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Diario del doctor Eliot.

 

 

30 de julio. Muy tarde. Puede que muy pronto resuelva el importante enigma que me ha tenido desvelado. Esta noche vi a lord Ruthven, el último en llegar de los invitados de Sto­ker. No tenía ni la menor idea de que fuera a ir a la cena. Me senté frente a él, pero no hice ningún esfuerzo por entablar una conversación con él; me pasé casi toda la cena hablan­do con Edward Westcote. Lucy me había hecho comentarios en voz baja, muy agitada, sobre él antes de la cena. Al parecer, corren rumores de que la hermana de Westcote no está muer­ta; le llegaron unas noticias de un subalterno de su padre co­municándole que habían enviado una expedición a las colinas que hay al pie del Himalaya. Lucy, y esto no me sorprendió, está muy preocupada por su esposo, porque teme que se trate de un falso y cruel montaje que pueda hundir a Edward. Le pregunté por qué lo creía así y se encogió ligeramente de hom­bros.

 

—Las cartas que ha recibido —contestó— no me parecen fiables. ¿Por qué, por ejemplo, si han hallado realmente a su hermana, su padre no le ha dicho nada a Ned? Él está también en la India, pero no ha escrito. El que ha escrito es un subalter­no suyo.

 

— ¿Pero quién puede tener interés en fabricar un fraude tan cruel?

 

—No lo sé. Pero, por favor, Jack... Estoy segura de que Ned te hará preguntas sobre Kalikshutra, pues sabe que tú has esta­do allí y conoces bien el lugar. Sé amable con él. No soportaría que ahora que está animado se viniera abajo.

 

Sería, por supuesto, terrible, mas espero que su hermana esté muerta de verdad, pues si vive, no quiero ni imaginarme en qué estado debe hallarse. Tal como Lucy me pidió, intenté que Westcote no se hiciera demasiadas ilusiones; lo toleró bien, aun­que sé que no comparte mi pesimismo, pues siguió haciéndome preguntas sobre Kalikshutra. Naturalmente, lord Ruthven agu­zó el oído, y yo me mostré reacio a seguir hablando del tema, pero era mi deber decirle a Westcote todo lo que sabía; así que, inexorablemente, sin poder evitarlo, empecé a hablar de la en­fermedad que padecen los habitantes de las colinas y de los mie­dos y supersticiones que ha generado. Este comentario hizo que lord Ruthven interviniera en la conversación y pronto el resto de los comensales se enzarzaron en una discusión sobre la filosofía de la muerte. Los comentarios de lord Ruthven fueron de lo más inquietantes. Habló con su ingenio y gracia habituales, de modo que el horror que entrañaban sus palabras, que yo sabía que des­cribían su estado, quedó casi diluido. Casi, mas no del todo, pues bajo la belleza, que lord Ruthven calificó de máscara, una más­cara que ocultaba aflicción y corrupción, el horror existía. De vez en cuando, sólo de vez en cuando, vi cómo la máscara se caía y vislumbré lo que ocultaba: una zozobra y una congoja extre­mas. Esto me conmovió hasta tal punto, y teniendo en cuenta que no domino el arte de disimular, tan propio de la gente de mundo, que tuve que marcharme. Necesitaba estar a solas y reu­nir todas las fuerzas, pues sabía que lord Ruthven me seguiría.



 

Paseé por Chelsea a orillas del Támesis. Antes de llegar a Vauxhall Bridge, oí el estrépito de las ruedas de un carruaje. Eché una ojeada y vi que el carruaje disminuía la velocidad y se detenía junto a mí. Se abrió la portezuela y subí; lord Ruthven, con su bastón de empuñadura de plata, dio unos golpes en el te­jadillo.

 

—Siento —susurró— haberle molestado al inmiscuirme en la conversación.

 

Yo escuchaba el ruido del carruaje que había reemprendido la marcha.

 

Lord Ruthven lanzó un suspiro.

 

—Yo quería saber si usted iba a cambiar de opinión, ¿com­prende? —Se produjo un silencio, y pensé que esperaba a que contestara. Sin embargo, ladeó la cara y apretó las mejillas con­tra el cristal de la ventana; miraba abstraído las aguas del Táme­sis bañadas por la luz plateada de la luna—. Esta noche lo vio, ¿verdad? —preguntó.

