Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Carta del doctor John Eliot al profesor Huree Jyoti Navalkar.

 

agosto de 1895

 

Huree:

 

¿Te sorprende tener esta carta en tus manos? Ha pasado tanto tiempo desde la noche que nos vimos en Highgate Hill que no me extrañaría que te hubieras olvidado de mí. Pero, no sé por qué, lo dudo; de la misma forma que dudo que te sorprenda leer esta car­ta, pues te prometí que un día te lo contaría todo. Me gusta pensar que soy un hombre de palabra.

 

Fue la caja lo que, finalmente, me indujo a ir a Rotherhithe. Yo no tenía intención de enfrentarme a ella, ni tampoco de desoír tu consejo. Tenías razón, desde luego, no debí haber ido; fue un arranque de locura, no fue el valor lo que me llevó a allí. Y, sin em­bargo... te lo vuelvo a repetir: estaba también la caja; yo no podía olvidarla.

 

Me estaba esperando la noche de la muerte de Westcote, me es­taba esperando en mi escritorio. Era una caja de madera basta pintada de rojo; en una de las caras, abajo, había unas letras chi­nas; era obvio que la habían empleado para transportar opio; en­tonces no me cupo ninguna duda de que era así; ahora ya no estoy tan seguro. La abrí con manos temblorosas; la caja estaba vacía, únicamente contenía una tarjeta. La inspeccioné. Me di cuenta en seguida de que estaba escrita con tinta roja, como la que le man­daron a George; una inspección superficial me bastó para ver que la tinta no era tinta sino agua mezclada con sangre. La letra era claramente de mujer, como lo era la de la otra tarjeta; esta vez, sin embargo, no habían intentado disimularlo: era extremadamente elegante, no era para nada torpe. De hecho, por su belleza parecía ser de una época muy distinta. El contenido no te sorprenderá: « ¿Cuántas veces le he dicho que, cuando haya eliminado lo impo­sible, lo que quede, por improbable que sea, es la verdad?» esta es una frase de Sherlock Holmes, pero era una máxima de una perso­na que no perteneció al mundo de la literatura sino al real; solía repetirla con mucha frecuencia el doctor Joseph Bell, el profesor tanto de Conan Doyle como mío, y yo se la había mencionado a menudo a Suzette. Ella, a su vez, la había glosado con una pregunta que era la formulación de mis temores: « ¿Y si lo imposible es la verdad?»

 

Solo en la habitación, con la tarjeta en la mano, supe con cer­teza que había sido ella quien la había escrito. Vi con claridad, comprendí de pronto, la telaraña maléfica que habían tejido a mi alrededor aquellos últimos meses; en la oscuridad, al acecho, como una araña que daba vueltas y vueltas sin cesar, registrando mi más ínfimo movimiento, me ataba y me tenía atrapado sin yo saberlo. Era consciente de que me envolvían las tinieblas. Había llegado el momento definitivo. ¿Cómo escapar? No había escapatoria. Sólo podía arrostrarlo y jugar aquel juego hasta el final.



 

Aquella noche me fui. Cogí el revólver y la plata de Kirguiz, que metí en una bolsa que escondí debajo de la camisa. Esperé hallar sin dificultad el almacén de Lilah, mas, aunque lo busqué, no pude encontrar las calles que llevaban a él. Frustrado, volví a High Street y de allí fui a Coldlair Lane. La tienda de Polidori seguía ce­rrada. Llamé a la puerta, pero no me abrieron. Intenté forzarla, pero no pude. Me alejé unos pasos de la fachada y miré la ventana del piso de arriba; no vi luz, ni siquiera el destello de una pipa de opio; como en nuestra anterior visita, daba la impresión de que aquella casa estaba totalmente abandonada. Decepcionado por segunda vez, di media vuelta para irme; entonces, por puro instin­to, supongo, volví a echarle una ojeada y durante un segundo vi una cara apoyada en el cristal de la ventana y que miraba a la calle con una expresión despavorida; aunque, como digo, sólo la vis­lumbré un segundo, la reconocí en seguida. Era la cara de Mary Jane Kelly.

 

Me di cuenta de que debería forzar una ventana. Afortunada­mente la calle estaba desierta y pude trabajar sin ser visto. Una vez dentro, subí apresuradamente las escaleras, dispuesto a todo, mas cuando aparté la cortina vi que la habitación estaba completa­mente vacía; no habían dejado nada, ni un solo mueble; era como si nunca hubiera sido habitada. Sólo cuando inspeccioné el cristal de la ventana, hallé una prueba de que no había padecido alu­cinaciones, pues estaba manchado de huellas digitales de sangre y, al examinar con detenimiento el suelo, hallé otros rastros de sangre: una hilera de gotitas rojas que iba hasta la puerta que ha­bía en la pared del fondo, bajo la cual, como recordarás, estaba el puente que llevaba a la puerta del almacén. Intenté, desde luego, abrirla, mas me fue imposible y esta vez no había por desgracia ninguna ventana por la que entrar al edificio.

 

Para gran frustración mía, no me quedó más remedio que vol­ver a la habitación, bajar las escaleras y salir a la calle. Iba andan­do por High Street. Una espesa niebla emergió del Támesis. Al principio, estaba tan absorto en mis pensamientos que ni siquiera la noté, pero de pronto advertí que no sólo había amortiguado las luces de las farolas sino también el ruido de las tabernas, el retum­bar del tráfico y los pasos de los transeúntes. Miré a mí alrededor, más no veía ni oía nada: estaba completamente solo. Grité pero un banco de niebla amarilla se tragó mi voz. Me detuve, y al cabo de unos minutos advertí que seguía solo, pues aunque las farolas titilaban la calle estaba desierta y las ventanas de las casas y de las tabernas, completamente a oscuras. Volví a gritar, pero nadie me contestó. La niebla se hizo más espesa y sentí que la humedad me succionaba la piel.

 

De repente, sentí que me tocaban el hombro. Me di la vuelta. Detrás de mí había un hombre embozado en una bufanda y una gorra que le tapaban el rostro.

 

— ¿Busca algo? —me preguntó. Me pareció que me guiñaba el ojo—. ¿Busca diversión? — ¿Diversión?

 

— ¡Diversión! —Aquel hombre se echó a reír. Señaló un extre­mo de la calle; yo miré pero no vi nada. El hombre seguía riendo como un loco. Le cogí la bufanda y tiré de ella. Tenía los ojos total­mente inexpresivos, y su piel tenía la palidez de un cadáver; recor­dé que el barquero le había disparado y lo había hecho caer al Tá­mesis—. ¡Diversión! —repetía una y otra vez, señalando con un dedo níveo una punta de la calle.

