23 de mayo. Una curiosa nota de Mary Kelly. Referencias a una misteriosa «ella», que, evidentemente, debe ser la negra que le cortó la muñeca. Cuando la interrogué, mi hipótesis se vio confirmada. Kelly se muestra muy reacia a hablar de la mujer que la asaltó y sólo lo hace en voz bajísima y temblando. Pobre mujer, está a todas luces aterrada y nada de lo que yo le dije sirvió para tranquilizarla.
Al parecer, nuestras mentes se ven asediadas por pensamientos y rumores desagradables. De momento hasta a mí me distraen temores irracionales. Reacio a estudiarlos minuciosamente, de modo que los dejo campear por la periferia de mi mente. Recuerdo qué ocurrió la última vez que me dejé llevar por la superstición. No puedo permitir que eso vuelva a suceder.
El estado de las muestras de sangre sigue inalterado: los leucocitos están vivos.
26 de mayo. Mary habla de irse del hospital. Me entero más tarde de que un tal Joseph Barnett la visitó esta mañana por vez primera desde que ingresó aquí. Afirma que es su esposo; sin duda es algo peor. Lo que yo pienso es que anda mal de dinero.
El estado de los leucocitos inalterado.
30 de mayo. Le dimos el alta a Mary Kelly. Llegó Joseph Barnett y se la llevó. A mí me entristeció que se marchara, no sé porqué. Desde luego, no es nada profesional identificarse con un paciente, pero para mí ella encarna los millones de paisanos míos malogrados a causa de la injusticia. Ella, y todos los que sufren como ella, se merecen una vida mejor.
El estado de los leucocitos inalterado.
Lo que cabe concluir de todo ello es más y más inquietante cada día que pasa.
4 de junio. Me han dicho que George ha venido cuando yo había salido. No ha dejado ningún recado, pero me figuro qué quería. Según Llewellyn volverá mañana.
01.00 horas. Hacia medianoche sentí una extraña picazón en la nuca. Me volví. Lord Ruthven estaba de pie detrás de mi sillón. No lo había oído entrar. Me dio las buenas noches, con mucha frialdad, y aunque no dijo nada yo sabía por qué había venido y cuál era su objetivo. Eché una ojeada a las probetas colocadas encima de mi escritorio y, súbitamente, me estremecí al pensar en la enfermedad de lord Ruthven. Imaginarme su sangre fluyendo por sus venas, me llenó de horror. Es difícil explicar semejante sensación, pero era muy real.
Lord Ruthven estuvo extremadamente frío y se contuvo, pero sé que estaba muy molesto, como si bajo aquella capa de hielo hirviera un torbellino de pasiones. Me preguntó con mucha corrección cómo andaba mi investigación; le respondí explicándole lo que había descubierto, pero su ira no disminuyó por ello.
— ¿Por qué está sorprendido, doctor? —me preguntó fríamente—. Ya le dije que nuestra sangre no se coagula nunca y en cuanto a los glóbulos... bueno... —Hizo una pausa y sonrió por primera vez—. Usted vio con sus propios ojos que en Kalikshutra sucedía lo mismo, ¿no es así?
Me lo quedé mirando fijamente, sorprendido, y le pregunté cómo lo sabía.
—He leído todos sus artículos —repuso—, hasta el más oscuro de ellos.
Supongo que esto debería halagarme. Aquel artículo sólo fue editado en la India y a lord Ruthven no debió haberle sido nada fácil conseguirlo.
—Así, pues, doctor— me dijo quitándose el gabán y desabrochándose una manga, ¿ha empezado ya a investigar sobre una curación para la enfermedad?
— ¿Enfermedad, milord?
—Sí, sí —contestó impacientemente—, la misma enfermedad que describía usted en su artículo. —Se me quedó mirando, súbitamente incrédulo—. ¡Cómo! —exclamó—. ¿En todo este tiempo ni siquiera ha visto en las muestras de la sangre que nos extrajo los síntomas de esta enfermedad? ¿Por qué cree que me dirigí a usted?
—Pero la enfermedad que yo describo no existe fuera de Kalikshutra —repuse.
Lord Ruthven enarcó una ceja.
— ¿De veras?
—Si ha leído mi artículo sobre el grupo sanguíneo I que estudiaba allí —le dije—, entonces sabrá que los leucocitos sobrevivían sólo cuarenta y ocho horas. Los suyos llevan activos más de quince días.
—Entonces está claro, ¿no es cierto?, que mi enfermedad está en una fase más avanzada.
—Milord —le respondí, hablando con palabras sencillas para que me comprendiera—, nunca en la vida había visto unas células que se comportaran como las suyas. Sí, admito que hay una cierta similitud con las que analicé en el Himalaya. Pero más significativas son las diferencias. Las suyas no son degenerativas. Las suyas no afectan a su físico ni a su salud mental, que, en todo caso, parecen más mejorados aún. Sus células, en pocas palabras, no muestran ningún síntoma de degeneración y muerte.
Lord Ruthven me miró con sus ojos grises adamantinos.
— ¿No se da cuenta —insistí— de lo que conlleva lo que le estoy diciendo?
Soltó una risita burlona.
—Lo entiendo perfectamente bien.
— ¡Cómo, milord...!
—Basta.
—Pero en nombre de Dios...
— ¡Basta!
—Pero si no puede comprenderlo; quiero decir... estamos hablando de inmortalidad.
Lord Ruthven no contestó. Cuando fui a abrir la boca para repetir lo que acababa de decir, noté que tenía la lengua y la boca totalmente secas. Puede parecer ridículo, ya lo sé, pero volvió a invadirme el horror. Lord Ruthven sonrió; extendió su brazo desnudo. Noté que poco a poco el terror iba desapareciendo.
—Le he pagado —me dijo— para que desarrollara un plan de investigación. Necesitará otra muestra de sangre. Extráigamela.
Se la extraje. La muestra está en la nevera. Mañana me concentraré en los análisis. Le informaré a lord Ruthven de los resultados que obtenga cuanto antes, pues acepto que con los retrasos lo he tratado injustamente. ¿A qué viene mi cohibición? ¿A qué viene mi terror, pues es terror lo que siento para ser sincero? Sus células sanguíneas se comportan de modo extraordinario, lo reconozco; pero debe existir una causa racional que explique su estado. ¿Qué tarea médica puede ser más emocionante que descubrirla? ¿Quién sabe qué misterios podría resolver?
Mañana por la tarde me dedicaré al tema de los grupos sanguíneos. Quiero profundizar en él.