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Notas inspiradas por Los sonámbulos

 

 

Composición

 

Trilogía compuesta por tres novelas: Pasenow o el romanticismo; Esch o la anarquía; Huguenau o el realismo. La historia de cada novela tiene lugar quince años después de la precedente: 1888; 1903; 1918. Ninguna de las novelas está relacionada con la otra por un nexo causal: cada una tiene su propio círculo de personajes y está construida a su manera, que no se parece a la de las otras dos.

Es cierto que Pasenow (protagonista de la primera novela) y Esch (protagonista de la segunda) vuelven a encontrarse en el escenario de la tercera novela, y que Bertrand (personaje de la primera novela) tiene un papel en la segunda. Sin embargo, la historia que Bertrand vivió en la primera novela (con Pasenow, Ruzena y Elisabeth) no tiene relación alguna con la segunda novela, y el Pasenow de la tercera novela no recuerda para nada su juventud (tratada en la primera novela).

Hay pues una diferencia radical entre Los sonámbulos y los otros grandes "frescos" del siglo XX (los de Proust, Musil, Thomas Mann, etc.): no es ni la continuidad de la acción ni de la biografía (de un personaje de una familia) la que, en Broch, logra la unidad del conjunto. Es otra cosa, menos visible, menos alcanzable, secreta: la continuidad del mismo tema (el del hombre confrontado al proceso de degradación de los valores).

 

Posibilidades

 

¿Cuáles son las posibilidades del hombre en la trampa en que se ha convertido el mundo?

La respuesta exige ante todo tener una ligera idea de lo que es el mundo. Contar con una hipótesis ontológica.

El mundo según Kafka: el universo burocratizado. La oficina, no como un fenómeno social entre otros, sino como esencia del mundo.

En esto estriba la semejanza (semejanza curiosa, inesperada) entre el hermético Kafka y el popular Hasek. Hasek no describió él ejército (al modo de un realista, un crítico social) como un ámbito de la sociedad austro‑húngara, sino como una versión moderna del mundo. Al igual que la justicia de Kafka, el ejército de Hasek no es más que una inmensa institución burocratizada, un ejército‑administración en el cual las antiguas virtudes militares (valor, astucia, destreza) ya no sirven para nada.

Los burócratas militares de Hasek son necios; la lógica tan pedante como absurda de los burócratas de Kafka carece también de toda sabiduría. En Kafka, velada por un manto de misterio, la necedad quiere parecer una parábola metafísica. Intimida. En sus actuaciones, en sus palabras ininteligibles, Josef K. tratará por todos los medios de descifiar un sentido. Porque, si es terrible ser condenado a muerte, es absolutamente insoportable ser condenado sin motivo, como un mártir del sinsentido. K. aceptará pues su culpabilidad y buscará su delito. En el último capítulo, protegerá a sus dos verdugos de la mirada de los policías municipales (que habrían podido salvarle) y; segundos antes de su muerte, se reprochará carecer de fuerzas para ahorcarse a sí mismo y ahorrarles el trabajo sucio.



Svejk está en el lado opuesto al de K. Imita al mundo que le rodea (el mundo de la necedad) de un modo tan perfectamente sistemático que nadie llega a saber si es o no realmente idiota. Si se adapta tan fácilmente (¡y con tal placer!) al orden establecido, no es porque le encuentre algún sentido, sino porque no le ve absolutamente ninguno. Se divierte, divierte a los demás y, mediante la exageración de su conformismo, transforma el mundo en una única y fabulosa broma.

(Quienes hemos conocido la versión totalitaria, comunista, del mundo moderno, sabemos que esas dos actitudes, aparentemente artificiales, literarias, exageradas, son absolutamente reales; hemos vivido en el espacio limitado, por un lado, por la posibilidad de K. y, por otro, por la de Svejk; lo cual quiere decir: en el espacio del que un extremo es la identticación con el poder hasta la solidaridad de la víctima con su propio verdugo y el otro, la no‑aceptación del poder mediante la negativa a tomar nada en serio; lo cual quiere decir: en el espacio entre el absoluto de la seriedad ‑ K. ‑ y el absoluto de la no‑seriedad ‑ Svejk.)