 

Amortiguado por la espesa niebla, oí el retumbar de las ruedas de un carruaje. Lentamente, me aproximé hacia el lugar de donde provenía el ruido. La niebla me producía mareo, al igual que el opio que inhalé en el antro de Polidori. Miré ansiosamente por en­tre las espirales de bruma oscura. Aquel ser muerto seguía obser­vándome y riendo cada vez más fuerte. De pronto vi sombras de radios que avanzaban entre la niebla. Me di la vuelta y oí el repi­quetear de cascos sobre el adoquinado, que se detenían. Entre la bruma, bajo la luz amarilla de las farolas, distinguí una mancha negra que me esperaba. Me acerqué al carruaje. Me envolvía un si­lencio denso como la niebla, que tenía paralizados hasta a los ca­ballos. De repente oí el ruidito que hizo la portezuela del carruaje al entornarse. Sentí que me invadía un intenso deseo camal. —Ven a mi lado. —Aquel susurro procedía de un lugar indeterminado y se apoderó de mi ser, de mis emociones y de mis pen­samientos.

 

Lilah —respondí—. Lilah. —Abrí la puerta... y subí al ca­rruaje.

 

La reconocí en seguida. Estaba como siempre la había visto: era Lilah y, al mismo tiempo, no lo era; tenía la tez pálida como el resplandor del hielo, los labios, encarnados como una flor veneno­sa, los ojos, fríos y brillantes de lujuria y orgullo maligno. Tendí el brazo, maravillado, para acariciarle su cabello rubio y ondulado, que enmarcaba su rostro perfecto, de una belleza imposible, su rostro más hermoso que el cielo, más cruel que el infierno, su ros­tro que estaba más allá del terror y de lo que nos es dado creer a nosotros, los mortales.

 

Lilah —volví a susurrar. No era una pregunta, era estreme­cimiento de comprensión y deseo. Ella sonrió; sus labios encarna­dos y brillantes se abrieron y vi el destello de sus dientes blancos. Me acarició el cuello; su roce era maravilloso, imposible.

 

Ven a mi lado. —Estas palabras eran como caricias que me abrasaban por dentro—. Ven a mi lado.

 

Contuve el aliento. Fui a besarle la boca mas sentí su dedo en mi barbilla y sus labios en mi cuello; fue como si mi piel se derri­tiese, absorbida en la humedad y la calidez de su beso, que se escu­rría y fluía por mi pecho, mi carne mojada y pegajosa que se mez­claba con la suya. Toqué con los dedos el líquido que fluía y froté la bolsa que contenía la planta de Huree.

 

Oí un gruñido agudo, como el de un gato que se hubiera abra­sado; volvía a estar solo. Miré a mí alrededor. Estaba tumbado en la acera, en un rincón a oscuras, con la cabeza apoyada en un muro. Escuché, a lo lejos, unas carcajadas y el entrechocar de bo­tellas que procedían de bulliciosas tabernas; oí el retumbar de rue­das sobre los adoquines; escuché pasos que se apresuraban. Ya no había niebla, el aire era límpido; del carruaje y de Lilah no había ni rastro. Lentamente, me puse en pie, me froté los ojos y eché a andar por High Street.

 

La bocacalle por la que se iba al almacén estaba donde yo espera­ba. Al entrar en la calle sin iluminación, dejé otra vez de oír el bu­llicio; pronto sólo oí el ruido de mis propios pasos, que me lleva­ban a la entrada del almacén. La puerta estaba abierta. Entré.

 

En el interior Suzette me estaba esperando. Alzó un brazo y me señaló.

 

Ahora está muy cerca —me susurró.

 

Ya lo sé —repuse. Crucé el vestíbulo y abrí la puerta. Al igual que otras veces había una vela encendida debajo del cuadro de Lilah que colgaba de la pared. Me lo quedé mirando fijamente, sin desviarla vista ni un momento, y cerré la puerta. Entonces, oí una salpicadura: un líquido que caía sobre otro líquido. Me volví des­pacio. Miré fijamente la oscuridad..., y descubrí que podía ver.

 

De un gancho colgaban los pies de un cuerpo desnudo y blan­co; reconocí el rostro de aquel cadáver: era uno de los adictos del fumadero de opio. De la nariz le caía una gota de sangre; y luego otra y otra más. Sangre sobre sangre. Había una bañera llena de sangre hecha de oro esmaltado, pero la sangre era todavía más preciosa, más bella que el oro fino. Si me quedaba mirándolo un largo rato, sabía que vería cosas de una belleza nunca soñada por el hombre. Cayó otra gota; qué maravillosamente fue recibida, hasta quedar absorbida en silencio. El mundo entero podría ser absorbido de aquel modo... el universo entero... absorbido en si­lencio en la sangre. Di un paso hacia adelante. La sangre y el oro parecían unirse, palpitando y rízándose como las ondas de un so­nido purísimo. Yo deseaba formar parte de él, yo deseaba poseer aquel misterio. Cayó otra gota; miré el rostro petrificado y exangüe del adicto: los ojos le sobresalían como granos de uva sin piel. De pronto me estremecí y cogí la bolsa que tenía atada al cuello y en la que conservaba el bulbo.

 

Oí una risotada burlona y temblé, tanto que tuve que taparme los oídos con las manos.

 

Te aferras a tu talismán, lo sobas —oí—, pero acabarás vi­niendo.

 

Se movió en la bañera. No tenía los bucles rubios manchados de sangre; sus brazos blancos como el hielo brillaban a pesar de estar recubiertos de rojo. Se lavó los senos con un movimiento in­dolente del brazo; después volvió a recostarse lanzando un lángui­do suspiro.

 

Sí —murmuró—, vendrás. —Inclinó la cabeza y clavó sus ojos en mí—. Qué gracioso eres. —Sonrío—. Con qué anhelo de­seas lo que tengo. Cuánto miedo te da entregarte, y acabar siendo otra persona. Siento gratitud. Es muy raro que los mortales consi­gan divertirme, deberías saberlo.

 

Volvió a sonreír; a continuación se estiró y apoyó la cabeza en el oro. Con una mano se acarició las pálidas mejillas para enju­gárselas. No le quedó ni una mancha, como si su piel fuera una esponja, me dije, que absorbiera la sangre y engullera con voracidad los líquidos vitales de otra persona. Dejó escapar un suspiro de satisfacción, agachó la cabeza y se alisó el cabello rubio mojado de sangre.

 

Más —murmuró—, más, a éste ya casi no le queda sangre. —Hizo un vago ademán con la mano—. Date prisa Polidorí. Quie­ro sangre en abundancia.

 

Debía estar escondido en la oscuridad, pues no había reparado en él. Dio unos pasos hacia adelante, me dedicó una horrible mue­ca de desprecio. Dio media vuelta y tiró de una cadena de oro. El cadáver empezó a balancearse acompasadamente mientras baja­ba. Por el rabillo del ojo observé cómo Polidorí dejaba el cuerpo sin vida en el suelo y le quitaba los ganchos de los huesos de los to­billos, pero no pude seguir mirando mucho tiempo. ¿Cómo podía mirar? Ella se lavaba otra vez, se enjabonaba los senos y las meji­llas con la sangre; y su piel parecía resplandecer y palpitar. Cam­biaba, se oscurecía; también su pelo rubio cambiaba de color y se volvía negro.

