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Carta de la señora Lucy Westcote al Honorable Edward Westcote.

 

Lyceum Theatre 27 de junio

 

Queridísimo Neddy:

 

Cómo te añoro, mi amor. Falta apenas media hora para se alce el telón y aquí estoy, escribiéndote, como una esposa devota. Si el señor Irving me ve, se enfadará mucho conmigo porque no soporta que las actrices pensemos en un hombre que no sea él; hace todo lo que pue­de por aniquilar nuestras emociones y si pudiera nos convertiría en sus esclavas. Por fortuna, mientras tú estés fuera, el señor Stoker me defenderá; no es ningún héroe como lo eres tú, cariño, pero es muy amable y lo suficientemente valiente para plantarle cara al señor Irving si es preciso. Pero yo no quiero verlo en ningún lío, por eso ten­go que escribir disimuladamente y esconder esta cana debajo de mi capa. Ahí viene el señor Stoker, que me sonríe. Es tan amable..., aun­que me gustaría que se afeitara esa barba espantosa y que no se riera tan varonilmente. Y ya que estamos hablando del señor Stoker, tengo que decirte, Ned, que nos ha invitado a cenara su casa el mes que vie­ne. Oscar Wilde también va a ir; al parecer, fue pretendiente de la esposa del señor Stoker, aunque, de ser ciertos los rumores que co­rren, se me hace difícil creerlo. Ah sí, y Jack Eliot también está invita­do; me parece que os conocisteis, ¿verdad? Sí, claro que os conocis­teis. Aunque seguramente no irá, porque habrá una fiesta y a él no le gustan las fiestas, pero sería un detalle que fuera. El problema es que sólo disfruta de la compañía de personas enfermas.

 

No, no lo crítico. Esta mañana ha venido y hemos salido a dar un paseo; aunque esto no sea nada del otro mundo, al menos es un comienzo. Afortunadamente ha hecho una mañana espléndida y las vistas eran preciosas; espero que Jack no echara en falta a los tísicos y a los pacientes con brazos amputados. Rosamund ha venido con nosotros, porque; por lo visto, George está malo otra vez y han hablado de su enfermedad; quizá por eso el paseo no se le hizo pesado. Rosamund estuvo encantadora, como las otras ve­ces. Sin yo quererlo, la verdad es que cada día que pasa crece mi simpatía por ella. Si accediera a verte y a perdonar tu crueldad al casarte conmigo, creo que acabaríamos siendo íntimas amigas. En realidad, hay algo en ella que me recuerda a ti. Si fueras una niña — ¡estoy encantada de que no lo seas!—, te parecerías a ella. No interpretes esto como un insulto, cariño, pues, como ya te he dicho en alguna ocasión, Rosamund es bellísima; tiene el pelo ne­gro y ensortijado como tú, y los mismos ojos brillantes que tú. Me gustaría veros juntos, sólo para poder compararos. Y quizá os vea pronto, porque me niego a creer que Rosamund siga tan cabezota mucho tiempo.



 

Acaba de pasar el señor Irving; la capa que lleva le da un as­pecto de persona melancólica y severa que da miedo. Falta poco para que empiece la representación. Debería dejarte, querido Ned, pero hay algo que deseo decirte, aunque eso ya lo debes haber adi­vinado, porque me conoces demasiado bien. Estoy parloteando de cosas sin trascendencia, como siempre hago cuando tengo que confesar algo importante. Y me temo que importante lo sea, amor mío, sobre todo ahora que los asuntos familiares te tienen preocu­pado. Has de saber que he roto mi promesa de no volver a tu casa de Highgate; allí es donde hemos estado esta mañana; no fue in­tencionado; no me había dado cuenta de que estábamos cerca y de pronto la atisbé por entre los árboles de la calle. Yo quise dar mar­cha atrás, pero Rosamund dijo que aquél era uno de sus paseos fa­voritos e insistió en ir. Aunque Jack se puso de mi parte cuando hube explicado las causas de mi aprensión, de repente sentí una curiosidad irrefrenable. Mis temores, la promesa que te había he­cho a ti, perdieron toda importancia. Tenía que ir, era imperioso que fuera hasta allí. Una vez llegamos a las puertas del jardín, en lugar de seguir andando, las abrí, porque ya sabes que no están ce­rradas con llave; tenía miedo de que hubieran entrado ladrones. No pretendo que éste sea el único y verdadero motivo por el que fui a la casa. Como ya te he dicho, sentía curiosidad, eso es todo. De repente lo más importante del mundo era ver la casa.

