacia. Además, al genio le gustaban las preposiciones, y las había reforzado y esparcido por todo el idioma. ¿Para qué hacían falta entonces los casos latinos? A la basura y no había más que, hablar.

Porque en el habla de aquellos españoles remotos, el acusativo de la cuarta declinación latina -singular, manum, plural, manus- se confundía fonéticamente con el de la segunda -cervum y cervos, respectivamente (ya en latín clásico muchos nombres de la cuarta declinaban algunos casos por la segunda); y la quinta declinación no podía distinguirse de la tercera. Quedaban, pues, en romance sólo tres declinaciones[115].

La preposición ad había ido a parar junto a los dativos; los genitivos se apropiaron de la preposición «de». El vocativo no precisaba de preposición, pues nunca nos ha dado idea de que exprese una relación sintáctica. El ablativo tenía un carro de preposiciones a su disposición (dependiendo de las circunstancias, claro, pues complementos circunstanciales escenifica). Quedaban indemnes, pues, el nominativo y el acusativo. Poca cosa para seguir manteniendo todo el sistema de desinencias. La preposición se había adueñado de ellas, porque conseguía decirlo todo por sí misma. Y eso ocasiona que casi todos los sustantivos castellanos deriven del acusativo latino, probablemente el caso en el que más aparecían.

Las desinencias de caso se habían convertido en marcas redundantes para las que ya servían con mayor decoro y justeza las preposiciones que antecedían al complemento. Y si bien es cierto que todas las lenguas admiten un grado de redundancia (es correcto «yo concuerdo con», por ejemplo), tal hecho explica que esas desinencias no resistiesen el envite. Por ejemplo, la pérdida de la -m final de las palabras implicó frecuentemente la confusión entre el acusativo y el ablativo de la tercera declinación: monte(m) y monte (estamos hablando de los siglos IV y V)[116]. Además, el hecho de que la -s apareciese en todas las formas del plural y sólo en algunas del singular hizo que finalmente se considerase este fonema como marca de número y no de caso. Miles de ejemplos así condujeron a la aparición de las preposiciones y a la supresión consiguiente, por economía, de las declinaciones latinas: por paradójico que parezca, dejaron de declinarse y comenzaron a declinar.

 

La desaparición de un género. Peor le fue al género neutro. El genio también vio que no le iba a servir de nada, porque carecía de función concreta. Sólo en determinados pronombres le parecía de alguna utilidad... Así que los tres géneros del latín -ah, los géneros, ese concepto gramatical que ahora se confunde con el sexo, como si alguna vez hubiera existido el sexo neutro- se redujeron prácticamente a dos.

El neutro apenas presentaba ya diferencias propias que sirvieran de algo. Tal vez el hecho de que las terminaciones de nominativo y acusativo fueran iguales, y que ambos casos acabasen siempre en -a en el plural; pero poco más. (Esto último sí tendría luego cierta importancia, porque ahí reside la explicación de esos nombres colectivos o genéricos terminados en -a que todavía utilizamos: «la madera» frente a «el madero» ).

En efecto, a menudo se daban sustantivos neutros con terminaciones masculinas, en tanto que otros tradicionalmente masculinos adoptaban a veces la terminación -a del plural neutro.

El neutro lo puso en marcha el genio del latín para designar lo inanimado frente a los seres animados (personas y animales), pero ya en el siglo I antes de Jesucristo iba desapareciendo tal diferenciación[117].

Muchos inanimados tenían género masculino o femenino, mientras que algunos animados se encontraban entre los neutros. Ese desbarajuste le hizo cortar por lo sano y anular el género neutro, salvo en los pronombres personales de tercera persona, los demostrativos y algunos otros pronombres, y siempre en singular («lo», «ello», «esto», «eso» ... ), puesto que no se habían metido con nadie.

 

La lucha de géneros. Se puede considerar que el genio del idioma es machista. Por ejemplo, obliga a elegir el masculino cuando se produce una lucha de géneros en la sintaxis. Si decimos «los niños y las niñas de este año son más altos que los del año pasado», al principio se produce una igualdad de géneros, pero luego se disuelve a favor del masculino en la concordancia. También gana el masculino cuando opera como genérico: «los alemanes son organizados y los españoles improvisamos mucho». Se puede achacar esto a una inclinación conservadora que favorece al hombre, pero habría que plantearse dos salvedades.

En primer lugar, se está hablando de género, no de sexo; el género y el sexo son dos cosas muy diferentes (por más que la influencia de la clonación inglesa gender = género -cuando aquí la traducción correcta es «sexo»- esté ocasionando algunos destrozos que suponemos poco del agrado de nuestro genio). Como hemos visto, los géneros en español son tres (masculino, femenino y neutro), mientras que los sexos sólo suman dos; los primeros funcionan en el terreno gramatical; y los segundos, en el terreno biológico (incluso hay un sexo mental que puede ser distinto del sexo biológico). Es decir, se trata de planos distintos de la realidad.