Y en cuanto a Broch, ¿cuál es su hipótesis ontológica?

El mundo es el proceso de de degradación de los valores (valores provenientes de la Edad Media),proceso que alcanza los cuatro siglos de la Edad Moderna y que es su esencia.

¿Cuáles son las posibilidades del hombre ante este proceso?

Broch descubre tres: la posibilidad Pasenow, la posibilidad Esch, la posibilidad Huguenau.

 

Posibilidad Pasenow

 

El hermano de Joachim Pasenow murió en un duelo. El padre dice: "Ha caído por el honor". Estas palabras se inscriben para siempre en la memoria de Joachim.

Pero su amigo Bertrand se asombra: ¿cómo en la época de los trenes y de las fábricas pueden dos hombres enfrentarse, rígidos, uno frente al otro, con el brazo extendido, el revólver en la mano?

A lo que Joachim se dice: Bertrand no tiene sentido alguno del honor.

Y Bertrand continúa: los sentimientos resisten a la evolución del tiempo. Son un pozo indestructible de conservadurismo. Un residuo atávico.

La actitud de Joachim Pasenow es la atadura sentimental a los valores heredados, a su residuo atávico.

El motivo del uniforme sirve de introducción al personaje de Pasenow. Antaño, explica el narrador, la Iglesia, como juez supremo, dominó al hombre. El hábito del sacerdote era el signo del poder supraterrenal, mientras que el uniforme de oficial, la toga del magistrado representaban lo profano. A medida que la influencia mágica de la Iglesia se borraba, el uniforme iba reemplazando el hábito sacerdotal y elevándose al nivel del absoluto.

El uniforme es lo que no elegimos, lo que nos es asignado; la certeza de lo universal ante la precariedad de lo individual. Cuando los valores, antaño tan firmes, se cuestionan y con la cabeza gacha se alejan, el que no sabe vivir sin ellos (sin fidelidad, sin familia, sin patria, sin disciplina, sin amor) se arropa en la universaiidad de su uniforme hasta el último botón, como si este uniforme fuese todavía el último vestigio de la trascendencia que puede protegerle del frío del porvenir en el que ya no habrá nada que respetar.

La historia de Pasenow culmina en el transcurso de su noche de bodas. Su mujer, Elisabeth, no le quiere. No ve nada ante sí que no sea el porvenir del no‑amor. El se acuesta al lado de ella sin desnudarse. Esto "había desordenado un poco su uniforme, los faldones caídos dejaban ver el pantalón negro, pero en cuanto Joachim se dio cuenta, los ordenó rápidamente y tapó el pantalón. Había doblado las piernas y, para no tocar la sábana con los zapatos de charol, con mucho esfuerzo mantenía los pies encima de la silla que estaba al lado de la cama".

 

Posibilidad Esch

 

Los valores provenientes de la época en que la Iglesia dominaba enteramente al hombre se habían quebrantado desde hacía largo tiempo, pero, para Pasenow, su contenido era todavía claro. No dudaba de lo que era su patria, sabía a qué debía ser fel y quién era su Dios.

Ante Esch, los valores velan su rostro. Orden, fidelidad, sacrifcio, estas palabras le son queridas, pero ¿qué representan de hecho? ¿Por qué sacrificarse? ¿Qué orden exigir? Lo ignora.

Si un valor ha perdido su contenido concreto ¿qué queda? Nada más que una forma vacía; un imperativo sin respuesta pero que, con tanta mayor violencia, exige ser oído y obedecido. Cuanto menos sabe Esch lo que quiere con más rabia lo desea.

Esch: fanatismo de la época sin Dios. Puesto que todos los valores se esfuman, todo puede ser considerado valor. La justicia, el orden, los busca a veces en la lucha sindical, otras en la religión, hoy en el poder policial, mañana en el milagro de América adonde sueña emigrar. Podría ser un terrorista y también un terrorista arrepentido que denuncia a sus compañeros, militante de un partido, miembro de una secta y también un kamikaze dispuesto a sacrifcar su vida. Todas las pasiones que reinan en la historia sangrante de nuestro siglo están contenidas, desenmascaradas, diagnosticadas y terriblemente aclaradas en su modesta aventura.