 

Te gustará saber, Ned, que está en perfectas condiciones. Las ventanas estaban cerradas y también la puerta, de modo que no pudimos entrar. ¿No crees que deberíamos contratar a un vigilan­te? O como mínimo a un jardinero; la hierba crece por todas partes. Eso es lo que pensé cuando eché una mirada al jardín; está todo tan descuidado y abandonado que da pena verlo. Y de pronto, Ned, volví a sentir aquel miedo extraño... el miedo que sentimos tú y yo cuando fuimos. Rosamund no estaba para nada afectada, pero me parece que Jack sintió también el mismo miedo, pues vi que apretaba los puños. Por lo menos, cuando sugerí que siguiéramos nuestro paseo, en seguida dijo que sí, como aliviado. Rosamund se demoró un poco junto a la puerta del jardín y olió la fragancia de las flores silvestres. A ella el estado descuidado del jar­dín la transportaba y me di cuenta de que volvía con nosotros de mala gana. Es una amante de la naturaleza y siente una gran nos­talgia del campo; yo, en cambio, echaba en falta las aglomeracio­nes, las calles bulliciosas, y hasta que no paramos un coche para volver a la ciudad no me tranquilicé. Al igual que el día que fui contigo, soy incapaz de explicar mis sensaciones. Me temo, Ned, que tienes razón y que sobre la casa planea una sombra maléfica. Parece que esté escribiendo un melodrama; ya ves cómo afecta a la mente la profesión de actriz. Ahora debo dejarte, pues el señor Irving me ha visto y me ha hecho una mueca amenazadora. Em­pezamos dentro de cinco minutos. Perdóname, Ned; estoy segura de que me perdonarás ahora que he demostrado mi nobleza, al confesarte la verdad; aunque me siento culpable, no lo puedo evi­tar. Te echo de menos, amor mío. Escríbeme y dime cuándo vas a volver. ¡Que sea pronto!

 

El público está en silencio. Están a punto de alzar el telón. El se­ñor Irving se retuerce el bigote, nervioso. Ahora sí tengo que dejarte. Pero te quiero, Ned. Incluso en el escenario estaré pensando en ti. Con todo mi amor. Te querré siempre.

 

Posdata. Arthur está precioso. Esta noche lo dejo con Rosa­mund. Le tiene mucho cariño. Cuando está con él, respira hondo, como lord Ruthven. Qué extraño, ¿verdad? La de vueltas que da la vida.

 

Diario del doctor Eliot.

 

1 de julio. La semana empezó bien, pero en seguida se torcie­ron las cosas. El martes fui a dar un paseo con Lucy y lady Mowberley por Highgate Hill. Lucy rebosaba buen humor, aunque ocurrió un curioso incidente. Cerca del cementerio de Highgate, llegamos a un sendero por el que se va a la casa de los Westcote. Al principio Lucy se mostró reacia a ir hasta allí, y seguidamen­te, por el contrario, entusiasmada; cuando llegamos al jardín, volvió a ponerse nerviosa. La casa es impresionante, pero está completamente abandonada; a mí no me sorprendió que Lucy se inquietara al verla en aquel estado, y recordé que me había contado lo mal que lo había pasado cuando fue allí. Hasta yo mismo sentí una aversión irracional hacia la casa, pero estoy se­guro de que si la pintaran y la adecentaran, esta reacción des­aparecería rápidamente. Entiendo perfectamente que la casa despierte en Westcote recuerdos tristes e inquietantes, pero de­jarla abandonada no es más que sucumbir a la aflicción. La ver­dad es que es desangelada y deprimente. Advertí que Lucy iba recobrando el buen humor a medida que nos alejábamos de allí.

