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Diario del doctor Eliot.

 

5 de junio. Voy a recordar en voz alta mis métodos. Es im­portante que lo haga, pues me temo que, de lo contrario, puedo sacar conclusiones extravagantes y carentes de toda lógica. Debo poner orden en mi cabeza y desterrar todas las emociones febriles que últimamente me han agitado; así, podré valorar los datos con la mirada desinteresada del científico. Éste es un asunto singular, eso es más que cierto, y, sin embargo, siempre ha sido lo singular lo que, según mi experiencia, ha resultado más fructífero, si se examina con detenimiento. Voy a arrancar de mi mente todos los pensamientos fantásticos; me limitaré, estrictamente, a los hechos y sólo a los hechos. La deducción, si no es exacta, no tiene ningún valor.

 

Muy bien, pues. Esta mañana, a primera hora, analicé la sangre de lord Ruthven con el objeto, sobre todo, de identificar el grupo sanguíneo al que pertenece. Coloqué unas gotas en una platina que puse en el microscopio. Observé, como había suce­dido con anterioridad, que los glóbulos rojos estaban muertos y los glóbulos blancos seguían vivos. Me extraje sangre y coloqué unas gotas en la misma platina. Los resultados han sido inme­diatos. Fagocitosis del tipo descrito por Metchnikov: mis células sanguíneas, tanto los glóbulos rojos como los glóbulos blancos, han sido atacadas, absorbidas y destruidas por los glóbulos blancos de lord Ruthven. La muestra pareció palpitar, casi como si se produjera una descarga eléctrica; aun a simple vista podía verse cómo la sangre brillaba tenuemente y se expandía sobre la platina. Se produjo una aglutinación, no sé de qué tipo; aunque sería mejor describirlo como una anexión, pues mis cé­lulas han sido totalmente englobadas y destruidas.

 

Repetí el mismo proceso con las muestras de leucocitos de lord Ruthven y de Haidée que tenía guardadas desde hacía semanas, con los mismos resultados. Les extraje sangre a Llewellyn y a dos ayudantes, cuyos grupos sanguíneos ya sabía que eran distintos. En los tres casos, sin embargo, las células fueron atacadas y absorbidas como las mías. Cuando el proceso con­cluyó, fue como si nunca hubieran existido. Los glóbulos rojos de lord Ruthven, que con anterioridad estaban muertos, se rea­nimaron; un resultado tan extraordinario y tan contrario a la ciencia médica, y a toda ciencia, que me cuesta darle crédito. La prueba, con todo, es irrefutable: he llevado a cabo más experi­mentos, extrayendo sangre de voluntarios, y los resultados han sido idénticos. ¿Conclusión? Parece que lord Ruthven pertenece a un tipo de persona cuya existencia la ciencia médica no podía ni tan siquiera sospechar; su sangre es de una clase desde luego extraña para mí. Pero a excepción de esto, no puedo, ni quiero, deducir nada.



 

Recuerdo un comentario de mi viejo profesor de Edimbur­go, el doctor Joseph Bell. «Elimine lo imposible —me decía siempre—, y lo que quede, por improbable que sea, es la ver­dad.» Pero ¿y si no queda nada? ¿Habrá que ver entonces en lo imposible la verdad?

 

16.00 horas. Debería abandonar esta línea de investigación. Puede que haya cosas que es mejor que el hombre no llegue a saber. Pienso en Kalikshutra y el cuerpo de un niñito atravesado por el gancho. Una vez que lo imposible se instala y cobra esta­tuto de real, ¿qué sistemas y límites quedan? ¿Adonde iremos a parar, entonces?

