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Diario del doctor Eliot.

 

6 de junio. En el escritorio un telegrama de Huree. « ¿Es crítica la situación?» No estoy muy seguro. Ya no estoy seguro de nada. La tarde del día que fui a visitar a lord Ruthven lo estaba, mas todo ha cambiado. Hasta mi resolución de llegar hasta lo impo­sible me parece ahora ridícula e innecesaria. Es difícil estar se­guro de algo. ¿Qué he hecho? Debo aclarar las ideas. Olvidar es darse por vencido; utilizar la razón, recordar. No puedo aban­donar ahora mis métodos.

 

Hacia la una de la madrugada voy a Rotherhithe. En el ca­rruaje que me lleva, me invade el temor de que la búsqueda sea bochornosa o infructuosa. Esta última posibilidad me pareció al principio la más probable, pues cuando nos adentramos en el laberinto de calles que recordaba de mi anterior viaje a Rother­hithe, me desorienté y el cochero se impacientó; tuve que pagar­le y dejar que se fuera. Proseguí a pie, pero con el mismo resultado. Es extraño, porque mi sentido de la orientación es exce­lente y estaba convencido de que recordaba muy bien dónde se hallaba el almacén; pero, aunque pude llegar a High Street sin problema alguno, las calles que hay más allá se fundían ante mis propios ojos. Al cabo de más de media hora busqué la entra­da del almacén; la niebla era cada vez más espesa y las casas que veía me parecía estar viéndolas por primera vez en mi vida. Al fin me di por vencido y regresé a High Street; desde allí me diri­gí a Coldlair Lane, que encontré sin ninguna dificultad.

 

La tienda estaba a oscuras, pero habían dejado la puerta de la calle entornada. Entré; no había nadie dentro. Pero al acer­carme a las escaleras, empecé a oler a opio y al subir oí la tos de un fumador adicto. Subí con mucho tiento; aparté la cortina y vi que la habitación estaba tan llena como la otra vez; había cuer­pos encorvados y retorcidos en la oscuridad y la mayoría de las caras me eran familiares. Entre el humo denso vislumbré el rin­cón en el que estaba el brasero, junto al cual vi a la anciana mala­ya encorvada; di un paso hacia ella, que de pronto me miró y me enseñó los dientes. En los labios se le acumuló saliva amarilla, que sorbió, y el resto de los fumadores, como incitados por ella, empezaron a moverse y a sisear; el ruido era inquietante; uno pensaba, al verlo, en un foso lleno de serpientes moviéndose sin descanso. Un hombre que había a mis pies empezó a murmurar y a gemir; fue a cogerme pero lo aparté dándole un puntapié; luego, otro me agarró la pierna y luego otro y después otro más. Empecé a repartir bastonazos y, cuando parecía que los había apartado definitivamente, volvieron a la carga, y es que aquellos desgraciados no sentían el dolor, tan esclavizados los tenía la droga, y pronto me tumbaron en el suelo. Sentí que unos dedos blandos y blancos me agarraban el cuello; me levantaron la ca­beza y vi que tenía a la anciana malaya frente a mí. Sostenía una pipa y extendió los brazos para dármela. Le grité que se alejara, pero nada alteró su expresión y mis palabras no surgieron efec­to alguno. Cuando puso el cañón entre mis labios, apreté los dientes; sentí que unas manos luchaban por abrirme la boca, pero los dedos de los fumadores estaban húmedos y resbalaban sin conseguir su propósito. De pronto la vieja empezó a babear otra vez y torció el gesto de una manera horrible; se agachó y su saliva caía lentamente en mi rostro; cuando sus labios rozaron los míos, sentí unas arcadas tremendas. Todavía no sé cómo lo­gré mantener los dientes apretados. Me ahogaba, pero no podía respirar, pues la vieja mantenía su boca pegada a la mía, que se iba llenando de un humo espeso y marrón. Di sacudidas y al momento tenía unas manos encima que me impedían mover­me; la vieja malaya seguía, implacable, con su boca apretada contra la mía. Yo no podía seguir mucho más tiempo sin respi­rar. La habitación me daba vueltas; los ojos de la vieja se volvie­ron borrosos, y también su cara. Al fin inhalé el humo, pero no noté su sabor. Lo que sí noté, en cambio, es que podía respirar sin ninguna dificultad y que el sabor del opio se había diluido y en su lugar sólo sentía el aire. Abrí los ojos y vi a Polidori. Esta­ba de pie frente a mí mirándome fijamente, con una sonrisa en los labios.



 

—Sigue viniendo por aquí, doctor. Qué halagador. Pero debe disculparlos —señaló con un gesto a los cuerpos tembloro­sos que tenía a sus pies— si se han formado una idea equivoca­da de usted.

 

Me incorporé despacio e inspiré hondo.

 

Polidori me examinó con fingida preocupación.

 

— ¿A qué ha venido? —preguntó tras un largo silencio.

 

—A lo mismo que vine la otra vez.

 

—Ah. —Polidori se frotó las manos—. Entonces puede que quizá se convierta usted, después de todo, en un adicto. —Hizo un gesto con el brazo—. Por aquí, por favor.

 

Abrió la puerta que había detrás del brasero y yo lo seguí. Salimos y cruzamos el puente.

 

—Qué amigo más devoto y atento es usted —dijo abriéndo­me la puerta del almacén—. Siempre detrás de sir George, res­catándolo. —Me miró con malicia—. Un ángel de la guarda.

 

Me detuve antes de cruzar la puerta.

 

— ¿Entonces George se encuentra bien? —pregunté.

 

—Nunca ha estado mejor. El adulterio va muy bien para la salud, ¿no está usted de acuerdo?

 

— ¿No le ha hecho usted daño?

 

Polidori se paró en seco como si lo hubiera ofendido cruel­mente.

 

— ¿Que si yo le he hecho daño? —exclamó—. ¿Yo hacerle daño a sir George? ¿Y por qué demonios haría yo una cosa así? Además —me murmuró al oído—, no me atrevería. No me atre­vería a dañar al amante de su Señoría. —Acercó su rostro al mío; tenía sus ojos pálidos muy abiertos; de pronto se echó a reír y cerró la puerta de un puntapié—. Por aquí —dijo bruscamente, sin mirar por dónde iba. Cruzamos el vestíbulo, él delan­te y yo detrás de él, y pasamos por una segunda puerta.