 

Lady Mowberley, por el contrario, estaba extremadamente nerviosa y preocupada; fue mucho más difícil calmarla a ella que a Lucy. Habló del estado de salud de George en unos térmi­nos que, cuando los oí, juzgué exagerados. Le insistí en que era muy importante que yo viera a George personalmente y enton­ces me confesó lo difícil que era para ella convencerlo de que vi­niera a visitarse; por lo visto, el trabajo lo tenía casi totalmente absorbido. Le había arrancado la promesa de venir a verme a fi­nales de semana, pero lady Mowberley dudaba que lo hiciera.

 

Por fortuna, aunque vino excesivamente tarde, George se presentó en mi consulta. Yo ya me había hecho a la idea de que no lo vería, cuando por fin apareció, quejándose amargamente de que le hubiésemos obligado a interrumpir su trabajo; le dije que se desnudara, y eso al menos le ayudó a guardar silencio. Vi en seguida que los temores de lady Mowberley estaban perfecta­mente justificados, pues su aspecto era, en efecto, deplorable. Estaba delgadísimo y muy pálido; tenía síntomas de fiebre, aun­que, y eso me desconcertó, su temperatura era normal. El análi­sis de sangre no mostró ninguna afección, ni siquiera anemia. Hice un experimento y añadí una gota de mi propia sangre en la platina; me quité un peso de encima al comprobar que el aspec­to y el comportamiento de sus glóbulos blancos eran perfecta­mente normales. Sin embargo, vi señales de cortes en el cuello y en las muñecas; eran muy leves pero me inquietaron. Era evi­dente que había perdido mucha sangre.

 

 

Le pregunté por Lilah. En seguida se puso a la defensiva y me contestó casi con grosería. No parecía él. Tuve la impresión de que, ahora que yo la conocía, estaba celoso de mí. Intenté averi­guar las causas de los cortes, pero George fue incapaz de darme una explicación; repitió otra vez lo que ya me había dicho: que se había cortado al afeitarse. ¿Y las heridas de la muñeca? No me contestó. Le pregunté entonces si los cortes habían aparecido cuando fue a ver a Lilah. Me dijo que no. Le pregunté si seguía te­niendo pesadillas y si habían empeorado los días que había ido a Rotherhithe. Volvió a negármelo rotundamente. Y no sólo eso, sino que afirmó que sucedía lo contrario: los días que no iba a verla se sentía oprimido. No veo cómo solucionar este problema.

 

El tratamiento a corto plazo que seguí fue una transfusión de sangre. Llewellyn y yo fuimos los donantes y la operación se realizó satisfactoriamente. Los indicios de mejora fueron inme­diatos. Le aconsejé a George que redujera las horas de trabajo, pero me temo que no seguirá mi recomendación. En realidad, ni siquiera me escuchó; estaba muy impaciente por irse; no in­tenté retenerlo y lo acompañé hasta Commercial Street.

 

Ocurrió un incidente espantoso. Pasamos por delante de una taberna; había un corro de hombres embriagados, de as­pecto muy ordinario, y de prostitutas. Una de las mujeres me llamó la atención. Tenía el rostro pintarrajeado; tardé un segun­do en darme cuenta de que era Mary Jane Kelly. Los ojos le ful­guraban y torcía el gesto; a pesar de los cosméticos, vi que esta­ba muy pálida. Al principio pensé que se había puesto nerviosa al verme y yo ya iba a cruzar la calle para ahorrarle un senti­miento de vergüenza, cuando de pronto comprendí que no era a mí a quien había visto sino a George, en quien tenía clavados los ojos. Se miró luego la muñeca y vi cómo su semblante se con­traía en una expresión de absoluto terror. Se puso a chillar de­sesperadamente y señaló a George con el dedo.

 

— ¡Mi sangre, miradla! ¡Mi sangre! ¡La tiene él en su cara!

 

Hablaba como una enajenada. Se abalanzó sobre George y lo tiró al suelo. Al recordar cómo mató al perro que la había ata­cado, la cogí en seguida y la aparté de George. Pedí ayuda y la trasladamos al hospital. George salió ileso del atropello, sólo presentaba unas magulladuras sin importancia. Ni que decir tiene, que estaba absolutamente abochornado.