Está a disgusto en su oficina, discute, está cambiado. Así comienza su historia. La causa de todo el desorden que le irrita es, según él, un tal Nentwig, contable. Sabe Dios por qué él precisamente. El caso es que está decidido a ir a denunciarlo a la policía. ¿No es acaso su deber? ¿No les debe este favor a todos los que desean al igual que él la justicia y el orden?

Pero un día, en una taberna, Nentwig, quien no sospecha nada, le invita muy amablemente a su mesa y le ofrece una copa. Esch, desamparado, se esfuerza por recordar la falta de Nentwig pero ésta "era ahora tan extrañamente impalpable y borrosa que Esch tuvo inmediatamente conciencia de lo absurdo de su proyecto y, con un gesto torpe, a pesar de todo algo avergonzado, cogió la copa".

El mundo se divide para Esch en el reino del Bien y el reino del Mal, pero, ¡ay!, el Bien y el Mal son igualmente inidentificables (basta con encontrar a Nentwig y ya no se sabe quién es bueno y quién es malo). En ese carnaval de disfraces que es el mundo, únicamente Bertrand llevará hasta el fin el estigma del Mal en su rostro porque su falta está fuera de toda duda: es homosexual, perturbador del orden divino. Al comienzo de su novela Esch está dispuesto a denunciar a Nentwig, y al final acaba echando en el buzón una denuncia contra Bertrand.

 

Posibilidad Huguenau

 

Esch ha denunciado a Bertrand. Huguenau denuncia a Esch. Esch quiso con ello salvar el mundo. Huguenau quiere con ello salvar su carrera.

En el mundo sin valores comunes, Huguenau, arribista inocente, se siente maravillosamente cómodo. La ausencia de imperativos morales es su libertad, su liberación.

Es profundamente significativo que sea él quien, sin el menor sentimiento de culpabilidad, asesine a Esch. Ya que "el hombre que participa de una pequeña asociación de valores aniquila al hombre que pertenece a una asociación de valores más amplia pero en vías de disolución, el más miserable asume siempre el papel de verdugo en el proceso de degradación de los valores y, el día en que las trompetas del Juicio Final suenen, será el hombre liberado de valores quien se convertirá en el verdugo de un mundo que se ha condenado a sí mismo".

La Edad Moderna, en la idea de Broch, es el puente entre el reino de la fe irracional y el reino de lo irracional en un mundo sin fe. El hombre cuya silueta se perfila al comienzo de ese puente, es Huguenau. Asesino feliz, inculpabilizable. El fin de la Edad Moderna en su versión eufórica.

K., Svejk, Pasenow, Esch, Huguenau: cinco posibilidades fundamentales, cinco puntos de orientación sin los cuales me parece imposible perfilar el mapa existencial de nuestro tiempo.

 

Bajo los cielos de los siglos

 

Los planetas que dan vueltas en los cielos de la Edad Moderna se reflejan, siempre en una constelación específica, en el alma de un individuo; a través de esta constelación se definen la situación de un personaje, el sentido de su ser.

Broch habla de Esch y, de pronto lo compara a Lutero. Los dos pertenecen a la categoría de los rebeldes (Broch la analiza ampliamente). "Esch es un rebelde como lo era Lutero." Suele siempre buscarse las raíces de un personaje en su infancia. Las raíces de Esch (cuya infancia permanecerá para nosotros desconocida) se encuentran en otro siglo. El pasado de Esch es Lutero.

Para captar a Pasenow, el hombre uniformado, Broch tuvo que situarlo en medio del largo proceso histórico durante el cual el uniforme profano tomaba el lugar del hábito del sacerdote; de pronto, por encima de ese pobre oficial, la bóveda celeste de la Edad Moderna se iluminó en toda su extensión.