 

El pasillo que se extendía ante nosotros era, exactamente, igual a como yo lo recordaba. Mem., en la visita anterior ejerció un curioso efecto; por rápido que anidásemos Stoker y yo, tenía­mos la sensación de que nunca nos acercábamos a la puerta que había al final. Hablando más tarde con Stoker, descubrí que los dos habíamos sufrido la misma ilusión. En aquel momento yo lo achaqué al opio; pero ahora, al avanzar por el corredor, pensé que debía estar ya habituado al opio, pues llegué a la puerta sin ninguna dificultad. De hecho, me felicité a mí mismo por mi buen estado físico, porque había inhalado muchísimo más humo esta vez que la anterior sin notar ningún efecto nocivo. Polidori abrió la puerta y yo fui tras él; entonces, lancé varias miradas por la estancia y supe que el opio sí me había afectado, pues no estábamos en la habitación de la niña. Evidentemente, había perdido mi capacidad de observación. Yo había creído que habíamos recorrido el mismo pasillo que la vez anterior, pero no era así. Estaba en una escalera de caracol de hierro ne­gra y maravillosamente adornada. Abajo había una habitación en la que incluso el aire parecía cargado de texturas y distintas intensidades de luz, y, sin embargo, decir «habitación» no es describir lo que veía, pues parecía algo que no tuviera nada que ver con la arquitectura; aunque me resista a decirlo, me dio la impresión de que era casi una fantasía extraída del sueño de un ser decadente. Soy consciente, desde luego, de que lo que digo no parece nada objetivo; sin embargo, no se me ocurre otra for­ma de describir el efecto que aquella habitación ejerció sobre mí, un efecto muy poderoso y, al mismo tiempo, ineludiblemen­te real. Supongo que en parte debió ser mi propio sueño lo que yo vislumbraba, que el opio hizo aflorar; y no obstante, no creo que eso fuera enteramente así, porque la habitación no era nin­guna alucinación, era algo extraño, pero no una alucinación. Hice un esfuerzo por observarla con detenimiento, pero el es­fuerzo me pareció ingente. Las dimensiones se confundían ante mis ojos e incluso los colores de las paredes parecían cambiar cuando los miraba. No quiero decir que relucieran como un es­pejismo; más bien me parecían tan intensos, tan hermosos, que no podía imaginar nada más perfecto; y, sin embargo, me bastó desviar la mirada para darme cuenta, cuando volví a mirarlos, de que antes estaba ciego, pues la belleza era muchísimo más intensa. El carmesí de las cortinas, el dorado de la laca, los deta­lles de los tapices y de la decoración parecían hacerse más in­tensos cuando yo los miraba, como si encerraran un significado oculto, un secreto incitador y exasperante, que estaba fuera de mi alcance...

 

Desde luego, estoy cayendo en el ridículo. De hecho, la ver­güenza me impide rebobinar la cinta y volver a oír lo que he gra­bado. Debo de haber tenido la mente ofuscada mucho tiempo. Y, a pesar de ello, describir exactamente lo que sentí y lo que vi es un deber que tengo para conmigo mismo desde el punto de vista clínico, si quiero saber en qué medida mi percepción de la realidad estaba alterada por el opio o si me dejé seducir por la belleza de la habitación. Ciertamente, desde el principio los sen­tidos me traicionaron; yo no estoy acostumbrado a reaccionar dejándome llevar por las emociones, pues en mí predomina casi siempre la parte racional; no obstante, con Polidori me sentí de pronto asediado. Yo miraba a mi alrededor y lo único que per­cibía era una sensación de peligro que iba y venía; cuando la sensación de miedo desaparecía, me embargaba una euforia ex­traña y el presentimiento, totalmente físico, de que iba a experi­mentar placeres aún más intensos y que se me iban a revelar verdades desconocidas. Era el dolor más delicioso que he expe­rimentado en mi vida. Empecé a comprender lo que jamás ha­bía comprendido: que una persona puede abdicar de su razón y de su autodominio. Me di cuenta de inmediato de que tenía que luchar para no sucumbir al placer y a la belleza de la habitación, pues los dos eran indistinguibles para mí, los dos eran en igual medida seductores y peligrosos, y, cuando conseguí dominar­me, lo recordaba todo sin dejar, por ello, de ser yo mismo. Pero lo cierto es que aquello me atraía de una forma imperiosa. Con parsimonia, me dispuse a bajar las escaleras.

 

Me pregunto qué poder tenía aquella habitación para tras­tornarme y arrebatarme de aquel modo. Su opulencia era cier­tamente casi mágica; los dibujos de las paredes eran obra de una mano extremadamente experta; los muebles eran de magní­ficas y perfumadas maderas. El aire estaba impregnado de olor a lilas y unos trípodes dorados desprendían un sutil perfume de ámbar gris, que me embriagaba. Me detuve y, al igual que había hecho antes, intenté poner orden en mi cabeza; era consciente de lo vulnerable que es el cerebro humano a las influencias vi­suales y sensoriales; sabía que tenía que mantener intacta mi razón, asediada por peligros desconocidos, pues lo cierto es que no poseo ninguna otra arma. De modo que hice acopio de valor y me acerqué a la cortina por la que se entraba a la habitación; fui a apartarla cuando me estremecí, como si fuera a descubrir un grandioso secreto.

 

—Pase —me susurró Polidori al oído. Yo miré asustado, por­que me había olvidado por completo de su existencia; su presen­cia había dejado de ser una amenaza. Lo que me embargó fue un profundo temor, como si detrás del velo me aguardara la presencia de un dios en un antiguo santuario. Volví a poner mi mano sobre la cortina; la aparté y pasé.

 

Si la habitación era antes hermosa, ahora me parecía cien veces más preciosa. Apreté los puños, decidido a no dejarme se­ducir por todos aquellos encantos, decidido a atenerme a mi ra­zón y mi capacidad analítica. Eché varias miradas a mi alre­dedor y vi a una niña sentada a una mesa frente a mí; estaba con las cejas fruncidas, muy concentrada, con la vista clavada en un tablero de ajedrez. De pronto alzó la vista y me miró.