 

—Qué vecindario; es una preciosidad —repetía una y otra vez—. Qué vecindario.

 

En cuanto pudo, se metió en un coche de caballos y desapa­reció.

 

Desde entonces Mary Kelly padece fiebre. A veces se arroja contra la pared como si quisiera escapar. Su desesperación es la misma que la que se apoderó de ella en la ocasión anterior. En sus breves momentos de lucidez he intentado preguntarle por qué atacó a George, mas no me da ninguna explicación cohe­rente; sólo me dice que se imaginó que él tenía la cara embadur­nada con su sangre y que se enfureció, porque creyó que él se la había robado; aparte de esto, no recuerda nada más. Los enfer­meros me dicen que a veces, entre sollozos, habla de asilos; está claro que le aterra la idea de que la internen en un estable­cimiento benéfico. Esperemos que no haya necesidad de inter­narla.

 

Hablando de asilos; esto me recuerda lo que me dijo la poli­cía hace unos meses; me comentó, en efecto, que había otra prostituta a quien habían agredido y a la que habían extraído la sangre, pero que había sobrevivido. Me interesaría visitar el asi­lo en el que está internada y del que tengo ya la dirección.

 

Diario de Bram Stoker (continuación).

 

... Ha pasado el verano y, por lo visto, el interés de Eliot por el caso ha disminuido. Está cada vez más concentrado en la in­vestigación médica y, en consecuencia, lo veo todavía menos que antes. En las escasas ocasiones en que nos hemos visto, me ponía al día sobre el estado de salud de Mary Kelly, pero no ha­cía ningún comentario sobre la aventura que protagonizamos hace apenas unos meses. Una vez le pregunté si Lucy estaba aún en peligro. Fijó sus ojos en mí, mirándome de esa manera suya tan particular que me recuerda un halcón.

 

—Si puedo evitarlo, no lo estará.

 

Me contestó escuetamente, sin añadir ni una palabra más. Yo no insistí, pues me di cuenta de que estaba resuelto a guar­dar sus secretos para él.

 

Me reconfortó saber, sin embargo, que Lucy contaba con un guardián como él, no sólo por los sentimientos de amistad que me unen a ella sino también en tanto que director del teatro donde ella trabaja y en el que está cosechando cada día más éxi­to. En una ocasión el señor Oscar Wilde me expresó su interés por sus dotes de actriz y, como yo sabía que tenía planeado es­cribir una comedia muy pronto, decidí presentarlos. Yo sentía que era mi deber aupar a una actriz tan prometedora y con esta intención decidí organizar una fiesta y una cena. Invité a varias personas que yo creía que podrían ayudar a Lucy; y también in­vité al doctor Eliot, un personaje que nos unía a los dos.

 

Una mañana soleada del mes de julio fui andando hasta Whitechapel. Pillé a Eliot justo a tiempo, pues al doblar la es­quina de Hanbury Street vi que iba a subir a un coche. Pareció alegrarse de verme y cuando le dije que estaba invitado a la cena, aceptó venir con la condición, sin embargo, de no estar obligado a ser ingenioso y brillante. Le aseguré, no obstante, que nunca había conocido a nadie tan inteligente como él y la verdad es que este comentario pareció halagarlo, aunque meneó la cabeza y señaló el coche al que iba a subir.

 

—Ahí tiene la prueba de mi falta de inteligencia. ¿Recuerda usted a Mary Jane Kelly?

 

Le respondí que la recordaba perfectamente.

 

—En este caso —prosiguió— recordará que le di el alta hace poco. Ahora ha empeorado y vuelve a estar ingresada. Confieso que mi tratamiento fue del todo ineficaz.

 

—Vaya, lo siento —repuse—. Pero dígame, Eliot, ¿qué ha querido decir al señalarme el coche?

 

—Nada, sólo que voy a New Cross, donde espero poder ver a Lizzie Seward, la prostituta que sobrevivió a una agresión muy similar a la que sufrió Mary Kelly. La pobre mujer ha perdido la razón desde aquel incidente.

 

— ¿Puedo acompañarlo? —inquirí.