 

23.00 horas. Fui allí al fin, a pesar de mi determinación de no ir. Lord Ruthven me recibió en su despacho; hacía una tarde luminosa, pero las cortinas estaban corridas y en la habitación había una sola vela encendida. Vi en seguida, sin embargo, que a la mesa estaban sentados también otros hombres y mujeres, cuyos rostros y manos fulguraban en la oscuridad; sonrieron cuando entré; sus dientes eran blancos como el marfil y afila­dos, y sus expresiones casi de aves de rapiña. Esperé a que lord Ruthven les rogara que nos dejaran solos, mas no lo hizo, y la verdad es que apenas me sorprendió, pues era evidente, al verlos todos juntos, que la enfermedad que padecía lord Ruthven tam­bién les afectaba a ellos; eran todos de una belleza pálida y des­pertaban todos la misma extraña sensación —que creo com­prender ahora— de terrible corrupción y de perversidad.

 

Lord Ruthven me rogó con un ademán que tomara asiento.

 

Yo así lo hice y, correspondiendo a su invitación, le comenté los experimentos que había llevado a cabo durante el día.

 

—En pocas palabras —concluí—, no estoy seguro de que la enfermedad que usted padece sea, ni siquiera en parte, anemia. Si lo es, entonces desconozco la clase de anemia de la que se tra­ta. Es susceptible, además... —Hice una pausa. Miré los ojos brillantes y sin pestañear que me observaban. —Prosiga —dijo lord Ruthven.

 

—Iba a decirles que la anemia, que en un sentido estricto es una deficiencia de la hemoglobina, es susceptible, en su caso, de recibir una curación inmediata. — ¿Y cuál es?

 

Volví a quedarme un momento en silencio. Al fin sonreí. — ¿De verdad necesita usted que se lo diga? No me contestó nada.

 

—Díganoslo —intervino uno de sus compañeros, una mujer cuyos labios se contrajeron en una mueca desdeñosa. Apoyé la barbilla en la punta de los dedos. —Sangre —le dije—. Sangre humana fresca. —Clavé mis ojos en los de lord Ruthven, que seguían igual de gélidos que an­tes, aunque habían dejado de ser impenetrables. Me pareció, en efecto, detectar en ellos tristeza y repugnancia, como si se diera asco a sí mismo, y supe que mis sospechas eran correctas. No obstante, incluso en aquel momento, no podía aceptar que aquello fuera la verdad. Miré fijamente las caras que tenía fren­te a mí, buscando en alguna de ellas algún signo que pusiera en entredicho mis conclusiones, mas sólo vi rostros gélidos como las máscaras de los muertos; el silencio que reinaba en aquella habitación me heló la sangre. De repente se oyó una risa.

 

—Me reafirma en mi opinión, me temo, milord, que los mé­dicos son unos tontos insufribles. Se les paga dinero y a cambio le dicen a uno lo que ya sabe. —Bostezó—. Jesús, cuánto anhelo una sorpresa de verdad.

 

Lord Ruthven alzó una mano para hacerlo callar. Se inclinó hacia adelante.

 

—Doctor Eliot —murmuró—, supongo que estaría usted de acuerdo en que necesitar sangre para sobrevivir es, en sí mismo, una enfermedad.

 

Hice un ingente esfuerzo por mantenerme impasible. —Sí —repuse.

 

Lord Ruthven asintió.

 

—Entonces ¿no se puede curar esta necesidad? ¿No puede haber un tipo de sangre que nuestras células no sean capaces de absorber?

 

—Si lo hay —dije hablando despacio—, me temo que toda­vía tengo que descubrirlo.

 

—Pero ¿podría usted descubrirlo si prosiguiera su investiga­ción?

 

Lo observé detenidamente.

 

—Necesitaría —dije al fin— saber muchas más cosas de las que usted me ha dicho hasta ahora. Necesitaría saber la verdad, milord.

 

No contestó nada. De nuevo el silencio me heló la sangre.

 

—No puede ayudarnos —intervino una mujer; y otra sacu­dió la cabeza—. No me parece la persona idónea —murmuró—. No me parece idóneo en absoluto.

 

— ¿Ah, no? —Lord Ruthven enarcó una ceja.

 

La mujer meneó la cabeza.

 

—Él es mortal. ¿Qué puede saber? No existe ninguna cura­ción.

 

— ¿Cómo puede estar tan segura —repuso lord Ruthven con frialdad—, si no lo intentamos?

