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Diario del doctor Eliot.

 

 

6 de julio. He ido a New Cross a ver a Lizzie Seward. Me en­contré a Stoker, que me ha acompañado. El director del asilo es peor que incompetente y son de escándalo las condiciones en las que tiene a su paciente. Sin embargo, la visita no ha sido del todo inútil, porque veo un camino a seguir en la investigación del caso. En uno de los ataques de locura de Seward observé que arañaba la pared como si quisiera escapar. Al salir me fijé en la construcción del edificio y vi mi teoría confirmada: la pared que arañaba Seward da al norte y Rotherhithe está al norte. Ahora me doy cuenta de que Mary Kelly también se arrojó contra una pared que daba al sureste, en la misma dirección.

 

Decidí ir allí de inmediato para ver si podía recabar más in­formación sobre aquella aparente coincidencia. Stoker no pudo acompañarme porque tenía que ir al Lyceum. Al despedirnos, me deseó buena suerte; estaba compungido; lo que había visto en el asilo lo había afectado mucho. Espero que se serene pron­to. Yo me fui solo a Rotherhithe.

 

Le dije al cochero que me dejara en el muelle de Greenland. Paseando por los callejones, localicé el pub que había mencio­nado Mary Kelly cuando relató los hechos del día que la habían agredido. El bar estaba atestado. Mis primeras indagaciones fueron recibidas con incomprensión hostil, mas sólo tuve que invitarlos a unas copas para que empezaran a hablar. Por lo vis­to corren muchos rumores en Rotherhithe. Nadie recuerda nada sobre Mary Kelly, mas casi todos han oído hablar de una mujer muy hermosa que se pasea por los muelles en busca de una presa. Un hombre me dijo que había desaparecido un ami­go suyo; los otros habían oído historias de casos similares. Pero cuando les pedí una descripción de la misteriosa mujer, hubo un notable desacuerdo entre ellos. Unos dijeron que era una ne­gra, a la que habían entrevisto detrás de las cortinas de la venta­na de un carruaje; otros, en cambio, dijeron que era rubia y se expresaron en unos términos que me recordaron a la mujer que me había seguido a mí. Sin embargo, los comentarios sobre la reacción que causaba eran idénticos: su hermosura aterra, pas­ma y petrifica. Les describí a Lilah; nadie la había visto, ni si­quiera corría ningún rumor sobre ella. Pero la belleza de Lilah también puede describirse como aterradora. Es difícil saber si se trata sólo de una coincidencia; es difícil sacar una conclusión de todo ello. Este asunto no es susceptible de ser analizado ra­cionalmente.

 

Me quedé varias horas en el pub. Cuando me fui, eran alre­dedor de las cinco de la tarde; las calles estaban polvorientas y vacías; tan sólo pasó un carro, que iba muy aprisa, y un coche de caballos, mas no vi ningún carruaje como el que había descrito Mary Kelly. Parece imposible que un vehículo tan llamativo pueda permanecer tanto tiempo oculto. Justo en el momento en que iba pensando esto, me di cuenta de que estaba en la esquina de Coldlair Lane y recordé lo mucho que sufrí buscando el al­macén, que me fue imposible encontrar. Súbitamente se apode­ró de mí un pánico atroz, algo que no había sentido desde que había regresado de Kalikshutra, donde tuve que enfrentarme a hechos igualmente inexplicables que ponían en peligro mi fa­cultad de razonar, porque carecían de lógica; en aquel momen­to, también sentí lo peligroso que era mi empeño por resolver el caso. Volví a High Street, preguntándome qué debía hacer a continuación. Mientras iba meditando en torno a la decisión que convenía tomar, me quedé mirando fijamente una tienda que había en la acera de enfrente. Pasó un carro cargado de mercan­cías de los muelles, y me tapó la vista. Cuando hubo pasado vi que junto a la tienda había una niñita vestida muy pulcramente; llevaba un abrigo y un sombrero, y cintas en el pelo. Sostenía un aro en la mano. Era Suzette. Me sonrió, dio media vuelta y echó a correr calle abajo, haciendo girar el aro. La llamé, mas ella ni siquiera se detuvo. Yo corrí en pos de ella. Pasó otro carro y la perdí de vista. Seguí sin verla cuando el carro hubo desapareci­do. Escudriñé High Street en ambas direcciones, pero no había ni rastro de la niña. Respiré hondo.