 

—Hola —dijo, sin ni el más leve rastro de sorpresa en su ros­tro. Sin que me diera tiempo a saludarla, ya había vuelto a con­centrarse en el juego. Movió una reina y cogió el rey que queda­ba en el tablero. Con mucho esmero lo colocó junto a unas piezas puestas en fila; después, echándose las trenzas para atrás, sonrió tranquilamente.

 

Miré adonde ella miraba y vi que George estaba sentado en un diván estudiando con atención un mapa. Di un paso hacia adelante; él dio un respingo y me miró.

 

— ¡Válgame Dios! —exclamó—. ¡Jack! Así que has venido.

 

Se levantó para saludarme, pero se contuvo y sólo cuando la niña me hubo saludado osó moverse.

 

Estaban ambos con la mirada clavada en algo que yo no dis­tinguía bien; no sé si por las sombras de las llamas encarnadas de las luces de gas o por el aire cargado de incienso de la habita­ción; el caso es que durante unos segundos fui víctima de ilusio­nes ópticas. Estaba observando una cortina de humo dorada y roja como la sangre, que se movía como si se reflejase en el agua, como ocurre cuando el aire muy caliente provoca espejis­mos. Parpadeé, me froté los ojos y todo se esfumó. En lugar del humo había ahora una mujer, que llevaba una gargantilla alre­dedor del cuello y un largo vestido encarnado. Me di cuenta de que lo que me había parecido entrever era en realidad ella. Pero ahora, a pesar de que estaba en la sombra, la veía perfectamen­te. Contuve el aliento sin querer. Estaba radiante y era extraor­dinaria; era de una hermosura jamás vista. La mujer dio unos pasos hacia adelante y salió de la zona menos iluminada. Me miró fijamente a los ojos y me quedé petrificado, sin poder mo­verme.

 

Supe de inmediato que era Lilah. Recordé lo que George me había escrito: «hasta tú, Jack, te volverías a mirarla». Él me lo ha­bía dicho pensando que yo no lo creería; y, sin embargo, ahora la tenía ante mí y la contemplaba totalmente embelesado. Lu­ché y luché, porque no quería sucumbir a su atracción. Pugné por estudiar a Lilah desde el punto de vista clínico. Había mu­cho que observar. Iba vestida a la última moda parisina, con los hombros y los brazos al descubierto; el vestido escarlata le ceñía el cuerpo, que movía con una gracia tal que parecía innata en ella, como si estuviera de siempre acostumbrada a ataviarse con vestidos parisinos. Pero esto era del todo imposible; y de hecho la naturalidad con que llevaba el vestido de alta costura europeo resaltaba más su físico de persona extranjera y casi etérea. «Exótica» la había llamado George, y es lo que era, sobre todo en aquel momento, en el barrio más tenebroso de Londres, en­tre la suciedad de los muelles, entre los almacenes que se levantan junto a las aguas turbias del Támesis. Su pelo era negro azabache y espeso, y lo llevaba trenzado con hebras de oro; su tez era muy morena; sus rasgos, delicados y a la vez muy fuertes; en la nariz se veían los destellos de una joyita de amatista. Me recor­dó inevitablemente a la bandida que había capturado Moorfield en el paso por el que se accede a Kalikshutra; sin embargo, por hermosa que fuera nuestra prisionera, la mujer que tenía ante mí era mil veces más bella, y más peligrosa. Me di cuenta en se­guida de que había que desconfiar de ella, por razones que me son difíciles de justificar, al consistir mi método en reprimir cualquier respuesta instintiva con el objeto de no perjudicar las deducciones. No obstante, descubrí que mi capacidad analítica se había esfumado y que con lo único con lo que contaba era, precisamente, con los instintos. Tal vez ocurrió que la belleza de Lilah me trastornó, pues era radiante como el sol. O tal vez era el efecto de otros miedos más antiguos: los oscuros recuerdos de Kalikshutra y la estatua que había visto manchada de sangre; las leyendas de Kali la terrible...

 

Sé, desde luego, que hice el ridículo; me había dejado llevar por la imaginación. Sin embargo, si Lilah tiene este efecto inclu­so sobre una mente fría como la mía y a quien los encantos del sexo dejan indiferente, será fácil imaginar la increíble fasci­nación que debe ejercer sobre los demás. Comprendí muy bien que George se hubiera enamorado perdidamente de ella. Los re­cuerdos de Kalikshutra que acudieron a mi mente en un primer momento no estaban enteramente inspirados por un miedo su­persticioso; pues estaba claro para mí, al ver a George rodeado de mapas, que mis sospechas estaban muy fundadas. Si descon­fié de Lilah, me aproximé mucho a la verdad. George, por su­puesto, antes de que a mí me diera tiempo de abrir la boca, se apresuró a tranquilizarme; me dijo que le había planteado a Li­lah si tenía algún interés en la frontera y ella dijo que aquello era falso, y que así acabó todo. Él estaba trabajando en el proyecto de ley porque, como me había dicho, sólo en aquel lugar podía trabajar bien. Todo andaba de maravilla y yo no debía preocu­parme por nada. Él recurría de vez en cuando a Lilah y ella le murmuraba algunas palabras, ofreciéndole su apoyo, con su en­cantadora y seductora voz, que me recordó a la de lord Ruthven: era suave, argentina y musical. De modo que mi negra descon­fianza fue esfumándose; yo no dejaba de preguntarme qué clase de persona era aquella mujer, porque me inspiró, no puedo ne­garlo, dudas todavía más grandes que las que me había inspira­do lord Ruthven. Empecé a recordar todo lo que había oído de ella, todo lo que habían dicho Lucy, Rosamund y George. Y mientras yo pensaba en todo ello, vi que Lilah me sonreía con dulzura.

 

Fue casi como si me hubiera leído el pensamiento. Con un simple ademán, le pidió a George que callara y empezó a pregun­tarme qué pasos había dado para dar con él en su guarida. Yo no estaba dispuesto a explicárselo, pero pronto quedó claro que George se lo había contado todo. Cuando hablé, tuve la impre­sión de que ella estaba jugando conmigo. De vez en cuando le echaba una mirada a la niña, que seguía sentada frente al tablero de ajedrez. Al hacer George un elogio de la inteligencia de la niña, Lilah la miró y le sonrió. La niña nos escudriñó a George y a mí con su cara solemne. Me percaté de que su mirada puso muy ner­vioso a George. Yo, por mi parte, terminé de hablar bruscamente.