En Broch, el personaje no está concebido como una unicidad inimitable y pasajera, un segundo milagroso predestinado a desaparecer, sino como un puente sólido que se erige por encima del tiempo, donde Lutero y Esch, el pasado y el presente, se reencuentran.

Broch, en Los sonámbulos, prefigura, a mi entender, las posibilidades futuras de la novela, no tanto gracias a su filosofía de la Historia como a esta nueva forma de ver al hombre (de verlo bajo la bóveda celeste de los siglos).

Bajo la luz de este enfoque brochiano leí Doktor Faustus de Thomas Mann, novela que examina no sólo la vida de un músico llamado Adrian Leverkühn, sino también varios siglos de música alemana. Adrian no es solamente compositor, es el compositor que concluye la historia de la música (su más importante composición se llama El Apocalipsis). Y no sólo es el último compositor (el autor de El Apocalipsis), es también Fausto. Con los ojos puestos en el diabolismo de su nación (escribe esta novela a finales de la segunda guerra mundial), Thomas Mann piensa en el contrato que el hombre mítico, encarnación del espíritu alemán, había firmado con el diablo. Toda la historia de su país surge bruscamente como la única aventura de un único personaje, de un único Fausto.

Bajo este enfoque brochiano, leí Terra Nostra de Carlos Fuentes, donde se capta toda la gran aventura hispánica (europea y americana) mediante una increíble visión telescópica, mediante una increíble deformación onírica. El principio de Broch, Esch es como Lutero, se ha transformado en Fuentes en un principio más radical: Esch es Lutero. Fuentes nos proporciona la clave de su método: "Son necesarias varias vidas para hacer una sola persona". La vieja mitología de la reencarnación se materializa en una técnica novelesca que hace de Terra Nostra un inmenso y extraño sueño en el que la Historia está hecha y poblada siempre por los mismos personajes continuamente reencarnados. El mismo Ludovico, quien descubrió en México un continente hasta entonces desconocido, se encontrará, unos siglos más tarde, en París, con la misma Celestina quien, dos siglos antes, era la amante de Felipe II. Et caetera.

Es al final (final de un amor, de una vida, de una época) cuando el tiempo pasado se revela de pronto como un todo y asume una forma luminosamente clara y acabada. El momento del final para Broch es Huguenau, para Mann es Hitler. Para Fuentes es la frontera mítica de dos milenios; desde este observatorio imaginario, la Historia, esa anomalía europea, esa mancha en la pureza del tiempo, aparece como ya terminada, abandonada, solitaria, y de pronto, tan modesta, tan conmovedora como una pequeña historia individual que olvidaremos al día siguiente.

En efecto, si Lutero es Esch, la historia que lleva de Lutero a Esch no es más que la biografía de una única persona: Martin Luther‑Esch. Y toda la Historia no es más que la historia de algunos personajes (de un Fausto, de un don Quijote, de un don Juan, de un Esch) que han atravesado juntos los siglos de Europa.

 

Más allá de la causalidad

 

Dos seres solitarios, melancólicos, un hombre y una mujer, se encuentran en la casa de campo de Lévine. Se gustan el uno al otro y desean, secretamente, unir sus vidas. No esperan más que la oportunidad de encontrarse a solas un momento para decírselo. Por fin, un día, se encuentran sin testigos en un bosque donde han ido a buscar setas. Turbados, guardan silencio, sabiendo que ha llegado el momento y que no deben dejarlo escapar. Después de un largo silencio, la mujer, de pronto, "contra su voluntad, inesperadamente", empieza a hablar de setas. Luego se produce otro silencio, el hombre busca las palabras para su declaración pero, en lugar de hablar de amor, "debido a un impulso inesperado", también él se pone a hablar de setas. En el camino de vuelta siguen hablando de setas, impotentes y desesperados ya que nunca, lo saben muy bien, nunca se hablarán de amor.