 

— ¿Qué es lo que vi?

 

—Cuando se quedó en silencio, lo comprendió todo. Sé que lo comprendió.

 

—Me temo que las enfermedades del alma no son mi espe­cialidad.

 

Lord Ruthven se rió sin muchas ganas.

 

—Yo no le pido que me sane el alma.

 

—Entonces, ¿qué es lo que quiere?

 

—Que me cure mi enfermedad hematológica. Usted mismo lo dijo, doctor; mi sangre está enferma. ¿Tengo razón o no la tengo? La causa es fisiológica. —Se inclinó hacia adelante, me cogió las manos y me miró a los ojos. Vi que los suyos le brilla­ban de desesperación—. Tiene que ayudarme; hágalo por mí y por todos aquellos para los cuales represento una amenaza.

 

— ¿Y si no lo hago?

 

Lord Ruthven se encogió de hombros.

 

—Nada. No estará usted en peligro, doctor Eliot, si es a esto a lo que se refiere. Yo no deseo que continúe su trabajo a la fuerza. Es muy cierto que mato a las personas, pero sólo porque tengo que nutrirme de su sangre. Usted ha visto mis células sanguí­neas; comprende a estas alturas por qué lo hago. No puedo evitar ser como soy, al igual que sus pacientes no pueden evitar sufrir los efectos de las enfermedades que los consumen. Yo no soy ningún asesino perverso y cruel. Al menos... —Hizo una pausa—. Quiero decir que, en general... en general, selecciono a mis víc­timas... —Tragó saliva; el rostro se le ensombreció momentánea­mente; no sé por qué, pero volví a ver la lucha interior que lo afli­gía y destrozaba—. Tiene que ayudarme —murmuró—. En nombre de... —Sonrió con amargura—. En nombre de la huma­nidad.

 

Estuve un buen rato en silencio.

 

—No puedo —dije al fin—. Lo que usted me pide, la cura­ción que usted me pide que halle, una curación capaz de aplacar la avidez de sangre de sus células, sería la inmortalidad. La inmortalidad, lord Ruthven. Esto está fuera del alcance de cual­quier ser humano.

 

—No —contestó lord Ruthven secamente—. Debe haber una solución. —Se acercó a mí—. Encuéntrela, doctor. Haga todo cuanto esté en sus manos. Tiene que haberla, no sé ni dónde ni cómo, pero tiene que haberla. Hágalo por mí y por los de mi cla­se. —Me dio un apretón muy fuerte en el brazo—. No me niegue lo que le estoy pidiendo, doctor.

 

El carruaje se detuvo en un cruce. Me deshice de su mano y me puse en pie.

 

—Voy a bajar aquí —le dije. Lord Ruthven me observó abrir la portezuela y apearme del coche, sin intentar retenerme.

 

—Si lo desea, lo acompañaremos hasta Whitechapel.

 

—Necesito andar. Tengo mucho que meditar.

 

Lord Ruthven enarcó una ceja.

 

—Sí, ya lo creo que sí.

 

Alcé la vista y lo miré.

 

—Haré todo lo que pueda —le prometí—. Pero ahora... se lo ruego, es preciso que esté a solas.

 

Me alejé de él, crucé la calle y me adentré en un laberinto de callejuelas donde su carruaje no podría seguirme. Yo iba andan­do con una sonrisa en la boca. Advertí que estaba casi exultante. Al fin y al cabo, quizá mi investigación no estaba abocada al fra­caso, me dije; tal vez ahora que lord Ruthven volvía a ser mi pa­ciente, podría llegar a hacer el importante descubrimiento al que tantos y tan inútiles esfuerzos había dedicado. La inmortali­dad: eso era algo que no se dejaba contemplar. Más quizá po­dría alcanzar otras soluciones. Él era un experto en vampirismo. Al decirme a mí mismo la palabra «vampiro», me di cuenta de que hasta entonces me había negado a pronunciarla. No es de extrañar que mi investigación hubiera fracasado: jamás había tenido las suficientes agallas para reconocer cuál era en reali­dad su verdadero objeto. Ahora ya no me abrumarían los escrú­pulos y los remordimientos de conciencia. Ya no vacilaría ni me pondría trabas que obstaculizaran mi investigación como había hecho hasta entonces.