 

Lilah puso sus dedos en la cabeza de la niña.

 

— ¿Te das cuenta, Suzette? —Dijo—, el doctor es un detective de verdad. Resuelve misterios.

 

Suzette se quedó pensativa y me observó atentamente. —Pero cuando uno se enfrenta a un misterio —me pregun­tó—, ¿cómo sabe cuándo deja de ser un misterio?

 

Les lancé una mirada a Lilah y a Polidori, que me dedicó una mueca y me enseñó sus dientes.

 

—Es muy difícil —repuse mirando a Suzette—. A veces los misterios no tienen fin.

 

—No me parece justo —contestó, balanceando las piernas como si estuviera en un columpio—. Si uno no sabe cuándo ter­mina un misterio, lo más probable es que se haya equivocado al creer que sabía cuándo y cómo empezaba. Puede que incluso esté ante misterios diferentes y nunca se haya percatado de ello. Así pues, ¿dónde está usted?

 

—Pasando dificultades —repuse—, o algo peor. —Le eché una mirada a Lilah, que seguía exactamente igual de serena.

 

—Mire —oí que decía Suzette, que me tiraba de la manga. Vi que tenía una revista en las manos—. Ésta es mi favorita —me dijo al entregármela. Leí el título: Beeton's Christmas Annual. La niña me sonrió y me la cogió, abriéndola por una página que es­taba marcada—. En los relatos —dijo—, los detectives siempre saben cuándo termina un misterio. —Leyó un título, esmerán­dose mucho—: Estudio en escarlata. Un misterio de Sherlock Holmes. —Me miró—. ¿Lo ha leído? Meneé la cabeza.

 

—Me temo que no tengo tiempo para leer relatos. —Pues éste debería leerlo —dijo la niña—. El detective es muy bueno. Tal vez le ayude a usted a comprender algunas de las reglas.

 

— ¿Reglas?

 

—Sí, claro —contestó con paciencia—, cuando asesinan a alguien. —Volvió a mirar la revista y repitió el título despacio y con fruición—. Estudio en escarlata. Esto significa estudio en sangre. —Súbitamente me miró—. Cuando se derrama sangre, a la fuerza hay unas reglas. Eso lo sabe todo el mundo. ¿Cómo lo hace usted si no sabe cuáles son?

 

—Pero si no se ha derramado sangre.

 

—Todavía no —repuso ella.

 

—Así pues, ¿se derramará?

 

— ¡Por el amor de Dios! —murmuró George desviando la mi­rada. Pero Suzette no le hizo caso y me siguió mirándome con los ojos tan abiertos y solemnes como antes.

 

—Es de esperar —dijo al fin—, de lo contrario, ¿para qué ha­cerse detective? Seguro que es lo más emocionante que hace en la vida. —Cogió la revista y bajó del sillón, alisándose el vesti­do— Esperemos, pues, que sólo sea cuestión de tiempo. —Me miró; sus ojos me parecieron extremadamente brillantes y fríos. Me tendió la mano y me la apretó fuerte—. Sólo una cuestión de tiempo.

 

Se produjo un silencio; repentinamente Polidori se echó a reír. George se lo quedó mirando, sin disimulo, con cara de asco; después miró a Suzette y se estremeció.

 

—Eso es pasarse de la raya —murmuró—. Es enfermizo.

 

— ¿Enfermizo? —preguntó Lilah. Se había tumbado en una chaise longue de terciopelo a rayas, fumando un cigarrillo fino y largo; el humo formaba lánguidas volutas, tan lánguidas como ella misma.

 

—Pues sí, demonios —estalló George enfurecido—, es enfer­mizo, ¡endiabladamente enfermizo! ¡Leer historias de asesina­tos a su edad! Una niña debe jugar con muñecas, leer cuentos de hadas, cosas por el estilo. Y no todas estas tonterías sanguina­rias. ¡Dios santo, Lilah, no irás a decirme que esto es normal! —Suzette seguía con sus ojos clavados en él, imperturbable. Ge­orge se metió las manos en los bolsillos y desvió la mirada—. Me ataca los nervios —me murmuró—, está todo el tiempo sentada aquí, con su mirada siniestra y su horrible conversación. Es peor que lord Chancellor. Me quita las ganas hasta de beber.

 

Lilah alzó una mano lánguidamente.

 

—Por favor —murmuró—, vas a inquietar a la niña.

 

— ¿Inquietarla? —Resopló George—. Se necesita algo muchí­simo más peligroso para inquietarla. La mimas demasiado, Li­lah. ¡Mírala! —Suzette lo observaba con la misma impasibilidad que antes—. ¿Por qué no muestra ningún respeto?

 

— ¿Por quién? ¿Por ti?

 

— ¡Sí, claro, por mí!

 

—Quizá deberías ganártelo —dijo Lilah súbitamente gélida, apagando el cigarrillo y poniéndose en pie.

 

George no le hizo caso. En realidad, parecía que no la hubie­ra oído.

 

—Demonios, ya sé que es huérfana —dijo sin dejar de mirar a Suzette—, y eres muy generosa al haberla convertido en tu pu­pila; Dios sabe que defiendo la caridad hacia el prójimo; así que muy bien hecho, Lilah, lo has hecho muy bien, pero... —Hizo una pausa para coger aire—. La verdad es que —añadió, entor­nando los ojos—, la verdad es que es una mocosa mimada. Lilah se encogió levemente de hombros. — ¿Qué propones, entonces?

 

—Fácil —contestó George—. Le impondría una disciplina. Lilah se rió; fue un sonido extraño, encantador e inhumano. —Me imagino que te ofreces voluntario. — ¿Yo? —George frunció las cejas—. Santo cielo, pues claro que no. ¡Qué ideas tienes! ¡Me refería a una niñera! Éste es un trabajo de mujeres. A ti, querida, lo que te falta, y lo que buena falta te hace, es una buena niñera, caramba. Alguien que coja a la señorita Suzette y le enseñe las cosas que deben aprender las niñas de su edad. —Le echó una mirada a la niña—. Unas cuan­tas virtudes femeninas, ¿sabes? Dulzura, mansedumbre... y obediencia.

 

Lilah le dio la espalda, como si aquella conversación la abu­rriese y se echó el pelo para atrás.