En segundo lugar, podemos plantearnos si esta actitud del idioma que da preponderancia al masculino (en el nuestro y en otros muchos) no responde más al carácter tacaño del genio que a su propósito discriminatorio (insistimos en que, en todo caso, sería una discriminación gramatical, no legal). Porque si discriminatorio fuera, lo habría sido en todos los terrenos. Ya hemos visto en otro capítulo, por ejemplo, que es abrumadora la mayoría de palabras que terminan en la letra a. Estamos hablando del «genio» de la lengua y usamos un masculino para eso, y de hecho se nos presenta tarea difícil escribir la expresión «la genia», pero llamamos a nuestro idioma «lengua materna». No decimos «la genia» pero podemos decir «la genio» como decimos «un figura» o «Plácido Domingo es una figura de la lírica» o «ese actor es toda una estrella».

Las mujeres se libran igualmente de que las tilden de «monstruas» (además de esquivar algún insulto sólo masculino, como «calzonazos»; bien es verdad que los femeninos son más numerosos). Además, el genérico masculino se usa para lo bueno y para lo malo, y así la expresión «cinco ladrones entraron en la tienda» se emplea en ese género a pesar de que entre esos facinerosos hubiera cuatro mujeres, que de este modo desaparecen del delito. Por si fuera poco, cientos de profesiones que ejercen hombres y mujeres tienen una terminación en -a que no se puede sustituir por -o, mientras que casi todas las que terminan en -o sí se pueden convertir en palabras que concluyen con -a. (Entre aquéllas, «policía» , «guardia», «pediatra», «carmelita», «dentista», «electricista», «lingüista» ... y todas las que, innumerables, llevan esta terminación -ista que indica dedicación u oficio). Ya hemos dicho también que el femenino predomina como género a su vez en ciertos colectivos («la banca», «el arma de artillería», «la concurrencia», etcétera). Si el genio hubiera sido realmente machista, habría evitado estos equilibrios, por inestables que resulten.

Él mismo parece haber sido consciente en algún momento de cierta inclinación injusta por su parte, y ha sabido ponerse a la altura de las circunstancias. Ha propiciado ya muchos femeninos antes impensables (como «presidenta») y seguramente creará algunos más, con su proverbial lentitud, a medida que perciba terminado el recorrido de la palabra en su evolución desde el participio presente al sustantivo: «gerenta», «intendenta», «militanta»... como ya admitió «dependienta» y otros similares. En cualquier caso, sigue otorgando su fuerza al artículo como auténtico señalador del femenino y el masculino: «la juez», «la cantante», «la agente»... como «la contralto», «la soprano», «la modelo»... Igual que «el pirata», «el obstetra», «el entusiasta»... También ha sido capaz el genio de arrinconar o corregir muchos significados asimétricos («un profesional» y «una profesional»; «hombre público» y «mujer pública», «un Fulano» y «una Fulana», en todos ellos con un significado vejatorio para la mujer...), expresiones que antes no eran sinónimas y que ahora se alejan paulatinamente de aquella discriminación.

El genio del idioma, por otro lado, ha colocado en el escaparate algunas fórmulas a las que pueden acudir los hablantes: «la persona» en vez de «el hombre» (en expresiones como «los derechos del hombre»); «la gente» («la gente de la calle» en vez de «el hombre de la calle»), o «el pueblo» y «la sociedad» («el pueblo alemán» o «la sociedad alemana» en vez de «los alemanes»).

Todo esto no acaba con el problema, desde luego. Todavía quedan muchas expresiones anacrónicas («hombría de bien», «caballerosidad», «hidalguía» , «machada» con sentido meliorativo...). Pero la ausencia de discriminación en la gramática no valdrá de nada si no está acompañada de la supresión del mismo problema en la sociedad (ya decimos que son planos de realidad diferentes). Buena voluntad sí se le ve al genio: actualmente se encuentra en el proceso de eliminar algunas discriminaciones lingüísticas. Viendo esas evoluciones en ciertas palabras, debemos pensar que poco a poco las ampliará a otras. Pero no podemos pedirle excesos que dañen su tacañería. Frases como «los alumnos y las alumnas que sean pequeños y pequeñas tendrán que salir al recreo con sus profesores y profesoras» resultan imposibles. Y no por prejuicios sexuales: su tendencia hacia la economía es ancestral, y eso va a arrasar cualquier intento semejante.

El hablante podrá percibir con gran fuerza en su experiencia personal cómo debe medir cada término, inconscientemente, para no despilfarrar las sílabas ni los vocablos. Se trata de uno de los rasgos más elogiables del genio del idioma: los pensamientos son rápidos, y las frases que los reproducen no pueden alargarse porque de ese modo se ocasionaría un desacomodo excesivo entre las dos velocidades, la de pensar o sentir y la de expresarse. Y además las frases llegan mejor al pensamiento del lector si no se le obliga a separar lo útil de lo superfluo, sino que se le da el trabajo ya hecho porque todo aquello que se ha escrito cumple una función determinada y certera.


XI


Date: 2015-12-17; view: 503


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