Ya de regreso, el hombre se dice que no le ha hablado de amor por culpa de su mujer muerta, cuyo recuerdo no puede traicionar. Pero nosotros sabemos perfectamente: es una falsa razón que él invoca para consolarse. ¿Consolarse? Sí. Pues uno se resigna a perder un amor si existe una razón. Pero no nos perdonaremos nunca el haberlo perdido sin razón aiguna

Este pequeño episodio tan hermoso es como la parábola de una de las mayores proezas de Ana Karenina: la puesta en evidencia del aspecto a‑causal, incalculable, hasta misterioso, de la acción humana.

¿Qué es la acción: el eterno interrogante de la novela, su interrogante, por así decirlo, constitutivo? ¿Cómo nace una decisión? ¿Cómo se transforma en acto y cómo los actos se encadenan para convertirse en aventura?

Los antiguos novelistas trataron de abstraer el hilo de una racionalidad límpida de la ajena y caótica materia de la vida; desde su óptica, el móvil racionalmente alcanzable engendra el acto, y éste provoca otro. La aventura es el encadenamiento, luminosamente causal, de los actos.

Werther ama a la mujer de su amigo. No puede traicionar al amigo, no puede renunciar a su amor, por lo tanto, se mata. El suicidio transparente como una ecuación matemática.

Pero ¿por qué se suicida Ana Karenina?

El hombre que en lugar de hablar de amor habla de setas quiere creer que era por causa de su afecto por la esposa desaparecida. Las razones que podemos atribuir al acto de Ana tendrían el mismo valor. Es cierto que la gente le mostraba desprecio, pero ¿no podía acaso despreciarla ella a su vez? No le permitían visitar a su hijo, pero ¿era ésta una situación sin apelación y sin salida? Vronski estaba ya un tanto desencantado, pero, pese a todo, ¿no seguía amándola?

Por otra parte, Ana no ha ido a la estación para matarse. Ha ido a buscar a Vronski. Se tiró bajo el tren sin haber tomado la decisión. Es más bien la decisión la que la toma a ella por sorpresa. Al igual que el hombre que hablaba de setas, Ana actúa "en virtud de un impulso inesperado". Lo cual no quiere decir que su acto esté desprovisto de sentido. Sólo que ese sentido se encuentra más allá de la causalidad racionalmente alcanzable. Tolstoi tuvo que utilizar (por primera vez en la historia de la novela) el monólogo interior casi joyciano para restituir el sutil tejido de los impulsos huidizos, de las sensaciones pasajeras, de las reflexiones fragmentarias, a fin de mostrarnos la evolución suicida del alma de Ana.

Con Ana estamos lejos de Werther, lejos también de Kirilov. Este se mata porque le han llevado a ello intereses muy claramente definidos, intrigas muy nítidamente trazadas. Su acto, aunque, enloquecido, es racional, consciente, meditado, premeditado. El carácter de Kirilov se fundamenta enteramante en su extraña filosofia del suicidio, y su acto no es sino la prolongación perfectamente lógica de sus ideas.

Dostoievski capta la locura de la razón que, en su empecinamiento, quiere llegar hasta el fondo de su lógica. El campo de exploración de Tolstoi se sitúa en el lado opuesto: revela las intervenciones de lo ilógico, de lo irracional. Por eso he hablado de él. La referencia a Tolstoi sitúa a Broch en el contexto de una de las grandes exploraciones de la novela europea: la exploración del papel que lo irracional desempeña en nuestras decisiones, en nuestra vida.

 

Las con-fusiones

 

Pasenow frecuenta a una puta checa, llamada Ruzena, pero sus padres preparan su casamiento con una muchacha de su círculo: Elisabeth. Pasenow no la quiere, sin embargo le atrae. A decir verdad lo que le atrae no es ella, sino todo lo que ella representa para él.

Cuando va a verla por primera vez, las calles, los jardines, las casas de la zona donde vive irradian "una gran seguridad insular"; la casa de Elisabeth lo acoge con su atmósfera feliz, "toda seguridad y dulzura, bajo la égida de la amistad" que, un día, "se transformaría en amor" para que "el amor, a su vez, un día, se diluya en amistad". El valor que Pasenow desea (la seguridad amistosa de una familia) se le presenta antes de que él vea a quien deberá ser (sin saberlo él y en contra de su naturaleza) portadora de ese valor.