 

Tráela —ordenó. La voz seguía siendo la de Lilah, mas aho­ra tenía el aspecto de una muchacha africana, aunque igual de te­rrible y hermosa que antes. Recordé la descripción de Mary Kelly de la negra que la había poseído y le había cortado las muñecas: su belleza era tan impresionante que te helaba la sangre. Bajé la vista al notar que me miraba; y entonces oí que la negra estallaba en carcajadas.

 

— ¡Tráela! —gritó; en mi cabeza oí sus carcajadas cada vez más fuerte.

 

No —murmuré—, no, por favor. —Seguía riendo. Aquel rui­do me azotaba las carnes. Cada vez era más fuerte; oí entonces el tintinear del gancho que giraba en la cadena a la que estaba atado. Me volví. Polidorí tenía cogida a una mujer desnuda. La cogió del pelo y la obligó a arrodillarse; con la otra mano cogió el gancho. Tiró de su cabeza hacia atrás. El rostro de la mujer era una más­cara de terror y de dolor y apenas pude reconocer a Mary Kelly.

 

— ¡No! —chillé. Di un paso hacia adelante y saqué el revól­ver—. ¡No!

 

Se produjo un silencio. La mujer negra se quedó mirando fija­mente el cañón del arma y de repente estalló otra vez a reír.

 

— ¡Dejadla! —dije desesperado. Apunté con el revólver a Poli­dorí—. ¡Por el amor de Dios, déjala!

 

La mujer negra intentó hablar, mas la risa se lo impedía; sus carcajadas eran como olas que lo ahogaban todo.

 

Dispararé —dije.

 

Eso sólo la hizo reír todavía más.

 

Con toda frialdad, la apunté con el revólver.

 

Déjala —repetí. A continuación disparé, una vez, dos veces. Las balas le abrieron el pecho; puso cara de sorprendida un segun­do, mientras se miraba las heridas; después sus ojos le fulguraron de gozo.

 

— ¡Espléndido —exclamó—, espléndido! —Hizo una pausa; su risa iba desvaneciéndose—. Pero estás empezando a cansarme —dijo de pronto. Miró a Polidori—. Mátala.

 

Polidori cogió un cuchillo. Yo saqué de la bolsa la plata de Kirguiz. Al instante oí una inspiración silbante. Fijé la vista en Polidori; había bajado los ojos y estaba temblando; yo extendí el brazo, con el bulbo en la mano, y vi que temblaba todavía más. Me aproximé a él despacio, sosteniendo la plata de Kirguiz en la palma de la mano; él se apartó con los brazos caídos. Cogí el brazo de Mary Kelly, que estaba tiritando, perpleja y atónita. Sólo cuando tiré de ella, se puso en pie y me siguió. Recogí sus ropas y se las di; como si de repente lo comprendiera todo, se puso el ves­tido.

 

Corre —susurréy lleva esto siempre contigo. —Le puse la planta de Kirguiz en la palma de la mano. Ella se la quedó miran­do fijamente, totalmente petrificada—. ¿Lo entiendes? —pregun­té—. No te separes nunca de esta planta.

 

Mary Kelly me miró, asintió y se volvió. Oí cómo echaba a co­rrer. Sus pisadas resonaban en el vestíbulo; oí después un portazo. Respiré hondo. Ya se había ido, había conseguido salir a la calle.

 

— ¡Qué noble eres!

 

La burla que encerraban estas palabras fue un hielo que me hubieran arrojado a la espalda. Miré a mí alrededor. Estábamos solos, al igual que lo habíamos estado en el carruaje, en la calle. El ambiente era ahora sofocante; estaba cargado de polen y había una fuerte fragancia. Sin quererlo, lo inhalé. Había azucenas y ro­sas blancas, manchadas de sangre; en unos trípodes de oro ardían unos perfumes: ámbar gris, campacán e incienso.

 

— ¿Esperabas impresionarme? —Preguntó Lilah—. ¿Espera­bas inspirarme? ¿Esperabas que me despidiera de ti con un beso en la frente dándote mi bendición, emocionada por tu gesto, y el sacrificio que estabas dispuesto a hacer? —Hizo una pausa y me sonrió con indolencia—. ¿O me lo ofreciste tal como yo lo he in­terpretado: como una broma divertida? Desde luego, esto hace que el destino que te tengo reservado sea todavía más divertido. ¡Sí, mucho más gracioso!

 

Se echó a reír, mirándose las uñas, apretando sus labios bri­llantes.

 

Me parece que lo he retrasado ya demasiado —murmuró. Volvió a estirarse en la bañera; después se movió y toda la habita­ción pareció retirarse cuando ella se levantó, sin remordimientos, y puso a la vista su altura imposible, como Venus naciendo de la espuma del mar. La sangre le resbalaba por sus miembros desnu­dos; después, brilló tenuemente y desapareció; ella parecía una serpiente que hubiera mudado la piel, una crisálida que brillara en la tenue luz. Sólo llevaba las joyas: las pulseras y los anillos y en las orejas y en el cuello fulguraba el oro de Kalikshutra; en la fren­te tenía la señal del ojo eterno; entre su cabello vi la corona de la diosa Kali.

 

Un socialista —susurró mirándome—, alguien que trabaja por el bien del prójimo. —Dio una palmada—. ¡Qué encantadora­mente progresista! —Extendió los brazos y me estrechó contra su pecho—. Voy, desde luego, a quedarme contigo y a añadirte a mi colección. —Sonrió—. Sí, me parece que para siempre. —Me besó. Sus palabras se infiltraron en mis oídos, formando ondas en mi cerebro. Me desorientó. Sentí que caía y caía en la sangre que me aguardaba. Me agarré a Lilah. Seguía entre sus brazos. Miré a mí alrededor. Ya no nos hallábamos en la habitación sino que estába­mos bajando por unas escaleras de infinitos peldaños, todos de distintos colores, que formaban dos espirales en el espacio. Ya ha­bía subido por estas escaleras en el almacén, mas nunca me había parecido que hubiera tantos peldaños, que se transformaban, que mutaban ante mis propios ojos, formando una telaraña de colo­res, dibujos y formas cambiantes. Oscuramente empecé a sentir miedo, como si viera que me estuvieran transformando a mí. Te­nía que escapar de allí. Tenía que liberarme de Lilah, de sus miem­bros que me tenían cogido. Pero yo estaba unido a ellos; no podía ni siquiera moverme. Había absorbido la sangre en la bañera y ahora me la succionaba a mí. Recordé qué había sentido cuando me rozó el cuello con sus labios; yo me había derretido y confundi­do con ella. Pero ahora de mi cuerpo entero fluía una humedad pe­gajosa y me sentía gradualmente absorbido y, luego, completa­mente encerrado en un útero entre secreciones marinas, saladas y húmedas, que distorsionaban el distante pulso de mi vida, de modo que, al escucharlo, me parecía que mi existencia no me pertenecía. Y no me pertenecía, en realidad; no, mi sangre la bombea­ba el corazón de otro ser. Me había convertido en una parte de Lilah: gelatina, placenta, albúmina. Una masa abundante de algas y células... en una sopa de puntos diminutos. Y después todo desa­pareció. Sólo sentía los latidos rojos del corazón de Lilah. Pero también esto pronto desapareció. No quedó nada. Nada, salvo la oscuridad y el olvido.

