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Diario de Bram Stoker (continuación).

 

 

... Por tanto, esperaba ver a Eliot con más impaciencia aún que de costumbre, pues confiaba en que, dados los avances, más que posibles, de la investigación que estaba llevando a cabo, esta­ría más comunicativo. De hecho, me informaron que había veni­do a verme una tarde al Lyceum, mas, en aquel momento, el señor Irving me tenía ocupado y no pude recibirlo. Tuve que conformar­me con esperar al día de la cena. No sé qué esperaba o qué temía, pero, mientras esperaba la llegada de mis invitados, me fui po­niendo cada vez más nervioso, como si diera por hecho que Eliot no iba a venir.

 

 

Aunque no llegó el último, sí lo hizo con mucho retraso. Res­piré al verlo, pues la verdad es que no esperaba ya que apareciese. Sin embargo, cuando entró, mi alivio se convirtió en desaliento. En un mes su aspecto había cambiado muchísimo. Estaba muy desmejorado; se había quedado en los huesos, tenía profundas ojeras y una mirada muy extraña.

 

— ¡Dios mío! —exclamé al ver su rostro macilento—. ¿Qué le ha ocurrido?

 

Eliot frunció las cejas.

 

—Últimamente —murmuró— he tenido problemas con el trabajo.

 

— ¿Con el trabajo?

 

—Sí, sí —contestó con impaciencia—; un proyecto de inves­tigación que no creo que le interese a usted lo más mínimo. Y ahora, señor Stoker, dígame ¿me va a tener aquí de pie toda la noche o va a presentarme a los invitados?

 

—Sí, por supuesto —repuse un poco desconcertado. Lo dejé con Lucy y Oscar Wilde, con la esperanza de que la locuacidad de estos dos invitados venciera su taciturnidad. Sin embargo, me di cuenta de que su visible irritabilidad los puso nerviosos; cuando me acerqué a ellos al cabo de unos minutos, oí que Wil­de hablaba efusivamente de un tema de moda y Eliot de pronto le preguntaba si su interés por aquel tema no era una pérdida de tiempo y una forma de desperdiciar su inteligencia.

 

Wilde se echó a reír, pero Lucy, afortunadamente, intervino. —Debe excusarlo, señor Wilde —comentó cogiendo a Eliot del brazo—. Jack no cree que nada tenga interés hasta que está muerto y tumbado en una losa de mármol para ser diseccio­nado.

 

—Una actitud de lo más loable —repuso Wilde—. Es eviden­te que usted conoce a lady Brackenbury. Pero no todo el mundo es tan desagradable a la vista ni al ojo interno. ¿Qué me dice de las personas hermosas?

 

— ¿Por qué? ¿A qué viene esta pregunta?

 

—Me ha acusado usted de perder el tiempo y de no ser serio. Pero ¿acaso no es seria la belleza de un muchacho? ¿O de una muchacha? —añadió lanzándole una mirada a Lucy.



 

— ¿Seria? —Eliot frunció las cejas—. No. Lo que se esconde detrás de las apariencias, lo que se oculta en la mente o la san­gre que circula por las venas: todo esto es serio, no la belleza. Yo he visto la carne y los huesos de qué está hecha.

 

—Qué encantadoramente macabro es usted —murmuró Wilde—. Yo no miro tan lejos, yo siempre juzgo por las aparien­cias. En eso soy, ni que decir tiene, un hijo de mi tiempo. Ahora sólo lo superficial es importante. Es eso lo que convierte el he­cho de hacerse el nudo de la corbata en algo exquisito y serio, y la belleza, en una manifestación del genio y de la verdad, que, en comparación, son algo menos sublime, porque la belleza no ne­cesita ser explicada. En esto radica su seguridad y tal vez tam­bién su peligro.

 

—Entonces —dijo Eliot tras un silencio—, tengo mucha suer­te de no ser diseñador de corbatas.

 

Wilde se echó a reír.

 

—Y yo de no ser cirujano —repuso—. Tiene usted toda la ra­zón del mundo, doctor. Ocurre sólo que yo prefiero mantener­me en la ignorancia. Es una flor tan delicada... la realidad la roza y la flor se marchita. Dudo que mi visión de las cosas fuera la misma si viera mucha sangre.

 

Eliot sonrió mas no hizo ningún comentario. De pronto la campanilla que anunciaba la cena rompió el silencio.

 

—Me temo que vamos a cenar un poco tarde —me excusé—. Esperaba a mi último invitado, que acaba de llegar. Si no tienen inconveniente, nos sentaremos y empezaremos a cenar.