 

De pronto, oí el ruido del aro a mis espaldas; lo oía muy fuerte como amplificado, y advertí, asustado, que todos los otros ruidos —el estruendo del tráfico, los ruidos de la calle— se habían desva­necido completamente. Eché un vistazo a una callejuela. Vi a Suzette, una figura diminuta que corría escapándose de mí, pero la vi una fracción de segundo nada más. La seguí. En la esquina de la calle por donde había desaparecido oí el ruido del aro, que retumbaba como si el callejón estuviera desierto; lo seguí y de re­pente oí cómo caía al suelo. Después volvió a quedar todo en silen­cio. Doblé una esquina y reconocí la calle por la que se iba a la puerta del almacén. Suzette estaba allí, esperándome. Al acercar­me, me sonrió con timidez y me tendió una mano; con la otra ha­cía girar el aro. Yo ni siquiera titubeé; ya no era dueño de mí, no te­nía voluntad. Traspasamos juntos la puerta, que estaba abierta.

 

En el vestíbulo, esperándonos, estaba el enano deforme, que le quitó el abrigo y el sombrero a Suzette; ella me sonrió otra vez y me cogió la mano.

 

—Por aquí —dijo señalando las escaleras. La distorsión de las proporciones era tan asombrosa como las veces anteriores. Aquellas escaleras eran un desafío a la gravedad y parecía que subiendo por ellas se pudiera llegar a unas alturas irreales. Y, sin embargo, allí estaban; se apoderó de mí el mismo vértigo que había sentido en la calle; era la sensación de que mi racioci­nio no servía para penetrar en los misterios cuya existencia yo percibía. Pero había una diferencia: en la calle me sentí im­potente; ahora, en cambio, vislumbré, entre mis viejas conjetu­ras en las que naufragaba irremediablemente, nuevas formas, nuevas ideas; mas no sentía miedo sino excitación; estaba inclu­so emocionado.

 

—Lilah le ha estado esperando desde hace mucho tiempo —dijo Suzette—. No pensaba que iba a tardar tanto en volver.

 

Estábamos de pie en un balcón junto al cual había una puer­ta prodigiosamente labrada con taraceas árabes de color índigo y oro. Suzette se puso de puntillas y la abrió.

 

—Debe decirle que siente mucho no haber podido venir an­tes —me susurró al oído.

 

Abajo estaba la habitación que recordaba de la vez anterior, aunque estaba sutilmente cambiada. Tardé un segundo en dar­me cuenta de ello; entonces advertí que donde antes estaban las cortinas había ahora una pared de paneles de cristal de distintos colores —azules, verde oscuro, naranjas y rojos—, de modo que la luz, al igual que la fragancia de perfumes que flotaba en el aire, era muy intensa y variada; parecía tener casi la textura del agua coloreada por el crepúsculo. En la pared había una puerta de doble batiente, que estaba abierta y que daba a un invernade­ro. Oí el borboteo del agua; al pasar por ella vi dos fuentes, equi­distantes de un sendero de mármol; a ambos lados había ár­boles y plantas, y más senderos cuyo rastro se perdía en la espesura. Una intensa fragancia perfumaba el aire, que olía ahora a orquídeas y a vegetación, a árboles tropicales de ramas colgantes, a flores de un colorido imposible y a plantas de color carne que parecían palpitar ante mis ojos, como si temblaran bajo el polen y su beso sofocante. Sentí que algo suave como una flor me rozaba la mano. Me volví.