 

—A decir verdad —murmuró—, puede que siga tus consejos. Abren ciertas posibilidades.

 

—Me alegra oírlo —respondió George.

 

—Pero, de momento —dijo Lilah, dándose otra vez la vuel­ta—, tendré que apañármelas sola y confiar en mi talento. —Tendió una mano—. Ven, Suzette, estás molestando a sir George. Es hora de acostarse.

 

Suzette dio unos pasos hacia adelante, moviéndose con mu­cha impertinencia y sin dejar de apretarme fuerte la mano.

 

—Quiero que venga conmigo —dijo. Le lancé una mirada a George y la acompañé.

 

—Es la primera vez que conoce a un detective —me susurró Lilah al oído al pasar por la puerta—. Tiene usted una admira­dora.

 

Fuimos al vestíbulo del piso inferior, que estaba a oscuras. Oí el ruido de unos tacones, que nos había seguido; después se cerró una puerta y nos envolvió la más absoluta negrura. Era imposible ver nada. Miré a mí alrededor y vi una luz tenue y va­cilante, como la de la luna. Tardé un segundo en darme cuenta de que era la piel de Lilah.

 

Dio una palmada y al momento aparecieron unas titilantes y pálidas rendijas de luz. Vi frente a mí un inmenso pilar y más allá arcos y más vestíbulos, todos ellos enrejados por delicadas líneas de fuego que trepaban como la hiedra sobre la piedra. La iluminación era tenue y, a pesar de que tengo muy buena vista, tardé un tiempo en acostumbrarme a la penumbra. Y, entonces, advertí que me hallaba ante unas escaleras imponentes y que el pilar que había vislumbrado era el soporte de la espiral que, se­gún mis cálculos, tenía unos quince pies de grosor, y cada pel­daño, más de veinte pies de ancho. Pensé que era una ilusión o bien creada deliberadamente o bien provocada por el opio, pues parece imposible que hubiera una construcción como aquella en un almacén; pero al subir las escaleras de piedra, detrás de Lilah y con Suzette a mi lado, oí que nuestros pasos resonaban y me dije, asustado, que aquello era bien real. Eché varias mira­das a mí alrededor. Aquella construcción era de piedra de color púrpura oscuro, ígnea y cristalina, pulida y muy brillante, tanto que veía nuestros cuerpos reflejados en ella. El mío, distorsiona­do por el estremecimiento y la escasa iluminación, me seguía como un espectro atrapado en una urna de cristal. El efecto era inquietante y sin duda alguna deliberado.

 

Miré a Lilah, que se había detenido; estaba agachada con la mano extendida; a su lado había algo oscuro que no logré dis­tinguir.

 

— ¿Verdad que es preciosa? —preguntó. Yo fruncí las cejas. Había dos ojos verdes, estáticos, que me miraban fijamente. Era la pantera que había visto con anterioridad. Bostezó, estiró el cuerpo y se levantó. Me observó con desinterés e indolencia; después bajó las escaleras.

 

— ¿Está amaestrada? —pregunté.

 

—No del todo —susurró Lilah, y se echó a reír—. Pero es muy hermosa.

 

—Y eso le dará a usted mucha seguridad en el momento en que la despedace hasta matarla, ¿verdad?

 

Lilah sonrió lentamente.

 

—No sea tan responsable. —Se quedó mirando fijamente la pantera, que iba bajando las escaleras—. Quiero a mis animales —murmuró—. Más que a los humanos, infinitamente más. Exigen menos y son auténticamente independientes. ¿No es así, Suzette?

 

La niña clavó sus ojos en ella.

 

—Sí, Lilah —repuso.

 

—Mire. —Lilah hizo un ademán con el brazo. Yo me volví y miré atentamente. A aquellas alturas ya debía haberme habitua­do a las sorpresas, pero ni siquiera los acontecimientos de las últimas semanas me habían preparado para aquello que se des­plegaba ahora ante mis ojos: un pasadizo gigante lleno de ani­males y bandadas de pájaros. Vi un león, unos cerdos, una ser­piente que dormitaba; más allá había otras bestias; me era imposible ver dónde terminaba el pasadizo, que seguía y seguía hasta desvanecerse en la oscuridad. Le pregunté a Lilah qué era aquella alucinación, mas ella alzó la mano y me puso un dedo en los labios, que bajó despacio. Yo pensé que iba a besarme, pues ella tenía los labios entreabiertos y casi pegados a los míos, hasta el punto que podía oler su aliento perfumado. Pero me ha­bía equivocado. Sonrió y se arrodilló frente a Suzette, a quien le acarició las mejillas.

 

—Déjanos solos —susurró—. Tengo que hablar con el doctor. Suzette no le contestó; la abrazó, dio media vuelta y echó a correr por el pasadizo. Los pájaros echaron a volar, asustados, trazando círculos sobre la pequeña. Los animales se retrajeron, refugiándose junto a los muros. Suzette seguía corriendo. Sus pisadas sobre la piedra resonaban fuerte; llenaban el aire, aun cuando ya apenas se la veía. De pronto, desapareció. De la leja­nía surgió una densa oscuridad, como si fuera niebla. Los ani­males eran siluetas de vagos contornos y el pasadizo se transfor­mó en un negro abismo. Miré a Lilah.

 

—Me parece que tengo que despejar mi mente —dije. Tendió un brazo y me tocó, como había hecho antes, con una sonrisa en la boca.

 

— ¿Le ha afectado el opio de Polidori? —preguntó. Su mirada, como la de lord Ruthven, era de una intensidad difícil de rehuir. Tuve que hacer un notable esfuerzo para apar­tar la vista.

 

—Quizá —repuse. Lilah asintió.

 

—Venga conmigo. —Me cogió del brazo y seguimos subien­do las escaleras; observé que la luz empezaba a desvanecerse, aunque no tenía dificultad para moverme; en realidad, veía con más claridad ahora que antes. Alcé la vista. Arriba había una cú­pula de cristal y más allá el cielo estrellado y sin nubes—. El aire de Londres está muy viciado —comentó Lilah— y muy contami­nado por la luz. Pero, como puede ver, gracias a la óptica y a los ángulos ópticos, se consigue anular el efecto.

 

—Admirable —exclamé—. Nunca pensé que se pudiera cons­truir algo así.