 

Cuánto tiempo estuve fuera de este mundo, no lo sé.

 

Una eternidad.

 

Un segundo.

 

Las dos cosas, quizá.

 

Pero llegó un momento en que abrí los ojos.

 

Lo está esperando —dijo Suzette.

 

— ¿Esperando?

 

Junto a la embarcación.

 

Cuando se agachó, y me besó en la frente, vi que estaba son­riendo. Me la quedé mirando fijamente con las cejas fruncidas. Pa­recía cambiada. ¿Cómo puedo describírtelo, Huree? Seguía siendo Suzette, seguía siendo la misma niña pequeña que llevaba un ves­tido de fiesta y el pelo trenzado, mas, al mismo tiempo, estaba to­talmente cambiada. Vi un rostro que no había visto nunca: era el rostro de una mujer de entre veinticinco y treinta años, majestuo­so, hermoso, admirable. Si lo diferenciaba, dejaba de ver a Suzette; cuando Suzette volvía, el otro rostro desaparecía. Existen dibujos, trucos visuales, que quizá habrás visto, en los que un conejo es también la cabeza de un pato, o una copa, los perfiles de dos aman­tes que van a besarse; las dos imágenes están presentes, pero la mente es incapaz de verlas a la vez. Ve una o la otra. Lo mismo ocu­rría con Suzette, sólo que de forma mucho más extraordinaria; y lo mismo ocurría con todo lo que veía. Junto a mí estaba el enano de­forme con ropas limpias en las manos; era tan feo que antes no so­portaba mirarlo; en cambio, ahora veía junto a mí a una persona de piernas esbeltas y muy hermosa; en realidad, nunca había visto un hombre tan bello. Cuando crucé el vestíbulo, y vi que la pantera estaba durmiendo en las escaleras hecha un ovillo, no fue sólo un animal lo que vi; había también una mujer, de pelo negro, hermosa y arrogante, cuyo cuerpo era el mismo que el de la pantera y, a la vez, completamente distinto. Miraba a todos los animales y a todas las criaturas que había en aquel lugar y veía que eran seres que ha­bían sufrido una transformación, y, para mi sorpresa, no sentí ho­rror sino exultación; no asco ni repugnancia, sino gozo.

 

— ¿En qué me he transformado yo? —le pregunté a Suzette—. Dime, ¿en qué me he convenido?

 

Suzette o, mejor, la mujer que era también Suzette, sonrío im­perceptiblemente.

 

Mira —dijo. Estábamos en el invernáculo. Me llevó a uno de los estanques. El agua era cristalina. Me la quedé mirando fija­mente y, después, cerré los ojos. Al abrirlos, volví a mirar.

 

No lo entiendo —murmuré—. ¿Qué ha ocurrido?

 

Lo que vi reflejado en el agua era mi propio rostro.

 

Suzette me cogió del brazo y echó a andar.

 

— ¿No he cambiado nada? —pregunté.

 

Suzette no me contestó. Se detuvo junto a un muro de cristal y hierro, sacó unas llaves y abría la puerta.

 

Dime —dije—. ¿En qué me he convertido?

 

Suzette señaló la oscuridad que había al otro lado de la puerta.

 

Dése prisa —susurró—. Lilah lo estará esperando. Quiere jugar; después lo entenderá todo.

 

Dio media vuelta y se fue corriendo. Me dejó solo. Hice lo que me había ordenado y crucé la puerta.

 

Estaba otra vez al aire libre; era de noche. Delante de mí había una escalera de caracol de metal que colgaba de un muro mugriento del puerto. Oía el ruido del agua abajo; al pie de la escalera había una diminuta embarcación, a la que subí. El remero era aquel ser extraño que ya conocía. Aunque me lo quedé mirando fi­jamente, no supe decir cómo debió ser antes.

 

— ¡Jack! —gritó Lilah. Me estaba esperando en la proa de la barca, con una sonrisa en la boca—. Mi filántropo. —Sonrío más abiertamente—. Date prisa, Jack, date prisa. —Fui a su lado y ella me estrechó en sus brazos. Dio la orden de partir; oí el chapoteo de los remos en el agua, mientras pasábamos entre los muros angos­tos. Más allá se veía el anchuroso e imponente Támesis.

 

Llegamos al río. El remero seguía remando y Lilah puso mi ca­beza en su falda y me acariciaba el pelo. Yo miraba el cielo. Era de un color rojo deslustrado y ominoso. Por alguna razón que no sé, sólo verlo me deprimió; mi exaltación empezó a dar paso a un tor­turante desasosiego. Me moví; no soportaba que la iluminación de la ciudad me impidiera ver las estrellas, como si Londres se hu­biera filtrado en el cielo. Recordé la visión de Londres que Lilah me había mostrado: la ciudad era una criatura cuya artería era el Támesis, una artería espesa y viva. Volví a cambiar de posición y me quedé mirando fijamente el río; ahora las aguas no guardaban ningún parecido con la sangre. Metí la mano en el agua y me di cuenta de que estaba tan grasienta y sucia, y tan llena de desperdi­cios, de putrefacción y de muerte como parecía. Más allá se veían las luces titilantes de la City, que parecían burlarse de mí; resplan­decían, sí, resplandecían, pero no me dejé engañar, pues también allí campeaba la muerte, la muerte que engendraba el excremento del oro y de la codicia humana. En todas partes, en todo lo que mi­raba veía la muerte, en la oscuridad de las calles bulliciosas de aquella ciudad monstruosa y amenazadora. Recordé una visita que había hecho a casa de un paciente; rocé un muro que estaba ruinoso y cogí un pedazo de ladrillo y lo quité; miré qué había de­bajo y vi una masa sólida de animales que zumbaban y reptaban. Me estremecí al recordarlo; después, miré la orilla del río. Si cho­cara contra ella, y derribara los edificios, vería lo que había visto aquella vez: parásitos ciegos arrastrándose y alimentándose de ex­crementos.

 

Una sacudida me despertó del ensueño en el que me había su­mido. Habíamos arribado a los muelles de la margen norte. Oí ri­sotadas de borrachos; vi siluetas que se retorcían bajo chorros de luz estridente. Me estremecí. Pensar que iba a poner el pie en un lugar como aquel me llenó de asco. Me abrigué bien con mi capa larga y negra; Lilah sonrío y me ayudó a bajar de la embarcación. Cuando su capa se abría, vi que llevaba un traje de noche. Tam­bién yo iba vestido de etiqueta; llevaba sombrero y bajo la capa, un frac. No tenía ni idea de adonde iríamos aquella noche y se lo pre­gunté a Lilah, que me puso un dedo en los labios.