 

—Estoy muy enfadada con usted —dijo Lilah—. ¿Cómo no ha venido antes?

 

—Sí —repuse—. Suzette me ha dicho que debía excusarme.

 

—Pues hágalo.

 

Sonreí.

 

—Lo siento.

 

Lilah me cogió del brazo y me devolvió la sonrisa.

 

—Por aquí —dijo señalando un sendero. Apartó unos lirios que nos obstaculizaban el paso y anduvimos bajo la sombra cá­lida de los árboles. Le eché una ojeada; llevaba un sari y le col­gaba del pelo largo y trenzado, sujeto con joyas, un velo de pura y diáfana seda. Un velo sirve para ocultar un cuerpo y, sin em­bargo, al verla, al percibir su contacto y la fragancia de sus ro­pas, ejercía en mí el mismo efecto que el jardín botánico, opresi­vo y estimulante a la vez, que me sumía en un ensueño extraño; presentí que me aguardaban nuevas sensaciones e ideas. Si fue su presencia, o el aire cargado de deliciosos olores, no sabría de­cirlo, pero empecé a notar un cambio en mi manera de pensar, como si los conceptos y los razonamientos fueran sólo sueños y mi mente, un invernáculo donde podían florecer y crecer plan­tas nunca vistas. Anhelaba reposar, porque la vegetación me oprimía, y al oír el murmullo de una fuente, le propuse a Lilah que nos detuviéramos un momento. Junto a la fuente había un asiento de piedra cubierto de cojines y telas donde nos senta­mos. Yo contemplaba el borboteo del agua de la fuente. Lilah me susurró algo tan flojito que no la entendí y al instante apare­ció, de entre la frondosa vegetación, una pantera, que se nos acercó sigilosamente. Lilah sonrió y chasqueó los dedos; la pan­tera subió dando un salto al asiento y se acurrucó hecha un ovi­llo al lado de ella. Advertí que estaba mirándola fijamente como un idiota, como un niñato. Pugné por desviar la mirada, que te­nía clavada en sus brazos desnudos que descansaban sobre la piel negra de la pantera, en la curva de sus senos visibles bajo el sari de satén, en sus labios carnosos y brillantes, en su sonrisa intensa; sabía que tenía que escaparme de la lujuria del inver­náculo, del deseo sofocante, agotador y destructivo, que siem­pre había despreciado, y que había aprendido a silenciar. No iba a sucumbir a él ahora. Haciendo un esfuerzo ímprobo, miré las losas de mármol del sendero y me obligué a pensar. Me obligué, en resumidas cuentas, a ser yo, Jack Eliot.

 

Y al hacerlo, me vino a la cabeza el misterio que me había traído a Rotherhithe. Empecé a interrogarla sobre la mujer fan­tasmal que rondaba por los muelles y, aunque se encogió de hombros, no parecieron sorprenderle mis preguntas. Más no podía ayudarme; entonces le hablé de Mary Kelly y de cómo yo la había atendido; le pregunté por la extraña atracción que tan­to Kelly como la pobre loca encerrada en New Cross sentían por el lugar donde habían sido agredidas. ¿Podía ella explicar­me semejante fenómeno? Lilah me cogió la mano y empezó a hablar. Como ya me había dicho, no había magia alguna. Pero sí maneras distintas de entender los secretos de la naturaleza, como sin duda yo ya sabría; ¿por qué, si no, había ido yo a Kalikshutra y había trabajado allí durante tanto tiempo? Sin em­bargo, los secretos, los oscuros secretos, no sólo existían en Kalikshutra; estaban en todas partes; también en Londres cabía descubrirlos.

 

— ¿Se refiere a Rotherhithe? —pregunté—. ¿Quiere decir que mientras usted viva aquí los habrá?

