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Diario del doctor Eliot.

 

16 de julio. Hace más de una semana que le estoy dedicando muchas horas a la investigación, tratando de recuperar la ilumi­nación, la lucidez absoluta, que alcancé cuando estuve con Li­lah y que entonces me pareció algo muy auténtico. Los leucoci­tos de lord Ruthven siguen sin cambios; esto debería ser un acicate para elaborar nuevas teorías y, en cambio, lo que ha he­cho ha sido paralizar mis pensamientos. No sé cómo interpretar el comportamiento de los leucocitos, más allá del obvio proble­ma que presentan. Tengo a mi lado, mientras hablo, una mues­tra; cuando miro en el microscopio las células, que no cesan de moverse, me parece que se burlan de mí; el escritorio está plaga­do de papeles en los que he garabateado notas cuyo significado se me escapa; estoy perdido en un mar de confusiones.

 

Ayer me sentía tan torpe y tan incapaz de concentrarme en nada que tuve que ir a ver a Lilah otra vez, con el único objetivo de comprobar si era capaz de infundirme valor, como lo había hecho la vez anterior. Esta vez no tuve ninguna dificultad para hallar el almacén. Hasta que no estuve con ella, no me di cuenta de lo mucho que había echado a faltar el estímulo que represen­ta para mí. Nos sentamos en el invernáculo; Suzette se quedó con nosotros, leyendo Estudio en escarlata y tomando notas. Le prometí que lo leería. No disponía yo de mucho tiempo para mantener la larga conversación que mantuvimos la semana pa­sada, puesto que no podía ausentarme del hospital muchas ho­ras. Pero Lilah es realmente sensacional; me intriga saber cómo consiguió que en un espacio tan corto de tiempo recobrara yo la lucidez del otro día. Mas ahora se ha vuelto a desvanecer; he vuelto a extraviarme; vuelvo a estar igual de disperso y de con­fuso.

 

Esta tarde le he dado el alta a Mary Kelly; su recuperación era satisfactoria, y eso es lo único que me ha levantado el áni­mo. Pero aun así, sigo siendo incapaz de explicarme la causa de su recaída y tampoco estoy completamente seguro de que esté curada del todo. Le he advertido que no debe volver a Rotherhithe bajo ningún concepto, ni siquiera debe acercarse allí, aun­que sea dando un paseo por la margen opuesta. Para su tranqui­lidad, me he prestado a quedarme con una copia de la llave de su vivienda de Miller's Court, que he dejado en un lugar bien a la vista, cerca del reloj de mi casa.

 

20 de julio. No he tenido más remedio que tomarme la tarde li­bre. He estado tratando de concentrarme en la investigación, mas la inspiración me ha abandonado, como el otro día; cuanto más tra­bajaba, más profundamente deprimido me sentía, porque veía con claridad que no iba a ninguna parte. Salí a dar un paseo para despejarme.



 

Al pasar por Covent Carden, se me ocurrió ir a ver a Stoker, mas, como estaba muy ocupado, seguí andando hasta Waterloo Bridge y luego estuve paseando junto al Támesis. Sin habérme­lo propuesto, me encontré en Rotherhithe y fui a ver a Lilah. Para gran sorpresa mía, me abrió Polidori, que no pareció muy contento de verme.

 

—No está en casa —gruñó, y me habría dado con la puerta en las narices de no haber puesto yo el pie—. Si no le importa —me dijo con la misma impertinencia—, estoy muy ocupado. —Me dio la espalda y vi que detrás de él, en el vestíbulo, había un hombre que reconocí en seguida, porque era uno de los fu­madores de opio que estaba siempre en el fumadero. Tenía los ojos abiertos pero totalmente inexpresivos, y la cabeza le colgaba como si le hubieran roto el cuello. Instintivamente, me acerqué a él con el propósito de atenderlo, pero Polidori me apartó de un golpe y lo cogió del brazo—. No es cosa suya, déjelo en paz —me soltó; me habló con su cara tan pegada a la mía que su aliento me tumbó y tuve que desviar la mirada. Por el rabillo del ojo vi que Polidori hacía una mueca y volvía a ocuparse de su compa­ñero—. No sabes fumar. Has fumado demasiado, ¿verdad? —Le dio unos bofetones en la cara, mas el drogadicto no reaccionó. Polidori lo cogió por la barbilla y le levantó la cabeza, echándo­le todo el aliento en la cara; mas el pobre hombre seguía con la mirada igual de inexpresiva.