Está sentado en la iglesia de su pueblo natal y, con los ojos cerrados, imagina a la Sagrada Familia en una nube plateada con, en medio, la indescriptible belleza de la Virgen María. Cuando niño, se exaltaba ya, en la misma iglesia, ante la misma imagen. Por entonces amaba a una sirvienta polaca que trabajaba en la granja de su padre y, en su ensoñación, la confundía con la Virgen imaginándose sentado en sus hermosas rodillas, las rodillas de la Virgen convertida en sirvienta. Ahora, con los ojos cerrados, ve de nuevo a la Virgen y, de pronto, comprueba que su pelo es rubio. Sí, ¡Maria tiene el pelo de Elisabeth! ¡Queda sorprendido, impresionado! Le parece que, por mediación de este ensueño, el mismo Dios le hace saber que esa mujer a quien no ama es de hecho su auténtico y único amor.

La lógica irracional se funda en el mecanismo de la con‑fusión: Pasenow tiene un escaso sentido de la realidad; se le escapa la causa de los acontecimientos; nunca sabrá lo que se oculta tras la mirada de los demás; sin embargo, aunque encubierto irreconocible, a‑causal, el mundo exterior no permanece mudo: le habla. Es como en el célebre poema de Baudelaire en el que "los largos ecos... se confunden", en el que "los perfumes, los colores y los sonidos se responden": una cosa se aproxima a otra, se confunde con ella (Elisabeth se confunde con la Virgen) y de este modo, mediante este acercamiento, se explica.

Esch es amante de lo absoluto. "Sólo se puede amar una vez" es su lema y, puesto que la señora Hentjen le ama, no ha podido amar (según la lógica de Esch) a su primer marido muerto. Este, por lo tanto, ha abusado de ella y no ha podido ser más que un sinvergüenza. Un sinvergüenza como Bertrand. Porque los representantes del mal son intercambiables. Se con‑funden. No son sino diversas manifestaciones de la misma esencia. En el momento en que Esch acaricia con los ojos el retrato del señor Hentjen colgado de la pared la idea atraviesa su espiritu: ir inmediatamente a denunciar a Bertrand a la policía porque, si Esch castiga a Bertrand, es como si castigara al primer marido de la señora Hentjen, es como si nos desembarazase, a todos nosotros, de una pequeña porción del mal común.

 

Las selvas de símbolos

 

Es necesario leer atentamente, lentamente, Los sonámbulos, detenerse en las acciones tanto ilógicas como comprensibles, para ver un orden oculto, subterráneo, sobre el que se fundan las decisiones de un Pasenow, de una Ruzena o de un Esch. Estos personajes no son capaces de afrontar la realidad como algo concreto. Ante sus ojos todo se transforma en símbolos (Elisabeth en símbolo de la quietud familiar, Bertrand en símbolo del infieerno) y es a los símbolos a los que reaccionan cuando creen actuar sobre la realidad.

Broch nos hace comprender que el sistema de las con‑fusiones, el sistema del pensamiento simbólico, está en la base de todo comportamiento, tanto individual como colectivo. Basta con examinar nuestra propia vida para ver hasta qué punto este sistema irracional incide, mucho más que la reflexión razonable, sobre nuestras actitudes: ese hombre que, por su pasión por los peces de acuario, me recuerda a otro quien, hace tiempo fue causante de una terrible desgracia, provocará siempre en mí una desconfianza irrefrenable...

El sistema irracional domina igualmente la vida política, la Rusia comunista, con la última guerra mundial, también ha ganado la guerra de los símbolos: ha conseguido, al menos por medio siglo, repartir los símbolos del Bien y del Mal entre ese inmenso ejército de los Esch, tan ávidos de valores como incapaces de distinguirlos. Por eso, en la conciencia europea, el gulag nunca podrá ocupar el lugar del nazismo en tanto que símbolo del Mal absoluto. Por eso hay manifestaciones masivas, espontáneas, contra la guerra del Vietnam y no contra la guerra en Afganistán. Vietnam, colonialismo, racismo, imperialismo, fascismo, nazismo, todos estos terminos se corresponden como los colores y los sonidos en el poema de Baudelaire mientras que la guerra en Afganistán es, por decirlo, de algún modo, simbólicamente muda, está en cualquier caso más allá del círculo mágico del Mal absoluto, géiser de simbolos.