 

Vas a divertirme —me susurró en voz muy queda al oído. Después dio media vuelta, volvió a la embarcación y cogió un ma­letín que sostenía el remero en las manos.

 

— ¿Qué es? —pregunté cuando ella me lo dio.

 

Pues qué va a ser. Un maletín de los que usan los médicos. Es tuyo.

 

— ¿Un maletín?

 

Eres médico, ¿no? —Se echó a reír; antes de que pudiera preguntarle nada más, me llevó al muelle sembrado de inmundi­cia. Allí nos estaba esperando un carruaje, al que subimos los dos. Se puso en marcha, pisando el sucio barro. Al dar una sacudida, oí que las ruedas y los caballos aplastaban vegetales y fruta podrí­dos. Miré por la ventana y otra vez me estremecí de asco físico. Los edificios eran como hongos que crecían entre la porquería. Toda la gente que veía estaba sucia, grasienta y apestaba; sacos de intestinos y de grasa que temblaban. ¿Cómo es que nunca me había dado cuenta de lo feos que son los pobres, de su repugnante forma de vida y de multiplicarse? Pasamos por delante de una taberna. Oí el ruido que hacían los bebedores al relamerse los labios, el rui­do que hacían al engullir el alcohol, los eructos, la risa animal y el babear cuando charlaban. Uno de ellos se volvió y me miró. Sentí náuseas. Tenía el pelo grasiento, Huree, y la piel, viscosa; no había nada en él, nada de nada, que permitiera afirmar que era digno de vivir. Me recosté en el asiento.

 

Por el amor de Dios —dije sin aliento—, salgamos de aquí.

 

Lilah me acarició la frente.

 

Dime —insistí yo—, ¿adonde vamos?

 

Sonrío.

 

Pues a Whitechapel, Jack. Allí vive gente muy miserable, ¿no te acuerdas? Necesitan tu ayuda, tu filantropía.

 

No. —Sacudí la cabeza. De las calles me llegaba ruido y más ruido, que se apoderaba de mí. La pestilencia y la oscuridad de la muchedumbre se filtraban en mí. Sentí que mi rabia tenía unas del­gadas patas de insecto que se paseaban por mis emociones y mis pensamientos. Era insoportable. Tenía que huir de aquello, tenía que aplastarlo. Asomé la cabeza por la ventana—. ¡Aquí! —grité—. ¡Por el amor de Dios, deténgase!

 

El carruaje aminoró la marcha. Abrí la puerta y salí tambaleándome. Estaba en una acera de Whitechapel Street. Inspiré hon­do, desesperado. Esperaba que el aire fresco me calmaría. Pero la vida estaba por todas partes; por todas partes copulaban, se repro­ducían, defecaban. Despiadada como el tiempo, despiadada como mi rabia que se paseaba, monstruosa, por mi interior, sobre miles de patas de insecto, aguijoneando mi cerebro esponjoso y lívido. Cada paso era como el pinchazo de una aguja. Cada vez más pro­fundos, los pinchazos me perforaban por dentro. El horror estaba en mi cerebro, me taladraba el cerebro. No estaba sólo en la calle sino en mis pensamientos: sus caras, su risa, el olor de su sangre. Yo acabaría por enloquecer. Nadie puede resistir un dolor tan agu­do. Y mi rabia seguía paseándose por mi interior, avanzando y perforándome.

 

Busqué la oscuridad. Me precipité a una bocacalle angosta y sin iluminar. Por un momento mis pensamientos permanecieron en silencio. Inspiré hondo y me apoyé en un muro de ladrillo de un almacén. ¿Cuánto tiempo tendría que quedarme allí? La idea de tener que abandonar el silencio y la oscuridad me era insoportable. Lilah debió ver adonde me había ido. Vendría y me haría vol­ver, me sacaría de aquella cloaca en la que, efervescente y fétida, la vida seguía y seguía moviéndose. De lo contrario... No, no. Cerré los ojos. Me pasé una mano por el pelo. Para mi sorpresa, que no fue excesiva, me di cuenta de que en mi otra mano sostenía el ma­letín.

 

De repente, oí unos pasos. Alcé la vista. Al final de la calle ha­bía una farola, junto a la cual vi a un hombre y a una mujer. La mujer se inclinó y se levantó las faldas; el hombre la agarró y la po­seyó con urgencia. Oí sus jadeos, amplificados; me llegaba el olor nauseabundo de sus genitales húmedos. Pronto terminó. Dejó a la mujer tirada en la acera y se alejo. La mujer seguía en el suelo, en­tre la inmundicia; ni siquiera se había tomado la molestia de ba­jarse las faldas. Apestaba: a mi nariz llegó el olor a pescado podri­do, a bragas pringosas de semen y sudor. Al fin se puso en pie. La reconocí: era Polly Nichols, a quien había tratado una vez de una enfermedad venérea. Vino hacia mí. Su vestido harapiento es­taba cubierto de inmundicia. Imaginé que sería para ella como una segunda piel: si alguna vez se desnudaba tendría que arran­cárselo. Este pensamiento me dio ganas de vomitar. Su propia piel debía estar grasienta, llena de úlceras y heridas sangrantes. Tam­bién esto habría que arrancarlo. Tenía los huesos grandes. Había mucha piel... mucha, que lavar.

 

Di un paso adelante, mas me eché para atrás en seguida, asus­tado; ella me había reconocido y me dedicó una mueca con su boca desdentada.

 

Doctor Eliot, qué elegante va.

 

Buenas noches, Polly —dije.

 

El aliento le hedía a ginebra. Estaría empapando su interior, su estómago, sus tripas, su vejiga, su hígado, su sangre. Todo po­drido; todos sus órganos estaban podridos y apestaban, todas sus células estaban podridas y apestaban. Las patas del insecto que se paseaba por mi cerebro eran ahora como garras.

 

Estás enferma —le dije. Sonreí—. Te voy a curar. —Abrí el maletín; a ella no le dio tiempo de protestar. Le abrí la tráquea con el cuchillo; le salió un magnífico chorro de sangre carmesí. Supe al instante, al cortarle la garganta de oreja a oreja, que había he­cho lo que convenía hacer. A medida que ella iba perdiendo la vida, yo recobraba la mía. El flujo de sangre me hizo mucho bien; había matado mi rabia; el insecto iba muñéndose, sus patas se convertían en paja. Me reí cuando sentí que caía de mi cerebro. Miré a Polly, que estaba en el suelo. Respiraba agitadamente. Vol­vía cortarle la garganta hasta la columna...

 

Alcé la vista y vía Lilah.

 

Jack —murmuró besándome—, mi querido Jack. Qué ser tan maravilloso he hecho de ti.