 

Los hice pasar al comedor y nos sentamos. Justo entonces en­tró el último invitado, murmurando toda clase de excusas por lle­gar tarde. Yo saludé con mucho afecto a lord Ruthven y lo acom­pañé hasta su asiento, justo enfrente de Eliot, que se sorprendió un poco al verlo; en realidad, me lanzó una mirada llena de repro­che, o al menos eso me pareció. Yo me dije que no podía haber visto a lord Ruthven desde la vez que ambos estuvimos en el ca­merino de Lucy; sin duda ignoraba el apoyo y la atención que concedía su señoría a la carrera de su prima y las muestras que dio en repetidas ocasiones de su vivo interés por ella. No po­día dejar de invitarlo a la fiesta; y, sin embargo, Eliot seguía con cara de preocupado y saltaba a la vista su deseo de no entablar conversación con él.

 

En cambio, habló mucho con Edward Westcote, cosa que me sorprendió, pues Westcote, aunque sea una persona bien pa­recida y buen esposo, sin duda alguna, siempre me ha parecido un conversador insípido. Eliot, no obstante, parecía muy ani­mado; hice un esfuerzo por escuchar lo que decían y pillé a Eliot haciendo comentarios de la India. En concreto hablaba de los mitos de la región en la que estuvo y de algunas supersticiones de lo más intrigantes. Observé que lord Ruthven también les prestaba atención, y muy pronto el resto de los invitados empe­zaron a hacerle preguntas a Eliot, quien de repente, parecía rea­cio a seguir hablando del tema; cuando lord Ruthven le pidió que le describiera cierto mito sobre la inmortalidad que circula por el Himalaya, se limitó a sacudir la cabeza y a reclinarse en su asiento.

 

Wilde, sin embargo, estaba a todas luces intrigado por el giro que había tomado la conversación.

 

— ¿La inmortalidad? —inquirió—. ¿Se refiere a la juventud eterna? ¡Qué idea más fascinante! Lo efímero hecho perpetuo. No hay para mí nada más delicioso. —Hizo una pausa—. Aun­que usted no estará de acuerdo, ¿verdad, doctor Eliot?

 

Eliot le lanzó una mirada penetrante.

 

—Tal vez —repuso— eso convertiría la belleza en algo serio, como usted sostiene.

 

— ¿Serio pero no delicioso? —insistió lord Ruthven con una casi imperceptible sonrisa en los labios.

 

Por primera vez se miraron a los ojos.

 

—Eso, milord —dijo al fin—, depende del precio que se ten­ga que pagar por ella.

 

— ¡El precio! —Exclamó Wilde—. En serio, doctor Eliot, es una vulgaridad hablar como un corredor de bolsa. Y usted no lo es.

 

—No —intervino lord Ruthven sacudiendo la cabeza—, al menos en esto tiene toda la razón. La definición del placer tiene en cuenta el precio que hay que pagar por él, ¿no es cierto? Champán, cigarrillos, la promesa de una amante... todas estas cosas son extremadamente deliciosas, pero el placer que procu­ran es momentáneo comparado con el sufrimiento que ocasio­nan. Imagínense el precio que habría que pagar por una juven­tud eterna.

 

— ¿Cuál sería, según usted? —preguntó Lucy, que lo miraba de hito en hito, absorta. Vi que todos los comensales miraban el rostro pálido y hermoso de lord Ruthven con idéntico pasmo. A la luz de la llama de una vela, parecía bañado en oro; era un ros­tro etéreo, no humano.

 

—Milord —volvió a insistir Lucy—, estaba usted hablando del precio de la juventud eterna.

 

— ¿Ah, sí? —Preguntó lord Ruthven, que encendió un cigarrillo y se encogió ligeramente de hombros—. Como mínimo, sería la condenación al castigo eterno. —Sí, como mínimo —convino Wilde.

 

Lord Ruthven sonrió y exhaló una espiral de humo azulado, que contempló hasta que se disipó por encima de las llamas de las velas; después fijó sus ojos en Wilde, que estaba al otro lado de la mesa.

 

— ¿Cree usted que perder la propia alma puede llamarse un precio insignificante?

 

—Sí, en realidad así lo creo —repuso Wilde—. Ciertamente, preferiría que desempeñara una función, o que tuviera una vida respetable. Al fin y al cabo, cuando se la compara con la belleza física, ¿qué es la moralidad? Sólo una palabra que utilizamos para ennoblecer nuestros insignificantes prejuicios. Es mejor ser bueno que ser feo, pero es infinitamente mejor, milord, ser bello que ser bueno.

 

Vi lo inquieta que estaba mi esposa por el giro que estaba to­mando la conversación.

 

— ¡No! —exclamé violentamente—. No es usted nada serio, Oscar. Estar condenado a un castigo eterno y a la vez estar vivo... Sería horrible. No sería vivir, sería... una muerte en vida —dije, y es que de repente comprendí todo el horror que ence­rraba aquella idea.