 

—No. —Lilah sonrió casi imperceptiblemente—. Estoy se­gura de que no se lo pensaba.

 

Seguí mirando el cielo. Sentía que Lilah tenía sus ojos fijos en mí y sabía que su mirada era helada, helada como las es­trellas.

 

—Me recuerda... —dije al fin sin mirarla a ella. Me quedé un momento callado—. Este cielo estrellado y despejado me re­cuerda lo que se veía desde las montañas de Kalikshutra.

 

— ¿Ah sí? —La pregunta se quedó suspendida en el aire. Aho­ra sí le lancé una mirada a Lilah, que ya no me observaba, sino que, con la cabeza alzada, contemplaba las estrellas. Cerró los ojos, como arrobada, y después, despacio, volvió la cabeza hacia mí. Volví a sentir una fortísima atracción por ella; el miedo y el deseo se mezclaban con igual intensidad y cada uno pugnaba por vencer al otro; cuando ella me cogió la mano yo retiré la mía con violencia—. No confía en mí —dijo casi sorprendida. Por poco me echo a reír. Ella debió percatarse de lo que sentía yo en aquel momento, porque se sonrió—. Pero ¿por qué iba a confiar en mí? —murmuró—. Me culpa de haber engañado a su amigo.

 

—Y tengo razón, ¿o acaso no la tengo? —Repuse con frial­dad—. Lo está usted engañando.

 

—Pues sí, claro que sí. —Lilah se encogió de hombros—. Eso es obvio.

 

Me la quedé mirando muy sorprendido, pues no esperaba obtener una confesión tan fácilmente.

 

—No ponga esta cara de bobo —murmuró—. Ni se me hu­biera ocurrido negárselo.

 

—Qué halagador.

 

— ¿Cree usted que es halagador?

 

—Desde luego. Nunca se lo ha dicho a George abiertamente.

 

—Muy cierto. Pero es que George es idiota.

 

—Y amigo mío. —Hice una pausa—. ¿Por qué cree que no voy a repetirle lo que acaba usted de decirme?

 

Los ojos le brillaban; meneó la cabeza, se alejó de mí y se dis­puso a subir las escaleras de la cúpula en silencio, contemplan­do algo que yo no podía ver.

 

—Tengo entendido —me dijo al fin, mirándome— que tra­baja usted en Whitechapel, en uno de los barrios más deteriora­dos de la ciudad.

 

Me encogí levemente de hombros.

 

—Sí, trabajo en Whitechapel.

 

—Debe sentir mucha compasión por los pobres, por los oprimidos, por los marginados. No es preciso que me responda, ya sé que es así. George me lo ha dicho. «¡Mi amigo Jack, el San­to de East End!» Así es como lo llamo a usted, ¿sabe? « ¡El Santo de East End!» A él le hace mucha gracia.

 

—Me imagino que le hará gracia. Pero ¿adonde quiere usted llegar?

 

—A George casi todo le hace mucha gracia. Su trabajo en el India Office, por ejemplo. Su responsabilidad hacia las perso­nas en cuyas vidas va incidir con un simple trazo de su pluma estilográfica, con una simple línea escrita por él. Pensar que él, que un hombre como él, puede influir en la vida de millones de personas... Le hace gracia. A él todo le parece un juego diverti­do, una broma. Y a veces, doctor Eliot... —dijo; tras una pausa, durante la cual se quedó contemplando el cielo estrellado, aña­dió—: A veces también a mí me parece todo una broma.

 

La miré. Vi de nuevo, con una claridad meridiana que me hizo sentirme extraño a mí mismo, que era aterradoramente be­lla. Me pregunté qué fallaba en mí, que había dejado que, en aquel momento crucial en el que sentía una poderosa atracción física, me distrajera una menudencia. Mantente fiel a tus mé­todos, me dije, o eres una nulidad y estás muerto. Subí despacio las escaleras para reunirme con ella junto al cristal desde donde contemplaba las luces de la ciudad. Parecía que estuviéramos a una altitud irreal. A nuestros pies veíamos manchas de rojo y negro, el río que atravesaba las entrañas de la ciudad.

 

—Me pone furiosa —dijo lentamente— haber actuado como una puta con un hombre como George.

 

Ella seguía mirando por el cristal de la cúpula. Escudriñé su rostro. Me recordó un perfil que había visto con anterioridad: el de las estatuas de una diosa, que se erigían por entre la jungla y los picos de la montaña.

 

— ¿Es usted...? —susurré hasta que mi voz se desvaneció; despacio, Lilah volvió la cabeza y me miró.

 

—Tengo que saberlo... —dije—. En Kalikshutra se habla de la diosa Kali como si fuera alguien real...

 

—Y lo es; en las almas de los que la adoran, en el mundo que cambia y cambia sin cesar. —No me refería a esto.

 

—Ya lo sé.

 

—Entonces dígamelo...

 

Lilah abrió mucho los ojos, fingiendo inocencia.

 

— ¿Sí? —preguntó.

 

— ¿Qué es usted?

 

— ¿Quiere saber si soy Kali? —Lilah se echó a reír—. ¿Soy Kali? —Me cogió la cara con las palmas de las manos y la atrajo hacia la suya, y me besó el cuello, tres, cuatro, cinco veces, co­mo si estuviera ebria; después estalló a reír.

 

—Me ha interpretado mal —dije enfadado, apartándome de ella.

 

—No tiene por qué sentirse avergonzado —comentó Lilah—. Ha vivido usted en la India. Ya sabe que a menudo los dioses ba­jan a la tierra.

 

La miré a los ojos.

 

— ¿Y Kali también? —pregunté.

 

—En Kalikshutra quizá. —Lilah sonrió, se encogió de hom­bros y se alejó de mí—. Desde luego, le estoy tomando el pelo —dijo con una voz muy dulce, mientras contemplaba el cielo nocturno—. Aunque no del todo. Kalikshutra es un lugar fantas­magórico, sobrenatural... —Su voz se desvaneció; se volvió y me miró—. Lo sabe usted muy bien. Lo fantástico y lo literal se pue­den confundir allí con facilidad. Es un lugar... aparte.

 

—Sí —dije con frialdad—. Ya me di cuenta.