 

Yo me reí. Sus besos me embriagaban, y la vida que había ani­quilado. Volví junto al cuerpo sin vida de Polly y seguí cortándolo. Lilah me estrechó fuerte en sus brazos; yo me derretí al sentir su contacto. No soy capaz de describir lo que me dio; las palabras no sirven. Pero no necesitaba palabras; me bastó con abrirme y acep­tarlo.

 

Persistió durante un largo tiempo. Mientras estábamos ocul­tos en la oscuridad, yo seguía regocijado; observábamos a los po­licías que no dejaban de dar silbidos, los médicos que acudían corriendo, la muchedumbre nerviosa y ansiosa. Cómo me reí cuando alguien le pidió a Llewellyn, mi propio colega, que certifi­cara la causa de la muerte. ¡Si lo supiera! ¡Y yo estaba detrás de él, con Lilah!

 

Aquella mañana desayunamos en Simpson's ostras y vino ne­gro. De vuelta en Rotherhithe, el placer y el júbilo duró días; digo días para que me entiendas, pues para mí, cuando estaba con Li­lah, no existía el tiempo. Tenía sólo sensaciones y juzgaba por lo que sentía; había reprimido al esclavo. Oscuramente lo sabía, pues las tinieblas no me habían nublado la razón; mi antigua per­sonalidad seguía viva. A medida que iba viendo con más claridad los contornos de mis actos, empecé a sentir un horror creciente, porque comprendía lo que había hecho. Pronto me di mucho asco; un asco que me aplastaba y me paralizaba; ni siquiera so­portaba moverme. Y, sin embargo, volví a ser el de siempre y, al saberlo, pude por fin actuar.

 

Sabía que tenía que escapar. Me fui mas no crucé el Támesis sino que me dirigí a London Brídge. Nadie intentó retenerme. Aunque no me hacía ilusiones; sabía que Lilah no tardaría en po­nerme sus garras encima. Pero entretanto podría alertar a ciertas personas.

 

A Whitechapel —le ordené al cochero al cruzar London Bríd­ge—. Hanbury Street. —Tenía que prevenir a Llewellyn; tenía que contarle todo antes de volver a perder la razón, tenía que decirle lo que le había sucedido a mi cerebro, tenía que contarle que me ha­bía convertido en un monstruo. Mas estaba ya perdiendo otra vez la razón; a medida que me alejaba de Rotherhithe, volvía a sentir en mi mente las patas del insecto. Apreté los puños, cerré los ojos; pugné por arrancar de mi interior aquel dolor punzante que me atravesaba los pensamientos. Pero qué despiadado era; yo necesi­taba desesperadamente que me curaran.

 

Por fin, llegamos a la esquina de Hanbury Street; el cochero se negó a adentrarse en aquella callejuela; me dijo que era un hombre decente y que eran altas horas de la noche. Yo asentí, sin compren­derlo; le puse todo el dinero que llevaba en la palma de la mano y salí, tambaleándome como un borracho. El dolor me tenía aneste­siado, pero sólo tenía que andar unos pasos. En seguida llegaría. Le eché una ojeada a una mujer que estaba apoyada en una farola. Penseque era una gran suerte que estuviera tan cerca del hospital; de lo contrario, no habría pasado por su lado. Me detuve y fijé mis ojos en ella. Me sonrío. Al igual que la otra, apestaba a genitales sin lavar y a sudor. Al pensar en su cuerpo, en su vida, me estre­mecí. Quise chillar, tan intenso era el dolor. Di un paso, luego otro. Yo andaba, después de todo. Avanzaba por la calle. El hospi­tal no quedaba muy lejos.

 

— ¿Cuánto? —pregunté.

 

La mujer me hizo una mueca; me dijo una cifra. Yo asentí.

 

Aquí —dije señalándole una zona que estaba a oscuras—. Donde no puedan vernos.

 

La mujer frunció las cejas. Me di cuenta de que estaba temblan­do y pugné por contenerme. Ella, sin embargo, debió pensar que es­taba ansioso de placer, porque volvió a sonreírme y me cogió del brazo. ¡Así que creyó que yo la deseaba! ¡Que deseaba explorar su coño apestoso y húmedo! La idea redobló mi asco. El placer de ma­tarla fue, si cabe, más grande que el que había sentido la prímera vez. Le acuchillé la garganta, le abrí las tripas. Los intestinos esta­ban todavía frescos. ¡Con cuánto placer los tiré al suelo! ¡Unos te­jidos sobre la inmundicia, basura sobre la basura! Le corté el úte­ro. Ahora no había ninguna posibilidad de que la vida se formara en él. Aunque pútrido y convertido en excremento, pensé de repen­te, podían crecer flores en él. Me las imaginé: blancas, aromáticas, delicadas. ¡Unas flores hermosas que habían crecido en un lugar como aquél! Cogería el útero y se lo ofrecería. Lilah estaba al final de la calle. Aceptó mi ofrenda con una carcajada y un beso.

 

Regresamos a Rotherhithe. El placer persistió al igual que la otra vez. Sólo existía el gozo, nada más; los recuerdos del mundo que se extendía más allá de los muros del almacén quedaron bo­rrados y los detalles de mi vida me parecían ahora inmensamente lejanos. Esto sólo lo comprendí después de mi encuentro con lady Mowberley; digo lady Mowberley porque al principio apenas podía recordar su verdadera personalidad, ni siquiera cómo la había co­nocido. Sin embargo, una noche, mientras estaba mirando absor­to las llamas de un quemador de incienso, imaginándome dibujos de sangre en el fuego, se me apareció su rostro; de pronto vi delan­te de mí a esa mujer casi olvidada, salida, al parecer, de mis pro­pios sueños.

 

Jack —susurró—. Jack. —Me pasó la mano por la frente—. ¿No me conoces? —preguntó.

 

Fruncí las cejas. Parecía un espectro, era irreal. Mas, poco a poco, empecé a recordarla y cómo la había buscado desesperada­mente en el pasado. Este recuerdo me hizo reír. ¿Era verdad que me había enfrentado a ella con el objeto de preservar la vida hu­mana?

 

Me aseguró que era cierto; después se echó a reír. —Lo siento —dijo—, pero, como ves, hay ciertos imperativos que no tenemos más alternativa que obedecer. No me culpes, Jack, y no te culpes a ti mismo. Somos juguetes de Lilah. Una vez, en las estribaciones del Himalaya, yo también luché por deshacerme de ella. Hace tanto tiempo, tanto tiempo que sentí sus dientes y sus labios en mi propia piel, y sus pensamientos dentro de mi cere­bro... mi Lilah... mi amada Lilah, mi reina cautivante... —Hizo una pausa; me acarició la mejilla suavemente con sus uñas—. Sin embargo, ahora —murmuró—, si tuviera la oportunidad de elegir, no volvería a mi antigua condición de mortal. He aprendido de­masiadas cosas y he sentido demasiadas cosas. Tengo mis propios juguetes. ¿Te acuerdas de Lucy? —Sonrío—. Estoy segura de que desea mandarte recuerdos. —Hizo una pausa; yo no comprendía nada; estaba demasiado mareado, no recordaba el nombre de Lucy. Mi compañera frunció las cejas; después sonrío como si lo hubiera comprendido—. Lo siento, Jack —susurró—, siento ha­berte engañado tanto tiempo; y, sin embargo, ni tú ni yo somos dueños de nosotros mismos. —Me besó en la boca—. No nos cabe más que ser lo que somos.