 

—Necesita ayuda —dije.

 

—Pero no la suya —repuso Polidori con grosería—. Se lo agra­dezco, doctor, pero yo tengo también conocimientos médicos.

 

—Pues entonces lo mínimo que puede hacer es dejar que lo ayude a usted.

 

— ¡Oh! ¿Conque usted sabe tanto como yo sobre el opio? Us­ted tiene exhaustivos conocimientos sobre la drogadicción, ¿verdad? ¿Ha consagrado su vida al estudio del efecto del opio en el cerebro y en el comportamiento humano, quizá? No, no lo creo. Así que tenga la amabilidad —añadió pronunciando estas palabras de gentileza con una horrible mueca de desprecio en la boca— de largarse de aquí, doctor, y deje ya de molestarnos. —Cogió a su paciente y se lo llevó hasta una puerta del vestíbulo que reconocí de la primera visita; era la que daba a la habitación en la que Stoker y yo habíamos visto a George.

 

— ¿Qué le va a hacer? —le grité.

 

Polidori se detuvo delante de la puerta y me echó una mirada.

 

— ¡Cómo! ¿Qué cree usted que le voy a hacer? —preguntó—. ¡Curarlo! —Soltó una carcajada y me dio un portazo. Oí que ce­rraba la puerta con llave.

 

— ¿Por qué le pone a usted tan nervioso?

 

Eché una mirada a mí alrededor y vi que Suzette me miraba desde el rellano del piso de arriba que daba al vestíbulo. Yo me encogí de hombros.

 

Suzette me tendió una mano.

 

—Suba y esperaremos juntos a Lilah.

 

Lancé un suspiro y subí las escaleras.

 

—Lo odia usted, ¿verdad? —preguntó Suzette cogiéndome de la mano.

 

—Yo no odio a nadie —repuse—. Sería una pérdida de tiempo.

 

— ¿Por qué?

 

—Porque es siempre una pérdida de tiempo dejarse vencer por las emociones.

 

Suzette se quedó muy pensativa, frunciendo las cejas, con el semblante muy solemne.

 

— ¿Por qué se dejaría vencer?

 

—Yo me entregaría a tu juicio.

 

— ¿Mi juicio sobre qué?

 

—Sobre el efecto que, a tu juicio, una persona ejerce en los demás.

 

—Y si mi juicio fuera negativo, ¿los odiaría entonces?

 

—No. Ya te he dicho que yo no odio a nadie. Intento... neu­tralizar los efectos que podrían inducirme a odiar.

 

—Neutralizar los efectos que podrían inducirle a odiar. —Suzette repitió la frase, como si la hubiera impresionado lo larga que era—. Así, pues, ¿desea usted... neutralizar... los efec­tos que suscita en usted Polly y que lo inducen a odiarlo?

 

Me la quedé mirando fijamente a los ojos. Era una cría y a mí me incomodaba el giro que estaba tomando la conversación. Yo tenía la sensación de que aquella niña de corta edad estaba jugando conmigo.

 

—No me fío de él —dije al fin—. No es nada más que eso.

 

Suzette asintió solemnemente.

 

Habíamos llegado ya a la habitación principal; yo me senté en el diván y Suzette vino a sentarse a mi lado. Seguía con los ojos fijos en mí, sin pestañear.

 

—No se fía de él porque da opio a la gente, ¿verdad?

 

— ¿Opio? —Fruncí las cejas—. Eres muy pequeña para ha­blar de estas cosas.