 

La mujer se encogió de hombros.

 

—Ya lo intentó con anterioridad, milord. ¿Se acuerda? Re­currió a otro médico.

 

—Aquello era distinto.

 

— ¿Por qué?

 

El rostro de lord Ruthven se ensombreció momentáneamen­te. No respondió a la pregunta; me miró a los ojos fijamente y de pronto su brillo me devoró. Igual que antes, sentí cómo el terror se adueñaba de mí para después desaparecer. Como un adicto al opio, me entregué sin oponer resistencia y vi todos mis sueños expuestos frente a mí: la promesa de llevar a cabo un trabajo importante, revolucionar la medicina, cambiar radicalmente la biología y la ciencia... si pudiera ayudarlo... si pudiera hallar una curación. De repente me embargó un sentimiento de rabia al darme cuenta de que él me seducía; por eso sacudí la cabeza y pugné por liberarme de sus hilos.

 

— ¿Curación? —Exclamé en tono decidido; me puse en pie—. ¿Curación para qué, milord? —Fijé mis ojos en los de él, que estaba petrificado en su asiento—. ¿Cuál es esta enfermedad de la cual no se puede hablar claramente? —pregunté—. ¿Qué es esta sed de sangre que nunca hubiera creído que existía de no haberla visto en el microscopio? —Silencio. El fulgor de aque­llos ojos no parecía humano; de pronto me eché a reír sin dejar de mirarlos fijamente a todos ellos, a aquellos monstruos del folklore y del mito más negros, que la ciencia moderna por fin ponía al descubierto. La ironía me divertía—. Tiene usted razón —le dije a la mujer que había manifestado su deseo de prescin­dir de mi ayuda—. No los puedo ayudar. —Le lancé una mirada a lord Ruthven—. Lo siento —dije; después di media vuelta y me dispuse a marcharme de allí.

 

— ¡Espere!

 

Me quedé paralizado.

 

—Espere.

 

Me volví y vi que lord Ruthven se había medio levantado de su asiento.

 

—Por favor —susurró—. Por favor. —Una súbita y terrible ra­bia descompuso su bello rostro; había en ella una mezcla de or­gullo, desesperación y vergüenza, que, al igual que una tormen­ta pasajera, lo hacía vulnerable. Se estremeció y se agarró fuerte a los brazos del sillón; el semblante adquirió su antigua calma, pero cuando habló sus dientes parecían los colmillos afilados de un animal—. No estoy acostumbrado a mendigar —susurró. Su voz era tan fría que paralizaba—. No dude, doctor, que, si así lo quiero, puedo hacer que la locura lo destroce a usted. También puedo matarlo. O incluso —añadió, y se quedó callado un mo­mento— puedo hacer algo todavía mucho peor. —Sonrió—. No me desafíe.

 

La mujer le había cogido el brazo.

 

—Milord, se lo ruego. —Parecía asustada—. Deje que se vaya o bien mátelo y acabemos con esto.

 

Lord Ruthven seguía con los ojos fijos en mí.

 

—Milord. —La mujer volvió a tirarle del brazo—. No lo olvide.

 

— ¿Olvidar qué? —dijo él, frunciendo las cejas.

 

La mujer le cogió la mano.

 

—Sabe muy bien que nuestros misterios siempre aplastarán al mortal que los vislumbre. —Se llevó la mano de él a los la­bios—. Acuérdese de Polidori.

 

Polidori. Al oír aquel nombre di un respingo, que no debió pasar inadvertido a lord Ruthven, porque esbozó una débil son­risa.

 

—No —intervino—. Polidori era codicioso, presuntuoso y se pasaba de listo. Él es distinto, no se parece en nada a Polidori.

 

—Así que me mintió —dije en voz queda—. Lo conoce.

 

Lord Ruthven me miró, encogiéndose de hombros.

 

—Me preocupaba su seguridad, doctor Eliot.

 

— ¿Por qué?

 

Volvió a encogerse de hombros.

 

—Polidori es muy peligroso y está loco. —Sonrió casi imper­ceptiblemente—. Pero ya lo sabe usted, puesto que lo conoció.