 

Me engañaste —repetí de pronto, perplejo. Frunció las cejas.

 

— ¿Cómo? ¿No te acuerdas? —preguntó.

 

Desvié la mirada. Me vino a la cabeza un vago recuerdo de otro fuego y de otra habitación.

 

Viniste a verme —murmuré—. Nos sentamos junto a la lumbre en mi estudio, ¿verdad?

 

Lady Mowberley, o Charlotte Westcote como recordé de pronto que se llamaba, sonrió al oír esto.

 

Nos preguntábamos cuánto tiempo tardarías —repusoen sospechar de la cliente que te había contratado para solucionar el caso.

 

— ¿Quiénes?

 

No fui yo quien inventó el juego.

 

— ¿Juego? —Me la quedé mirando furioso—. ¿Era un juego?

 

Charlotte inclinó la cabeza.

 

— ¿De quién?

 

Eso puedes deducirlo —dijo—. ¿No? —Se echó a reír; des­pués se volvió e hizo un ademán—. Pues de la señora Susana Ce­lestina de Tolosa.

 

Miré hacia donde había señalado y vi a Suzette; no la niña, sino la mujer que había entrevisto una vez: grácil, inquietante, hermosa.

 

No —susurré meneando la cabeza—. No... No lo entiendo...

 

Suzette sonrió.

 

Pero lo entenderá, doctor, lo entenderá. —Cruzó la habita­ción y se me acercó—. Ahora, al fin y al cabo, no es dueño de sí mismo. Pero cuando el placer se desvanezca, entonces lo recorda­rá todo y por un lapsus corto de tiempo volverá a ser Jack Eliot. —Me cogió las manos y las acarició—. Debería estar orgulloso; nos ha divertido mucho a Lilah y a mí.

 

— ¿Divertido? —Pugné por recordar a pesar de la nebulosa que envolvía mis pensamientos. ¿Una narración? ¿Pero dónde? ¿En una revista? ¿Algo que ella me había hecho leer? Empecé a hacer­le preguntas, pero Suzette se levantó y me atajó con un ademán.

 

Durante siglos —me dijo— he inventado varios juegos. Sin embargo, usted me ha dado la oportunidad de practicar algo nue­vo. Estábamos seguras, ¿comprende?, de que acabaría descu­briendo el peligro en que se hallaba George. Su vieja amistad con él, su capacidad de observación, su experiencia en Kalikshutra... sí; era inevitable que el caso acabara atrayéndolo. —Le lanzó una mirada a Charlotte; después sonrío y la cogió del brazo—. Cuando George le habló de usted a la señorita Westcote, al principio las informaciones sobre su personalidad y sus facultades nos inquieta­ron. Habíamos tejido una densa red en torno a Mowberley, ¿com­prende?, pero usted podía desenredarla. No sabía qué hacer con usted, y, de pronto, cayó en mis manos el Beeton's Magazine. Se­guro que lo recuerda, ¿verdad, doctor? ¿No recuerda a Sherlock Holmes? El primar detective consultor del mundo.

 

Asentí. Sí, lo recordaba perfectamente.

 

Vi en aquello —prosiguió Suzettealgo que podía inspirar­me para diseñar un nuevo tipo de juego, más adecuado para esta época de la razón, este siglo científico, para el cual toda supersti­ción debe morir. Lilah estaba muy entusiasmada. Lo atrajimos para que se hiciera cargo del caso; observamos sus avances; segui­mos cada paso que daba en nuestro laberinto. Lo hizo muy bien, era un privilegio observarlo; pero, al final, no logró comprenderlo. —Sonrío y volvió la cabeza—. Yo siempre supe que usted no lo comprendería nunca.

 

— ¿Porqué?

 

Ya se lo he dicho. Es usted un hijo de su siglo, de la era de la razón.

 

Me la quedé mirando sin entenderla.

 

Éste era el único aspecto intrigante del juego: poner a prueba su arrogancia y ver cómo se desmoronaba. —Me entregó un obje­to—. ¿Lo recuerda? —preguntó. Era la tarjeta que había encontra­do en la caja de opio.

 

Asentí. Sí, la recordaba. La leí en voz alta:

 

« ¿Cuántas veces le he dicho que, cuando haya eliminado lo imposible, lo que quede, por improbable que sea, es la verdad?» —Meneé la cabeza; después estallé en carcajadas y la rompí—. Sí —convine—, tiene razón; cuánta arrogancia. —Volví a reírme—. ¿Cómo podía ser tan ciego? —pregunté—. ¿Cómo no pude sospe­char la verdad... las posibilidades que había... o el placer... o la ex­periencia? Pero ahora, gracias a Dios —dije alzando las manos y mirando a mi alrededor—, ahora, gracias a Dios, lo comprendo. —Me reí histéricamente. ¡Sí, gracias a Dios! Nunca había conoci­do la felicidad, nunca me había sentido tan dichoso, tan libre. ¿Existían los límites? Nada los tenía.

 

Muy pronto, sin embargo, empecé a recordar, al igual que me ocurrió después de cometer el primar asesinato. Como una pintura a la cual se le retiran los añadidos, mi culpa volvía a aflorar otra vez, oscuramente al principio, después con total claridad. Poco a poco me di cuenta de que aquel lugar en el que yo estaba iba transformándose en una prisión. Ahora sabía que de nada me serviría escapar; y así permanecí allí como otro animal cautivo más, ador­nando como ellos las jaulas de las fieras; yo era un trofeo divertido colocado junto a los demás. Al mirar a mí alrededor, comprendí que era un cautivo privilegiado, porque me habían permitido con­servar mi figura humana; podrían haberme convertido en un monstruo, en una araña, en una serpiente. Tal como Suzette me explicó, a Lilah le procuraba un desmesurado placer escoger cómo habían de acabar sus víctimas.

 

Siempre las convertíamos en algo apropiado. —Sonrío—. El castigo debía ser acorde al crimen cometido.

 

— ¿Crimen?

 

Sí... El crimen de haberla aburrido. Pues al final el amor hu­mano siempre le acaba cansando, aunque también ella ame y se nutra del amor. El enano, por ejemplo, era un vizconde francés de hace dos siglos; era extremadamente hermoso pero de una vani­dad peligrosa. La pantera, una chica de una tribu africana arro­gante y cruel, que intentó, en un ataque de celos, apuñalar a Lilah. Sir George... —Volvió a sonreír—. Bueno, ya lo vio usted.