 

—Si tiene tiempo —repuso—, será un placer tenerlo a mi lado una vez más. Pero debo prevenirle —añadió cuando subía­mos al coche— que no va a ser una visita agradable.

 

El presentimiento de Eliot estaba justificado. Llegamos a la institución benéfica, que más que un hospital parecía una cár­cel, y en seguida nos hicieron pasar al despacho del doctor Renfield, el director del asilo, a quien Eliot le explicó su interés por Lizzie Seward; el doctor Renfield se hinchó de orgullo y nos habló del estado de su paciente como si estuviera exhibiendo un animal en un zoo. Por lo visto Lizzie Seward disfrutaba desga­rrando a los animales y bebiéndose después su sangre, con la que se untaba la piel.

 

—Hasta he acuñado un vocablo para describir su enferme­dad —nos dijo el doctor Renfield, que calló un momento para crear suspense—. Zoófago, el que se alimenta de animales vivos. La describe muy bien, creo. —Se puso en pie y extendió el bra­zo—. Por aquí, si son tan amables.

 

Lo seguimos por un largo pasillo por donde se accedía a las sa­las. El estado de la paciente era terrible. Estaba encerrada en una celda minúscula, embadurnada de sangre seca, rodeada de plu­mas y huesecitos; nos miró fijamente con sus ojos de enajenada.

 

—Miren esto —dijo el doctor Renfield haciendo un guiño. Nos enseñó una jaula y extrajo de ella una paloma, que dejó en la celda. Observé que le habían cortado las alas; Lizzie Seward, desde un rincón, la contemplaba con los ojos entornados. De re­pente, lanzó un espantoso grito de dolor y de rabia, y agarró la paloma. Le retorció la cabeza y empezó a beber la sangre deses­peradamente, como si contuviera alguna propiedad mágica. Después le desgarró el estómago y se frotó la cara y el pelo con la sangre y los intestinos, como si se estuviera enjabonando. Poco a poco fue calmándose hasta que cayó postrada, entre las plumas y las entrañas, y se echó a llorar.

 

Vi que Eliot había palidecido de ira al ver aquel espectáculo, mas el doctor Renfield no advirtió nada.

 

—Y la diversión no se ha acabado aún —susurró—. Ob­serven.

 

La paciente empezó a retorcerse y a sufrir convulsiones; te­nía el cuerpo arqueado como si fuera a vomitar una sustancia venenosa. Pero no pudo; sólo chilló; fue un chillido agudo y des­garrador como el de Mary Kelly; después se abalanzó contra la pared del fondo de la celda; intentó escalarla y la arañó hasta que los dedos le sangraron. Cuando Eliot protestó, el doctor Renfield le lanzó una mirada llena de reproche; después se en­cogió de hombros y llamó a dos enfermeros, que entraron en la celda, cogieron a la paciente y la ataron con unas correas de piel. La depositaron en la tabla que hacía de cama y la ataron a ella. Aquellos hombres desplegaron una brutalidad totalmente innecesaria.

 

—He tomado la determinación —me susurró Eliot al oído— de no dejar que internen a Mary Kelly en un sitio así.

 

Le pidió al doctor Renfield el diagnóstico.

 

—Histeria zoófaga —repuso el doctor visiblemente dolido de que Eliot hubiera olvidado el término que él había acuña­do—. Es incurable —añadió contentísimo de que éste fuera el caso. Eliot asintió y, como no tenía más preguntas que hacerle al doctor, yo pensé que consideraría infructuosa la visita. Sin embargo, una vez salimos, no me pareció que estuviera en abso­luto descorazonado; al contrario, se le veía íntimamente satisfe­cho, aunque no me hizo ningún comentario. Como se estaba haciendo tarde y no quería aburrirlo con mis preguntas, paré un coche con el propósito de ir al Lyceum; antes de marcharme, le rogué que no olvidara mi invitación y le repetí que, si necesitaba mi ayuda, fuera a verme. Me aseguró que así lo haría. Lo dejé, frustrado por su taciturnidad, mas me levantó el ánimo pensar que nuestra aventura no había acabado todavía...

 

 


Date: 2015-12-17; view: 485


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