Pienso también en esas hecatombes cotidianas en las carreteras, en esa muerte que es tan espantosa como trivial y que no se parece ni al cáncer ni al sida porque, no siendo obra de la naturaleza sino del hombre, es una muerte casi voluntaria. ¿Cómo no nos llena de estupor, no trastorna nuestra vida no nos incita a grandes reformas? No, nos llena de estupor porque, como Pasenow, tenemos un escaso sentido de lo real, y esta muerte, disimulada bajo la máscara de un hermoso coche, representa, en la esfera sub‑real de los símbolos, la vida; sonriente, se confunde con la modernidad, la libertad, la aventura, al igual que Elisabeth se confundía con la Virgen. La muerte de los condenados a la pena capital, aunque infinitamente menos frecuente, atrae mucho más nuestra atención, despierta pasiones: confundiéndose con la imagen del verdugo, tiene un voltaje simbólico mucho más intenso, mucho más sombrío e indignante. Et caetera.

El hombre es un niño extraviado ‑por citar una vez más el poema de Baudelaire‑ en las "selvas de los símbolos".

(El criterio de la madurez: la facultad de resistir a los símbolos. Pero la humanidad es cada vez más joven.)

 

Polihistoricismo

 

Hablando de sus novelas, Broch rechaza la estética de la novela "psicológica" oponiéndole la novela que él denomina "gnoseológica" o "polihistórica". Me parece que concretamente el segundo término está mal elegido e induce al error. Fue Adalbert Stifter, compatriota de Broch, fundador de la prosa austríaca, quien, con su novela Der Nachsommer de l857 (sí, el gran año de Madame Bovary), creó una "novela polihistórica" en el sentido exacto del término. Esa novela es, por otra parte, famosa al clasificarla Nietzsche entre los cuatro libros más importantes de la prosa alemana. Para mí es apenas legible: en ella aprendemos mucho de geología, botánica, zoología, de todas las artesanías, de pintura y arquitectura, pero el hombre y las situaciones humanas se encuentran completamente al margen de esta gigantesca enciclopedia edificante. Precisamente debido a su "polihistoricismo" esta novela carece totalmente de la especificidad de la novela.

Ahora bien, éste no es el caso de Broch. Broch persigue "lo que únicamente la novela puede descubrir". Pero sabe que la forma convencional (fundamentada exclusivamente en la aventura de un personaje y contentándose con el simple relato de esta aventura) limita la novela, reduce sus capacidades cognoscitivas. Sabe igualmente que la novela tiene una extraordinaria facultad integradora: mientras la poesía o la filosofía no están en condiciones de integrar la novela, la novela es capaz de integrar tanto la poesía como la filosofía sin por ello perder nada de su identidad, que se caracteriza precisamente (basta con recordar a Rabelais y a Cervantes) por su tendencia a abarcar otros géneros, a absorber los conocimientos filosóficos y científicos. En la óptica de Broch, pues, el término "polihistórico" quiere decir: movilizar todos los medios intelectuales y todas las formas poéticas para esclarecer "lo que únicamente la novela puede descubrir": el ser del hombre.

Esto, naturalmente, deberá implicar una profunda transformación de la forma de la novela.