 

Lilah sonrió y se tocó la punta del velo, como si quisiera ocultarse de mi manía de preguntar; no obstante, el efecto fue el contrario, porque su gesto fue un gesto provocador y ella lo sa­bía; en él quedaron concentrados toda su fascinación, toda su hermosura y todo su poder y me arrastró a un mundo recóndito que yo apenas había podido entrever y que ahora ella me ofrecía.

 

— ¿Mientras yo viva aquí? —murmuró en voz queda y sen­sual. Se echó a reír, mas yo supe que tenía razón, quienquiera que fuera Lilah, donde quiera que estuviera, el misterio la acom­pañaría; la dimensión oscura y por explorar de un mundo que yo no podía explicar, pero que sabía que existía y que ya no podía seguir negando. Pues la verdad siempre tendrá seguidores; y Li­lah, para aquellos a quienes había afligido de un modo que no les era dado comprender, podía representar una verdad. Pensé en las tinieblas que envolvían Ritherhithe, que existían fuera del lu­gar en el que vivía Lilah, y en todas las criaturas arrastradas por ellas. La mujer negra del carruaje. Polidori. Yo.

 

Este último pensamiento me asustó. Lilah me apretó la mano y se la llevó a los labios. Su beso me petrificó; parpadeé, pugnando por recuperar el hilo de mis pensamientos. Le pre­gunté por Polidori. Le expliqué mi antiguo compromiso con lord Ruthven y me pareció, aunque tal vez lo imaginé, que al pronunciar aquel nombre los ojos le fulguraron de excitación o de turbación. Ciertamente nunca la había visto reaccionar con tanto interés; los otros nombres que había mencionado yo la ha­bían dejado indiferente y me pregunté qué poder ejercía lord Ruthven sobre las personas, teniendo en cuenta que hasta aque­lla mujer por lo demás imperturbable se agitaba al oír hablar de él. Pero, aunque sus ojos la traicionaron, no dijo palabra; y cuando insistí en el tema de lord Ruthven se limitó a reconocer que él y Polidori padecían la misma enfermedad. Qué enferme­dad era ésa, yo no necesitaba que me lo dijera; pero al recordar mi estudio de la sangre de lord Ruthven, y ávido de llevar hasta el final la investigación hematológica que había iniciado, le co­muniqué a Lilah mis teorías y mis esperanzas.

 

Jamás me había sentido más estimulado en mi búsqueda del conocimiento. Mientras hablábamos, empecé a ver, a compren­der, y a presentir verdades insospechadas que casi podía tocar con la mano. ¿Cuántas horas permanecimos juntos? Perdí toda noción del tiempo; me había olvidado de todo, sólo me importa­ba nuestra conversación, nada más; cuando al fin terminamos de hablar y yo salí a la calle, en el cielo nocturno la luna estaba pálida y al este se veía la primera luz del alba. Había estado con Lilah diez horas; no había comido, no había bebido, solamente había hablado; y en aquel largo tiempo que a mí me pareció un instante había profundizado en todos los temas médicos y había viajado mucho, mucho más lejos aún. ¡Si pudiera ahora repetir y grabar en este fonógrafo lo que entonces comprendí, qué revo­lución podría provocar en el ámbito del conocimiento!

 

Mas no recuerdo nada. La inspiración me ha abandonado. Todo lo que habíamos construido Lilah y yo, mis certezas, mis ideas, han desaparecido, se han desvanecido en aire matinal como se derrumba un castillo de naipes. Y, sin embargo, aque­llo sucedió de verdad; no es ninguna ilusión. Mi mente com­prendió cosas que ahora no comprende. La verdad se ha desva­necido, pero la verdad sigue siendo la verdad. ¿Es esto lo que busco ahora? ¿Es por estos derroteros por donde me lleva el caso? Entonces, no me habré alejado de la investigación cientí­fica, sino que habré vuelto a ella. Lo que espero alcanzar está cada vez a mayor altura.

 

 


Date: 2015-12-17; view: 462


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Carta de la señora Lucy Westcote al Honorable Edward Westcote. | Diario del doctor Eliot.
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