 

Pero tú lo mataste; lo desangraste hasta convenirlo en cenizas.

 

Suzette volvió la cabeza.

 

Yo soy una vampira —dijo al fin—. Necesito sangre.

 

— ¿Necesitas?

 

Volvió a mirarme fríamente.

 

Debería comprender la necesidad de matar.

 

— ¿Ah sí? ¿Es lo que soy: un vampiro, como tú?

 

Suzette frunció las cejas y meneó la cabeza despacio.

 

Quizá no —murmuró—. Pensé que lo era. Pero Lilah puede convertir a sus víctimas en cualquier cosa. Tal vez sea sólo un ase­sino. Porque si Lilah lo hubiera transformado en un vampiro, en­tonces, créame, lo sabría en seguida.

 

A veces —repuse— me gusta derramar sangre.

 

— ¿Pero no bebería?

 

No.

 

Se encogió de hombros.

 

Entonces... no es ningún vampiro.

 

— ¿Y tú? —insistí—. ¿Qué hizo Lilah de ti?

 

Volvió la cara hacia mí; no había en ella ni rastro de la niña en aquel rostro. Era temblé, irradiaba inteligencia y hermosura.

 

Cuando conocí a Lilah y me sedujo —dijo al fin—, yo ya era una vampira.

 

— ¿Cuándo?

 

Hace mucho tiempo.

 

Vagamente, mi vieja incredulidad, ahora olvidada, volvió a mí, porque yo nunca creí que tales seres existieran. Tragué saliva.

 

— ¿Cuánto tiempo hace?

 

En las cortes de los reyes moros de España —repuso—. Hace mil años... mil cien años, quizá... —Volvió a ladear la cabe­za—. Ahora me es difícil recordarlo.

 

— ¿Y Lilah? ¿Fue allí donde la conociste? ¿En uno de esos rei­nos de España?

 

Suzette asintió. Tenía la mirada perdida en la lejanía; se echó el pelo para atrás, su pelo trenzado con elegancia.

 

Cuando la conocí —murmuró al fin—, yo vivía entre las fuentes y los patios de Andalucía, donde florecían el saber y las ar­tes como nunca habían florecido en el pasado. Mi madre era ju­día, mi padre, cristiano; yo vivía entre los árabes del califato. Yo podía adentrarme en las diferentes culturas, pues yo pertenecía a todas ellas y a ninguna. El saber era mi pasión; no conocía el abu­rrimiento. Amaba a Lilah, pues ella compartía estas cualidades mías, aunque infinitamente amplificadas, de modo que yo me sentía fascinada y ella suponía para mí un reto. Nos fuimos de Es­paña. Viajamos por todo el mundo durante dos, tres, muchos si­glos. Siempre, sin embargo, regresábamos a su santuario favorito, a su reino entre los picos del Himalaya, que es su verdadero hogar, y que, como sabe muy bien, siempre defenderá. Ha abandonado imperios, ciudades, los lugares que el hombre ha invadido y usur­pado... pero Kalikshutra nunca. Ella, y yo, hemos vivido allí mu­chísimo tiempo.

 

Sí —exclamé al recordarla de pronto—, te vi, eras una esta­tua en el santuario que había en la jungla. Estabas junto a su tro­no. —Fruncí las cejas al mirarla; seguía sin ver a la niña, sólo te­nía ante mí a una mujer—. Ya debía haberte transformado en...

 

Sí —dijo con una sonrisa triste y ala vez de burla hacia ella misma—. Al final ocurrió. Llegó el día en que aburría Lilah. —Suzette hizo una pausa—. Y ella a mí. Le dije que iba a dejarla. Su exigencia de diversión, de entretenimientos constantes empezó a cansarme, a agotarme. Me hastié de los juegos; quería otra cosa. —Volvió a sonreír y ladeó la cabeza—. Cuando me fui, le dije que ella era como una criatura.

 

Se produjo un largo silencio. Al fin lanzó una ojeada a su alre­dedor.

 

Así que me persiguió —murmuró gesticulando con las ma­nosy yo no intenté escapar.

 

Entonces ¿eres también su prisionera?

 

Suzette no contestó.

 

Pero podrías escapar, si quisieras, ¿verdad? —insistí. Tra­gué saliva—. Quiero decir... tienes poderes... no podría detenerte, ¿verdad?

 

Suzette volvió la cabeza y miró el cielo nocturno y estrellado. Habíamos subido las escaleras y habíamos llegado a la cúpula de cristal.

 

Míreme —susurró; yo me la quedé mirando fijamente. Vol­vía a ser una niña pequeña. Hice un esfuerzo por ver a la mujer bajo las trenzas, las cintas y el vestido de fiesta, mas había desapa­recido. De pronto recordé el ser extraño de la embarcación; su an­tigua personalidad estaba ausente de él, cuando lo miré en el río y busqué su pasado en su rostro presente. Tragué saliva. El sudor debía perlarme la frente.

 

Miré el resplandor carmesí de Londres que se extendía ante mí. Otra vez sentía punzadas de rabia, como traídas por el viento. Vol­vía a ser consciente de mi propio cambio.

 

Tengo que entrar —murmuré. Al dar media vuelta, me tam­baleé; Suzette sonrío y me cogió del brazo. Pasamos por la puerta y, entonces, las punzadas desaparecieron. Cuando miré a Suzette, volvía a ser una mujer.

 

Así que no hay escapatoria. —Apreté la frente contra el cris­tal—. Nunca.

 

Puede irse —repuso Suzette—, pero nunca podrá escapar de su condición, en lo que ella ha decidido convenirlo.

 

— ¿Y esto es aplicable a todos nosotros? Todos los que estamos en... —Hice una pausa y lancé varías miradas a mi alrededor—. En este... sitio... en esta prisión.

 

— ¿Prisión? —Suzette se echó a reír—. ¿Cree usted que esto es una prisión?

 

— ¡Cómo! ¿Qué crees tú que es?

 

Suzette se encogió de hombros.

 

Lo que te prometió. Lo que, al fin, deseabas encontrar con todas tus fuerzas: un santuario apartado de las leyes de la probabi­lidad, en el que la ciencia humana ya no sirviera. ¿No ha sido esto lo que deseabas desde el comienzo? Y ahora lo tienes: existes en él. —Se quedó callada un momento, contemplando la cúpula de luz, el brillo de las estrellas—. Dondequiera que viva —murmuró en voz queda—, en cualquier rincón del mundo en él que ella decide vivir, recrea esta dimensión. Lo finito nos rodea, pero aquí, donde nosotros vivimos, ex


Date: 2015-12-17; view: 632


<== previous page | next page ==>
Carta del profesor Huree Jyoti Navalkar al señor Bram Stoker. | STUDIEN ZUR PHÄNOMENOLOGIE
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.072 sec.)