 

—Vivo en la casa de al lado de la tienda de Polly. ¿Cómo quiere que no sepa qué es el opio? —Suzette no había sonreído, mas a mí me pareció detectar en sus ojos un destello de picar­día—. Además —agregó jugueteando con uno de sus rizos—, Lilah siempre me dice que es bueno saber cosas. —Volvió a mirar­me—. ¿No está usted de acuerdo?

 

—No, no me parece que saber cosas sobre el opio sea bueno. —Pero usted las sabe.

 

—Sí, porque es mí deber saber cómo enferman las personas.

 

— ¿Lo ha probado alguna vez?

 

Fruncí las cejas, pero su expresión facial seguía igual de so­lemne.

 

—No —dije al fin.

 

— ¿Y por qué no lo ha probado?

 

—Porque prefiero tener la mente despejada y lúcida. No quiero que se me enturbie. Fumar opio produce mucha ansie­dad. ¿Entiendes qué significa ansiedad? —Suzette asintió—. Bien —proseguí—, yo estoy ansioso, pero se trata de una exci­tación natural, debida a la estimulación de mis facultades men­tales. Lo entiendes, ¿verdad, Suzette? Te he visto jugar al aje­drez; a ti te gustan los problemas y los rompecabezas, igual que a mí. —Volvió a asentir lentamente—. Entonces prométeme —dije— que nunca, nunca tomarás opio. —Intenté poner una cara muy seria—. Si tienes que convertirte en una adicta, que sea de la excitación que tus facultades mentales te proporcio­nen. Conviértete en una adicta de la exaltación mental.

 

—Como Sherlock Holmes.

 

—Sí —respondí, y es que no deseaba tener que admitir que todavía no había leído la narración—. Si tú quieres.

 

Suzette asintió.

 

—En este caso... —dijo jugando con el rizo otra vez.

 

— ¿Sí? —pregunté para animarla a seguir hablando.

 

—Si lo que desea es tener la mente despejada y lúcida...

 

— ¿Sí?

 

Alzó la vista y me miró.

 

— ¿Le gusta la cocaína? —preguntó.

 

Debió ver mi cara de sorpresa, pero siguió sin pestañear y su rostro seguía siendo una viva imagen de la inocencia. Desvié la mirada, y pensé que George tenía mucha razón. Aquella niña necesitaba cuando menos una niñera. Y justo en el momento en que me dije que se lo comentaría a Lilah, oí unos pasos que se acercaban. Suzette se bajó de un salto del diván y se fue corrien­do hacia la puerta.

 

— ¡Lilah! —gritó cuando se abrió la puerta. Abrazó a Lilah, que la cogió en brazos. Advertí que detrás de ellas había un hombre en el rellano. Iba vestido de etiqueta, tenía la tez oscura y llevaba barba y un turbante en la cabeza. Lo reconocí en se­guida: era el raja.

 

Una fracción de segundo más tarde recordé que el raja era, en realidad, George. Semejantes lapsus de memoria son siempre muy significativos; el que tuve en aquel momento lo fue es­pecialmente. Lo miré a los ojos y me di cuenta de que seguía sorprendiéndome la transformación de la que era objeto mi amigo. Sencillamente, no lo reconocía; en lugar de los rasgos jo­viales y honrados de sir George Mowberley, estaba mirando a un hombre devastado por los celos y la lujuria.

 

—George —dije casi en tono interrogativo. Le tendí la mano; George se la quedó mirando fijamente y vi que le temblaban los labios, como si me odiara. Se dominó y me estrechó la mano. Yo me estremecí, pues sentí, no sé por qué, una mezcla de miedo y de aversión hacia él; recordé que tanto Lucy como Stoker habían descrito el efecto que les había causado el raja en estos mismos términos. Mas yo sabía en aquel momento quién era en realidad el raja. Y así y todo lo que él me inspiraba era repulsión. George debió notarlo, porque frunció las cejas. Para protegerme, le hice un comentario halagador sobre la calidad del maquillaje y del traje, y le dediqué una sonrisa lo más jovial posible.

 

—Muy logrado. Resulta muy inquietante.