 

Se oyeron murmullos. Uno de los asistentes se puso en pie.

 

— ¿Lo conoció? ¿Dónde?

 

Lord Ruthven seguía con una sonrisa en la boca.

 

—En Rotherhithe. ¿No es cierto, doctor Eliot?

 

Yo hice un lento movimiento afirmativo con la cabeza.

 

—El doctor Eliot es un buen detective, ¿comprenden? Tenía usted razón. Fue Polidori quien me mandó el programa del es­treno de la obra en la que intervenía Lucy, ahora estoy seguro de que fue él. Y tampoco me cabe ninguna duda de que fue él quien engañó a mi otro primo, Arthur Ruthven, y lo llevó a la muerte. Por eso le advierto que no debe acercarse a él.

 

Yo sopesé sus palabras.

 

—Lo que usted insinúa —dije al fin— es extremadamente in­trigante.

 

Lord Ruthven enarcó una ceja.

 

— ¿De veras?

 

—La muerte de Arthur Ruthven, por ejemplo —asentí yo—, yo creí que estaba relacionada con su cargo en el India Office. Y, sin embargo usted afirma que... que está relacionada con usted.

 

—Ambas teorías son compatibles, ¿no cree?

 

— ¿Cómo?

 

—Usted tiene sus secretos —murmuró lord Ruthven—, y yo, doctor Eliot, tengo los míos.

 

— ¿No me lo dirá, pues?

 

Inclinó la cabeza casi imperceptiblemente.

 

—A su debido tiempo, quiza sí.

 

—Y el programa que le mandó Polidori, ¿tampoco va a de­cirme el peligro que entraña?

 

Lord Ruthven volvió a inclinar la cabeza.

 

—Al menos dígame si Lucy se halla en peligro. —Al decir esto vi que lord Ruthven daba un respingo, aunque su semblan­te permaneció petrificado y no me contestó nada—. Ella es su prima —añadí—. Si la enemistad que le profesa a usted Polidori ya ha matado al hermano de Lucy, yo considero que es su deber, ¿no cree?, velar por su seguridad.

 

—Le agradezco —dijo lord Ruthven con frialdad— que me recuerde cuál es mi deber.

 

—Aprecio mucho a Lucy. —Lord Ruthven torció el gesto al oír esto, pero yo no hice caso de su mueca—. Si de veras se ma­quina una conspiración en Rotherhithe...

 

—Entonces hará bien en no inmiscuirse en nada —me atajó lord Ruthven, poniéndose en pie—. Doctor Eliot, le he dado un consejo de buena fe. A pesar de que usted esta noche me haya dado el esquinazo, mi admiración por usted sigue intacta. Usted ha ele­gido no querer ver la naturaleza de nuestra enfermedad. Muy bien, pues. Sea leal a su resolución. No le presente batalla a Polidori. —Me tendió la mano y me la estrechó—. No vaya a Rotherhithe.

 

Tenía la mano muy fría y yo me estremecí sin quererlo. Lord Ruthven sonrió y retiró la mano.

 

—Por favor —susurró, dando un paso atrás—. Déjeme a mí al bueno del doctor Polidori.

 

Yo sostuve su mirada insistente; al darme cuenta de que la entrevista había finalizado, di media vuelta y me fui hacia la puerta. Esta vez lord Ruthven no intentó detenerme. Pero una vez llegué allí fui yo quien se detuvo y se volvió.

 

—No es sólo con Polidori con quien usted se enfrenta —afir­mé—. En Rotherhithe, junto al Támesis... hay alguien, o algo, muchísimo más poderoso que él. Muchísimo más poderoso, quizá, que usted, milord.

 

Lord Ruthven fijó sus ojos en mí sin decir nada; yo temí que mi advertencia lo hubiera contrariado. Al cabo de un rato asin­tió secamente, como agradeciéndome mis palabras y me di cuenta de que no parecía sorprendido. Me volví y me marché de allí apresuradamente.