 

Lo incumplido

 

Voy a permitirme ser muy personal: la última novela de Los sonámbulos (Huguenau o el realismo), donde se llevan lo más lejos posible la tendencia sintética y la transformación de la forma, me produce, además de un gran placer admirativo, algunas insatisfacciones:

‑la intención "polihistórica" exige una técnica de elipsis que Broch no ha encontrado: se resiente por ello la claridad arquitectónica;

‑los distintos elmentos (versos, narración, aforismos, reportaje, ensayo) quedan más yuxtapuestos que soldados en una auténtica unidad "polifónica";

‑el excelente ensayo sobre la degradación de los valores, aunque presentado como un texto escrito por un personaje, puede ser fácilmente entendido como el razonamiento del autor, como la verdad de la novela, su resumen, su tesis, y alterar así la indispensable relatividad del espacio novelesco.

Todas las grandes obras (y precisamente porque lo son) contienen algo incumplido. Broch nos inspira no sólo por todo lo que ha llevado a buen término, sino también por todo lo que se ha propuesto sin alcanzarlo. Lo incumplido en su obrapuede hacernos comprender la necesidad de: 1. un nuevo arte de despojamiento radical (que permita abarcar la complejidad de la existencia en el mundo moderno sin perder la claridad arquitectónica); 2. un nuevo arte del contrapunto novelesco (capaz de soldar en una única música la filosofia, la narración y el ensueño); 3. un arte del ensayo específicamente novelesco (es decir, que no pretenda aportar un mensaje apodíctico, sino que siga siendo hipotético, lúdico o irónico).

 

Los modernismos

 

De todos los grandes novelistas de nuestro siglo, Broch es probablemente el menos conocido. No es muy difícil saber por qué. En cuanto termina Los sonámbulos se encuentra con Hitler en el poder y la vida cultural alemana aniquilada; cinco años más tarde, abandona Austria y se traslada a América donde permanece hasta su muerte. En esas condiciones, su obra, privada de sus lectores naturales, privada del contacto con una vida literaria normal, ya no puede desempeñar su papel en su tiempo: reunir en torno a ella una comunidad de lectores, seguidores y conocedores, crear escuela, influenciar a otros escritores. Al igual que la obra de Musil y la de Gombrowicz, la de Broch fue descubierta (redescubierta) con gran atraso (y después de la muerte de su autor) por quienes, como el propio Broch, estaban poseídos por la pasión de las formas nuevas, dicho de otro modo, por quienes tenían una orientación "modernista". Pero su modernismo no se parecía al de Broch. No porque fuera más tardío, más avanzado; era diferente por sus raíces, por su actitud con respecto al mundo moderno, por su estética. Esta diferencia causó cierta molestia: Broch (al igual que Musil y Gombrowicz) apareció como un gran innovador pero que no respondia a la imagen corriente y convencional del modernismo (porque, en la segunda mitad de este siglo, hay que contar con el modernismo de las normas codificadas, el modernismo universitario, por decirlo así, titularizado).

Ese modernismo titularizado exige, por ejemplo, la destrucción de la forma novelesca. En la óptica de Broch, las posibilidades de la forma novelesca están lejos de haberse agotado.

El modernismo titularizado exige que la novela se deshaga del artificio del personaje que a fin de cuentas, según él, no es más que una máscara que disimula inútilmente el rostro del autor. En los personajes de Broch, el yo del autor es indetectable.

El modernismo titularizado ha proscrito la noción de totalidad, ese mismo término que Broch, por el contrario, utiliza de buena gana para decir: en la época de la excesiva división del trabajo, de la especialización desenfrenada, la novela es una de las últimas posiciones desde la cual el hombre puede aún mantener relaciones con la vida en su conjunto.

Según el modernismo titularizado entre la novela "moderna" y la novela "tradicional" (siendo esa novela "tradicional" el saco en el que fueron a parar en tropel todas las fases de cuatro siglos de novela) hay una frontera infranqueable. En la óptica de Broch, la novela moderna continúa la misma búsqueda en la que han participado todos los grandes novelistas desde Cervantes.

Detrás del modernismo titularizado hay un residuo ingenuo de creencia escatológica: una Historia acaba y otra (mejor), fundamentada sobre una base totalmente nueva, comienza. En Broch está la conciencia melancólica de una Historia que se acaba en circunstancias profundamente hostiles a la evolución del arte y de la novela en particular.

 

Cuarta parte


Date: 2015-12-17; view: 767


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