 

Las circunstancias se aliaron a mi favor. Al cabo de una hora llegué a casa; al subir las escaleras, vi que la puerta de mi estu­dio estaba entornada y que había luz en el interior. Me acerque con cautela y entré. Encima de mi escritorio había una imagen de Kali que habían engalanado con guirnaldas. Delante de ella habían colocado velas y recipientes en los que ardían barras de incienso. Junto a ellos habían dejado un libro, que cogí. Leí el tí­tulo: Las leyendas de vampiros de la India y de Rumania. Estudio comparativo. En la primera página del libro habían dejado una nota, que leí. «Pensaba que no salías nunca. Nos veremos maña­na y me lo contarás todo. Tuyo, Huree.»

 

Si vamos a trabajar juntos, es del todo imposible que fraca­semos.

 

31 de julio. Huree ha venido esta tarde. Sigue siendo un maes­tro del arte de disfrazarse. Al principio no lo reconocí; desde que viaja por Europa, se ha transformado casi en un perfecto vienes: lleva quevedos, perilla y un horrible sombrero alpino. Su corpa­chón, sin embargo, lo ha delatado; está todavía más gordo que antes. Le he ofrecido mi casa pero se niega en redondo a vivir en un suburbio. Se aloja en Bloomsbury en casa de un amigo suyo de Calcuta, que es abogado y tiene un criado que sabe cocinar platos de Bengala. Huree está ansioso por saborear comida de su tierra; lleva un mes sin probar otra cosa que haute cuisine pa­risina, una gastronomía, me ha dicho, de lo más insípida. Teme haberse quedado en los huesos. He conseguido convencerlo de que no es así.

 

Le narré los acontecimientos de los últimos meses. Huree exhibía mucha calma, mas a mí me fue fácil adivinar que fingía; estaba en realidad muy excitado y agitado. De momento no ha hecho muchos comentarios, ni ha dado interpretaciones, pero sé que pronto lo hará. Ahora lo más urgente es hallar la causa de la enfermedad de George. Si se demuestra lo que sospechamos los dos, es preciso que le obliguemos a cuidarse y a no exponer­se al peligro. No será fácil, dada la reticencia que tiene George a verme, pero le comento a Huree que sería conveniente que asis­tiera al debate que se celebrará mañana en la Cámara de los Co­munes. Va a precederse a la votación del proyecto de ley que ha elaborado George, que presentará una recapitulación en tanto que ministro del gobierno. A mí me es imposible asistir, mis obligaciones me lo impiden; pero al menos Huree debería ir, porque así podrá observar a George; yo esperaré sus conclusio­nes con impaciencia.

 

Cuento sólo con un único indicio de que Huree tiene ya sus propias teorías sobre el caso. Al marcharse, se volvió y me hizo una pregunta.

 

— ¿Estás seguro de que este amigo tuyo que vende opio se llama Polidori?

 

—Sí. ¿Por qué? ¿Te dice algo este nombre?

 

— ¿Por casualidad es médico?

 

Me lo quedé mirando fijamente, sorprendido.

 

—Sí. Al menos según lord Ruthven, lo era.

 

Huree sonrió.

 

— ¡Ah! ¡Lord Ruthven!

 

—Dime una cosa Huree, ¿cómo lo sabías?

 

Volvió a sonreír.

 

—Recuerdo —dijo— que en el pasado, cuando llevabas a cabo una investigación, mantenías tus cartas boca abajo. Bue­no, pues ahora se han invertido los papeles. No te preocupes, hombre. Ocurre sólo que he tenido una corazonada.

 

Me encogí de hombros.

 

—Como quieras.

 

Huree asintió y se rué. De repente volvió a detenerse y entró.

 

— ¿Sabes, Jack? —Comentó—, no has llegado a nada porque sigues sin creer que lo imposible es real. Pero ahora la razón no te sirve para nada. Tienes que buscar pistas que, si te empeñas en guiarte por la lógica, no vas a encontrar. Por eso me necesi­tas. Porque puedo llevarte a un terreno al que tú no pensabas que podías ir. Recuerda, Jack, que ahora todo es posible. —Son­rió e hizo una reverencia—. Todo.

 

Sí. Tiene razón, desde luego. Como Suzette. Las reglas de este juego yo no podía ni sospecharlas. Es hora de que por fin empiece a dominarlas.

 

 


Date: 2015-12-17; view: 552


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