 

—Sí —intervino Lilah cogiéndolo del brazo—, tienes un as­pecto de lo más siniestro. —Se puso de puntillas para besarlo; fue un beso largo, largo. George intentó abrazarla, pero Lilah se deshizo de sus brazos—. Delante de la niña no —murmuró.

 

—Me tiene harto la niña. —George le lanzó a Suzette una mirada airada y masculló unas palabras entre dientes. De pron­to la niña se echó a reír. George arrugó la frente y vi que cerraba los puños y los apretaba.

 

Lilah también debió observarlo, porque cogió a George del brazo y se llevó afuera.

 

—Ven —comentó—, habrá que lavarte la cara y quitarte el maquillaje.

 

Fuimos al invernáculo. Durante el camino yo la observé y me sorprendió lo cambiada que estaba, aunque desde luego no tan exageradamente como George. Se había pintado la cara y, si bien no llevaba mucho maquillaje, el efecto era sorprendente; llevaba el pelo sin arreglar, pero vi que aquel aparente desaliño estaba muy estudiado; advertí que las joyas de oro eran de Kalikshutra. Su vestido era muy escotado y a la última moda. No guardaba nin­guna relación con la mujer que yo había visto el último día. Aque­lla transformación se me hizo, una vez más, difícil de asimilar.

 

Nos quedamos junto a la fuente; George se arrodilló y se lavó la cara. Observé cómo el agua se iba tiñendo de un rojo idéntico al de la sangre. No sólo el color sino también la textura del agua roja era igual que la del agua ensangrentada. Un detalle interesante, teniendo en cuenta lo que vio Lucy en Bond Street cuando George se estaba maquillando; es difícil de explicar, porque, una vez ma­quillado, el color de su tez no guardaba ningún parecido con el de la sangre. Respiré cuando George hubo terminado las abluciones; cuando se sentó a nuestro lado, volvía a ser el George de siempre. Bueno, no del todo; era casi el George de siempre, pues en sus ojos había todavía recelo y su rostro parecía todavía más demacrado que antes. Salta a la vista que cada día que pasa está más débil. Le pedí que viniera a visitarse pronto. Me prometió que iría en cuan­to aprobaran el proyecto de ley; se procederá a los debates y a las votaciones la semana próxima. Por supuesto, si viene o no, el tiempo lo dirá. A mí no me cabe hacer otra cosa que esperar. Al cabo de un rato me levanté, di una excusa y me marché.

 

La situación es muy incómoda y delicada, y puede acabar mal.

 

Es evidente que, si en el futuro deseo ver a Lilah, tendré que ir cuando no esté George. Sabe Dios lo que se habrá imaginado.

 

24 de julio. Un incidente desagradable; me cuesta trabajo ha­blar de él.

 

Hace un par de días me hice finalmente con una copia del Beeton's Magazine. La tarde del mismo día estuve leyendo du­rante una hora Estudio en escarlata; por una extraña coinciden­cia resulta que lo escribió Arthur Conan Doyle, a quien no veo desde nuestra época de estudiantes. El héroe del libro, Sherlock Holmes, es, a todas luces, una caricatura del doctor Bell, pues sus métodos deductivos son idénticos. Después de todo, Doyle aprendió algo de las clases de Bell.

 

La narración es entretenida, aunque inverosímil. Me pre­gunté hasta qué punto la había entendido Suzette. Al día si­guiente por la tarde, frustrado otra vez por lo estancada que an­daba mi investigación, que parecía haber llegado a un punto muerto, decidí ir a Rotherhithe y averiguarlo. Quedó pronto muy claro que Suzette la había entendido perfectamente. Su in­teligencia es admirable, teniendo en cuenta su corta edad. Man­tuvimos una larga discusión sobre el arte del razonamiento de­ductivo. Suzette estaba intrigada, en particular, por saber si hay situaciones en las que este método no funciona. Volvió a hacer­me la misma pregunta que me había hecho antes: ¿Qué ocurre si te enfrentas con un caso cuyas leyes desconoces? Intenté explicarle que, en el campo del comportamiento humano, que es tan irracional, no puede haber leyes fijas, establecidas de una vez por todas. Descubrir un caso, le dije, depende de la observa­ción, y debe aplicarse siempre la razón.