 

—Me alegro. —No había ironía alguna en la voz de Lilah—. Porque, ¿comprende, doctor?, yo soy parte de un mito. Los dio­ses hindúes no son los únicos que han llegado hasta el Himalaya. En el Tíbet y Ladakh, en las zonas más altas del mundo don­de el budismo sigue arraigado, perduran otras creencias, otras costumbres. Creen que la divinidad se reencarna en un ser hu­mano y sigue viva de generación en generación, de modo que, cuando muere el ser humano en quien se ha reencarnado la di­vinidad, el espíritu renace en una criatura, a la que acaban en­contrando. Y cuando la encuentran, los sacerdotes la educan, se hacen cargo de ella, y la tratan como lo que es: un vehículo de Dios. A su debido tiempo ella dirigirá y protegerá a los suyos, como siempre ha hecho. —Se quedó en silencio un momento; después se dio la vuelta para contemplar el cielo estrellado—. Esta creencia —murmuró— también existe en Kalikshutra.

 

La observé atentamente.

 

—Pero al reencarnarse adopta formas muy diversas —dije.

 

Lilah me lanzó una ojeada.

 

—En Kalikshutra la criatura —proseguí—, la criatura que buscan los sacerdotes y que es la reencarnación de Dios, no es un niño.

 

Lilah agachó la cabeza. —Evidentemente. — ¿Es usted su reina?

 

—Su reina... —Esbozó una sonrisa—. Y quizá alguna cosa más.

 

Me quedé mirándola fijamente.

 

—Comprendo.

 

— ¿De veras lo comprende usted, doctor Eliot?

 

Fruncí las cejas, pues me había hecho esta pregunta con un rencor que no había detectado antes en su voz. Me pregunté si, de pronto, mis temores no me habían llevado a tratarla mal, y sentí una punzada de culpa y vergüenza.

 

— ¿Cómo puede culparme? —preguntó de pronto—. ¿Cómo puede culparme usted, doctor Eliot, que tanta compasión siente por los débiles y los oprimidos? ¿Por qué no debería engañar a su amigo, cuando un pueblo entero depende de mí?

 

No contesté nada. Vi que la rabia ensombrecía momentánea­mente su semblante.

 

—Sería conveniente —dijo Lilah dulcemente, mirando a la lejanía— que un día sir George comprendiera qué significa ser débil, ser víctima de la insolencia pasajera de alguien. Tal vez entonces no dispensaría a los demás este... —Frunció los la­bios—. Este trato negligente.

 

Me sentí avergonzado, de mi amigo y de mí mismo. —Es una persona amable —dije sin mucha convicción. — ¿Acaso puede esto absolverlo? Meneé la cabeza.

 

—Eso es usted quien debe decidirlo.

 

—No —dijo Lilah—. Es usted quien debe decidirlo. ¿Le con­tará lo que yo le he dicho a usted esta noche? ¿Me desenmasca­rará ahora que sabe quién soy? —«Sabe quién soy...»

 

Mi voz se desvaneció después de repetir sus palabras. Guar­dé silencio, volví el rostro hacia el cristal y contemplé el cielo nocturno; al este empezaba a clarear. Recordé las palabras de Huree: «La luz los debilita». Recordé cómo me escapé del acan­tilado con Moorfield. Recordé cómo esperábamos a que se hiciera de día en el templo. Miré a Lilah, observé su rostro con atención. Estaba más hermosa que nunca; más hermosa, más imponente y más radiante.

 

—Dice que yo sé quién es usted —afirmé, hablando con len­titud—, pero yo no lo sé. Lo que he visto esta noche... —Sacudí la cabeza—. Era algo más que el opio. Algo que no puedo expli­carme y que... sí —añadí mirándola a los ojos—, reconozco que... me inquieta.

 

— ¿De veras? —Lilah sonrió y cambió de postura—. George me dijo que usted fue a Kalikshutra pero que le dio miedo que­darse allí.

 

Hice caso omiso de su broma hiriente.

 

—Entonces es lo mismo —dije en voz queda.

 

— ¿Lo mismo?

 

—Lo que vi en las montañas y... —Busqué las palabras ade­cuadas—. La magia que he visto aquí.

 

— ¿Magia? —preguntó Lilah enarcando una ceja y riéndo­se—. Nada de magia, doctor. Puede que haya poderes que usted no comprende, poderes que la ciencia no puede explicar, pero eso no los convierte en magia. —Se encogió de hombros y volvió a reírse—. Los celos lo delatan.

 

—Puede.

 

—Podría ser su maestra si lo desea.

 

Me pareció estar oyendo a lord Ruthven.

 

— ¿Tiene miedo otra vez?

 

— ¿De los poderes que usted posee? —Sacudí la cabeza.

 

— ¿De qué, pues? ¿De su propia ignorancia? —Me cogió las manos y me susurró estas palabras al oído con extrema dulzu­ra—: ¿De su fracaso por comprender la naturaleza?

 

Dio un paso atrás y vi que sus ojos echaban chispas, como electrizados. Me atraparon al igual que una lámpara atrae a la mariposa nocturna. Caía en sus ojos, en el abismo profundo de sus ojos, detrás de los cuales intuí que se desplegaban dimensio­nes desconocidas, verdades imposibles, que esperaban ser de­sentrañadas y reveladas a un mundo ingenuo y confiado; y yo era un Galileo, un segundo Newton quizá. La tentación tiraba de mí, me arrastraba igual que un peso. Supe que no tenía más remedio que luchar por combatirla.

 

Haciendo un esfuerzo ingente, desvié la mirada y contemplé la ciudad de Londres coloreada de naranja por las primeras lu­ces del alba. Vi las aguas del Támesis teñidas de rojo entre las márgenes oscuras. Vi cómo fluían. Vi su composición. La clari­dad era excepcional. Advertí que aquello que teñía las aguas no era otra cosa que hemoglobina. Podía ver también leucocitos que fluían en el plasma, bombeado por un corazón gigante e in­visible. Londres era una criatura viva. Vi las calles que discu­rrían rojas, formando una red de ilimitados capilares. Supe que si esperaba un poco más, aquella visión me revelaría una verdad importante, un conocimiento que significaría un progreso inau­dito para la hematología; lo único que tenía que hacer era espe­rar, esperar un poquito más. Miré abajo, a las aguas del Támesis que fluían y fluían; eran una yugular que lamía sin cesar los muelles. Pensé que debía ser muy inquietante para los barque­ros verse envueltos en aguas teñidas de rojo, convertidas en san­gre. Pensé en los cuerpos sin vida que chorreaban sangre en la corriente. Entonces pensé en Arthur Ruthven y cerré los ojos; y quise que aquella imagen desapareciera de mi interior.