 

De camino hacia Oxford Street pasé por delante de la casa de los Mowberley. Las luces del piso de abajo estaban encendi­das y, al recordar que George había ido a verme el día anterior, llamé al timbre y pregunté si estaba en casa. Había salido. Iba a insistir para que me dieran más detalles, mas en aquel momen­to oí la voz de Lucy. Le pedí al mayordomo que anunciara mi vi­sita y al entrar en el salón vi, para gran sorpresa mía, que Lucy y lady Mowberley estaban sentadas una junto a la otra. Las dos se levantaron y me saludaron.

 

— ¡Nuestro casamentero! —Exclamó lady Mowberley co­giendo la mano de Lucy—. ¿Lo ve, doctor Eliot? Ahora somos amigas inseparables.

 

Insistieron en que me quedara, pero yo no estaba de humor para charlas y no acepté su invitación. Sin embargo, me com­prometí a llevarlas a dar un paseo una tarde. Le pregunté a lady Mowberley dónde estaba George.

 

—Trabajando hasta altas horas en su despacho —repuso. Yo hice un esfuerzo por ocultar mi inquietud, mas ella debió notar algo, pues vi cómo se le ensombrecía el semblante. Sin embar­go, no me hizo ninguna pregunta y dejó que Lucy me acompa­ñara hasta la puerta.

 

— ¿Va todo bien? —le pregunté en voz muy queda.

 

—Sí, gracias, Jack. Va todo estupendamente. —Me dio un beso en la mejilla y sonrió—. Eres un alcahuete de miedo. —Con un ademán señaló el salón—. Ya has visto los frutos de tu tra­bajo.

 

—Sí —contesté. En la puerta me detuve—. Lucy... —No sa­bía qué decirle. Ella esperó a que yo hablara y enarcó una ceja, un gesto que me recordó irremediablemente a lord Ruthven y yo creo que palidecí, pues de pronto Lucy me miró angustiada.

 

—Jack —dijo—, ¿qué te ocurre? Tienes un aspecto horrible.

 

Hice un esfuerzo por dominarme.

 

—Lucy —le susurré—, anda con mucho cuidado. ¡Por el amor de Dios, ves con mucho cuidado! Prevén a Ned y cuida de tu hijo; y cuídate tú también. Sobre todo no confíes en lord Ruthven. No dejes que se acerque a tu hijo. —Ella frunció las ce­jas y fue a abrir la boca para interrogarme, pero yo me fui, pues ¿qué más podía decirle? Si ni yo mismo comprendo el peligro que la acecha. Sin embargo, al ver su rostro, y sabiendo lo que estaba en juego, supe que nunca la abandonaría.

 

Aun ahora, que puedo examinar la situación racionalmente, estoy convencido de que haré bien en seguir la investigación hasta el final, a pesar de haberle dicho a lord Ruthven que no me entrometería en lo que les aflige a él y a los que son como él. Sabe Dios qué me aguarda; mas hay demasiado en juego, quizá, también, demasiadas vidas en peligro. Si debo traspasar los lí­mites de la ciencia una segunda vez, lo haré. Ruego a Dios que no me deje repetir los mismos errores que cometí la primera vez.

 

Mem. Tengo que hablar con Huree lo antes posible.

 

24:30 horas. Llewellyn ha vuelto muy tarde. Me entrega una nota que le dejó George esta noche. La abro con fervor y leo lo siguiente: «He ido a Rotherhithe. No te preocupes, amigo mío, he ido con las mejores intenciones. Me hubiera gustado saber si te apetecía acompañarme, pero no estás. Maldita sea. Bueno, qué le vamos a hacer. Te deseo todo lo mejor. Tu viejo amigo George.»

 

Es un idiota, siempre lo ha sido. No sé qué hacer. Esto se está desarrollando a una velocidad vertiginosa; nunca pensé que iría tan deprisa.

 

Pero estará en peligro.

 

01.00 horas. No tengo otra alternativa. Iré andando hasta Bishopsgate y luego cogeré un coche de alquiler.

 

 


Date: 2015-12-17; view: 540


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