 

— ¿A qué debe aplicarse? —preguntó Suzette. —A los datos que ofrece la observación —repuse—. Si el caso parece misterioso, entonces no hay que rendirse hasta ha­ber hallado una explicación lógica, que aclare el misterio. Suzette arrugó la frente. — ¿Y si no existe ninguna explicación lógica? —A la fuerza tiene que existir. — ¿Siempre? —Siempre —asentí. —Entonces si no... —Dijo echando una ojeada a la revista—, Sherlock Holmes no podría resolver el caso. —No, supongo que no. La niña asintió muy despacio y, después, volvió a mirarme fijamente, con los ojos entornados. —Y usted tampoco, ¿no? Al oír esto Lilah la regañó con indolencia. —Eres una niña muy provocadora —le dijo sentándosela en la falda—. ¿Qué diría tío George? Las niñas pequeñas no deben pensar en cosas tan complicadas.

 

A mí aquella conversación me dio que pensar. Cuando Su­zette se acostó, le pregunté a Lilah quién era la niña. Por lo visto es hija única de una amiga íntima.

 

—Una vieja amiga —agregó con una sonrisa distante. — ¿Ha sido siempre tan precoz? —pregunté. — ¿Precoz? Sí, mucho —asintió Lilah.

 

— ¿Ha sido usted quien se ha ocupado de su educación y de su formación?

 

—Por supuesto. Me temo que ningún profesor podría con ella. —Lilah se quedó callada, atenta á un ruido que procedía del vestíbulo—. Aunque me gustaría añadir algo —murmuró—. La sugerencia de George... quizá tenga razón en lo que dijo. A Suzette le convendría una niñera que hiciera de ella un ser más dócil y tratable. —Volvió a quedarse en silencio. Oí unos pasos que subían. Lilah lanzó una mirada a la puerta y luego me miró a mí, con una sonrisa en la boca—. Tendré que empezar a bus­car a una chica que pueda hacer este trabajo bien.

 

George irrumpió en la habitación, extremadamente pálido y ojeroso. Fijó sus ojos en nosotros y se echó a temblar; yo temí que fuera a desmayarse. Me levanté para ayudarlo. Al ver que yo me acercaba a él, me chilló unas palabras ininteligibles, mas en­tendí perfectamente que lo que me decía, en suma, es que yo lo había traicionado. Fui a tomarle el pulso, pero George me dio un puñetazo en la barbilla, que me pilló totalmente despreveni­do. Del impacto, me tambaleé y George se acercó a mí a trompi­cones y volvió a asestarme un golpe, esta vez en la cabeza. Yo le devolví el puñetazo. George cayó al suelo y yo me precipité, avergonzado, a su lado; estaba tan débil que temí haberle hecho daño. Pero una vez más rechazó mi ayuda; pugnó por levantar­se, profiriendo insultos contra mí; los ojos le fulguraban del odio implacable que sentía hacia mí.

 

Lilah, que había estado observándonos ligeramente intriga­da, se arrodilló junto a George y me pidió que me marchara. Yo protesté, porque era evidente que mi amigo necesitaba ayuda médica.

 

—Tal vez —repuso Lilah—, pero no va aceptar una ayuda que provenga de usted. No se preocupe, yo lo atenderé lo me­jor que pueda. ¡Y ahora, váyase, Jack, váyase!

 

Vacilé unos segundos y después me marché de allí, aunque me detuve en la puerta y vi que Lilah estaba besando y abrazan­do a George, y lo ayudaba a levantarse. Decidí entonces mar­charme de verdad.

 

¡Qué asunto tan sórdido! No entiendo cómo he podido ser tan imprudente e irreflexivo. Debí haber previsto que George iba a interpretar todo al revés y es que está muy agobiado de tra­bajo y enfermo. Y ahora he perdido la oportunidad de atender­lo. Esta tarde fui a su casa, donde el mayordomo me informó de que aquella noche sir George no iba a recibir visitas.

 

 


Date: 2015-12-17; view: 563


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