 

Cuando volví a abrirlos otra vez, vi el rostro de Lilah.

 

—Yo no lo maté —dijo.

 

A mí no me sorprendió que me leyera el pensamiento.

 

—Pero usted se valió de engaños para atraerlo hasta aquí —dije.

 

—No, yo no. Fue Polidori quien lo hizo.

 

—Por orden de usted.

 

Lilah se encogió de hombros.

 

—No era nada dócil. Era imposible domeñarlo.

 

— ¿Y qué hizo al descubrir que no podría someterlo?

 

—Se marchó. Sólo estuvo conmigo una hora. Me di cuenta en seguida de que no había nada que hacer.

 

—Pero Arthur llevaba una semana desaparecido cuando ha­llaron su cadáver.

 

Lilah se apartó impaciente.

 

—Ya se lo he dicho, doctor Eliot, no fui yo. ¿Por qué iba a querer matarlo? ¿Qué provecho iba a sacar de ello? Recuerdo que en aquel momento temí que el asesinato de Arthur Ruthven desanimara a George. Se lo repito, doctor Eliot, yo no tenía ni el más mínimo interés en verlo muerto, más bien todo lo con­trario.

 

Fruncí las cejas. Sabía que su argumento era convincente. Pero ¿podía creerla? ¿Podía creer en ella? ¿Podía creer en al­guien?

 

— ¿Y qué me dice de Polidori? —pregunté.

 

— ¿Polidori?

 

—A Arthur le habían extraído toda la sangre. —Esperé. Sa­bía que no era preciso añadir nada más—. Contésteme —dije— o le juro que no tendré más remedio que contarle a George todo lo que sé.

 

Lilah entornó los ojos y ladeó levemente la cabeza.

 

—Tampoco fue Polidori —dijo.

 

— ¿Cómo lo sabe?

 

—Cuando me enteré de la muerte de Arthur Ruthven, se lo pregunté, por supuesto. Negó la acusación y la negó con vehe­mencia. No mentía. —Me sonrió—. Me es fácil saber cuando al­guien miente.

 

—No me cabe ninguna duda, pero siento decirle que esto no es ninguna prueba admisible.

 

— ¿Ah no? —Lilah se encogió de hombros—. Entonces hable usted mismo con él.

 

—Lo haré —asentí.

 

—Estupendo. —Lilah volvió a sonreír y me cogió las ma­nos—. Estoy impaciente por verle resolver este asunto. Me gus­taría que confiara en mí. —Apretó su mejilla contra la mía y me susurró al oído—: ¿Comprende, doctor? No hay ninguna razón por la cual no podamos ser amigos. —Me besó los labios con ternura—. Ninguna razón en absoluto.

 

Yo no contesté; di media vuelta y me dispuse a bajar las es­caleras. Me cogió el brazo sin decir palabra y fuimos a la habita­ción en la que estaba George estudiando mapas, elaborando planes y redactando documentos sobre el tema de la frontera in­dia. Polidori se había marchado. Le eché una mirada a Lilah, que me acompañó al puente y al fumadero; encontramos a Poli­dori en la mugrienta tienda que había abajo.

 

Le pregunté qué sabía de la muerte de Ruthven y negó ha­berlo asesinado, tal como Lilah me había dicho.

 

— ¿Por qué me acusa a mí? —Preguntaba una y otra vez, con los ojos entornados—. ¿Dónde está la prueba?

 

Desde luego, no le comuniqué cuáles eran los pasos que yo había seguido en aquella investigación. Sí le mencioné a lord Ruthven, sólo para ver cómo reaccionaba. Titubeó visiblemente y le lanzó una mirada a Lilah, como si hubiera violado un secre­to que guardaban en silencio. Lilah, sin embargo, estaba impa­sible. Polidori dejó de mirarla y empezó a morderse los nudillos de la mano.

 

— ¿Qué pasa con él? —preguntó.

 

—Dijo que usted engañó a Arthur y precipitó su muerte.

 

Polidori soltó unas risitas histéricas al oír esto.

 

—Pues claro que se lo dijo.

 

— ¿Por qué?

 

Polidori hizo una mueca.

 

—Si no lo sabe, mejor será que se lo pregunte a él.

 

—No; se lo pregunto a usted.

 

Polidori le lanzó una mirada a Lilah.

 

—No fui yo —dijo con repentina violencia—. Ya se lo he di­cho, no fui yo. Yo no lo maté.

 

Por su modo de subrayar el hecho de que no había sido él, se deducía que había sido un compañero suyo, un confidente tal vez. ¿Pero quién? ¿Lord Ruthven? Eso era lo que Polidori casi daba a entender. Mas salta a la vista que ellos dos no eran com­pañeros. Y, además, ¿qué motivo tendría lord Ruthven para ma­tar a su primo? Yo no alcanzo a verlo.

 

Este caso es cada día más extraño. Y esto me hace pensar en la pregunta de Suzette: « ¿Cómo sabes cuándo un misterio deja de ser un misterio?». Sobre todo cuando... sí, voy a decirlo: cuan­do los motivos no son ni por asomo humanos. Pero por ahora voy a seguir con mis métodos de investigación. Me asusta pen­sar en lo que me obligará a hacer Huree. No olvides nunca al niño. No olvides nunca al niño. Que Huree venga cuando pueda. De momento no lo telegrafiaré. Pero tal vez sea demasiado tarde para semejantes dudas.

 

¿Y Lilah? ¿A qué clase de juego estoy jugando con ella? O, mejor dicho, ¿a qué juega ella conmigo? No quiero llevar este pensamiento demasiado lejos. Pero tengo que hacerlo. Es evi­dente que es mucho lo ella puede revelarme.

 

Por todo ello, no le he dicho nada a George. De momento voy a guardar para mí todo cuanto he visto y oído.

 

 


Date: 2015-12-17; view: 496


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Diario del doctor Eliot. | Carta de lady Mowberley al doctor John Eliot.
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