 

Lord Ruthven sonrió imperceptiblemente y exhaló otra espi­ral de humo. Le lanzó una mirada a Wilde, que tenía los ojos clavados en él y los labios entreabiertos; los ojos le fulguraban.

 

— ¿Cuánto estaría usted dispuesto a sufrir, señor Wilde? —preguntó. Pronunció esta frase con extrema lentitud.

 

— ¿Por la juventud eterna?

 

Lord Ruthven inclinó la cabeza.

 

—O por cualquier juventud.

 

—La juventud —dijo Wilde, cuya expresión facial adquirió de pronto una gran solemnidad— es lo único que vale la pena tener. Es la maravilla de las maravillas. La única y verdadera fuente de felicidad.

 

— ¿De veras lo piensa? —Lord Ruthven se echó a reír.

 

— ¿No está usted de acuerdo, milord? Esto lo dice porque aún es bello. Pero algún día envejecerá; su vida irá apagándose. Su rostro se arrugará, se volverá macilento y enjuto. El brillo de­saparecerá de sus ojos. Y entonces, milord, al recordar las pa­siones y las delicias que creyó que le pertenecían, sufrirá terriblemente. ¡La juventud, milord, la juventud! ¡En el mundo no hay nada, nada de nada, salvo la juventud!

 

Lord Ruthven tenía los ojos fijos en su copa de vino.

 

—La belleza de la cual usted habla, señor Wilde, es una ilu­sión. Un rostro que no envejeciera jamás sería tan sólo una más­cara. Detrás de la apariencia de juventud eterna, habría un alma marchita, una mezcla espantosa de corrupción y de maldad. El señor Stoker tiene razón. La belleza puede ocultar pero no re­dimir.

 

Wilde lo miraba fijamente con el entrecejo ligeramente frun­cido.

 

—Me sorprende —dijo—. ¿A usted no le tentaría? Lord Ruthven apagó el cigarrillo. Observé cómo, de pronto, le lanzaba una mirada a Eliot, sin decir nada. Oscar Wilde se echó a reír.

 

—Es usted demasiado honrado; es demasiado fiel a la opi­nión que acaba de exponer, milord. Usted es, por supuesto, un hedonista; siendo tan bello no podría ser de otro modo. Y los hedonistas siempre sucumben a las tentaciones. Al fin y al cabo, es la única manera que disponemos de deshacernos de ellas. Lord Ruthven se reclinó en su asiento. —Sí —asintió—, probablemente tenga usted razón. —Naturalmente que la tengo —repuso Wilde—. Porque, al final, ¿qué es el sufrimiento comparado con la belleza? La belle­za hace que se pueda perdonar todo. Usted, milord, usted po­dría haber cometido los crímenes más espantosos, podría estar condenado para la eternidad, pero gracias a su belleza obten­dría el perdón; gracias a su belleza y al amor que inspira.

 

— ¿Usted me perdonaría, entonces? —El énfasis con que for­muló esta pregunta me pareció extraño, y advertí que lord Ruth­ven, al hablar, le había lanzado una mirada a Eliot.

 

— ¿Yo perdonarle a usted? —repuso Wilde lánguidamente—. No sería preciso. Yo prefiero una belleza que sea peligrosa. Yo prefiero celebrar un banquete rodeado de panteras, milord.

 

—Quien juega con fuego se abrasa —murmuró Eliot, quien de pronto se puso en pie—. Stoker —me anunció—, me temo que debo marcharme. —Todos se lo quedaron mirando con cara de sorpresa; todos, salvo lord Ruthven, que tenía una sonri­sa casi imperceptible en la boca y encendió un cigarrillo. Obser­vé que Eliot seguía evitando su mirada; le dio las gracias a mi es­posa por la cena y salió precipitadamente del comedor. Yo me reuní con él en el vestíbulo; pensaba que me lo iba a encontrar agitado más cuál fue mi sorpresa al ver que estaba muy animado e incluso jovial. Le rogué que me explicara por qué se iba de for­ma tan repentina, pero no me contestó; se limitó a agradecerme que lo hubiera invitado a una cena que había sido para él de lo más «reveladora».

 

— ¿Y qué le ha revelado? —le pregunté. Tampoco obtuve res­puesta. Eliot simplemente meneó la cabeza.

 

—Lo veré dentro de poco —me comentó—, y entonces espe­ro estar en condiciones de poder contestar a sus preguntas. Y ahora, Stoker, le deseo muy buenas noches.

 

Dicho esto, se marchó, dejándome a mí aún más perplejo de lo que estaba antes de que él llegara. Aunque Eliot cumplió su palabra. Al cabo de poco tiempo contestó a mis preguntas; y las respuestas que me dio fueron más escalofriantes de lo que yo había imaginado en mis peores momentos...

 

 


Date: 2015-12-17; view: 565


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